Cuando Alain sale de la cárcel donde ha pasado los últimos dieciocho meses por causa de un asunto de contrabando de drogas en el que, como camionero, se vio involucrado, no tiene otro remedio que volver a la casa de su madre. Tanto para él, que a los 48 años tiene por delante un sombrío futuro de desempleo y soledad, como para la viuda Yvette, que por el regreso de ese hijo hosco y desaliñado experimenta un quiebre en su organizada rutina, se trata de una cohabitación forzosa que no hará sino que se renueven los viejos conflictos entre dos temperamentos parecidos. Quizá por eso nunca se han entendido: la dificultad de manifestar lo que sienten es la misma, como es la misma la obstinación con que parecen aferrarse a ese encierro emocional. También lo son los modos ásperos, las palabras tan duras como escasas y muchas veces agresivas, la nula voluntad (o la imposibilidad) de ensayar un acercamiento. No se sabe de dónde viene tanto desapego, aunque en algún momento pueda presumirse que la memoria del padre muerto no es ajena a ese estado de cosas. Entre gente que se habla tan poco, todo se infiere de los gestos, de los movimientos, de las miradas, de las actitudes. Es el delicado terreno en el que Stéphane Brizé ( Une affaire d'amour ) se conduce con tanta autoridad como sutileza. Y es allí -en el examen de esta compleja relación madre-hijo- donde residen los mayores hallazgos de un film austero, duro, parco, riguroso, que evita siempre cualquier sentimentalismo o golpe bajo. Aun cuando la historia abre otra expectativa en la vida del hombre con la aparición luminosa de una mujer bonita, inteligente, ante la que él titubea porque aun no ha podido resolver sus propios conflictos personales. Y asimismo cuando se sabe que la enfermedad de la madre ha recrudecido, y que ella misma, mujer de carácter férreo más allá de su aparente fragilidad, ya ha decidido que no esperará el desenlace y ha concluido todas las gestiones para asegurarse un suicidio asistido en una clínica de Suiza. La complejidad de la relación parece ahora pasar a un segundo plano, detrás del tratamiento detallista, casi documental (y casi didáctico) que Brizé aplica al describir el protocolo que se sigue en la clínica suiza y al que Yvette se someterá esta misma primavera. Si no hay aquí un brusco quiebre en el relato es porque la tensión sigue estando en la posibilidad de que alguno de los dos, o ambos, ante la inminencia del final -del que jamás hablan- intenten decir las palabras que hasta entonces han reprimido (o que sepan traducirlas en un mínimo gesto) y que la discordia se disuelva antes de que sea demasiado tarde. Muy sutilmente se desliza bajo la aparente frialdad cierto indicio de antigua y acallada ternura. Riquísima en matices, la puesta del director francés -que tiene en la luz de Antoine Héberlé y la música de Nick Cave valiosos aliados- sólo es posible porque cuenta con la infinita expresividad de Vincent Lindon y de Hélène Vincent, dos actores capaces de hacer perceptible con mínimos recursos cada oscilación de su turbulenta intimidad.
Por la envergadura del proyecto, por la inusual suma que se invirtió en su realización, por el número de artistas y técnicos, y el prolongado tiempo que demandó su realización, pero quizá más que nada porque se trataba del nuevo emprendimiento de Juan José Campanella, el director argentino de mayor proyección internacional, y además, de su primera experiencia en la animación, era natural que Metegol generara tantas expectativas: era probablemente el estreno más esperado del año. Pues bien; al fin se produjo y en una cantidad de salas acorde con todos esos antecedentes. Lo primero que hay que decir es, entonces, que el producto, más allá de los reparos que puedan hacérsele, justifica tantas expectativas. En primer lugar porque con su impecable realización disuelve cualquier prejuicio que pudiera tenerse respecto del nivel alcanzado en lo técnico por una producción local (en realidad, hispanoargentina) en un terreno, el de la animación, que en los últimos años, con Pixar como ejemplo más destacado, ha mostrado espectaculares progresos en el plano de la elaboración formal y en el de la creatividad. Sin llegar al depurado detallismo de la emblemática compañía donde nació Toy Story y de algunas otras, Metegol saldría bien parada en la comparación con las producciones norteamericanas que sobresalen en el mercado. En cuanto al contenido, tampoco caben decepciones: se trata de un film que lleva la marca de Campanella: en el salto de la ficción representada por actores a la animación, el realizador de El secreto de sus ojos y Luna de Avellaneda , no ha abandonado ni sus temáticas ni sus intereses habituales, ni la nostalgia que siempre asoma en sus relatos ni sus apelaciones emotivas o su tendencia a lo sentencioso. La mención de Luna de Avellaneda no es caprichosa: el parentesco entre aquella película de 2004 y Metegol es visible. Porque tras la divertida introducción a la manera de 2001: odisea del espacio , donde nuestros remotos antepasados inventan el fútbol mientras pelotean con un cráneo, la historia va a centrarse en el conflicto que se produce cuando el pequeño pueblo en el que transcurre la acción y donde vive el protagonista, el adolescente empleado del bar e imbatible campeón de metegol, corre peligro de desaparecer ante la embestida de un "progreso" que sólo atiende al negocio y pretende convertirlo en un parque temático. En realidad, todo es producto de un ajuste de cuentas: de ese mismo pueblo salió el desalmado, inescrupuloso y engreído Grosso, que se ha convertido en la estrella número uno del fútbol internacional y viene en busca de revancha de la única derrota que sufrió en su carrera: la muy humillante que Amadeo le infligió de chico jugando al metegol. El nuevo David tendrá que enfrentarse a este Goliat todopoderoso, prepotente y destructor de todo vestigio del pasado, y en una cancha de verdad, pero no lo hará solo: los muñecos del metegol cobrarán vida y vendrán en su ayuda. Todos juntos deberán defender al pueblo, su identidad, su tradición, sus valores, su propia dignidad. Y Amadeo podrá mostrar que ha madurado ante Laura, la adolescente de la que ha estado enamorado desde chico. Los temas de Campanella, como se ve, se filtran a lo largo del cuentito que siempre en el tono de comedia mezcla acción, aventuras, humor, apuntes irónicos sobre el mundo del fútbol y guiños cinéfilos como el del comienzo. Más allá de algún altibajo (el partido del final se hace largo, la escena de cierre no alcanza la intensidad emotiva buscada) y alguna situación no muy bien explicada (la participación de los jugadores de plomo en el match decisivo), todo transcurre fluidamente, a buen ritmo y resulta entretenido. En el diseño de los personajes y en su reconocible argentinidad, notoria en los diálogos y en los gestos de los muñecos, residen muchos de los atractivos principales de la película. El líder del equipo de los de plomo, el seguro Capi (Pablo Rago), el creído Beto (Fabián Gianola) siempre atento a sus rulos, y el muy cool Loco (Horacio Fontova), con su paz invariable y una reflexión filosófica en la punta de la lengua, son tres de los más divertidos. Las bromas sobre el fútbol nuestro de cada día, certeras y graciosas. Y los aportes de todo el elenco, empezando por Diego Ramos (Grosso), David Masajnik (Amadeo) y Lucía Maciel (Laurita), decisivos.
Tratándose de cocina -de cocina de alta escuela, más precisamente-, lo que sorprende sobre todo es que la receta de El chef no tenga casi nada de novedoso. Ni los ingredientes principales: la clásica extraña pareja, integrada por un actor de personalidad tan recia y austera como Jean Reno y un hiperkinético comediante mezcla de animador, bufo y figura mediática, muy dado a la caricatura y el trazo grueso, como Michaël Youn. Ni la elaboración del plato -faltan algunos aderezos, chispa en especial; sobran otros, como las parodias fáciles. La cocción es despareja: casi todas las guarniciones (las pequeñas subtramas) se han servido un poco crudas, y en cuanto a las salsas innovadoras (el episodio en que los protagonistas se disfrazan para espiar los secretos de un restaurante oriental, por ejemplo), no ayudan precisamente a realzar los sabores. Como puede inferirse, tan liviano como resulta ser no es un menú que pueda satisfacer a todos, y mucho menos a quienes tengan el recuerdo de Ratataouille como referencia. El chef se conforma con hilvanar episodios -algunos más o menos sabrosos; otros, bastante insípidos- en torno del azaroso encuentro de un veterano rey del arte culinario cuyo local, por falta de renovación, corre el riesgo de perder una de las estrellas de cierta famosa guía gastronómica, y el más fanático e ignoto de sus fans, un cocinero autodidacta que se sabe de memoria todos los recetarios del maestro, pero los aplica con tal fundamentalismo que no dura más de un día en ningún restaurante. Quiere el destino que el más joven, acuciado por la necesidad (no hay quien pare la olla en casa ahora que su mujer está a punto de ser madre), deba aceptar trabajo como pintor, que este compromiso lo lleve a tomar contacto con el gran chef y que, por esos caprichos del azar, el consagrado y el novato resulten milagrosamente complementarios. En el fondo se deslizan algunos apuntes irónicos sobre cocina tradicional y molecular, nouvelle cuisine, fast food, nuevas tendencias, moda gourmet, cocineros mediáticos, esnobismo e intereses económicos en torno de la actividad. Nada muy original ni muy ingenioso, pero fácilmente digerible. Jean Reno tiene suficiente oficio como para que la función piloto automático le baste para resolver el compromiso. El estilo y los desbordes de Michaël Youn pueden caer simpáticos o resultar francamente irritantes. Entre los aciertos hay que anotar el aprovechamiento de los escenarios de París y Nevers y la encantadora música de Nicola Piovani, que tiene una vivacidad de la que no siempre se contagia el ritmo narrativo de Daniel Cohen.
