De la intriga de espionaje al doméstico melodrama Las dos vidas a las que alude el título quedan claramente expuestas desde el comienzo. En los baños del aeropuerto alemán, al que acaba de llegar proveniente de Noruega, una mujer cincuentona y elegante entra a cambiarse a los apurones y sale rápidamente, ya irreconocible bajo un aspecto totalmente diferente, para dirigirse al orfanato en el que, según dice, pasó su infancia. Obtiene ahí unos pocos datos. Otros, algo más concretos, los escamotea en una suerte de archivo nacional. Pero no pasan muchas horas hasta que, recuperada su fisonomía original, está de regreso en el bellísimo paraje noruego junto al mar donde se levanta la casona que comparte con su madre, su marido, su hija y una nietita nacida no hace mucho. La llaman Katrina y parece vivir una vida normal, pero cuando en un momento telefonea desde la calle a un tal Hugo se anuncia como Vera y declara que se encuentra en peligro. ¿Quién es? ¿Qué busca? ¿Qué oculta? ¿Qué peligro la acecha? Las incógnitas en torno suyo son muchas e irán revelándose de a poco. Una confusa maraña de mentiras se desenreda mezclada con una intriga que tiene su origen en los pasados tiempos de la guerra fría y al mismo tiempo desencadena un complejo drama doméstico. Mezcla de hechos históricos y ficción novelesca, Dos vidas parte del programa Lebensborn, organización creada por los nazis para dar asilo y formación a los hijos arios puros nacidos de la unión de soldados alemanes con mujeres de los países ocupados. Katrina, hija de un soldado alemán muerto en el frente, fue uno de esos que más tarde fueron llamados "niños de la vergüenza", y su caso es muy singular porque se trata de la única que logró huir de Alemania del Este, reencontrar a su madre, recuperar su nacionalidad y fundar una familia en Noruega. Precisamente por eso su tranquilidad tambalea cuando, muchos años después, en 1990, tras la caída del Muro de Berlín, un abogado alemán llega en su busca y la de su madre, claro, para pedirles que presten testimonio en una demanda que lleva adelante en nombre de los huérfanos de guerra contra el Estado noruego. En principio Katrine se niega; no quiere hurgar en ese pasado y tiene por qué. La trama está cuidadosamente estructurada, y más allá de sus idas y venidas entre el pasado y el presente, el suspenso crece sostenidamente, aunque quizás el distanciamiento que impone el personaje de Katrina magníficamente interpretado por Juliane Kohler reste algo de calor al denso melodrama en que todo desemboca, sobre todo en los tramos finales. No caben sino elogios para todo el elenco, especialmente para Ken Dunken, el marido de la protagonista, y para la siempre deslumbrante Liv Ullmann. Georg Maas recrea con habilidad los clásicos climas de paranoia de la guerra fría y sostiene el interés de la trama, pese a que llegado el momento de hallar un desenlace parece optar por la solución más simple. En términos visuales, es digno de destacarse el aprovechamiento de los paisajes noruegos.
