El nuevo film de Carlos Sorín, "Joel", aborda una temática difícil con la clásica naturalidad y simpleza que ya son marca registrada del director. Hay realizadores que tienen la capacidad de filmar con el piloto automático puesto, y aquellos a los que siempre le veremos el rastro personal detrás de cada obra que dirijan. Carlos Sorín se destacó desde su ópera prima en 1986, "La película del rey", como un director muy atento a las historias particulares dentro de contextos simples. Alguien capaz de convertir la rutina en una anécdota, y la anécdota en un gran evento. Quizás el mayor exponente de ese estilo sea su regreso al cine en 2002, tras un larguísimo parate de más de diez años, "Historias Mínimas". Un clásico instantáneo del cine nacional, reflejo de una época que necesitaba mirar hacia las historias pequeñas, de la gente común. Vernos a nosotros mismos. Desde ese momento, Sorín (salvo por esa maravillosa e incomprendida rara avis que es El gato desaparece) se convirtió en el director oficial del naturalismo, imponiendo dentro de su estilo el trabajar con “no actores”. "Joel", su décima película (contando el telefilm clásico del falso documental "La era del ñandú"), recurre a ese mismo esquema pero para abordar una historia que pasará de la típica cotidianeidad a algo más escabroso e incómodo. Cecilia (Victoria Almeida, quien ya trabajó con Sorín en su último film Días de Pesca con la que comparte cierta calidez) y Diego (Diego Gentile) son un matrimonio que acaba de mudarse a Ushuaia, Tierra del Fuego. Mientras él trabaja cortando leña en el bosque, ella es profesora de piano. Tienen una vida tranquila, sin lujos, pero sin presiones económicas. Algo les falta, un hijo. Al comienzo del film nos enteramos que los trámites de adopción están en un nivel avanzado, y que ya hay un chico que pueden adoptar. No tiene la edad que ellos habían pedido, ni siquiera tiene la edad que les dijeron en un primer momento, tiene nueve años, y se llama Joel. Cecilia y Diego aceptan el desafío con gusto – ella mucho más que él – e intentan lograr la adaptación del chico, que viene de Buenos Aires como ellos, a una nueva familia y a un nuevo territorio. Joel (Joel Noguera) es un chico retraído, de mirada pícara pero callado, y que tiene una historia difícil detrás. Fue criado por una abuela que falleció, y un tío que ahora cumple condena en prisión. Para Cecilia y Diego ese no es un problema, pero deben adaptarse a la circunstancia. El guion del propio Sorín maneja dos tramos bien diferenciados. En un primer momento, veremos la difícil integración de esta pareja con un chico que ya tiene sus mañas y costumbres, un chico callado y al que habrá que entrarle con paciencia. El realizador plantea este primer tramo con la naturalidad propia de sus films, haciéndonos creer que estamos frente a un film de adopciones más, pero con la mirada tierna del director. Habrá sonrisas, y mucha conexión entre los tres personajes, en medio de un ritmo que no se apura y deja fluir en medio de la cotidianeidad. Cuando ya pareciera que nada más puede suceder en Joel, y comenzamos a aceptar la integración parcial de esta nueva familia armada, miramos el reloj, y observamos que aún falta un tramo para que todo finalice. Sorín nos tiene preparado un vuelco que quizás no vimos venir, y que ni siquiera es el típico que nos amagaron en aluna instancia que llevaría la historia por un lugar común. A Joel le falta una integración más. Será en este tramo que toda la historia se resignifique, y que lo que ya habíamos visto, que tenía su propio valor, adquiera una nueva fuerza, para ubicar al espectador en otro lugar, incómodo. Sorín nos interpela y nos obliga a tomar posición. Sí, el propio film tiene su postura, y no hay necesidad de que la disimule. Pero no lo hace desde un lugar de buenos y malos, lo hace sutilmente, y en todo caso, nos hace pensar si más de una vez nosotros no actuamos como aquellos que ahora consideramos que actúan mal. Joel abre el panorama, nos muestra la película completa que muchas veces no vemos, y así será más fácil ver en dónde está el error. Quizás, nunca deberíamos tener esa mirada parcial. Un último punto sobre el final, vuelve a resignificar en una culminación brillante que aporta otro matiz más. Es así que Joel termina siendo una obra más inmensa de lo que creíamos. Diego Gentile se sale de sus personajes habituales (la repetición de "Relatos Salvajes") y establece un personaje en el medio, correcto, con complicidad y cruces con su contrapunto femenino. Su postura también es controversial. El pequeño Joel Noguera es el elemento naturalista. Un chico encontrado “de casualidad” y que actúa sin actuar, con gestos, palabras a medio decir, y unas miradas que pueden ablandar hasta el corazón más duro. Victoria Almeida se carga el film al hombro y otorga una interpretación brillante. Su personaje transita el film y realiza una propia mutación. Almeida sabe aprovechar muy bien su cúmulo de gestualidad entre la inocencia y la garra. En un papel más chico pero trascendental, Ana Katz también se luce como lo hace habitualmente. "Joel " es otro paso adelante en el estilo Sorín. Una película que aporta una mirada diferente a su estilo naturalista, y que a su vez como un camino ida y vuelta, no imaginamos dirigida por otro director que no sea el mismo que tan bien sabe mirar el interior de los menos observados. Imperdible.