No es todo lo que usted siempre quiso saber sobre Woody Allen; no sólo porque no podría serlo, dadas la variedad y la dimensión de su obra, sino también por el incalculable número de preguntas que se formularían si fuera posible reunirlas todas. Estas que conforman la columna vertebral del film de Robert B. Weide son las que el experto documentalista, especializado en retratar comediantes norteamericanos, se atrevió a hacerle a un Woody al que se nota visiblemente cómodo y hasta feliz de ser entrevistado. El retrato es, pues, bastante completo y muy entretenido. Indispensable para fans. Versión algo abreviada del capítulo de American Masters que la televisión norteamericana presentó en dos partes, es un cariñoso, cálido y celebratorio acercamiento al gran humorista y realizador y un recorrido por su trayectoria vital y artística ordenado cronológicamente y guiado por el propio protagonista. En compañía de Weide y su cámara, Woody recorre las calles de Brooklyn al evocar los días de su infancia, felices a pesar de haber "nacido de los padres equivocados", como apunta su hermana, Letty Aronson, y aun habiendo tomado conciencia de su mortalidad a los cinco años, lo que lo volvió "más irritable y ácido". Evoca la adolescencia, cuando empezó a escribir chistes para columnas sobre el show business ; muestra la máquina de escribir alemana que compró por 40 dólares y de la que salieron todos sus textos, desde los que nutrían sus colecciones de cuentos breves o los que daban sustento a sus presentaciones cuando ingresó en el circuito de stand up hasta sus piezas teatrales y sus guiones para el cine. El primero fue el de ¿Qué pasa Pussycat? , tan alterado cuando llegó a la pantalla que decidió ahí mismo que no volvería a escribir películas hasta que no tuviera total control de ellas. Eso hizo desde entonces. Woody rechaza que lo llamen autor; también sigue diciendo que todavía sueña con hacer un gran film, aspiración que no ha podido concretar. De sus credenciales como autor no quedan dudas; su carrera puede haber tenido altibajos, pero grandes films ha hecho muchos, de Annie Hall a Manhattan , de La rosa púrpura de El Cairo a Hannah y sus hermanas , de Zelig a Match Point , de Maridos y esposas (su preferida) a Medianoche en París , que fue además el mayor éxito de su carrera. Suele definirse como "un humorista de Brooklyn y Broadway que ha tenido mucha suerte". Quizá sea exceso de autocrítica, vestigio de coqueta humildad o expresión de su ya proverbial déficit de autoestima, pero los muy bien elegidos fragmentos de sus films que incluye el documental hablan por sí mismos. Las charlas con Woody, más una porción de material de archivo, proporcionan algunas interesantes revelaciones respecto de su forma de trabajo, de lo que por otra parte se tiene una sabrosa ilustración en el tramo registrado durante el rodaje de Conocerás al hombre de tus sueños . Un placer extra proviene de los testimonios de allegados, colaboradores, periodistas y familiares, madre incluida. Es un verdadero seleccionado que incluye nombres rutilantes y personajes indispensables como Diane Keaton, Tony Roberts, Jack Rollins o Scarlett Johansson, entre muchísimos más. Y resulta especialmente destacable al atinado y respetuoso tratamiento que el documentalista da al caso de la separación de Woody y Mia Farrow. Allen lleva ya 15 años de matrimonio con Soon Yi Previn: ya era hora de considerarlo un capítulo cerrado.