Sobre la Confitería del Molino, el mítico edificio de Callao y Rivadavia, "parece que hubiera mucho que decir, pero nadie que lo diga", concluye Daniel Espinoza García, el chileno que llegó a Buenos Aires en 2006 para estudiar cine y tras mucho trajinar por conseguir una vivienda logró que le alquilaran -pagando seis meses por adelantado, ya que no tenía posibilidad de hacerse de una garantía- un departamento en esa emblemática y ruinosa construcción, que hace pocos días dio otro paso en procura de su recuperación. Declarado patrimonio de la ciudad en 1997, el mismo año en que cerró "por vacaciones" para no volver a abrir más sus puertas, su expropiación cuenta ahora con media sanción del Senado, ya tiene dictamen favorable en Diputados y podría convertirse en ley si, como se asegura, tal es el deseo manifiesto de todos los bloques. Espinoza García vivió allí dos años, y no fue ni es el único. Otros visitantes latinoamericanos, muchos de ellos volcados a intereses culturales o artísticos, lo han ocupado u ocupan, "pero nadie sabe en calidad de qué". Son muchos misterios los que rodean la realidad de una de las confiterías más famosas de la ciudad; hay probablemente más leyendas, conjeturas y fantasías que informaciones veraces sobre las razones por las cuales el edificio entero ha llegado a su actual estado de abandono. En los dos años que permaneció en el edificio, el cineasta chileno, a quien nadie le creía -según cuenta- cuando daba los datos de su domicilio, se colmó de infinidad de interrogantes, muchos de los cuales aún no tienen respuesta. No obstante se empeñó en desarrollar una investigación exhaustiva, y para ello consultó no sólo con arquitectos, especialistas, pensadores y funcionarios como Luis Grossman, Rodolfo Livingston, Esteban Ierardo o Samuel Cabanchik, sino también con quienes habitan el lugar o lo frecuentaron y quienes aportan sus ideas para el esperado día en que su recuperación se haga posible. Tampoco se remitió a reconstruir -hasta donde pudo- la historia del Molino, sino también a internarse en su vínculo con la idiosincrasia argentina y a interpretar sus valores, que no son sólo de carácter arquitectónico. Que su historia sea pródiga en misterios se explica, entre otros motivos, porque ni la familia Roccatagliata ni sus representantes quisieron participar de la película, por lo que tampoco nada se sabe de las razones por las cuales mantienen el edificio en las condiciones en que está. Teniendo en cuenta lo complejo del tema y las dificultades que su realizador debió enfrentar para concretar el film, se comprende que la exposición resulte en algunos casos algo desordenada o confusa, pero sin duda hay en la película imágenes que justificarán con creces el interés del espectador.
Como Medianeras, su muy justificadamente celebrada ópera prima, este nuevo film de Gustavo Taretto también tuvo su origen en un cortometraje anterior en este caso el primero de todos, de 2002, con el mismo título y el mismo tema y asimismo bien recibido en varios festivales. Pero quizá convenga dejar a un lado esa referencia porque esta vez el resultado de la operación está lejos de haber resultado tan feliz. La historia mantiene su muy sencillo punto de partida: se trata de un grupo de lindas treintañeras de los 90, una época en que según se subraya en el comienzo, mientras mucha gente disfrutaba del sol del Caribe las heroínas del caso (en el cortometraje, dos; en esta revisión, seis), deben conformarse con el improvisado solario de una terraza en pleno centro porteño y en una jornada en que la temperatura no parece dispuesta a detenerse antes de hacer estallar todos los termómetros. Son chicas de clase media, aparentemente conformes con su rutina de vuelo bajo y con atender inalterables sus muy atractivas presencias. No es cuestión de puro masoquismo, aunque siempre algo de eso hay en quienes se exponen a los rayos en estos últimos veranos de soles despiadados, sino de coquetería: las chicas quieren verse tostadas ("mulata", exagera alguna), sobre todo porque tienen que presentarse (y ganar) un campeonato de salsa. Sólo así, ya que sus ahorros son todavía bastante insuficientes (trabajan como peluqueras, psicólogas, manicuras, empleadas de un laboratorio fotográfico, telefonistas, pero también hay una a la que le ofrecen un buen cachet por participar de un film pornográfico), podrán pagarse el viaje a Cuba, con el que sueñan durante las largas jornadas en la terraza. Mientras se fríen al sol apenas cubiertas por sus coloridas bikinis, mantienen sus charlas, tan superficiales como se supone que son las de mujeres de esa edad y de esa época (estamos en pleno menemismo), según dictan los más prejuiciosos estereotipos. El escenario es siempre el mismo. El tema principal de conversación tiene que ver con el ansiado viaje a Cuba, que con el paso de las horas y el aumento de la sensación térmica se va volviendo obsesivo. Tal vez la intención sea parangonar ese deseo de las chicas con el sueño de pertenecer al Primer Mundo que experimentaba el país de la pizza con champagne, pero lo cierto es que no hay más de dos o tres (superficiales) alusiones políticas, pero queda claro que la ironía crítica no es el fuerte de la película. Tampoco abundan -sí los había en Medianeras y se los echa de menos, los apuntes certeros y oportunos que definen comportamientos y personajes. El humor asoma en dosis muy módicas y la fotografía de Leandro Martínez contribuye al atractivo de las imágenes. Pero como entretenimiento, Las insoladas apenas si se salva por la desenvoltura y la belleza que aportan las actrices, a pesar de que la banalidad de los diálogos y la abundancia de lugares comunes no las favorecen demasiado.