La reina ha muerto Son tiempos difíciles para los Graham. La madre de Annie (Toni Collette), abuela y matriarca, ha fallecido. La relación entre ambas no era la mejor, pero Annie se ve profundamente afectada por la partida de esta mujer reservada y de carácter dominante. Annie es una artista dedicada al modelismo, se desempeña realizando miniaturas de hogares en los que representa diferentes situaciones. Quizás reemplazando el hogar que nunca tuvo. Los plazos para una exposición de su obra la apuran, y a las obligaciones familiares se le suma esta trágica noticia que la coloca en un colapso en el cual se sentirá incomprendida, aún por su esposo (Gabriel Byrne). El legado del diablo, de Ari Aster (quien ya había cobrado relevancia con su cortometraje The Strange Thing About the Johnsons en 2011), tiene la facultad de poder ser apreciada como un drama intimista sobre las pérdidas y reconciliaciones familiares una vez que el ser querido cruzó el umbral. No es atípico encontrarnos con películas de terror con pinceladas dramáticas, o incluso viceversa. Lo llamativo de la obra de Aster es el balance exacto entre ambos, entre la introspección y el real espanto. Annie casi no se hablaba con su madre, determinadas circunstancias la habían llevado a mantener una prudencial distancia, pero su partida la siente como un hecho doloroso que hará rever más de una de sus seguridades, aunque quizás no las usuales. Todo queda en familia Annie tiene dos hijos, Charlie (Milly Shapiro) y Peter (Alex Wolf), con los que intenta ser mejor madre de lo que sufrió ella. Esa figura siempre está presente aunque ya no esté, y será crucial en la historia de El legado del diablo. Tras la muerte de su abuela, la introvertida Charlie comenzará a tener un comportamiento errático, lo que alertará aún más a Annie. Lo que ella no sabe es que su hijo mayor también está viviendo situaciones particulares. Con la aparición de Joan (Ann Dowd), una mujer que también sufrió una pérdida y que se presenta ante Annie cuando acude a un grupo de autoayuda, parece encontrarse una salida a tanto dolor. Joan le revela que puede tener la facultad de contactarse con los muertos. Aster se mete de lleno en los vericuetos de un drama familiar, y en los muy bien aprovechados 127 minutos de El legado del diablo se tomará su tiempo para presentar a los personajes y al conflicto de una manera muy compenetrada. No será difícil sentir el colapso que atraviesa Annie y comprender su fragilidad emocional. Pero también Aster juega a los laberintos y cajas chinas. El legado del diablo ofrece muchísimos giros, vueltas y secretos en su argumento, que pueden tanto sorprender como desorientar al espectador. Cuando finalmente las cartas estén echadas, estemos bien metidos dentro de su compleja historia y comiencen a cerrarse los círculos, prepárense. Porque lo que Ari Aster nos tiene preparado es un plato bien fuerte. Aquí vive el horror En un crescendo permanente el realizador va cambiando las reglas y paulatinamente nos introduciremos dentro del horror, que en su última media hora se convertirá en un verdadero frenesí terrorífico lleno de sobresaltos y pavores con imágenes y sonidos difíciles de olvidar. El director deja a trasluz cuáles son sus referencias, y está claro que no se anduvo con chiquitas. Si bien se trata de una película no demasiado ambiciosa en su armado, sí lo es en los conceptos que plantea, regresando a la idea de un terror clásico, artesanal, ligado a lo emocional. Títulos como El bebé de Rosemary y La novena puerta de Roman Polansky, o La Bruja de Robert Eggers, vendrán inmediatamente a nuestra cabeza. Aster maneja magistralmente los elementos que tiene, y si entramos en su juego estaremos aferrados a la butaca atentos a todo lo que sucederá. También es válido aclarar que El legado del diablo no es una película sencilla: aquellos que busquen algo más tradicional pueden sentirse decepcionados. Byrne, Wolf, Dowd, y Shapiro aportan lo necesario a sus personajes de un modo más que correcto, pero quien brilla una vez más es Toni Collette descubriendo que el terror también es lo suyo. Annie sufre con todo su cuerpo y su ser; Collette la atraviesa como una mujer al borde de una crisis nerviosa existencial. La referencia más cercana será Shelley Duvall en El resplandor. Conclusión El legado del diablo es una joya del cine artesanal que conjuga el terror con el drama; maneja elementos propios del cine más clásico para introducirnos dentro de una historia que no es lo que parece. Aquellos que acepten el desafío pueden descubrir la posibilidad de un nuevo clásico instantáneo del género.
Búsqueda desesperada Un automóvil se incendia en la orillas de un río. La dueña del auto entra en pánico, no tanto por el vehículo: su hija no regresó a casa y parece estar desaparecida. Su cadáver no se encuentra dentro de ese Peugeot 505, pero igual la sospecha de la tragedia es fuerte. A la mujer la sobrepasan los hechos, y será Alba, la hermana menor de la desaparecida, quien deba emprender una búsqueda en la que todas las puertas se cierran. Una hermana habla de las pérdidas, de la soledad, de la desesperación, y también de las desigualdades. La historia transcurre en un pueblo del interior profundo de Buenos Aires, y no es este un lugar al azar. En esas zonas, las complicaciones parecieran acrecentarse más. Alba sale a buscar a su hermana pero se topa con que nadie le brinda gran ayuda, desde la burocracia sindical, hasta las personas que pertenecen a otra clase social y no hacen más que despreciarlas, a ella y a su hermana, a su clase. Permanentemente da la sensación de que si el hecho hubiese ocurrido en otro contexto, en otros niveles, en otro lugar, con otras personas, el destino sería diferente. El relato es ajustado, plantea un misterio y la búsqueda de una solución. Pero el foco no está puesto en el suspenso como uno podría esperar de un film como La Sospecha. Una hermana es un drama sobre las penurias de una mujer, no la desaparecida, o sí, pero en un segundo plano: su figura es Alba. A un guion sin fisuras que se anima a plantear denuncias sin remarcarlas, y a la puesta en escena deliberadamente sencilla y que sabe hacer uso de los escenarios en los que se mueve, se les suma la verdadera fuerza del film: Sofía Palomino. La joven actriz de Kryptonita se carga Una Hermana al hombro y resulta en una interpretación asombrosa. No podemos decir que nos sorprenda, Palomino ya viene tanto en cine, como en teatro y televisión demostrando un gran talento al que le entrega todo su cuerpo. Desde las miradas, las posturas y el modo de sentir sus parlamentos, Alba cobra vida en Sofía y es imposible que pensemos en otra actriz para interpretarla. A la arrolladora creación de Palomino debemos sumarle otra actriz con mucho teatro encima como Eugenia Suarez, que aquí compone a una suerte de contraparte de Alba, la empleadora de la joven desaparecida. Los contrapuntos entre ambas forman parte del gran jugo de la propuesta. Una hermana está lejos de ser un film sencillo, el modo de hablar de los problemas que aquejan a un pueblo chico con muchas diferencias sociales no es el tradicional, y resulta tan duro como efectivo. Que dos directoras jóvenes y noveles se hayan animado a tanto es una buena señal. Conclusión Una intriga que interesa, la exposición de problemas sociales palpables y dos actrices que le ponen el alma al film hacen de Una hermana una propuesta muy llamativa dentro del panorama del nuevo cine argentino.
