Para atrapar la botella Ariel Winograd había demostrado con Cara de queso (2006) y Mi primera boda (2011) una gran solvencia para hacer comedias. En Vino Para Robar (2013) agrega el ingrediente del thriller y consigue un producto entretenido en el que se destaca la totalidad del elenco. Robar un banco, se sabe, es una empresa casi imposible. Hay una serie de films que dan cuenta de ello, sobre todo los de Hollywood. Casos más recientes como La gran estafa (Ocean’s eleven, 2001) o la subvalorada El caso Thomas Crown (The Thomas Crown Affair, 1999), que estaba centrada en el robo de cuadros de arte, vuelven sobre ese universo que el clasicismo cinematográfico visitó con frecuencia. Pero el cine nacional tenía el casillero vacío. Vino Para Robar lo llena y, si bien es un cóctel de géneros (thriller, comedia, romance) que no siempre funciona en un mismo nivel, lo cierto es que llega a buen puerto. Sebastián (Daniel Hendler) es un “ladrón de guante blanco”. Parco pero ágil cuando hay que actuar, tiene como ayudante a un especialista de la virtualidad que interpreta Martín Piroyansky; ambos componen un dúo eficaz. Hasta que un día, el robo de una costosísima pieza de arte pone a Sebastián en contacto con Natalia (Valeria Bertuccelli) y las cosas se complican. La trama los llevará a Mendoza, en donde un turbio empresario interpretado por Juan Leyrado está dispuesto a todo por conseguir una antiquísima botella de vino valuada en una fortuna. Winograd contó con un equipo técnico que supo ir en una misma dirección. El vestuario, el maquillaje, la dirección de arte y el sonido (aquí, pieza fundamental) construyen un mundo compacto y de reminiscencias clásicas. A través de él, los personajes deambulan y se entrecruzan en el relato distintos géneros. Sorprende la destreza narrativa con la que el director concibió a los robos, secuencias que –hasta ahora- tenían sus puntos altos en el cine estadounidense. Hay, además de un dúo protagónico carismático, una muy buena elección de casting, aún para los personajes que aparecen muy poco tiempo en la pantalla. Bertuccelli es, a esta altura, la estrella femenina de la comedia nacional. Con una variación en su voz, un pestañeo, un movimiento, logra matices. Ya sea para cuando su personaje miente (lo hace muy seguido) o cuando actúa con sinceridad. Tal vez la debilidad más evidente sean algunos detalles que el guión no explora, tal vez porque confía en exceso en las licencias poéticas del género. Vino Para Robar es una comedia pero no una parodia, y la verosimilitud debe imponerse para que cada pieza encaje. Pero más allá de este aspecto, se trata de un muy atendible entretenimiento que nos sumerge en un mundo en donde los ladrones se ganan nuestra simpatía. No es poca cosa.
Ese mal cotidiano Carlos Reygadas es un director consagrado a la polémica. Tal como ocurrió con Batalla en el Cielo (2005) y –en menor medida- con Luz silenciosa (2007), Post Tenebras Lux (2012) invita a ser amada o defenestrada. Nuevamente, el clima ominoso que tan bien construye le sirve para poner su mirada sobre una familia de clase-media acomodada. Genial, abyecto, ambicioso, ridículo, sutil, pretencioso. Las voces se superponen, a favor y en contra, pero tal como ocurre con otros de sus contemporáneos (Lars von Trier, por citar un caso, otro “mimado” de Cannes), Carlos Reygadas nunca pasa desapercibido. A veces apela a esos golpes de efecto un tanto caprichosos (recuérdese el sexo oral en primer plano, en Batalla en el Cielo), pero no por eso su cine deja de ser meticuloso, programático, “ambicioso”. La película comienza con una niña de unos ojos cautivantes, en medio de la nada. Poco a poco; los truenos, la lluvia, el viento. Aquello que comienza como un signo sin respuesta (¿qué hace allí?, ¿por qué está sola?) se transforma en tensión pura. No habrá una continuidad explícita entre esa secuencia inicial y el resto del relato, pero atención: Post Tenebras Lux hace de la elipsis y el tono disruptivo su razón de ser. Al igual