Hiperestilizada, violenta, machista, misógina y superpoblada de mujeres fatales y provocadoras, es tan probable que este nuevo capítulo de cine negro en versión cartoon (ahora con el presunto atractivo extra del 3D), resulte satisfactorio para aquellos que, nueve años atrás, hicieron un gran éxito de su exitosa irrupción en el mercado como que difícilmente añada nuevos fans a la cofradía de admiradores de las novelas gráficas de Frank Miller, según el vistoso traslado a la pantalla que obtiene en sociedad con Robert Rodríguez. Con ese propósito seguramente es que la fórmula se repite. Sin el efecto sorpresa de la primera vez, claro, aunque el menú de sangre, sexo, desnudez femenina y sofisticación visual se mantenga inalterable, y con ciertas modificaciones en el siempre multiestelar elenco (algunas ventajosas, otras no tanto), pero además con una narración fracturada y, en muchos tramos, infortunadamente confusa. Se parte aquí de cuatro de las historias gráficas de Miller, cuya ligazón depende más de la inventiva visual (la fotografía en blanco y negro incorpora intermitentes y llamativos detalles coloridos) que de la ausencia de altibajos entre los relatos. Muchas caras familiares están de regreso, entre ellas la de un Mickey Rourke que -aunque casi irreconocible-sabe sacarle provecho a su Marv, casi todo lo contrario de lo que sucede con Bruce Willis. Otros personajes regresan pero con nuevas caras: Josh Brolin se hace cargo de Dwight, el temible personaje que fue de Clive Owen y sigue sensible a los encantos de Ava (Eva Green), lo que se explica porque la actriz francesa es una de las mejores novedades de este número 2 de Sin City. No lo son algunos de los negros cuentos incluidos en la película, sobre todo el último, donde la stripper Jessica Alba se propone vengar la muerte de un Willlis al que otra vez le toca hacerse cargo del papel de un fantasma. Tampoco ayuda la monotonía de los diálogos. Muchos de los reparos que le caben a esta especie de secuela probablemente ya le correspondían a la Sin City original. Pero aquella, al menos, era la primera de su tipo: conviene recordar que 300, otra obra de Miller convertida en espectáculo hiperestilizado e impactante, sólo llegó un año más tarde, en 2006.
Carta de un amigo para Federico Fellini Ni propiamente un documental ni mucho menos una biopic ni tampoco un film-homenaje teñido de nostalgias y de solemnidad, sino algo más personal, más íntimo y entrañable. Como lo dice el subtítulo, es Scola que cuenta a Fellini en esta mezcla que ofrece, al mismo tiempo, un álbum de imágenes y memorias, combinado con valiosísimo material de archivo y escenas escritas (o reconstruidas en Cinecittà) de los tiempos juveniles en que uno y otro con unos cuantos años de diferencia se entregaron a la pasión común del dibujo en el periódico satírico Marc'Aurelio, o más tarde, cuando ya el genio empezaba a mostrarse en la redacción de guiones o en la realización de sus primeros films. En fin, pinceladas y recuerdos personales de situaciones compartidas durante la larga relación que los unió, aunque no fueron íntimos porque eran demasiado distintos, pero sí compinches de recorridas en auto por las noches romanas, muchas veces con Ruggero Maccari u otros amigos y colegas, entre los que por supuesto abundaron varios que serían guionistas o cineastas descollantes. Tras una introducción visualmente bella aunque no demasiado imaginativa, y por intermedio de un amable narrador Vittorio Viviani, Scola dedica una larga primera parte a contar la llegada del jovencito de Rímini a Roma, sus primeras experiencias en la revista, su paulatina vinculación con la gente del cine y el posterior arribo de Scola en el momento en que la publicación, liberada de la opresión fascista y de su mordaza, emprende una segunda etapa. No