La ficción argentina Eva no duerme (escrita y dirigida por el mendocino Pablo Agüero) recorre el destino del cadáver de Evita y su propio mito, sin relecturas ni revelaciones sustanciosas (al menos, para el espectador argentino). Interferida por imágenes documentales y juicios bastante cerrados en off, exalta lo pendenciero y provocador –ya que no exactamente revolucionario– de Eva a lo largo de la Historia, con un lúcido empleo del sonido y creación de escenarios bellamente lóbregos, por momentos alucinantes. Plena de ideas plásticas atractivas aunque desunidas, con más interés por arrojar frases incitadoras que por analizar aspectos álgidos de la historia del peronismo, aureolada por cierto énfasis nacionalista pero con varios personajes a cargo de actores extranjeros (incluyendo un Dennis Lavant que parece escapado de Holy Motors), capitalizando con la cámara y la luz gestos seductores (los ojazos húmedos de Ailín Salas, los rostros de Gael García Bernal y Nicolás Goldschmidt envueltos en humo de cigarrillo, el rodete rubio de Sofía Brito insinuando la presencia de Eva que finalmente se desdibuja en la continuidad de un plano secuencia), Eva no duerme despierta y sacude. Resulta, por otra parte, un claro ejemplo de película oportunamente estrenada en vísperas de elecciones, como las que hace un tiempo mencionábamos aquí.
SER GITANOS HOY. ¿Cómo hacer para exponer la realidad cotidiana de una comunidad gitana en Argentina eludiendo prejuicios y, al mismo tiempo, esquivando una mirada idílica? Tomás Lipgot (El árbol de la muralla, Moacir) hizo lo mejor que podía hacerse ante ese desafío: ganarse la confianza de una familia y dejar que los propios integrantes cuenten su historia, con toda su vitalidad y sus contradicciones. De esta manera, casi sin salirse de la intimidad del hogar de los Campos en el conurbano bonaerense, Vergüenza y respeto recorre conversaciones y gestos que van revelando diversos aspectos de la vida gitana. Todo cabe en esta amable invitación a conocer otra cultura: mates, asados y humeantes comidas, chicos (varones) jugando con su rifle, buscando amistades en Facebook o tocando prodigiosamente la guitarra, los sentimientos sinceros ante la pérdida de un familiar y el poco valor dado al estudio, la vocación por las fiestas junto a ciertas formas de marginalidad, la amistosa relación con los vecinos y las expresiones del tipo “Al que se mete con alguno de nosotros lo mato.” Seguramente para espectadores habituados a los conceptos políticamente correctos no es fácil aceptar algunas ideas que los gitanos –estos gitanos, al menos– tienen sobre la honra y la libertad, o sobre el rol de la mujer. “La leyenda gitana se basa en la mujer”, dice uno de ellos, y habla incluso de matriarcado, al mismo tiempo que se subraya la importancia de la virginidad de las jóvenes antes del matrimonio y de no dejarlas salir nunca solas a ningún lado, o el ferviente deseo de que el primogénito sea un varón. No menos inquietante suena el requerimiento de “No desvirtuar la raza”, derivado de lo que podría llamarse orgullo de ser gitano. Lo bueno es que esos valores se ponen ligeramente en discusión en el mismo film, cuando dos hombres de distintas generaciones debaten sobre la pertinencia de respetar las tradiciones frente a los cambios de la vida moderna. En tanto, queda la duda de cómo se acomodan sus reglas de vida con la necesidad de tener un empleo y ganar dinero (a ninguno se lo ve trabajando, salvo dentro de la casa). Un acierto de Lipgot como director es que –apelando a grabaciones amateurs de casamientos familiares o registrando conversaciones casuales– logra transmitir el clima propio de una familia gitana, extraña mezcla de temperamento con afecto y rigidez con libertad. Otra buena idea es mostrar a los hombres viendo entusiasmados por TV a la selección argentina de fútbol mientras el mayor de ellos habla del respeto a las leyes de nuestro país; también las imágenes de archivo que aparecen naturalmente, sin solemnidad, mientras se deslizan datos históricos (incluyendo un pasado de persecuciones que trae a la memoria El árbol de la muralla). No debería hacer falta agregar que el documental de Lipgot está impregnado de energética música, que sólo los gitanos parecen saber cómo generar en cualquier momento y ocasión. Por ahí asoman Carmen Amaya y Gipsy Kings, pero en el film son los Campos quienes, de tanto en tanto, disfrutan cantando, moviéndose y batiendo palmas con envidiable regocijo. Si de algo no hay dudas, es que se sale de ver Vergüenza y respeto tarareando y con ganas de discutir sobre costumbres y conductas propias y ajenas.