que en Japón (2002), en donde ignorábamos qué motivaba el acto sexual entre el forastero y la anciana, aquí las marcas sociales más claras (relato del inconformismo de clase, la fe católica como “opio del pueblo”, etc.) no se enmarcan dentro de una tesis. El enigma sobrevuela a la familia de Juan, que no termina de “encajar” en el campo. Su esposa es –tal vez, sin reconocerlo- una servidora que oscila entre la tarea de acompañarlo y cuidar a los hijos. Hacia el cuarto del matrimonio llega en una noche el diablo (sí, ¡Satanás!), de cuerpo delicado y fosforescente… Dato curioso: porta una caja de herramientas y camina despacio, para no alterar a los niños y poder hacer su trabajo. El diablo “trabaja”: tiene una tarea, cumple. Uno de los pequeños lo descubre, pero no dirá nada. Tal vez, esa secuencia grafique aquello que el director hace una y otra vez, por momentos con una morosidad difícil de justificar; demostrar que sobre lo explícito hay alguien que calla, algo que el relato ni siquiera sugiere. Ya no se trata de señalar mediante indicios aquella parte del iceberg que no vemos, sino de marcar que hay miradas que se pierden, que nos abandonan. Y nos conducen a un vacío que, en definitiva, nos iguala. El relato “posa” su mirada, más allá de construirla. Poco a poco, la película ingresa a un mundo sexual perturbador, a una vida cotidiana plomiza, y a la delincuencia que precipita un final trágico y también alegórico. El mal, parece sugerir Carlos Reygadas, puede ser imperceptible pero está ahí, a la vuelta de la esquina.
Mi obra y yo En Kartun (el año de Salomé) (2012) los realizadores Mónica Salerno y Hugo Crexell ofrecen el retrato de uno de los dramaturgos y directores más importantes del teatro argentino. A través de una serie de encuentros registrados durante dos años, el documental se convierte en una forma de acceder al personamiento teatral de Mauricio Kartun. Quienes tuvieron la suerte de pasar por sus clases o alguna de las muchas conferencias que brinda cada año, saben Mauricio Kartun es un artista de discurso magnético. No es difícil sumergirse en su concepción teatral, merced a la forma entre histriónica y llena de humor con la reflexiona sobre su saber y experiencia en el teatro. Rama del arte a la que se dedica desde hace varios años, y con la que consiguió destacarse aquí y en el extranjero. Mónica Salerno y Hugo Crexell tienen un primer gran mérito en su documental: haber permitido que esa cualidad discursiva se plasme en el dispositivo audiovisual. Kartun (el año de Salomé) se centra en el proceso creativo que culminó con el estreno de la obra Salomé de Chacra, pero al mismo tiempo sirve de excusa para repasar los procedimientos creativos del autor, que exceden a la concreción de esta pieza. Lo testimonios (a veces introducidos con preguntas directas a Kartun y a los intérpretes de la obra) son registrados en un acotado número de espacios: el estudio en donde dicta clases, la sala Cunill Cabanellas del Teatro General San Martín, el Teatro del Pueblo, las casa del teatrista en Capital Federal y la que tiene en Cariló. Tanto para el espectador “teatrero” como para aquel menos adepto al teatro, este documental es una oportunidad para conocer y/o ampliar las ideas vinculadas a cómo Kartun concibe a la escritura dramática. Son fundamentales sus nociones sobre la “imagen generadora”, sobre la que dice: “Es un gajo que tiene la posibilidad de transformarse en una planta”. Una metáfora más que pertinente, porque se vincula a su pasión por la jardinería. Actividad que aparece registrada con detenimiento, al igual que el armado de un archivo de fotos; tarea que también es indispensable para pensar su poética. Kartun (el año de Salomé) cumple con una de las premisas de los documentales destinados a explorar una personalidad y, en consecuencia, un imaginario: lejos de replegarse en un grupo de nociones, las amplía a medida que más conocemos al sujeto que las enuncia. Una interesante comunión entre el cine y el teatro.