hay un vínculo inmediato, pero sí va produciéndose cierto acercamiento. A este sector que retrata el vínculo creciente entre los dos pertenecen algunos de los momentos más brillantes de la película: el encuentro con una sonriente prostituta (Antonella Attili, inolvidable), que bien podría haber sido personaje de Federico; el momento en que Scola le anticipa al maestro el tema de Nos habíamos amado tanto e intenta convencerlo de representarse a sí mismo durante el rodaje de La dolce vita, lo que por fin -como se sabe lograría, o la irrupción de la madre de Mastroianni, que viene a reprocharle a Scola que muestre tan feo a su hijo, todo lo contrario de lo que sucede cuando quien lo filma es Fellini. Es el nexo para recordar que Casanova fue el personaje para el que Fellini no lo consideró, pero sí lo hizo Scola en La noche de Varennes, y para que se vea la encantadora escena de ese film que el Casanova de Marcello comparte con Jean-Claude Brialy, y gracias a un archivo de la televisión, los otros Casanovas formidables que para Fellini habían ensayado Sordi, Tognazzi y Gassman. La película ha crecido tanto en ese tramo próximo al final que era indispensable un remate de tanto vuelo poético como el que concibe la fantasía de Scola sobre el funeral de Fellini para darle cierre y para ascender a su genialidad única, maravillosamente sintetizada en un embriagador montaje de imágenes con su sello inconfundible. Qué extraño llamarse Federico (texto tomado de unas líneas de García Lorca que se incluyen en el comienzo) es como una carta al amigo que sigue merodeando por todos los rincones de Cinecittà. Una carta entrañable, generosa en ilustraciones con el trazo admirable de Ettore Scola. Entre ellos, se comprende, los dibujos no podían faltar.
Tentaciones peligrosas en una línea de subte Son mujeres peligrosas éstas, tan sexys y tentadoras que en los coches de la línea B de subterráneos disponen de un variado repertorio de miradas persuasivas para cautivar a los galanes a los que les han echado el ojo. Son rubias, castañas o morenas, pero siempre esculturales. Pueden ir vestidas de la manera más llamativa, discreta o provocadora; ensayar algún gesto falsamente tímido, mostrarse desafiantes o bien a las claras ofrecidas. Hay algunos que prefieren ignorar esos avances agresivos así como para otros resultan irresistibles. De todas maneras, conviene andar con cuidado. Este tipo de chicas son peligrosas: están a la caza de sus víctimas. Y cuando las eligen, avanzan hasta el fin. Siempre encuentran la forma de arrinconarlos, hacerse perseguir, hechizarlos con sus técnicas de conquista, tener sexo con ellos hasta embriagarlos y, una vez sometidos, matarlos. Son asesinas seriales, quizá la contracara de los que protagonizan tantos films clase B cuyas víctimas son casi invariablemente mujeres. Quizá sus vengadoras. Las trae Tamae Garateguy (Upa, Pompeya) en este desenfrenado festival de sexo, sangre, suspenso y algo de rock, protagonizado por una asesina única con tres rostros y tres personalidades cuyo radio de acción es la línea ferroviaria que corre por debajo de Corrientes y que deja un tendal de víctimas, aunque también tropieza con alguien que ha descubierto su modus operandi y está dispuesto a atraparla. Ni el policial erótico ni el clase B con exceso de sexo y sangre son géneros demasiado explotados por el cine independiente local, y mucho menos lo son con tanta audacia y profesionalismo como los que muestra la joven realizadora en esta producción que puede no convencer del todo en términos de su construcción argumental, pero está formalmente muy cuidada (es muy buena la fotografía en blanco y negro de Pigu Gómez) y en el terreno interpretativo, en el que se lucen las tres sensuales protagonistas, Mónica Lairana, Guadalupe Docampo y Luján Ariza.