Remake del film japonés "Taiyô no uta" (o Una canción para el sol), Amor de medianoche, de Scott Speer, es un meloso film romántico adolescente inundado de lugares comunes. La xerodermia pigmentaria es una rara enfermedad congénita que causa una alta tendencia a desarrollar cáncer de piel, a causa de la exposición al sol. Esto es lo que padece Katie Price (Bella Thorne) en "Amor de medianoche", de Scott Speer, un director, asiduo a los videoclips, cuyo mayor mérito parece ser haber dirigido la cuarta entrega de la franquicia "Step Up" sobre baile callejero. Por esta enfermedad, Katie vivió toda su vida encerrada en su casa durante el día, sólo saliendo de noche. Ya desde chica, Katie fue objeto de burla de todos los chicos del barrio, y de los que acudían a la escuela a la que ella no podía acudir. ¿Es "Amor de medianoche" un testimonio sobre el bullyng infantil? Para nada, porque lejos de haber formado su carácter por el rechazo, Katie es una adolescente de17 años muy simpática y extrovertida cuando puede interactuar con alguien. El guionista (opera primista) Eric Kirsten no reparó ni en marcar un gesto de timidez o apatía en Katie, es genérica hasta el más mínimo detalle. Quizás esta forma de ser extrovertida se deba a las dos únicas figuras que la frecuentan: su amiga más nerd (porque la linda tiene que ser ella) Morgan (Quinn Shephard); y su enérgico, entusiasta, e insufrible padre Jack (Rob “dejá de gritar cuando hablás” Riggle). Katie pasó toda su infancia asomada a una ventana (porque supongo que ver el sol desde una ventana no le produce cáncer), y es allí donde veía pasar a Charlie (Patrick “soy el hijo de Arnold” Schwarzenegger), un chico aún más genérico que ella, y del que se enamoró ni bien lo vio a lo lejos, porque sí. Querrá el destino del guion que Katie y Charlie se crucen una noche, e inmediatamente se enamoren, y eso es Amor de medianoche. Basada en el éxito japonés de 2006, "Una canción para el sol "de Kenji Bando. Aquella respondía a la tendencia del consumo de K-Pop (sí, no es coreana, pero el estilo es el mismo), pero poseía una sensibilidad y un carisma en los protagonistas de los que Amor de medianoche carece. Hasta aquella se daba el lujo de ser melodramática eficazmente. En realidad, más allá de ser la misma historia, es poco lo que vemos de Una canción para el sol en Amor de medianoche. La impresión que tendremos es la de algo muy copiado de "Todo Todo", "El lado oscuro del sol", y "Un amor para recordar"; tres exponentes de películas románticas adolescentes, hollywoodenses. Pero lo mismo, en las tres, aunque imperfectas, había algo de alma, de deseos de hacer algo más. Nada de lo que "Amor de medianoche" posea. Katie toca la guitarra y canta, y claro, su protagonista es Bella Thorne, salida de una serie musical de Disney. Todo pareciera ser una excusa para que escuchemos a Bella cantar una y otra vez la misma canción, la chillona Walk with me, de modo tan forzado y repentino que no produce empatía, y escucharla varias veces no ayuda. No hay química entre Thorne y Schwarzenegger, tampoco son tan dúctiles como actores individualmente. Las escenas son forzadas por un guion inverosímil, y verlos interactuar sin conectarse empeora el asunto. Todo en la película es porque sí, y no hay un estímulo de hacer que algo supere la media. Leyendo una breve sinopsis podemos adivinar todo lo que sucede con solo darles un tip “buscan los clichés más obvios siempre”. Producto para el aprovechamiento de dos jóvenes que fuera de Estados Unidos no tienen un público cautivo, es poco lo que nos despierta en Amor de medianoche del aburrimiento general. Ni siquiera podemos decir que haya algo muy mal hecho, es solo tan plano como el ecocardiograma de un muerto.