Convocados por los hermanos Taviani, los fantasmas shakespearianos renacen entre los muros de una cárcel de alta seguridad en la periferia de Roma. La conjura fratricida que apunta a César va a conducir a su trágico final, pero esta vez las voces que la traman hablan en napolitano, calabrés, siciliano, romano... y las palabras suenan febriles, vibrantes, cargadas de inédita y potente emoción, con los colores vivos de una Italia popular y múltiple. Es el genial bardo el que las ha escrito, pero aquí, puestas en boca de quienes han matado y pagan sus crímenes con el encierro, cobran una nueva dimensión, una verdad palpitante y perturbadora. Hablan Bruto, Casio, Metello, Decio, César, pero quienes palpitan, se apasionan, se estremecen o arrebatan bajo los personajes son los improvisados intérpretes que tienen más autoridad que cualquier actor profesional para hablar de ira, de muerte, de traición, de culpa, de lucha por el poder. El verbo de Shakespeare, su espíritu, se colma de los ecos de la vida verdadera de quien lo pronuncia. Este formidable operativo, llevado adelante por los cineastas italianos a partir de la acción de Fabio Cavalli, director teatral del penal de Rebibbia, adquiere una rara potencia emotiva. En el comienzo, el film reproduce la escena final de la tragedia, cuando un atormentado Bruto, vencido en Filipos y agobiado por la culpa, suplica a sus camaradas que le den muerte. Es una escena sobrecogedora (mención aparte merece su intérprete, Salvatore Striano, el único del grupo teatral que ya ha cumplido su condena y ha emprendido carrera como actor), que introduce en el estilo que los directores han elegido para su puesta, la subrayada entrega de los actores próxima a la sobreactuación y en contraste, el despojamiento y la austeridad de la escena concebida no de frente a un presunta platea sino organizada según el punto de vista de la cámara. Tras el ruidoso aplauso del final, se disipa cualquier equívoco. No se trata de una representación filmada ni de un documental sobre el fenómeno del teatro dentro de una cárcel sino de lo que toda esa operación artística -y la experiencia escénica y vital de los presos puestos en contacto con la invención dramática de Shakespeare- ha inspirado a los Taviani. A la notable escena inaugural, siguen otros innumerables hallazgos: los primeros son el regreso de cada actor custodiado a su respectiva celda o el flashback que recrea a continuación el singular casting que se ha realizado semanas antes, proceso durante el cual cada aspirante expuso su talento histriónico, y también sus antecedentes penales. César debe morir bien puede contarse entre las obras mayores de los Taviani. Es una obra que impresiona por su inusual espesor dramático y conmueve por su potencia y su visceralidad. Además, claro de la belleza plástica que debe darse por descontada tratándose de los autores de La noche de San Lorenzo .
Bastaría con decir que se trata de una película en torno de una competencia artística, en este caso centrada en la rivalidad de dos grupos vocales universitarios -uno de varones, otro de mujeres- que hacen -rigurosamente a capela- covers de canciones pop bien conocidas. Será suficiente para imaginar lo que ofrece esta novedad: lo de menos es el sencillo y convencional cuentito sobre estudiantes, con sus afinidades, antipatías, amoríos y conflictos propios de la edad. Lo que importa son los números musicales que, entre preparativos, ensayos y presentaciones públicas se intercalan en la acción y ocupan buena parte de las casi dos horas de duración del film. Sin duda, el gran éxito de Glee , la serie cómico-musical de TV, ha sido el modelo por seguir, a pesar de que el origen está en un libro de Mickey Rapkin sobre los entretelones de este tipo de competencias y de que Kay Cannon (laureada integrante del equipo autoral de 30 Rock ) es quien firma el guión. El espectador no va a encontrar aquí demasiada originalidad, a pesar de que hay algunas líneas de humor, la mayoría de las cuales están a cargo de la pareja madura del caso, Elizabeth Banks y John Michael Higgins, los animadores que cubren el certamen para un canal de cable. Tampoco hay demasiado ingenio en la elaboración de los personajes ni de los enredos en que se ven envueltos, pero en general el tono es liviano y simpático y los jóvenes actores-cantantes-bailarines se desempeñan con apreciable desenvoltura y sólido oficio. Lo demás lo hacen las canciones, que sobreabundan, pero en más de una oportunidad se presentan en atractivos arreglos, y esto vale tanto para las Bellas como para los Treblemakers , los dos conjuntos de la Universidad Barden cuya rivalidad es, en algunos sentidos, tan empecinada como la de los Montescos y los Capuletos. De acuerdo con ese antecedente, ya podrá suponerse que habrá un Romeo y una Julieta, la parejita protagónica que animan Anna Kendrick y Skylar Astin; que ellos tendrán especial peso en sus respectivos ensambles (son los recién llegados que traen nuevas ideas) y que a su alrededor se moverán otros jóvenes de características muy diversas, como la autoritaria líder de las chicas (Anna Camp), que busca llegar a las finales nacionales en el Lincoln Center para reivindicarse de su papelón del año pasado cuando los nervios la hicieron vomitar en escena (al modo de El exorcista ) y, por supuesto, el premio fue para los muchachos. Entre los demás, cobra especial relieve la simpática Amy de Rebel Wilson, la misma gordita de Damas en guerra , que es capaz de extraer gracia de cualquier línea que le toque decir. La modesta intriga se reduce al resultado de la competencia y a descubrir si la parejita tendrá o no su final feliz. Poco, pero la música ayuda a sobrellevarlo.