Retrato del Brasil de hoy El título original ya lo anticipa. Es el mundo que vive a nuestro alrededor, hoy. Para el caso, Recife, la ciudad en la que nació, reside y trabaja el crítico Kleber Mendonça Filho, que hace aquí un brillante debut en el largometraje de ficción después de haberse destacado en diversos campos, del videoclip al documental. Pero lo que este cineasta pernambucano retrata con singular penetración e inusual sutileza bien podría caber a muchas otras ciudades del mundo contemporáneo. Un barrio de clase media en el que la despersonalización, la paranoia y la inseguridad caracterizan las relaciones humanas. Mucho se ha hablado y escrito sobre el desarrollo de esa clase en el Brasil durante las últimas décadas, y el fenómeno de Avenida Brasil así lo corrobora. Pero no es sólo la atención puesta en el fenómeno sociológico lo que llama la atención de este film que ha sido aplaudido en numerosos festivales sino la agudeza con que el autor observa lo que sucede a su alrededor y el modo perspicaz con que apunta a los detalles para descubrir a través de ellos la trama que establece y regula los vínculos y los desniveles sociales y las diferencias de clase que se manifiestan de nuevas maneras pero se prolongan invariables en el tiempo. Mendonça consigue todo esto sin otro recurso que la pintura de unas pocas jornadas de vida cotidiana en un área residencial urbana de la clase media de Recife, a partir del momento en que la gente del barrio decide contratar un servicio de seguridad. En lugar de la periferia y la estilización de la violencia, la favela, la marginalidad a la manera de Ciudad de Dios, aquí se adoptan modos más acordes con los rasgos que la nueva clase copia de las elites. El silencio se vuelve más elocuente y los estallidos dramáticos no abundan, pero el temor y el estado de alerta perduran: por algo se vive entre rejas, se contrata personal de seguridad y los poderosos los que siguen siendo los señores poderosos, dueños de los latifundios y también de las torres de departamentos que casi todos alquilan conchaban guardaespaldas. La especulación inmobiliaria ha dejado sus señales a la vista. Una escena central del relato la que más nítidamente describe los rasgos de la "nueva" clase, sus conductas y aspiraciones sigue el desarrollo de una reunión de consorcio, donde se discute si el viejo encargado del condominio merece ser despedido porque se lo ha visto dormitar en horas de trabajo o porque una de las copropietarias ha recibido la revista a la que esta suscripta con la cubierta de plástico desgarrada. Sonidos vecinos no necesita gritar para ser escuchado ni tampoco empeñarse en retratar y enlazar personajes para desarrollar una o varias historias centrales. Es el cuadro general, en esa suerte de instantánea sobre el mundo de hoy, lo que importa. Y sobre todo, la precisión con que el sagaz cineasta combina la inteligencia del guión, la exactitud del montaje y el ingenioso empleo del sonido (lo cual incluye los oportunos efectos, además por supuesto, de la música) para concretar una obra que vale por su imaginación formal y su sustancioso contenido, en un tiempo en que en el cine lo que prevalece es por lo general, el impacto.