La ópera prima de Eduardo Meneghelli, "Román", es un policial de estilo clásico, plagado de tantos errores que la terminan redefiniendo. Dícese del consumo irónico, aquella costumbre de consumir un producto, con la consciencia de que no es algo bueno, y por el sólo disfrute de poder criticarlo y/o tomarlo a burla. Placer culposo es una adjetivación para todo aquello que consumimos, y nos da vergüenza reconocer que lo hacemos. Puede ser una comida de muchas calorías, o algo malo, en el sentido amplio de la palabra. Según algunos, una costumbre que creció exponencialmente los últimos años junto al crecimiento de las redes sociales. Muchos estudios lo analizan como un fenómeno en concordancia al poder comentar lo que estamos viendo, y generar un debate, una polémica. ¿Cuántos canales de YouTube hay dedicados a la “crítica aficionada” ya sea de películas “raras” o de cualquier cosa que nos parezca mal? ¿Cuántos posteos en redes por minuto se hacen refiriéndose a otro posteo que nos parece incorrecto? Algo de todo eso hay entre el consumo irónico y los placeres culposos. ¿A qué viene toda esta larga introducción? "Román", la ópera prima de Eduardo Meneghelli, muy probablemente encuentre un lugar cómodo dentro de esa franja, hasta puede llegar al extraño podio de “película de culto”. ¿Es un manual de todo lo que no hay que hacer en cine? Sí, si queremos hace todo bien. Pero también existe aquel axioma “No importa que hablen mal de nosotros, lo importante es que hablen”, y visto desde esa perspectiva, es más probable que un futuro se hable más de Román que de otras películas más promedio, y por lo tanto intrascendentes ¿o acaso alguien admira a Ed Wood por lo excelente director que era? Podría seguir teorizando sobre el consumo irónico y los placeres culposos, pero mejor, veamos qué es Román, y por qué inspira estas líneas. Hay un elemento fundamental en Román, su protagonista. Gabi Peralta es un personaje tuboso, duro, con aspecto típico de esos héroes de acción de estilo Clase B de los años ’80. Antes de cada aparición suya, debería figurar el logo de Cannon Films. Román gira completamente en torno a su persona, no solo porque es el protagonista absoluto, sino porque la cámara se dedica a seguir, no a él, sino a sus músculos, cómo se flexionan, se contornean, y despliegan nuevas capas en esa piel trigueña. Gabi es un duro de la acción, y un duro en la actuación. Precisamente, interpreta a Román, un policía que recorre las calles junto a Lucas (Nazareno Casero). Su principal característica es la clara idea del bien que posee. Maneja una conducta moral intachable, y no acepta los dobles discursos, ni los atajos “no tan legales” para solucionar las cosas de otro modo. La ley está hecha para cumplirse. Román acude al templo evangélico de su barrio, en el que todos lo conocen, y así conocemos a José (Horacio Roca) un hombre mayor, que vivía con su madre que acaba de fallecer, y ahora recibe la noticia de que la casa de la familia irá a parar a manos de Marcos, el pastor principal de la iglesia, y jefe de una banda mafiosa local. Román no puede dejar las cosas así. También se suma el hecho de que, Helena (Aylin Prandi), mujer de Marcos, es amante de Román… porque se ve que esa parte del manual moral se le perdió. Román ve corrupción en todos lados, no solo en los actos de Marcos, su amigo Lucas, además de sacar pizzas gratis y viajar en colectivo “de arriba” (¡desfachatado!) es leal al comisario (Arnaldo André), y este tiene también sus negocios con Marcos. ¿Qué puede hacer Román sino empezar a regir sus reglas de conducta por mano propia. Eso sí, sin salirse de la ley. El guion, creado por Gabriel (director de La araña vampiro y Los paranóicos) y Pablo Medina, es el de manual de policial clásico. Un género muy querido por nuestro cine y por nuestro público, que ya cuenta también con varios objetos de consumo irónico como Policía corrupto, Cargo de conciencia, Maldita cocaína, o Delito de corrupción. Román llega para sumar su granito. No solamente su guion es claramente acartonado (el hecho de ser “de la vieja escuela” no seríade por sí malo – todo lo contrario – si estaría bien resuelto) y remarca cuestiones de modo obvio, creando situaciones inverosímiles. Hay diálogos imposibles, y no sólo por lo inverosímil. También escenas a modo de relleno, pero inexplicables, como una ¿interesante? caminata de hormigas, porque sí, porque… hormigas en fila; o estiradas una vez que la acción ya termino ( por si no se entiende, los personajes hablan, se retiran de cuadro, y la cámara sigue allí unos cuantos segundos más, como buscando alguien que grite ¡corte!). Y llegamos a las actuaciones. En los secundarios hay talento. No hace falta decir que Nazareno Casero, Carlos Portaluppi y Horacio Rocca son muy buenos actores, pero deben lidiar con esos diálogos increíbles e imposibles de darle contexto, y con un protagonista muy difícil de interactuar. Todos se acoplan al efecto Peralta. La cámara hace encuadres rarísimos, ¡vamos!, malos encuadres, con tal de mostrar los músculos de Peralta doblándose. También se pierde en primerísimos planos de sus (no)gestos durísimos. Las escenas cuasi eróticas de seducción con Prandi serían tema para todo un texto aparte, mejor no nos adentremos ahí, solo digamos que no están bien. Hay algo llamativo más allá de todo esto en Román. Traspasando sus problemas de cámara y montaje, se nota algo de producción, Román es una película que se ve bien. Una curiosidad, nada más. Sumemos a este combo un tutti frutti de errores de continuidad, y el resultado es este; una película que se disfruta muchísimo. Sí, como leen, "Román" acumula tantos errores, es tan imperfecta desde su primera escena (y de ahí todo para abajo, o para arriba según como lo vean) que a los pocos minutos ya se la disfruta a carcajadas como una comedia y logra que pasemos un momento muy divertido. Tanto que sus escasos 72 minutos, nos dejarán con ganas de más.
Ese texto en placa es lo primero que vemos, antes de la primera escena en Pesadilla en el infierno. Pascal Laugier no se anduvo con vueltas a la hora de homenajear, y nos lo hace saber explícitamente desde el primer segundo. Con cuatro películas en su haber, todas enmarcadas en terror y suspenso, Laugier es recordado principalmente por su segundo opus, Mártires (Martyrs), película de culto, estandarte del gore galo de mediados de la primera década del Siglo XXI. Lo que normalmente se recuerda de aquella película, que el año pasado tuvo una insufrible remake estadounidense (PUEDEN LEER NUESTRA REVIEW AQUÍ), es sus extremas escenas de sangre y tortura, siendo catalogada a veces como una de las películas más fuertes de la historia del cine (en nuestra nota sobre “Películas difíciles de mirar” te contamos más sobre ella). Pero más allá de esa exagerada adjetivación que la emparenta con contemporáneas como La frontera del miedo, Al interior, o Alta Tensión, lo que destacaba a Mártires era una búsqueda estética muy particular, casi hacer arte pictórico desde la sangre, algo de lo que carecía su remake y por lo cual falló. Pesadilla en el infierno quizás no repita un gore tan extremo (aunque algo hay), pero redobla la apuesta sobre hallar el