El pasado nos espera 18 años después de que Jesse y Celine se conocieran en Antes del amanecer (Before sunrise, 1995), el director Richard Linklater vuelve a reunirlos en Antes de la medianoche (Before Midnight, 2013). Una película que cierra una trilogía única y mantiene su romance con la platea. El amor muta para mantenerse vivo. Alrededor de una historia de amor hay segundas oportunidades, arrepentimientos, revisiones, y un sinfín de anécdotas vinculadas a la percepción del otro. Antes del amanecer marcaba el grado cero de la relación entre el norteamericano Jesse y la francesa Celine. Antes del atardecer (Before sunset, 2004) nos ofrecía la posibilidad de indagar –con el discreto encanto y el ingenio verbal que caracteriza a la saga- cuánto del amor idealizado podía devenir vínculo real. Esta tercera (¿y definitiva?) parte nos muestra a los dos protagonistas como matrimonio consumado. “Ya los conocemos”, podríamos decir. Ethan Hawke y Julie Delpy lucen, como es de esperar, mucho menos jóvenes de lo que lucían en aquel viaje a Viena que los marcó para siempre. La cámara los expone lo suficiente para que esa cualidad -elemental en un punto, pues el tiempo pasa, ¡qué novedad!- nos lleve directo al presente de la pareja. Instalados en un retiro para escritores en Grecia, Jesse y Celine replantean su relación. Ahora son padres de dos gemelas, tienen menos tiempo para pensar en ellos mismos. Por otra parte, hay incertidumbre sobre dónde vivirán, dado que el hijo que él tuvo con su ex mujer vive en Nueva York. La segunda entrega tenía la urgencia que impone la narración en tiempo real; la limitación de un plazo que se transpone a la pantalla sin elipsis. Antes de la medianoche se cimenta sobre el reposo, sobre el “ya pasó y es tiempo de mirar atrás”. Esta característica la tiñe de una pátina melancólica, de la latencia del fin de una relación que surge casi como consecuencia inevitable (origen, desarrollo, culminación). Ella plantea que nadie cambia demasiado. Por momentos le creemos. Por momentos, parece que esa inmutabilidad es la que traiciona al amor y hace que sea más difícil seguir junto al ser amado. Película de reflexiones y replanteos, la de Richard Linklater hace gala nuevamente de unos diálogos exquisitos. Sobrevuela el pintoresquismo y por momentos esa pátina for export de personajes extranjeros hablando en inglés. Los parlamentos ingeniosos y la materia amorosa en primer plano hacen que la película no pierda su solidez. El mismo relato hace funcional el paisaje; por ejemplo, cuando Jesse y Celine observan las ruinas mientras viajan, o cuando la idea del pasado los rodea de manera sumamente gráfica en la visita al templo. Porque la historia de ellos, enfrentada a la Historia, es igualmente mutable, delicada. El romanticismo está pero su interrupción sobrevuela al matrimonio; aún cuando sus huéspedes se ofrezcan a cuidar a las hijas para que ellos pasen un momento especial en un hotel de lujo. Nada saldrá como parece, pero como sí es esperable Linklater domina bien las secuencias en espacios reducidos, llevando la tensión hacia una zona íntima, un poco a la manera del cine de Ingmar Bergman. Antes de la medianoche y las dos películas que la preceden tienen como destino inexorable la categoría de saga de culto. Marcan una generación que, como la misma saga, nos invitará a revisarlas y ver cuánto de nosotros es distinto, aún cuando nuestro afecto por sus personajes se mantenga intacto.