Christian Petzold tiene sus motivos personales para seguir explorando en su cine cómo era la vida cotidiana en los días de la República Democrática Alemana. Sólo después de la caída del muro de Berlín, y como si de repente hubieran recuperado la memoria, sus padres comenzaron a contarles a él y a sus hermanos episodios del pasado, vividos en aquel asfixiante y ominoso reino de sospechas que no querían recordar y del que habían podido fugarse en 1959, pocos meses antes del nacimiento de Christian. Fue entonces cuando el futuro cineasta comprendió que en aquella atmósfera irrespirable ellos habían perdido su juventud. Ésa es la atmósfera que Petzold busca recrear en Bárbara . Y sobre todo descubrir las heridas que la continua exposición a ese clima enfermizo devenido rutina deja en el espíritu humano. La acción transcurre en la Alemania dividida de 1980, pero la observación vale para cualquier régimen totalitario. El personaje central es una médica pediatra que se ha vuelto sospechosa tras haber solicitado una visa para salir del país y ha sido transferida de una importante clínica de Berlín a una remota localidad del Báltico para trabajar en el hospital del lugar. Allí se le ha asignado un diminuto y rudimentario departamento regido por una casera hostil y donde recibe frecuentes y humillantes visitas de oficiales de la Stasi. En su exilio, Bárbara, envuelta en intrigas que hace muy poco por disipar, es objeto de una vigilancia constante ¿Por qué no habría de ser otro agente el médico jefe que con insistencia ha querido acercarse y mostrarse amable desde el principio? Ella se mantiene lejana y silenciosa, y aunque a veces muestra algo más que curiosidad por esa figura afectuosa y sensible, aparentemente sólo se interesa por sus pacientes, entre ellos una adolescente que se ha fugado de un correccional y padece meningitis y un muchacho que ha intentado suicidarse. Son personajes que -como todos los elementos puestos en juego por el realizador- tienen su razón de ser y cumplen su función en el bien construido entramado narrativo. Con una intriga y una tensión dignas de un thriller, Petzold demora en entregar la información, que viene en dosis breves y siempre como parte del sostenido desarrollo dramático. La relación de Bárbara con el médico (un carismático y cálido Ronald Zehrfeld) está estrechamente ligada con el avance de la acción y con la inteligentísima descripción del ambiente (físico y moral) a la que mucho contribuye el admirable trabajo del fotógrafo Hans Romm, y por supuesto la rigurosa economía expresiva de Petzold (los últimos quince o veinte minutos, cuando Bárbara debe elegir entre la salvación individual y el deber moral de la resistencia, son bien ilustrativos de ese rigor). A esa altura ya está claro que el director alemán sabe cómo mantener su relato sobre el constante balanceo entre la duda y la sospecha. En pantalla durante casi todo el film, Nina Hoss -actriz predilecta del cineasta- es bastante más que una bella presencia de raro magnetismo. Pocos papeles exigen tanta transparencia como el de esta mujer misteriosa obligada a controlar cualquier manifestación reveladora de su interioridad y al mismo tiempo hacerla perceptible a la mirada del espectador. Ella, sin embargo, lo consigue.