terror a través de una búsqueda estética. Slasher, giallo, terror psicológico, terror onírico, literatura hecha cine. Pesadilla en el infierno tiene de todo y va mutando, repasando buena parte del terror de los años ’60 y ’70, décadas en las que el género pegó el gran salto; y por supuesto, repasando al autor que homenajea desde la primera placa. Laugier quiere volver al terror clásico, y lo grita a voz pelada. Atrapadas No es sencillo decir de qué se trata Pesadilla en el infierno, pero hagamos la prueba. Pauline (Mylène Farmer) se dirige junto a sus dos hijas adolescentes, Beth (Emilia Jones) y Vera (Taylor Hickson) a una casa alejada en un bosque, perteneciente a una tía ya fallecida. Beth, que tiene aspiraciones como escritora y admira a Lovecraft, es hostigada por su hermana Vera pues considera que capta toda la atención de su madre. La relación entre ellas no es la mejor. En la primer noche en la nueva casa, son visitadas por el camión de helados que ya se habían cruzado en la ruta. De allí bajan un grupo de asesinos que irrumpen en el hogar, y… Beth (Crystal Reed) se despierta años después como una autora de terror consagrada, con muchos traumas ocultos y un best seller, considerado obra maestra que relata ficcionalmente lo que vivió (el título de la novela, Incident in a Ghostland, da nombre original a la película). Sus sueños de escritora se han cumplido, hasta logró formar pareja. Pero una llamada telefónica la alerta y la hará regresar a aquella casa ¿Qué pasó con su madre y su hermana? Esta idea, que ya de por sí daría para el desarrollo completo de una película, es solo el inicio de algo mucho más complejo y desconcertante. Laugier maneja su guion con mano firme, confundiendo al espectador, instalándolo en un zona extraña, en la que más de una vez no sabrá qué es lo que está sucediendo. Sin embargo, genera la suficiente tensión y atracción como para mantenernos siempre atentos. Con pinceladas de drama y sin apurar los hechos, el segundo acto puede parecer algo alargado o aletargado, quizás el más confuso, pero será necesario para que los personajes crezcan y retomen fuerzas para un tercer acto descarnado. De todos modos, cuando pareciera que nada sucede, allí siempre habrá un golpe de efecto, un susto como para espabilarnos. Parque de atracciones Valiéndose de una impronta estética llamativa y original que recuerda a los circos de antaño, a las referencias de una niñez arruinada, y con encuadres propios del giallo; Laugier creó una suerte de laberíntico parque de diversiones macabro, un mecanismo de cajas chinas, alrededor de la casa. La puertas se abren y no se sabe qué puede salir de ellas, de dónde va a salir algo, y cuándo se terminarán esos largos pasillos. El terror también es un vehículo para hablar de otras cuestiones, y así Pesadilla en el infierno plantea un drama familiar e interno en la relación entre dos hermanas antagónicas. También la posibilidad de encontrar un refugio en el cerebro. Beth y Vera serán víctimas con las que rápidamente nos identificaremos y sufriremos con ellas. Allí sabemos que estamos frente al director de Mártires. También es interesante el concepto detrás de los asesinos, no tan icónicos, pero sí atemorizantes. Conclusión Pesadilla en el infierno exige una especial atención por parte del espectador. Juega con su percepción e invita a adivinar por dónde vendrá el próximo efecto. Con buenos personajes y una estética de terror construida sobre imágenes artesanales, nos convence de que lo que importa no es encontrar siempre el rumbo, sino la cantidad de sacudidas que tengamos durante el viaje.
La segunda película de Armando Bo, "Animal", transita por varios géneros para trazar una historia demasiado afectada por cuestiones ideológicas que la perjudican. Armando Bo regresa triunfante. Su ópera primera, "El último Elvis", resultó un sorpresivo éxito que lo puso en boca de todos más allá de su célebre apellido. Como guionista, su premio Oscar por "Birdman", y la firma en el anterior film de Alejandro Gonzáles Iñarritu, "Biútiful", no hicieron más que otorgarle prestigio internacional. Con esos antecedentes, Bo regresa al país para realizar su segunda película como director, una propuesta ambiciosa por donde se la mire, diferente a la sencillez conceptual de "El último Elvis". La primera observación que se desprende de "Animal" es que, por la historia que cuenta, bien podría haber formado parte del tanque de Damián Szifrón, "Relatos Salvajes". Lo suyo también será la historia de un hombre llevado hasta el límite de las consecuencias. A partir de allí, comienzan a configurarse las diferencias. El nuevo Guillermo Francella serio es Antonio Decoud, gerente de un frigorífico. Trabajador incansable, alejado de las oficinas, más cercano a los controles de calidad de la media res. Su conducta es intachable, no levanta su voz, y lleva un actuar modélico en cada aspecto de su vida, familiar, profesional, y social. La vida lo premio con una familia tan modélica como él, su esposa Susana (Carla Peterson) y sus dos hijos adolescentes (Joaquín Flammini y Majo Chicar) lo quieren y completan su armonía. Pero también lo castigó. En la segunda escena del film ya podemos ver que es víctima de una enfermedad que atacó sus riñones, por lo cual necesitará un trasplante con el tiempo. Mientras la diálisis hace efecto, y sus compañeros de internación van falleciendo, Antonio comienza un camino que lo llevará hasta zonas impensadas. Necesita de un riñón, su hijo se arrepintió a último momento de ser donante, y tiene dinero como para poder comprar un órgano (lo de tener dinero para hacerlo es un diálogo que se repite al menos seis o siete veces en el film). El mercado negro parece estar al alcance de su mano. Es así como Antonio se contacta con una pareja, Elías y Lucy (Federico Salles y Mercedes De Santis), pertenecientes a otra clase social, necesitados de subsistencia, ella embarazada. Elías le donará un riñón a cambio de que Antonio les compre una casa. Todo parece solucionado, pero esto recién comienza. Elías y Lucy verán el medio de aprovecharse de Antonio, lo harán sufrir de varias maneras mediante caprichos ilógicos, y así Antonio se irá transformando. Lo dicho, lo de Antonio es un Relato Salvaje. Principalmente, su historia hace recordar al más controversial de los cinco relatos. Aquel protagonizado por Oscar Martínez sobre un hombre que, también, decidía torcer la justicia a su modo mediante dinero. Pero allí dónde el film de Szifrón, específicamente en esa historia, optaba por no generar empatía con el personaje de Martínez, y en el mejor de los casos, mostraba cómo hay “suciedad” en todos nosotros, Bo, y su co-guionista habitual Nicolás Giacobone, ponen todo su empeño en crear una víctima sobre Antonio, o mejor dicho, dejar bien en claro quiénes son los villanos del cuento. Técnicamente correcta, con un montaje y una fotografía que pecan de exceso de preciosismo hasta el límite publicitario (¿era necesario tanto travelling?), "Animal" es un relato torpe, con elipsis continuas y decisiones antojadizas por parte de sus personajes. La idea claramente es demostrar la lenta transformación de un personaje correcto en alguien que pierde