Humor negrísimo y éxito asegurado Relatos salvajes podrá generar los comentarios más dispares y contradictorios, pero el espectador saldrá de la sala con, por lo menos, dos certezas. De una ya hemos tenido reiterados testimonios desde que el film se presentó en Cannes: es una obra destinada al éxito; le sobra adrenalina; por algo se ha asegurado la distribución en los más importantes mercados del mundo. La otra, directamente vinculada con la primera, o su principal sustento, está a la vista desde las primeras imágenes: es la habilidad con que Damián Szifron sabe conectar con el ánimo del espectador usando un tono humorístico y zumbón, incluso para colocarlo frente a sus peores flaquezas, mostrándole sus crueldades y sus sentimientos más inconfesables. Por cierto, no es la suya una mirada muy generosa hacia las conductas humanas, por muy descontento o enojado que esté con el mundo en que le toca vivir, tal como no tardan en manifestarlo los que pueblan las seis historias que reúne su película. Que la realidad de estos días exaspere y ponga a prueba la resistencia de cada uno parecería operar a veces como un justificativo de sus coléricas extremadas reacciones. Ya lo resume Rita Cortese en el relato que sigue a la admirable secuencia de títulos: dice -en otro lenguaje, claro-, algo así como que todos quieren que los malditos paguen sus crímenes y pecados como merecen, pero nadie mueve un dedo. Esa especie de reclamo metafórico de la mal llamada justicia por mano propia podría entenderse como el espíritu que por momentos auspicia el film; sin celebrarlo, claro, pero sin excesivo ánimo crítico. El humor aligera, es cierto, pero no disuelve la dosis de misantropía que está presente en la mirada que el realizador echa sobre sus congéneres. Por supuesto que los trazos que dibujan los comportamientos de los personajes son más bien gruesos; de ellos, de su exageración y su desatino nace el humor. En el fondo, se insinúan los borrosos apuntes que denotan un clima de violencia social. La memoria convoca el lejano parentesco con Los monstruos, pero hay también otros: Reto a muerte (Duel), Los inútiles, Tarantino. La certera puntería de Szifron para dar en el clavo de iras y deseos no siempre muy ocultos del habitante de las grandes ciudades invita a una identificación que da risa, pero quizá también una sombra de culpa. Si se observa el film con sincera honestidad, no es tan difícil que esa identificación se produzca en algún momento. Casi podría apostarse que en el caso de "Bombita", el corto animado por Ricardo Darín -el ingeniero experto en explosivos que resulta víctima inocente y reiterada de la burocracia-, esa identificación será inevitable e inmediata, por lo menos para los que manejan -y estacionan- en la ciudad. La colección de cortos -son seis relatos independientes que no tienen otra conexión que el estado de alteración al que llegan sus protagonistas por diferentes motivos y en grados diversos, aunque siempre conducen al estallido- tiene un prólogo que anticipa el clima de irritabilidad que estará presente en todos los relatos. Es "Pasternak", apertura inmejorable, breve y contundente que transcurre en un avión cuyos pasajeros, puestos a conversar, descubren que tienen -todos- algo más en común que el hecho de haber subido al mismo vuelo. El remate -ingenioso y sorpresivo como buscan serlo todos los de la película- anticipa otro rasgo que también será ingrediente indispensable: el humor. Negro, a veces negrísimo. Lo es en "Las ratas", otra variación sobre el tema de la venganza, en este caso con un nuevo viajero y una nueva sorpresa, pero en otro escenario bien diferente: un parador en la ruta y una cocinera decidida a tomar medidas drásticas cuando se entera de alguna injusticia que no ha recibido el merecido castigo. Las diferencias sociales y el prejuicio asoman con más peso en "El más fuerte", probablemente el mejor relato, tanto por su concepción cuanto por la precisión del montaje y el gran trabajo de la cámara y sus actores (Leonardo Sbaraglia y Walter Donado). Aquí, la tensión y la violencia crecen hasta el delirio. Y también en "La propuesta", en la que ya sin tanto margen para el humor un Oscar Martínez millonario saca provecho de su poder y de la codicia ajena para evitar que su hijo pague con cárcel el delito que cometió. "Hasta que la muerte nos separe" es el relato final, a toda orquesta y a todo desborde, con una fastuosa boda judía que desemboca en escándalo cuando la novia se entera de una traición y opta por la venganza. Érica Rivas se luce y otra vez es destacable la puesta en escena, aunque aquí los trazos son todavía más gruesos y la duración, algo excesiva.