Cuerpo y alma Luego de El estudiante (2011), Santiago Mitre apuesta por un film completamente distinto. Filmado en colaboración con Juan Onofri Barbato, Los Posibles (2013) mixtura la danza y el cine. Y la unión es más que positiva. A muchos ha desconcertado que, tras El estudiante, Santiago Mitre haya dejado de lado al relato narrativo para sumergirse en una propuesta tan experimental. Que, además, lo pone en el rol de “co-director”. Su compañero es un coreógrafo, algo que permite explicar por qué Los Posibles funciona desde su matriz cinematográfica y obtiene el lucimiento de sus magnéticas, vibrantes coreografías. Hasta ahora, la videodanza era una disciplina artística relativamente nueva, “para entendidos”. Es posible que este film, rodado con una elogiosa factura técnica, permita ampliar la recepción de este tipo de obras. Lo que también es singular es el hecho de que los bailarines sean un grupo de adolescentes del centro de integración social Casa La Salle. A puro vértigo se entregan en un frenesí de movimientos, en los que lejos de entregar modelos coreográficos clásicos proliferan formas más contemporáneas e inspiradoras. Hay un concepto tribal en la puesta en escena, que alterna coreografías individuales o de dúos con otras grupales. La música acompaña este esquema y, sumada a la entrenadísima cámara en comunión con la luz, consigue impactar al espectador. Al menos, a aquel que esté dispuesto a sumergirse en este goce cinético. En su función más social, Los Posibles demuestra que se puede lograr integración sin necesidad de apelar a formas artísticas que porten un contenido de denuncia. Qué duda cabe que el arte puede poner en vidriera al enorme talento de estos jóvenes. En lo estrictamente artístico, la película da cuenta de una álgida situación artística que vive la danza contemporánea en nuestro país que, desde finales de los ’90 a esta parte, entrega notables creadores de universos tan personales como sugestivos. Aquí, hay un trabajo corporal creativo y riguroso, que oscila entre la construcción de un espacio enrarecido, por momentos siniestro, y una “otredad” en la que conviven lo extraño y el homoerotismo (los que danzan son todos varones). Lo mejor es no cerrarse a una interpretación; conviene dejar que el intelecto fluya luego de la proyección.
El discreto encanto de Huppert (por tres) En otro país (In another country, 2012) tiene a Isabelle Huppert como protagonista excluyente, en el rol de tres personajes que la ubican siempre como la mujer deseada. La cinefilia, agradecida. El cine de Hong Sang-soo puede ser lúdico, naif, en apariencias liviano. Pero jamás es “canchero” ni superficial. Sus dos últimas comedias anteriores a En otro país -Hahaha y Oki´s movie, ambas del 2010- confirmaban que en su transparencia, en la sencillez de la puesta en escena, el realizador sabe poner al espectador del lado de sus personajes. Que no tiene por qué ser un mérito, pero que dentro de su cine es un modo de no ubicarse por encima de ellos, de transmitir compasión y alegría de un momento a otro. Como ocurre en la vida. Pero en el cine. Hong es uno de los autores “selectos” cuyas películas se pasean por festivales de todo el mundo (incluso los más importantes, como Cannes) y a veces –sólo a veces- llegan a la cartelera comercial. Es el caso de En otro país, recientemente proyectada en el BAFICI. Aquí, una joven imagina a una mujer llamada Anne, quien llega a la costa de Corea del Sur para tomarse unas pequeñas vacaciones. Pero, como anticipamos, en verdad hay tres versiones de ella con sendas historias. Los que no varían son los personajes secundarios. Esta particularidad no tiene nada que ver con esos juegos de guión que suele proponer Hollywood. Por el contrario, es un mecanismo (antojadizo, puede ser) que sirve para abordar las capas constitutivas de la ficción y generar una reflexión a partir de ellas. Mediante el devenir de cada una de esas versiones vemos a los personajes actuar en base a distintos conflictos y, en consecuencia, llegamos a conocerlos mejor. La primera Anne es una realizadora de cine, la segunda es una mujer abandonada recientemente por su marido, y la última Anne espera la llegada de su amante coreano. Las tres movilizan la cotidianidad de este espacio y provocan cimbronazos en un matrimonio vecino. Un poco a la forma de los cuentos morales del gran Eric Rohmer, la película muestra al pasatiempo como una temporalidad burguesa en donde afloran las tensiones. Es innegable que el encanto de la película está vinculado a la idea de que “dos potencias se saludan”. Para quienes el tándem Hong-Huppert no genere una particular expectativa, queda un relato simpático, de una comicidad discreta y bien dosificada. Una película que hace de la extranjería una posibilidad para indagar en tópicos universales como la posibilidad de tener una aventura o, simplemente, sentirse deseado.