los cabales. Retomando, algo así como el Darín de Relatos Salvajes, pero aún en aquella historia corta, se ejemplificaba y justificaba mejor dicha transformación. Aún en sus 112 minutos, "Animal" resulta abrupta como manifestación de esa serie de infortunios que convierten a una persona. Antonio aguanta, aguanta, aguanta, y aguanta, hasta lo irrisorio, cuando desde la platea podemos pensar ¿por qué no toma otra decisión? No, sigue aguantando. Hasta que en un momento X no aguanta más, casi porque sí. No hay sorpresa en "Animal", todo lo que sucede es esperado, y sólo exagerado y de por más remarcado. Bo y Giacobone pretenden ponernos en el lugar del protagonista, pero más allá de que aquel parte de una mala decisión, todo lo que sucede es tan ilógico, irreal, y subrayado a trazo grueso, que se dificulta ese posicionamiento. Como dijimos, los arcos narrativos de los personajes son antojadizos, actúan de determinado modo, hasta que deciden no hacerlo más. Antonio se cansa, su hijo se arrepiente, y la parejita es jodida a un límite inexplicable. Hay claramente una cuestión ideológica tangencial en "Animal". Antonio y su núcleo pertenecen a una clase a la que jamás se juzga. Algunos secundarios muestran miserias, pero de tono más bien liviano y jocoso. Al hijo arrepentido que puede dejar morir a su padre, hasta se le crea una línea de diálogo posterior explicativa y declamatoria para justificarlo. Elías y Lucy son marginales, casi caricaturescos, capaces de esbozar toda su ideología de vagancia en frases explícitas. Buscan a toda costa vivir de arriba, son capaces de inventar lo que sea, y vivir de quien sea, con tal de lograrlo. Como si esto no fuese poco, adoptan actitudes contradictorias hasta para sus propios fines, de modo caprichoso, por el simple hecho de joder un poco más. Sí, se nota y mucho, que alguien estuvo viendo "Cabo de miedo" de Scorcese. Entre esos dos polos en los que hay gente muy bien intencionada y con conducta irreprochable; y marginales vividores per se, iletrados ufanados de serlo, y pérfidos gustosos; uno se imagina un sueño húmedo de cierto sector reaccionario de la sociedad, representado por algunos oficiales de medios de comunicación en el prime time. Más allá de estas cuestiones ideológicas, y de lo antojadizo y reiterativo del guion, "Animal" sufre de una indefinición de tono que la lleva del suspenso, al drama, al humor negro, y un absurdo inentendible en su último y muy forzado tramo. Francella repite sus nuevos mohines de actor serio, que remplazaron sus viejos mohines de comediante. No está mal, pero no aporta nada que no le hayamos visto desde "El secreto de sus ojos" en adelante. Carla Peterson luce desencajada, falta de química para con quien hace de su esposo, y nunca encontrándole una razón de ser a Susana. Salles y De Santis son buenos actores, pero sus personajes los dejan respirar tan poco, que apenas si se lucen. "Animal" es una propuesta que antepone su mensaje al hecho cinematográfico. Una bajada de línea que no deja sacar nuestras propias conclusiones, y que atenta contra un guion ya de por sí dificultoso. Una propuesta a gran escala a la cual le haría falta tener un poco más sus pies sobre la tierra.
Gestada como una tesis de alumnos en la carrera de Imagen y Sonido, "El corte" es un fresco social que impacta por su realismo y su sensibilidad a la hora de exponer problemáticas sin disfrazarlas. En el año 2014, un apagón prolongado dejó a oscuras, y en buena parte aislado, al municipio de Quilmes. Sus vecinos se vieron sumidos en una desesperación tal que recurrieron a todo tipo de recursos para subsistir. De esa experiencia surge, "El corte", un largometraje que surgió como tesis de 14 alumnos de la UBA en la carrera de Imagen y Sonido. Felizmente, ese trabajo pudo lograr su estreno en pantalla grande. Dirigida por Agustina Gonzalez Bonorino y Regina Braunstein, este origen no es algo intrascendente en la valoración de "El corte".La mirada de un grupo de jóvenes sobre el comportamiento humano es lo que más impacta en este film abocado a lo social. Las crisis sociales trastocan inmediatamente la representación cultural. "El corte" indefectiblemente hace recordar a una camada de films que se produjeron a principios de este sigo en nuestro país. Películas que reflejaban el quiebre económico y la anomia general de una población que se la rebuscaba para vivir cuando se agotan los recursos. Si bien el contexto de El corte es particular, puede ampliarse su espectro hacia otros horizontes. Una historia coral. Julia (Paloma Contreras Manso) realiza changas, está pintando y limpiando una casa deshabitada a encargo de su dueña que no aparece. Su hermano Ruben (Nicolás Goldschmidt) no tiene trabajo y es parte de una juventud que perdió el rumbo y sólo tiene como base el juntarse con los amigos del barrio. Matías (Nicolás Mateo) regresó a la casa de su madre (Roxana Berco) a la que un perro mordió la pierna, y observa con mirada ajena el devenir del barrio de su infancia. Franco (Mateo Pona Silos) aporta la mirada de la inocencia, es un niño, en preparación a tomar la comunión, que recorre la degradación de sus vecinos, y también la de su propio padre violento (Aldo Onofri). Estas tres o cuatro historias (la de Julia y Rubén pueden considerarse juntas o separadas) se entrelazan esporádicamente, como la vida de cualquier vecino, en una rutina diaria que transcurre a lo largo de los 30 días que pasarán mientras continúa el apagón de electricidad y la consiguiente precariedad de otros servicios. Julia pareciera ser quien lleva adelante buena parte del relato. Su desesperación es cada vez mayor, y veremos a su paso como, a medida que la crisis del barrio se acrecienta, su situación personal es cada vez más apremiante. De escasos 66 minutos, "El Corte" expone una realidad, no desarrolla grandes historias, su claridad estará en ubicar a sus personajes en un contexto desesperante, y expresar como las crisis externas repercuten en lo interno, como una suerte de muñecas mamushkas inversas. Bonorino y Braunstein optan por una mayoría de exteriores, sus personajes recorren el barrio, y serán sus miradas las que revelen el clima social, entre protestas y degradaciones. Paulatinamente, se desarrolla una tensión creciente que podemos palpar, estallará de modo abrupto en el momento menos pensado. Si bien "El corte" no es un film de suspenso, sus directoras manejan mediante el montaje y la fotografía un clima similar que se transmitirá en la atención del espectador por saber qué sucederá. Paloma Contreras Manso y Nicolás Goldschmidt logran una interpretaciones magistrales. Ambos nos tienen acostumbrados a trabajos actorales sobresalientes, y en "El corte" hallan personajes con capas a sus medidas. Cada palabra que sale de sus bocas, cada gesto, muestra verdad. El resto del elenco, en el que encontraremos también a Esteban Meloni como secundario, acompaña de manera acorde. "El corte" es una propuesta pequeña pero con el espíritu de una fiera, de rigor formal correcto, y con una sinceridad que se refleja en cada detalle. Logra transmitir un sensación de dura realidad, aquella que golpea, y nos convoca a actuar, antes de que sea demasiado tarde.