Todos para uno Náufrago, 127 horas, Gravedad: desde hace unos años, al cine de Hollywood le viene atrayendo la epopeya de personas comunes enfrentadas a la soledad y la capacidad para sobrevivir lejos del mundanal ruido y las comodidades de la vida moderna. En este caso, la figura carismática con la que se busca generar empatía no es Tom Hanks, James Franco o Sandra Bullock sino Matt Damon, y el ámbito en el que el protagonista es dado por muerto y abandonado, el planeta Marte. Allí, este Robinson Crusoe con escafandra deberá poner en juego sus conocimientos y habilidades para proveerse alimento suficiente mientras espera que en la Tierra hagan algo por él. La excusa es aceptable para ofrecer un divertido film de suspenso y aventuras en el espacio, afortunadamente sin agregar flashbacks con recuerdos de la vida previa del joven astronauta ni actitudes de heroísmo exaltado. Salvo las explicaciones y discusiones de rigor entre los entendidos, todo es muy simple –incluso aniñado– en Misión Rescate, con la historia transcurriendo límpidamente y personajes sin pliegues. Durante algo más de dos horas, Ridley Scott (1937, South Shields, Inglaterra) echa mano a un clasicismo narrativo y estético que lo aleja bastante del frío formalismo de sus primeras y más recordadas películas (Los duelistas, Alien, Blade Runner), evitando banales torsiones habituales en colegas suyos interesados en la ciencia ficción, como Christopher Nolan. En un mundo artificioso y mecánico como el de los viajes espaciales, destinar miradas emocionadas al crecimiento de una planta, o hacer de un tenso encuentro en el espacio una suerte de danza –tal vez la secuencia más bella e inquietante del film–, son aportes que se agradecen. Lástima que parezcan inevitables las canciones decorativas y las bromas entre los personajes (una y otra vez con una taza en la mano), que los actores deban limitarse a tics gestuales registrados en planos breves, que se siga recurriendo a los gritos y aplausos eufóricos ante los éxitos en las gestiones de rigor, y que no pueda evitarse cierto exitismo en el desenlace. Bien puede decirse que Misión Rescate es convencional pero eficaz. Sin embargo, revela un problema nada menor: aunque transcurre casi en su totalidad –montaje paralelo mediante– en dos únicos espacios (Marte y las dependencias de la NASA), no permite advertir demasiado la insondable profundidad y el silencio que, se supone, reinan en el espacio. Grandes extensiones de tiempo y de distancia, así como estados de angustia y reflexión, se diluyen para favorecer el entretenimiento puro y duro. Del mismo modo, aunque la película da a entender que todo el mundo está pendiente del destino del pobre Mark Watney (Dammon), sólo ingleses, chinos y obviamente estadounidenses se muestran en las calles, preocupados por el caso: el resto del mundo permanece olímpicamente fuera de campo. Esa predisposición a ver lo que hay más allá de las estrellas antes que lo que ocurre en algunas zonas del propio planeta Tierra, conduce a un interrogante que se desprende de películas como ésta o Rescatando al soldado Ryan (1998, Steven Spielberg, en la que Damon también debía ser rescatado): ¿por qué todos para uno y no todos para todos? En Misión Rescate, junto a los seres sujetos por un frágil cordón a esas naves-juguetes en la negra inmensidad, flota la inquietud: por qué en el país del Norte conmoverá tanto la salvación de un hombre, mientras se acepta con indiferencia una vocación por la violencia que trunca la vida de tantos otros, propios y ajenos.