De amores y cocodrilos Luego de darse a conocer mundialmente con Aquel querido mes de agosto (2008), el realizador portugués Miguel Gomes entrega con Tabu (2012) un relato fascinante, único. Con un extraño prefacio comienza el film de Miguel Gomes. Un explorador, ante la imposibilidad de soportar la pérdida de su mujer, decide dejarse comer por los cocodrilos. Más allá de esta elección truculenta, la película nunca lleva al relato hacia una zona revulsiva. Podemos decir, en cambio, que la de Gomes es una historia casi fabulesca. Un cuento complejo y a la vez sencillo. Secuencia a secuencia, Tabu deja una estela de misterio que lo enviste de una melancólica seducción. La película retoma formas cinematográficas anacrónicas (el blanco y negro, el formato 4:3, la voz en off) y produce un extrañamiento casi lúdico, como ocurría con Historias Extraordinarias (2008). Se genera una contradicción semántica entre el devenir del relato pasional y la forma en la que éste es mostrado en pantalla. Más aún cuando, culminado el prefacio, comience la primera parte del film y conozcamos a Aurora, una anciana bastante neurótica que vive en Lisboa y es cuidada por una mucama que le tiene mucha paciencia. En esta parte hay una mayor concentración en el personaje y su entorno, como si los elementos nucleares de su vida ya hubieran acontecido y sólo queda un pasado que no termina de conocerse. Hacia aquel pasado vuelve la segunda parte, cuando Aurora tenía 60 años menos y vivía junto a su marido en una colonia africana. Un rasgo exótico que rememora el universo de Marguerite Duras mixturado con otro singular procedimiento: la voz en off de uno de los personajes que, a modo de intertítulo, repone aquello se dice. En esta parte la atención está puesta en un triángulo amoroso tan prohibido como trágico. Gomes consigue una síntesis formal que no desentona con lo propuso antes sino que, por el contrario, incorpora al melodrama con cierto tono absurdo que se percibe aún más en el epílogo y en la primera parte (presten atención a los sueños de la anciana). Tabu despliega amor al cine en cada fotograma. Dentro de sus singularidades, la mesura opera como una forma de magnificar lo sencillo (algo que pareciera ser un oxímoron). Es así como una inclusión sonora anacrónica (el tema Baby I love you de The Ramones) no genera una afectación posmoderna, sino una especie de licencia poética que se integra y grafica aquello que transcurre mediante la imagen. Estamos frente a la tercera película de un director que ya alcanzó la categoría de autor, aún vigente y estimulante en nuestro tiempo.