Recuperándonos Gracias por compartir, el primer film que dirige Stuart Blumberg, coguionista nominado al Oscar por Mi familia, es un film sobre adictos. Especialmente, sobre adictos al sexo, variante que tanto puede conducir a la comedia -picaresca o no- como tomar el camino del drama, en cuyo caso suele incluir una buena porción dedicada al tema de la recuperación. El director debutante apunta en todas direcciones y no sólo se propone tomar el asunto en serio, aunque no deseche el ingenio, sino que al mismo tiempo busca entrecruzarlo con la comedia romántica. Y si bien se le reconoce su habilidad para inyectar humor en diálogos sobre asuntos que no son necesariamente risueños, aquí los cambios de tono pueden sonar discordantes y en algunas oportunidades, forzados. En realidad, más que de la adicción al sexo en sus distintas manifestaciones, y de otras conductas adictivas, se trata de la recuperación. Los tres protagonistas de la película participan de un mismo programa de abstinencia en doce etapas. Los tres son hombres, blancos, profesionales, viven en Manhattan y disfrutan de buena posición económica, aunque sus edades y sus patologías difieren. Cuando la historia se inicia, Adam (Mark Ruffalo), hombre de negocios soltero e irresistible para las mujeres, ya lleva dos años de abstinencia sin recaídas, prueba más que sacrificada en un medio como la Nueva York actual con su constante apelación a lo sexual. Tanto que su consejero, el más maduro de los tres, el felizmente casado y aparentemente ex alcohólico Mike (Tim Robbins), cree que ya es hora de que intente probar la normalidad de una relación monogámica. Y para eso asomará la muy frugal y estirada Gwyneth Paltrow, que de entrada no más declara su fobia por cualquier adicto, resultado de una desdichada experiencia del pasado. El tercero y más novato -y también el más reacio a cumplir los planes del programa- es Neil (Josh Gad), un joven y obeso médico cuya adicción se manifiesta a solas y no implica la necesaria participación de una partenaire; para estimularlo ahí están su nutrida colección de pornografía, sus temerarios acercamientos a alguna compañera de viaje en subte o sus recursos para deslizar minicámaras que apunten sus objetivos por debajo de las polleras de las mujeres con quienes conversa. La película sigue cada una de las tres historias más o menos independientemente, aunque a veces se interconectan, en general para subrayar cuánto pueden ayudarse unos a otros cuando llega la hora de los problemas extremos y con ellos los costados más dramáticos del relato: que a uno lo echen de su empleo, que otro tropiece con el juicio de un hijo que supo descubrir su falsa liberación o que un tercero compruebe que lo más grave de la adicción es que encubre su notoria incapacidad para asumir otras relaciones que no sean las anónimas y pasajeras. La personalidad adictiva abarca otros casos, inclusive el de una llamativa chica pop (interpretada precisamente por la estrella pop Pink), que nunca ha podido entablar con los hombres otro tipo de relación que la puramente sexual. Ella es uno de los aciertos de la película. En general todo el elenco, generoso en nombres cotizados, responde a las necesidades del director y coautor de un libro no demasiado original, pero a ratos ingenioso y acertado en la definición de los diversos personajes, aunque lo que menos convenza sea, precisamente, la inserción de lo romántico en medio del vaivén entre risa y drama.
La devoción mariana, en un documental "A los que buscan" declara dirigirse este extraño producto cinematográfico que mezcla una ficción cargada de intenciones didáctico-proselitistas con cierto formato documental y cuyo tema religioso -el film se centra en una investigación sobre lo que hay de cierto en las presuntas apariciones de la Virgen y sus contactos con las personas que declaran haberlas vivido en distintos rincones del mundo- despertó tanto interés en España que lo convirtió en un inesperado éxito de taquilla. Más allá de ese fenómeno y del interés sociológico que pueda alentar, ya que es más bien reducida la posibilidad de polémica que puede generar una cuestión que depende de la fe, es evidente que pese a su simplicidad -y quizá gracias a su cuidada producción y su atractivo visual- el planteo elegido por Juan Manuel Cotelo ha resultado suficientemente atrayente para mucho público. Tras un prólogo que resume sin demasiada imaginación la eterna lucha entre el bien y el mal, el propio cineasta aparece como el abogado del diablo al que su jefa encarga recorrer el mundo para entrevistar a los conversos que aseguran haber tenido contacto personal con María, en especial en sus reiteradas apariciones, no reconocidas por la Iglesia, en un pueblo de Bosnia Herzegovina. Según Tierra de María, todos los caminos conducen a Medjugorje. Y los a veces convincentes relatos de los que cuentan sus experiencias de conversión, que suelen tener que ver con situaciones extraordinarias y entre los cuales los hay de conocidos como la ex bailarina Lola Falana, muestran algún parentesco con testimonios que suelen escucharse en otros templos.