Madre sola no hay una Una de las sorpresas –sutiles, inadvertidas frente a otros fenómenos– que ha deparado el intercambio generacional que atravesó nuestro cine en los últimas dos décadas, ha sido la incorporación de nuevas miradas sobre conflictos propios del universo femenino. Rompecabezas (2010, Natalia Smirnoff) y Por tu culpa (2009; dir: Anahí Berneri) son buenos ejemplos, aunque no los únicos, en los que los roles de madre y ama de casa son delicadamente corridos de la vocación idealizada y el altar de la virtud. La nueva película de Ana Katz (1975, Buenos Aires) se suma a esa saludable disposición a sacudir levemente prejuicios instalados, sin cargar las tintas ni descuidar el afecto hacia los personajes, en este caso una insegura madre primeriza y una ocasional amiga algo invasiva y desconcertante. El guión de Mi amiga del parque, escrito por Katz junto a la escritora uruguaya Inés Bortagaray, sabe acertadamente combinar elementos para mantener intrigado al espectador, desestabilizarlo y ayudarlo a reflexionar sobre determinadas cuestiones. En los avances y retrocesos de la relación entre Liz (Julieta Zylberberg) y Rosa (la propia Katz) se deslizan apuntes sobre maternidad biológica y de hecho, miedos y responsabilidades ante un hijo pequeño (“Es tan… chiquito” se angustia Liz, en un momento), dificultades en el entendimiento cotidiano de/con los otros, temor a transgredir –y, al mismo tiempo, deseos de hacerlo–, soledad, necesidades y apariencias. Mínimos pormenores que parecieran estar sólo por voluntad del guión responden, sin embargo, a una caracterización pulida de las criaturas: las actitudes respecto a los horarios, por ejemplo, o las reacciones que despierta un arma que aparece por ahí. Palpita, también, aunque a simple vista no parezca, una sorda contienda entre clases sociales: un oficio o profesión (Liz es escritora y su marido realizador de documentales, en tanto Rosa operaria en una fábrica), la posesión de un auto o una prenda de vestir marcan esa diferencia; también la manera de entender la generosidad y la solidaridad en ambas mujeres (y una tercera, Renata, hermana o prima de Rosa, interpretada por Maricel Álvarez). Está claro que, aunque Katz interpreta a Rosa, el punto de vista de su película es el de Liz, y en este sentido Mi amiga del parque podría integrar un interesante doble programa para el debate con El hombre de al lado (2009; Mariano Cohn/Gastón Duprat), si bien el film de Katz-Bortagaray, que recurre igualmente a un tono de asordinada comedia, no es cínico y se reserva un final tranquilizador. Algo del rechazo-fascinación que le despierta a la protagonista lo que hacen sus circunstanciales amigas recuerda, asimismo, a Tan de repente (2002), la película de Diego Lerman, coproductor aquí. No es sencillo lograr que la inmadura Liz y las descaradas hermanas R. (así las llaman) resulten siempre creíbles, y sin embargo eso ocurre. La forma en que el film mantiene fuera de ese micromundo a parientes y vecinos puede resultar antojadiza, pero el clima es verosímil, con la ayuda de las actuaciones. A la eficacia del trío Zylberberg-Katz-Álvarez hay que agregar el desempeño del resto, desde la excelente Mirella Pascual (como una mujer experimentada que se dedica a cuidar el niño) hasta otros que se ven y escuchan medio de soslayo, en conversaciones casuales de milagrosa naturalidad. Film de pequeños-grandes momentos, de miradas, de frases hirientes disparadas distraídamente y reconfortantes gestos de reconciliación, Mi amiga del parque es, además, un ligero examen sobre la confianza, en sí mismo y en los demás.