Propuesta atípica. "Receta para microondas" de Matías Szulanski aborda cuestiones que podrían se complicadas de un modo pretendidamente naïf y en cierta forma, bizarro. Una mujer que vive sola, que ve a los hombres como un objeto. Una mujer con pasado. En su tercer largometraje, Matías Szulanski, se perfila como uno de los realizadores argentinos con mirada más personal y atípica de la actualidad. Si en sus trabajos anteriores ya había rechazado los convencionalismos de la tradicionalidad en sus personajes, en "Recetas para microondas" le suma una puesta narrativa, por lo menos, audaz. Graciela (Verónica Intile), perfectamente podría haber sido uno de los personajes del anterior opus de Szulanski, Pendeja, Payasa, y Gorda. Quizás menos visceral que aquel trío, pero igual de intenso. Una mujer de alrededor de treinta años, que apenas si subsiste. Vive en un departamento chico, no trabaja, ni le gusta trabajar ¿Cómo se mantiene? De alguna forma a través de los hombres. "Recetas para microondas" ubica a Graciela en el centro del relato, pero no se limita a ser un film de mirada femenina. Su protagonista será el vehículo para desplegar otros personajes, mayoritariamente masculinos. Graciela mantiene amantes esporádicos, no busca ningún compromiso, pero sí tiene otras intenciones. Haciéndoles creer que está embarazada y quiere abortar, buscará sacarles dinero a estos inexpertos muchachos. Hablamos de una mujer apática, pragmática para el sexo ¿Por qué es así Graciela? Quizás se deba hurgar en su pasado. Luis (Fabián Arenillas), acaba de salir de prisión, purgando una condena por violación. Tiene otros modos, pero también muestra la apatía de Graciela. ¿Qué los une? Sí, Graciela era la menor con la que Luís perpetuó su delito, y fruto de ese hecho, nació Ramiro (Camila Saggio) actualmente al cuidado de los padres de Graciela, y creyendo que su madre es su hermana. Luís se pondrá en contacto con Graciela, para llegar a Ramiro, y ahí surgirá una de las varias aristas que despierta "Recetas para microondas". Aristas que no siempre terminan por desarrollarse en historias aparte, varias quedan dentro de la curiosa extrañeza del todo. Lo primero que sorprende del nuevo film de Szulanski es que no esquiva el escabroso asunto que maneja. Una historia de violación, una mujer quebrada que usa a los hombres, un adolescente con una identidad de género no del todo asumida (no en vano su intérprete es una actriz), y varias cuestiones que apenas quedan en actitudes o líneas de diálogos, pero que encienden una luz de alerta sobre algo que se quiere decir. Estéticamente, Szulanski, se separa del trash que caracterizó a su anterior película. Pero lejos está de optar por un sendero tradicional. Un montaje en el que predomina un fundido con un cuadro celeste azulado, música incidental de órgano, planos cerrados, y una fotografía oscura, ascética, pero suave, predominan la escena, introduciéndonos en una ensoñación vintage, casi como una telenovela naïf de los años ’80. Todos los personajes toman sangría ¿o sangre?, miran VHS’s, se comportan sexualmente borders, entre otras cuestionas más extrañas que alejan a la propuesta deliberadamente de la realidad. El de Recetas para microondas es un mundo paralelo. Szulanski crea ese imaginario en el que no juzga a sus criaturas, ni a una ni a otras, aunque algunos diálogos parezcan hurgar en los sentimientos. En esa atmósfera en la que ninguno está limpio, y la marginalidad es parte de la rutina, encontramos la tangente más cercana a sus film anteriores. Verónica Intile le aporta el tono justo a una Graciela que no genera empatía pero tampoco desencanto. Hay en ella alegatos feministas, pero como todo, fuera de lo normativo. Es un personaje difícil, al que Intile le impone su cuerpo y su decir, y sale triunfante del desafío. Fabián Arenillas se aparta de los típicos personajes cómplices que normalmente le vemos hacer en pantalla. Luís es desagradable, pero no más que otros seres de este universo. Entre todos estos elementos; sobre abundancias de máscaras de aloe vera, una suerte de homenaje explícito a Mariano Galperín (un director tan o más peculiar que Szulanski con quien trabajó en Su realidad), y regodeo por los objetos del recuerdo. "Recetas para microondas" termina creando una película que habla de muchas más cuestiones de las que se notan a primera vista. Es difícil hablar de sutilezas en un film con momentos tan bizarros, pero transitando dramas de tintes melodramáticos, mucho humor negro, y el ritmo propio de la cotidianeidad alterada; se construye una historia sobre las relaciones y la posibilidad de continuar ante hechos quiebres en cualquier vida. Recetas para microondas es más de lo que su envase ligero pareciera ofrecer.