Vida y obra Construida a partir de una artificialidad poco frecuentada por el cine nacional, La vida anterior (2013) transcurre en el ambiente del canto lírico y narra el encuentro entre Ana (Elena Roger) y Federico (Sergio Surraco) con Úrsula (Esmeralda Mitre). Ana conoce en una fiesta a Federico; allí los rodean el ambiente nocturno, la música de fondo, la seducción. Tres componentes que recorren esta película de Ariel Broitman pero que, poco a poco, irán dejando su matiz festivo para vincularse a un drama de espesor mayúsculo. Ana y Úrsula son estudiantes de canto lírico, rama del arte que se destaca por su exigencia interpretativa y destreza vocal. Un día, Ana llega antes del comienzo de su clase y escucha la voz prodigiosa de su compañera, solamente precedida e interrumpida por la maestra de canto (delicada composición de Adriana Aizemberg). Y el resultado no podría ser otro que la admiración (¿la envidia?). Hay algo de esa forma musical que transmuta en las pasiones de los personajes, a las que el realizador retrata –de forma pertinente- a través de una puesta en donde se destaca el artificio y una paleta de colores saturados. La voz en off también es otro de los elementos a los que recurre para narrar esta historia que le exige al espectador una mirada menos vinculada a la verosimilitud del cine de género. Esta apuesta por escapar al naturalismo se condensa también en las actuaciones, que encuentra a los integrantes del triángulo en plena forma. Elena Roger demuestra no sólo que es una gran cantante, sino además una muy buena intérprete para el cine. Surraco compone al personaje más oscuro, más hermético, y lo hace con una economía gestual que no desentona con la propuesta integral. En este caso, la mayor sorpresa es la de Mitre, cuya figura remite a una belleza pictórica, renacentista, que le sienta muy bien a una película que trabaja a partir del desencanto de lo real en comparación con lo ideal. El momento de mayor equilibrio llega con la amistad entre la pareja y Úrsula, cual fábula pastoril, intercambiando anécdotas en un espacio plácido. El punto de inflexión no tardará en llegar. La altisonancia de la banda sonora provocará sus rechazos y adhesiones. También, el ambiente entre bohemio y elitista en donde estas pasiones son engendradas. Como reverso inevitable, La vida anterior será ampliamente aprobada por los espectadores ávidos de ver modalidades narrativas en la pantalla grande que se alejen del realismo naturalista y se animen a explorar el drama interno desde un lugar operístico.
Poner el cuerpo El ecléctico realizador Steven Soderbergh entrega con su Magic Mike (2012) una mirada cruda pero no cruel sobre las vivencias de un stripper que se replanteará su presente y su futuro. ¿Qué tienen en común una película icónica del cine independiente norteamericano como lo es Sexo, mentiras y video (Sex, lies, and videotape, 1989) con la saga de La gran estafa? Poco y nada. Si recorremos la prolífica carrera de Soderbergh, encontraremos prácticamente a todos los géneros y sub-géneros en ella. Se le animó al drama, la comedia, la biopic (con sus dos películas sobre el Che Guevara), la ciencia ficción, el romance, el policial, y la lista sigue. Los resultados, es evidente, oscilan entre las películas regulares, las buenas, y las muy buenas. No es llamativo, entonces, que una historia centrada en el mundo de los strippers se sume ahora a su filmografía, que –según ha manifestado recientemente- está por terminar.. El Mike (Channing Tatum, actor que alguna vez fue stripper) al que elude el título es un treintañero que trabaja en una empresa constructora durante el día, hasta que llega la noche y se transforma en una de las principales atracciones de un club nocturno al que asisten muchas mujeres ansiosas de ver cuerpos trabajados en los más variopintos cuadros coreográficos. El dueño del boliche es Dallas (convincente y ajustado Matthew McConaughey), hombre que se conoce todas las reglas del oficio y que por lo tanto instruye y dirige a sus chicos. Un día, el Mike diurno conocerá a Adam (Alex Pettyfer), jovencito al que le cuesta conseguir un trabajo que lo conforme. De forma bastante casual terminará siguiendo los pasos de su compañero, y descubrirá un mundo hasta entonces desconocido del que formará parte. Hasta ese momento la mejor compañía era la de su hermana, una estudiante de psicología que llamará la atención de Mike. La película refleja diversos tipos de vínculos masculinos heterosexuales, siempre en torno a los modelos que de éstos se desprenden. Hay algo paternal en la relación amistosa de Mike y Adam, en la forma en la que el primero lo guía y al mismo tiempo lo protege. Por otra parte, Mike mira Dallas como un contra-ejemplo, el modelo del que tarde o temprano se alejará. Su deseo es tener un “trabajo normal”. Y el muchacho se esfuerza, por más que los bancos le den la espalda (en una secuencia que destroza –una vez más- al tan vapuleado american dream). Otro punto interesante del film es el retrato del cuerpo masculino. Lejos de la mojigatería que habitualmente vemos en el cine norteamericano, Soderbergh no teme filmar torsos, entrepiernas y glúteos de forma bien directa, asumiendo que de eso se trata: de ver a través de los ojos del show, para luego ponerlo en entredicho, cuestionarlo. No obstante, siempre lo hace a partir del punto de vista de los personajes. Explora un mundo que puede resultarnos exótico, bizarro e incluso berreta (¿por qué no?), pero asume que sus criaturas tienen los mismos temores y necesidades que podemos tener nosotros. Esencialmente, las vinculadas al porvenir. Por eso nunca son juzgados o señalados. Si aparece esa mirada, es a partir del personaje de la hermana de Adam. Mirada que la película relativiza al mostrar qué es lo que siente Mike. Magic Mike es una de las gratas sorpresas del año, un film que conmueve y que demuestra que estos hombres de calendario pueden emocionarse y también emocionarnos, más allá de los dólares que lluevan a su alrededor.