Una maestra va entrando en una espiral de alienación, al descubrir que un niño escribe espontáneamente poesías con la sensibilidad de un adulto. Si bien recurre por momentos a inquietos movimientos o ángulos de cámara, el film del israelí Lapid adopta un estilo tan lacónico y exento de adornos como su actriz protagónica, una Sarit Larry enjuta, de sonrisa ambigua, que hace de esa mujer alguien más impredecible que enigmático. El hecho de desestimar un tono menos realista lleva a un terreno algo híbrido a este film ligeramente provocador (el final sugiere la oposición vulgaridad vs. poesía), curioso y discutible.
Performances actorales en un lugar extraño En el panorama del cine argentino reciente, el caso de Marcos Carnevale (1963, Inriville, Córdoba) es curioso. Aunque sus películas no aparecen rodeadas de lauros obtenidos en festivales ni críticas demasiado alabadoras, suelen contar con un reconocimiento inesperado: son elegidas para remakes en otros países, incluso en Hollywood. Y, si bien se acerca a Juan José Campanella al recurrir a relatos tranquilizadores y fórmulas propias del costumbrismo televisivo, parece menos calculador y demagógico; de hecho, se arriesga con ideas que cualquier productor desaconsejaría, como reunir en una misma historia la problemática de una chica con síndrome de Down y el atentado a la AMIA (Anita), inventar una historia de amor entre dos ancianos (Elsa y Fred) o achicar –efectos mediante– a un actor popular y hacer que se enamore de su personaje una joven que lo dobla en estatura (Corazón de león). El espejo de los otros es otra apuesta audaz: congregó a una quincena de actores populares para embarcarlos en una serie de discusiones y confesiones que se suceden casi enteramente en un solo lugar, una suerte de catedral abandonada devenida restaurant, diseñada en forma digital. Sin embargo, en este drama coral que ocasionalmente se acerca a la fantasía quedan más en evidencia que en películas anteriores de Carnevale algunas de sus limitaciones. Es que, por momentos, parece no tener claro que el cine va más allá de una idea atractiva, buenos actores y/o eficaces efectos especiales. En El espejo de los otros casi todo se sabe y se deduce por lo que los personajes dicen, y aunque asoma cada tanto alguna reflexión sensible, predominan diálogos y situaciones de una puerilidad sorprendente. La acción se estanca cada tanto en las performances actorales sin que la cámara acuda a soluciones creativas: el cine tiene recursos de sobra para apropiarse visual y dramáticamente de conversaciones entre personajes (un plano detalle de una mano inquieta, la tensión de un plano secuencia) que Carnevale prefiere ignorar, por lo que el film termina pareciéndose demasiado a una sucesión de actos teatrales. Al mismo tiempo, y si bien la música es atractiva, cuando se detiene en la interpretación de canciones como Balada para un loco adopta la forma de un show televisivo. Algunos actores aparecen repitiendo tics propios (Cibrián, Posca, Casero) y la pareja de hermanos que observa y controla todo lo que allí sucede no consigue ser suficientemente enigmática. Es cierto que, como toda película en episodios, en el espectador despierta curiosidad lo que vendrá después, más aún cuando cada segmento está interpretado por distintos actores (uno de los pocos puntos en común con Relatos salvajes): el primero es el que se acerca más peligrosamente a ciertos males de los que el cine argentino se había librado en los últimos años (peleas familiares a los gritos, denuncia ingenua y subrayada de negociados), el segundo y el tercero juegan con la sorpresa, manteniendo una carta guardada casi hasta el final, y el cuarto apuesta a la ternura, a lo que se suma un quinto que va desplegándose de a poco hasta llegar a una explicación en el desenlace (sin dudas el menos convincente). La credibilidad de los personajes depende, en buena medida, del talento y el esfuerzo de los intérpretes. Gracias a su idoneidad, Luis Machín y Mauricio Dayub parece que fueran hermanos de verdad. María Socas aporta sobriedad, al igual que Javier De Nevares. Oscar Martínez logra emocionar. Julieta Díaz ilumina la pantalla con su frescura. Alfredo Casero y Leticia Bredice comienzan divirtiendo, hasta que sus personajes son llevados a una catarsis dramática poco original. Ana María