Ganadora de la competencia argentina en el último Festival Internacional de Mar del Plata, Hermanos de sangre viene a confirmar que en nuestro país también es posible hacer buen cine de género, en este caso una comedia negra y sangrienta con algunos elementos de terror y un muy ingenioso empleo del humor. Confirma además que tanto sus guionistas (entre ellos, Nicanor Loreti, que dirigió Diablo , ganadora del mismo premio en la edición 2011 del certamen marplatense), como su director, Daniel de la Vega, figura acreditada en ese tipo de manifestaciones y responsable de films independientes destinados al mercado norteamericano, conocen bien el terreno en el que se desempeñan y dominan sus reglas y su lenguaje, al punto de poder satirizarlo. Y lo más destacable es que más allá de algunas perceptibles influencias (Tarantino incluido), son capaces de imponer un acento local a sus invenciones. Lo tiene Hermanos de sangre , donde el antihéroe -un gordito buenazo ignorado por la fortuna y maltratado por la vida y por muchos de quienes lo rodean- se cruza con un presunto ex compañero del coro escolar que se convierte en su ángel protector. Un ángel oscuro y bastante diabólico, ya que en su afán de favorecer a quien llama hermano y sacar del medio a quienes se aprovechan de su debilidad de carácter, no se pone límites ni repara en emplear los métodos más drásticos v contundentes. Si hay una tía autoritaria que lo vigila de cerca y lo llena de obligaciones, una cargosa ex novia despechada que no soporta el abandono y lo amenaza con suicidarse, un compañero de trabajo que lo toma como objeto de sus burlas o una profesional del sexo que ni siquiera escucha sus propuestas, ya tendrán su merecido, que para eso están los amigos, como Nicolás. La cuestión es que Matías, que así se llama el pobre protagonista, se libere de todas esas cargas y si es posible que logre que la bella compañerita de trabajo a la que hace rato mira con ojos de enamorado empiece a considerarlo algo más que un amigo. Para que todo eso suceda, claro, deberá correr sangre. Y mucha, casi tanta como la dosis de humor negro que De la Vega administra con generosidad e ingenio mientras se ríe bastante de los excesos y los lugares comunes del género. Total, que el relato, conducido con muy buen ritmo, avanza con fluidez y sin desmayos, y, sobre todo, divierte. El manso Matías de Alejandro Parrilla y el inquietante ángel demoníaco de Sergio Boris son animadores centrales de esta ficción que tiene otros puntos destacables en el tratamiento visual, en la firmeza del montaje y en el desempeño de un elenco seleccionado con sagacidad y que incluye a Carlos Perciavalle como la tía estrafalaria y a la exuberante Coqui Sarli, que por supuesto tiene a quien salir..
No es casual que sea la "Vidala de la soledad" la primera canción que se escucha en este intento de retratar las múltiples facetas de Mercedes Sosa, ya que es la soledad el rasgo que Rodrigo Vila, director y guionista, y Fabián Matus, productor y principal impulsor del documental, además de hijo de la artista, han elegido como rasgo dominante del relato. Porque aunque recorre su vida desde los días de la infancia en Tucumán, los primeros pasos de una carrera artística que tendría capítulos decisivos en Mendoza con el Nuevo Cancionero y en Cosquín gracias al empuje de Jorge Cafrune y que conocería después innumerables triunfos y no pocos contratiempos, incluidos el exilio, la persecución y la censura, el documental busca sobre todo hacer hincapié en la mujer, en ese ser frágil y tímido, de infinita sensibilidad, al que acompañaba una íntima soledad más allá de la firmeza con que supo defender sus convicciones y de la valentía con que afrontó muchas adversidades. El retrato es necesariamente complejo, tantas son las facetas de su personalidad, y al componerlo valiéndose de las propias palabras de Mercedes, de los testimonios de sus colegas artistas, de sus familiares y amigos y del rico material de archivo, parte de él inédito, sus realizadores se encontraron ante "un rompecabezas de un millón de piezas", según palabras del director. De ellas prefirieron aquellas que la mostraban exponiendo sus pensamientos y sus sentimientos, sin que ello signifique que el film pretenda ir más allá de lo que la propia Mercedes quiso revelar alguna vez sobre sí misma ni que se ceda a la sensiblería. Paralelamente, y con algunas intermitencias, se exponen aspectos más personales de la vida de la artista (sus dos matrimonios, el primero no muy