Cree en mí El realizador de Boogie Nights: Noches de placer (1997), Magnolia (1999), Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002) y Petróleo sangriento (There will be blood, 2007), construye con The Master (2012) una película en donde la ambigüedad es central. Grandes labores actorales de Philip Seymour Hoffman, Joaquin Phoenix y Amy Adams. Freddie es esa clase de soldado de guerra propio de la narrativa de Ernest Hemingway: alcohólico, encorvado, deseoso de una mujer que le quite las tensiones que acarrea. La esperanza palpita en él pero no como un impulso hacia el futuro, sino como un amargo quejido que deja entrever aquello que no fue. En su alrededor la sociedad se instala en un presente menos convulsionado (nos referimos al fin de la Segunda Guerra Mundial), pero algo en él es disonante, pesimista, casi psicótico. Cualidades que un actor como Phoenix puede aunar en una criatura tosca y a la vez querible, ente gravitacional sobre el que se suceden los hechos que narra el film. Mucho se ha debatido sobre qué es lo que cuenta Anderson, pero resulta evidente que el foco está puesto en los inicios del Cienciología, doctrina religiosa (señalada como secta en más de una ocasión) que muchos conocerán porque tiene entre sus filas al actor Tom Cruise. No es incongruente que Freddie sea un personaje al borde de la animalización y que el Maestro se transforme en su guía. Ambos son emergentes del Desastre (así, con mayúsculas), el perfecto reverso de un mundo que se re-define y que necesita creer en algo. Hasta cuánto Freddie puede creer en lo que ve queda en una nebulosa, como así también hasta cuánto es cálculo en Lancaster Dodd, el Maestro. Un personaje al que Seymour Hoffman (otro tamaño actor) le imprime una ambigüedad enérgica, vibrante, por momentos demencial. El realizador construye una puesta en donde impera la magnificencia; de hecho, la rodó en el anacrónico formato de 70 mm. Esa construcción grandilocuente se extiende en la predilección por fotografiar grandes espacios (el mar, el desierto) o espacios más reducidos que gracias al uso de lentes devienen enormes, aspecto que transforma a Anderson en el cineasta contemporáneo más emparentado con Stanley Kubrick, otro cineasta “de la ambigüedad”. Volviendo a los personajes centrales, el acercamiento de estos dos hombres no arroja una tesis (ni positiva, ni negativa, si bien hay algo truculento en cómo se relacionan). Tampoco The Master propone una identificación con alguno de ellos, pero esa indeterminación en el vínculo resulta revulsiva, incómoda y a la vez tierna. Freddie es como una fiera a la que Lancaster intenta domesticar, un conejillo de indias que le sirve para construir La causa. Alrededor de ellos está su propia familia, que tiene como matrona a Peggy (Adams, dejando para siempre su aura a chica Disney), quien ve con desconfianza a la presencia de este nuevo integrante. Con humor sórdido y sin heroicidad, The Master es proclive a ser pensada como una fábula amarga sobre la fe en la sociedad norteamericana, oscilante entre el pragmatismo y el afán lucrativo. Es, al mismo tiempo, la consagración de un cineasta mayúsculo como Paul Thomas Anderson, quien con el “otro” Anderson (Wes) son hoy en día los directores autorales de Estados Unidos que más ideas proponen y con marcas de estilo más identificables. The Master, en suma, es una película a la altura de sus ambiciones.