Picchio, Norma Aleandro y Marilina Ross –tres de nuestras mejores actrices– conmueven, sacando partido a lo poco que deben hacer. Graciela Borges y Pepe Cibrián Campoy resultan graciosos al discutir como chicos pero irritan cuando adoptan actitudes de altivez o cuando se ponen sentenciosos. De todas maneras, en el cine los actores deben ser un medio y no un fin, y acá son los pilares con los que se sostienen, dificultosamente, las historias. La película tiene méritos: es técnicamente irreprochable, asombra con artificios digitales desacostumbrados en nuestro cine y, a pesar de que se advierten moralejas previsibles (“Todo por esa maldita plata” se lamenta un personaje del primer episodio, como si fuera una reencarnación de El viejo Hucha), no abunda la admonición y puede despertar simpatía que, en ocasiones, se prefiera no recurrir a la policía para poner orden ante situaciones levemente desencajadas. Tampoco está mal –aunque la acción transcurre claramente en Buenos Aires y alguien hace referencia a “la corrupción de este país”– la creación de un espacio corrido de la realidad, que permite encuentros y revelaciones tal vez imposibles en medio del trajín de la vida urbana. No deja de ser loable, finalmente, que Carnevale haya convocado sin prejuicios a referentes de la actuación de distintos estilos y generaciones, o haber conseguido que Marilina Ross vuelva a actuar en una película después de muchos años, del mismo modo que no pueden ponerse en discusión sus intenciones de reivindicar ciertos valores. Pero pareciera desoír consejos que dejan sus propios personajes: evitar el individualismo (escribió él solo el guión de esta película de dos horas con tantos conflictos), calibrar las ambiciones, conducirse con más delicadeza y menos apuro.
Pasajeros de otra pesadilla Si se la ve sólo como la recreación ligeramente sensacionalista de un hecho policial resonante, como una opaca aunque esmerada reconstrucción de acontecimientos que sacudieron a la sociedad argentina a comienzos de los ‘80, como una historia de instancias violentas protagonizada por actores populares, puede decirse que El clan es un eficaz entretenimiento dirigido a espectadores de clase media, acostumbrados a consumir con gusto fórmulas del thriller estadounidense y a regodearse con delitos de los que dan cuenta a diario los noticiarios televisivos (de hecho, hubo algunos aplausos y familias enteras, con niños y hasta bebés, en la función a la que asistí). La duda es por qué o para qué se hizo (y se hizo así) El clan, al margen de las legítimas aspiraciones comerciales. Es que, con su ya octavo largometraje, Pablo Trapero (1971, San Justo, pcia. de Bs As.), desentendiéndose de logros conquistados por colegas de su generación y por él mismo, retoma vicios del viejo cine argentino y, en ese camino, recurre a soluciones ideológicamente equívocas. En su cine, a Trapero siempre se lo vio interesado en transitar espacios con reglas propias y principios de autoridad bien instalados, que se transgreden con distintas consecuencias. Los mismos podrían resumirse con expresiones que definen a conocidas instituciones: la Policía, la Iglesia, el Sistema Penitenciario, el Trabajo, la Familia. Parece haber algo de fascinación en él por estos ámbitos que implican alguna forma de protección o de refugio, así como parecen seducirlo ciertos desmanes o indiferencia frente a la ley, no por una posición rebelde ante el sistema sino para jugar con la incorrección política (o, en el mejor de los casos, para señalar debilidades gestadas en el seno mismo de esas organizaciones). Esas características, puestas en juego en sus películas anteriores como director (Mundo grúa, El bonaerense, Familia rodante, Nacido y criado, Leonera, Carancho, Elefante blanco), convergen en este nuevo film en torno a una acaudalada y respetada familia de San Isidro, los Puccio, que entre 1982 y 1985 se dedicó a secuestrar personas pidiendo dinero a sus familiares para su liberación, con detalles estremecedores, como el hecho de que se trataba en todos los casos de conocidos del núcleo familiar, que los mantenían prisioneros en su propia casa mientras desarrollaban su vida con aparente normalidad, y que no dudaban en matarlos después de recibir el dinero. El clan no parece peocuparse por encauzar discusiones hacia los contactos de la