dichoso con Oscar Matus; el segundo, con el tan cariñosamente evocado Pocho Mazzitelli), los primeros viajes, la persecución política, las amenazas, el exilio y su regreso triunfal con los recitales del Ópera en 1982. La misma prudencia que exhiben los autores al acercarse a la intimidad de la artista también se percibe en la elección de los fragmentos musicales: se ha evitado recurrir al repertorio popular que aseguraría la inmediata adhesión de la audiencia; importa el significado que tienen los temas elegidos, ya por lo que dicen, ya por la circunstancia en que Mercedes los canta. Y obviamente hay entre ellos muchos de los que la convirtieron en la mayor representante del canto popular en nuestro país, y, como dice el merecido título, en América latina. También son múltiples los aportes que suman los testimonios. De la grandeza de Mercedes como artista, de su compromiso político, de su lucha contra todas las formas de dictadura, de los sufrimientos del exilio y también de sus memorables triunfos hablan con afecto, admiración y respeto León Gieco, Pablo Milanés, Chico Buarque, Isabel Parra, Teresa Parodi, David Byrne, Milton Nascimento, Víctor Heredia, Julio Bocca y muchos otros, pero también su nieta Araceli, sus hermanos Cacho y Chichi, sus amigos Jacqueline Pons, que la albergó en París (segmento que incluye un encuentro con Piazzolla y Atahualpa y una grabación casera y admirable de "Los mareados") y el psiquiatra Juan David Nasio. Y, por supuesto, Fabián. Es, en fin, un homenaje ponderable. Un retrato a la altura del personaje.
Cuatro secuelas, una remake con su correspondiente precuela, versiones para televisión y algunos videojuegos no han impedido que con la única novedad del 3D John Luessenhop encarara esta enésima derivación del clásico de horror que Tobe Hooper realizó en 1974 y que los años convirtieron en film de culto y fuente de inspiración para mucho cine de horror y suspenso realizado con posterioridad, y que lo hiciera como si todos esos productos (incluida la primera secuela firmada por el mismo Hooper) no hubieran existido. Así, esta flamante reaparición del loco de la motosierra se plantea como continuación directa de los atroces hechos acontecidos en el pequeño pueblo de Texas hace cuarenta años. Y en ese comienzo que precede a los créditos y está elaborado con tramos notorios del relato original convenientemente convertidos al 3D reside, precisamente, lo mejor de esta novedad, por lo menos en la medida en que se lo compara con la estupidez de lo que está por venir. Porque lo que viene a continuación, fruto de un guión escrito a cuatro manos y con escasa imaginación basándose sobre los personajes ideados por Hooper y Kim Henkel, es apenas un festival gore en el que lo único que se salva (y probablemente sea involuntario) es la hilaridad que producen los textos obvios e idiotas que los guionistas ponen en boca de personajes que, por ejemplo, están a punto de entrar en una picadora de carne, cuelgan de un gancho como una res en el frigorífico, están escondidos en un ataúd viendo cómo la motosierra atraviesa la tapa o descubren que el metal frío que les acaba de tocar el cuello desde atrás es precisamente la hoja de la sierra eléctrica. Escenas que bien podrían haber sido destinadas a alguna Scary Movie . Hay aquí una nueva protagonista: la escultural muchacha de ojos claros que, como última integrante (o casi) del clan Sawyer sobreviviente de la masacre, ha heredado la maldita mansión y tiene cierta dificultad para abotonarse las camisas. También, claro, hay una participación pronunciada de la motosierra en manos del cebado gigante con retraso mental al que por algo llaman Leatherface (la escena en que se trasplanta la cara de una de sus víctimas es una perla del horror cómico). Hay muy gráficas escenas de violencia, con sangre, vísceras y cuerpos mutilados por todas partes, una guerra despiadada y feroz alimentada perpetuamente por la venganza entre dos bandos enfrentados y muy poco que se parezca al suspenso o al horror, terrenos en los que Luessenhop no se luce demasiado. Como el film es en 3D, no falta la motosierra que vuela hacia el espectador y es uno de los efectos más logrados. Otro "mérito" -muy relativo, por cierto- es que con toda su acumulación de disparates y con los momentos en que los rebuscamientos de la acción generan risas, el film puede desagradar por su despliegue de imágenes violentas o cansar por su reiteración de fáciles golpes de efecto y sus excesos, pero no llega a aburrir.