El nuevo spin off de la franquicia Star Wars, "Han Solo", se favorece de tener entre sus firmas nombres pertenecientes al más clásico Hollywood de los blockbusters. ¿Cuánta agua corrió desde que se anunció la venta de Lucasfilm, y por consiguiente su franquicia principalísima "Star Wars", a manos de Disney? Desde el estreno de Episodio VII en 2015, transcurrieron tres films y otros productos como series animadas que ampliaron este inagotable universo. Las dudas sobre qué haría el emporio del ratón con la saga creada por George Lucas se han ido disipando y algo va quedando claro, Disney busca lucrar, como cualquier empresa, y "Star Wars" es una mina de oro. Lucas también buscó lucrar desde el principio, pero por lo menos es el padre de la criatura. Habiendo asumido esto sin falsos romanticismos, hay que decir que el Disney de "Star Wars" ha tenido altas y – por lo menos para quien escribe la primera – baja. A cómo serían los nuevos episodios, se le sumó la “controversia” de los spin off. "Rogue One" funcionó muy bien, con una épica increíble, mucho dramatismo, y probablemente la mejor escena de Darth Vader desde "El Imperio contraataca". Pero "Han Solo" es otra cosa. Ya no se trataba de la historia de los mártires que inauguraron la primera rebelión contra el Imperio, sino la historia del humano con más carisma de toda la galaxia, el (¿anti?) héroe de chicos y chicas; para colmo, muy identificado con un actor. Por suerte, "Han Solo" es bien diferente a "Rogue One". Para dejarlo en claro antes de explayarme, si "Rogue One" fue "El Imperio Contraataca" del Siglo XXI, Han solo es "El regreso del Jedi" de la misma generación. En las otras experiencias Disney de "Star Wars", el espectador ya más o menos sabía qué iban a contar. Era ir a ver en pantalla aquello que ya nos habíamos imaginado. "Han Solo" presenta ese nuevo desafío, salvo que uno sea muy lector y espectador televisivo del universo expandido de "Star Wars", Han Solo era un enigma de historia a descubrir alrededor de un par de personajes conocidos. Así, plagada de desafíos transcurre esta nueva experiencia de la franquicia. Primera parada, su historia es bien sencilla. Olvídense de las complejidades de películas anteriores de "Star Wars". "Han Solo" es entretenimiento, y todo lo que se cuenta está al servicio de ese fin. Más bien conviene verla, disfrutarla. Este Han Solo de Alden Ehrenreich (otro gran interrogante) es una mezcla de Harrison Ford con aportes propios. Sí, tiene cosas lógicas del Han de Harrison Ford, hasta le hicieron la misma hendidura en el mentón para que pueda imitar sus gestos. Pero Ehrenreich también hace suyo al personaje, le aporta un carisma propio, y cierto andar particular, no es una simple copia del original. Es más, hasta por la aventura que vive, este Han Solo no solo recuerda a ese Harrison Ford, sino al de Indiana Jones. Estamos más que nunca frente a un cazador de tesoros y básicamente de eso se trata la nueva película. Ubicada antes de la trilogía original y de "Rogue One" (hay un datito que nos dirá justo dónde se ubica en la línea de tiempo, pero si buscan que se los diga, no, sólo genero expectativa). A la aventura de Han Solo se le sumará un nuevo compañero, Beckett (Woody Harrelson, un actor que merecía su lugar en esta saga) con casi tanto carisma como Solo, unidos por la desgracia. Mediante la búsqueda y rescate de una codiciada fuente de energía, se irán presentando distintos acontecimientos que todos queríamos ver desde que vimos "Star Wars" por primera vez. Al encuentro de Han con Chewbacca (mejor que nunca) y su unión en dúo indisoluble; el otro encuentro con Lando Carlissian (Donald Glover, algo más atado a los convencionalismos pre escritos de su personaje blaxpoitation), y la conquista del Halcón Milenario. También conoceremos a su primer gran amor pre Leia, la carismática (sí, acá el carisma abunda) Qi’ra (Emilia “sonrisa indestructible” Clarke), y el nuevo androide con personalidad, hazte a un lado BB8, amen a L3-37. También tendremos a un villano, Dryden Vos (Paul Bettany), que no será de mayor importancia en la historia global, pero acá cumple su función dentro de una historia en la que el foco no es el destino sino el viaje. ¿Cuál es el mayor acierto de "Han Solo"? Contar entre sus filas con gente de la mejor época del Blockbuster hollywoodense. Luego de la experiencia Rian Johnson en Episodio VIII, que parecía haber encarado la película sin haber visto las anteriores, Han Solo pisa sobre seguro. Son conocidas las dificultades que tuvo su realización por cambio de director y guionistas. Haber optado por Ron Howard y Lawrence Kasdan (que conoce "Star Wars" casi tanto como George Lucas) junto a su hijo Jonathan, le aseguraron a "Han Solo" un ritmo de aventura clásica que la hace deliciosa. "Han Solo" posee un ritmo trepidante, emocionante, vigoroso, pero no abruma. Mantiene un primer tramo más lento, algo oscuro, para luego arrancar a todo ritmo, y se toma su tiempo para descansar y que conozcamos más de los personajes. Su poco más de dos horas, pasan volando y dejan deseos de más. No hay ni un montaje vertiginoso, ni humor canchero de referencias pop. Sí mucho humor, efectivo, del bueno, de ese que nos hace acordar a los buenos films de aventuras ¿Alguien dijo "Flash Gordon"? Su diseño de arte y vestuario, y lo colorido de su fotografía es otro de los puntos más altos. Simplemente maravilla. Han Solo se ve con los ojos de chico, invita a aplaudir, a reír, y a saltar de la butaca. Todo lo que nos despertó "Star Wars" alguna vez. Afortunadamente puede ser disfrutada tanto por fans como por recién llegados. Dejando atrás, la debatible "El último Jedi", "Han Solo" nos demuestra que "Star Wars" es material de aventura inagotable y variada. Una propuesta así, que nos recuerde por qué el cine es un gran espectáculo, es justo lo que esta franquicia estaba necesitando.