Policía con el poder político-económico de turno, las dificultades que atravesó nuestro país en su transición a la democracia, la impunidad con la que acostumbran conducirse sectores pudientes, u otras cuestiones de índole igualmente delicado, como si le bastaran los previsibles comentarios del público sobre la insensibilidad de los Puccio a la salida del cine. En su transcurso, que se da medio a los saltos, asoman elementos propios de la época y otros no tanto (como algunas palabras, o la exhibición en TV en 1985 de un film como En retirada), además de numerosas canciones (aunque Trapero no se muestra aquí tan creativo en la elección y utilización de la música como en sus anteriores films) y pantallazos informativos cruzando todo el tiempo la realidad cotidiana de Arquímedes Puccio, su mujer y sus hijos. Algunos dinámicos planos secuencia, una que otra elipsis certera y un efectismo técnicamente bien resuelto hacia el final, figuran entre los méritos de El clan, cuyo éxito seguramente se agiganta gracias a esa antigua costumbre de ver prestigio y adultez en cualquier película que aborde acontecimientos de la historia política o policial con profesionalismo, cierta crudeza y actores conocidos. Y a propósito de esto último, hay que decir que en Guillermo Francella se intuye Arquímedes Puccio en dos o tres momentos –en los que pierde los cabales ante su hijo Alejandro (Peter Lanzani)–, pero la mayor parte del tiempo se ve simplemente a Francella canoso y serio. Hay también entrelíneas que, aunque pueden pasar inadvertidas, no parecen inocuas. Un comentario acerca de la poca duración de los gobiernos radicales en Argentina y fragmentos documentales como el elegido para abrir la película, tienden a trazar una mirada positiva sobre el gobierno de Raúl Alfonsín, algo por lo menos curioso en el cine argentino de los últimos años. Más ambiguo, y menos afortunado, es el intento de igualar los maltratos de la perversa familia hacia las víctimas con los de la Policía hacia los Puccio y los propios secuestrados, como lo sugiere el repetido gesto de darle un cigarrillo encendido a la mujer encerrada. Algunas decisiones de Trapero hacen que el nuevo cine argentino (o como quiera llamarse a ese soplo de vitalidad y frescura que renovó nuestra cinematografía unos años atrás) retroceda demasiados casilleros. La información brindada sin disimulo por diálogos entre los personajes, textos explicativos (antes, durante y después), e incluso imágenes que casualmente aparecen en la pantalla de un televisor o en tapas de revista, son recursos perezosos. La inconvicción de algunos actores jóvenes (notoriamente Franco Masini y Steffania Koessl, como el hermano menor y la novia de Alejandro) es un lastre del que nuestro cine se había liberado, precisamente, de la mano de películas como Mundo grúa (1999). La elección misma del tema, acudiendo a lo brindado por (y confundiéndose con) la crónica periodística, huele a cine del pasado, sobre todo porque El clan no se arriesga a ir más allá de lo que se sabe, entibiando responsabilidades y complicidades familiares, eludiendo motivaciones posibles y dejando totalmente fuera de campo lo que viven, piensan o sospechan personajes cercanos, por ejemplo los políticos de la época y las familias de los secuestrados. Rémoras todas que recuerdan a un film como Pasajeros de una pesadilla (1984, Fernando Ayala, sobre los Schoklender): el film de Ayala, inclusive, a pesar de su ramplonería (y con el auxilio de sus actores), transmitía el clima de locura y desesperación de esa otra familia pesadillesca mejor que lo que hace con la suya El clan, producto de esta época de cámara en mano y planos como pestañeos. De la misma manera, la iniciativa de Trapero guionista de destacar a Alejandro/Lanzani como alguien que convive con el Mal con relativa inocencia y hasta sorpresa, trae a la memoria a la Alicia/Norma Aleandro de La historia oficial (1984, Luis Puenzo). Agitada representación de trágicos hechos reales y no mucho más que eso, El clan –curiosa y peligrosamente– a las víctimas las muestra poco y casi siempre de lejos o de espaldas. En este sentido, la idea de vincular (montaje paralelo mediante y con el fin de acrecentar la adrenalina) una escena de sexo furioso con otra en la que se maltrata y asesina a un prisionero, parece ir demasiado lejos.
Corridas con clase Dos buenas secuencias: la inicial, con el protagonista encaramado a un avión que despega llevándoselo consigo (astutamente seguida de la excitante presentación con la imperecedera música del argentino Lalo Schifrin), y la de un intento de asesinato en plena representación de Turandot en la Ópera de Viena (compleja y divertida, con guiños al Hitchcock de El hombre que sabía demasiado aunque sin platillos, más ecos de El Padrino III y hasta de Femme fatale de De Palma). Ambas resultan lo mejor de esta quinta ocasión en que se aprovecha para el cine la marca de fábrica Misión imposible, proveniente de la serie televisiva de espionaje e intrigas que fue un verdadero suceso a fines de los ‘60. El resto no es más que una suma de lugares comunes: intempestivos viajes para aquí y para allá (Minsk, París, Londres, Casablanca, La Habana), vidas salvándose en el último segundo (¿hasta qué punto es creíble que el agente Ethan Hunt pueda realmente morir en algún momento?), máscaras permitiendo que cualquier personaje pueda ser otro porque sí, persecuciones automovilísticas, engaños varios, deliberaciones explicativas, algo de humor. Todo ello encadenando planos brevísimos, lustrosamente fotografiados e invadidos por una música omnipresente. Si ese mejunje rebosante de sobresaltos ingenuos es suficiente para ubicar a Misión imposible – Nación secreta en un sitio privilegiado dentro de lo que prodiga el cine de acción estadounidense actual, dependerá en buena medida de las expectativas y la afición al género del espectador. De quienes acompañan al protagonista Tom Cruise –juvenil e inocuo todavía a los 53 años– sólo se luce Rebecca Ferguson, como una agente británica sinuosa, nunca frágil ni aniñada. Bautismo de fuego para la industria de Christopher McQuarrie (1968, Princeton Junction, EEUU) después de una módica experiencia como realizador (Al calor de las armas, Jeack Reacher) y guionista (Los sospechosos de siempre, Operación Valquiria, Al filo del mañana), Misión imposible – Nación secreta vuelve, como lo hicieron también –con sus más y sus menos– las anteriores de la saga, a sumir su sinfín de peripecias en ambientes sobriamente elegantes, poblados de tecnología y personajes con clase. Desde la casa de discos del comienzo hasta la bikini de Ferguson y las motos de Cruise, todo conduce a un glamour que no es ostentoso, tomando algo de distancia del universo James Bond. En tanto, las internas entre la CIA, empresas multinacionales, gobiernos corruptos y grupos terroristas (incluyendo uno que desvirtúa despreocupadamente el sentido de la palabra Sindicato) conforman aquí una especie de liviano juego de salón, una partida de ajedrez que en su transcurso se va cobrando varias piezas sin que la sangre salpique a sus carismáticos jugadores.
Jóvenes que buscan editar un postergado disco mientras extrañan a un amigo y atraviesan situaciones nunca demasiado graves son los personajes de esta melancólica obra hecha de gestos y miradas, de música y recuerdos. Casi un limbo en el que no intervienen adultos, sin salirse de un medio tono que se agradece y se disfruta, tanto como la actuación del expresivo Santiago Pedrero y la presencia luminosa de Ailín Salas.
Réimon (Rodrigo Moreno) acompaña la rutina de una joven empleada doméstica con una indiferencia sólo aparente, esbeltez formal y pensamientos marxistas expuestos como perturbadoras interferencias. El film tiene un planteo que parece muy simple pero no lo es, seduce e inquieta con recursos muy bien pensados y permite recordar que Moreno es uno de nuestros más agudos directores.