La intimidad del maestro El documental «David Lynch: The Art Life» – firmado por John Nguyen, Rick Barnes (XVII) y Olivia Neegaard-Holm y rodado a lo largo de tres años – es un retrato de uno de los realizadores estadounidenses más enigmáticos, un autor de culto durante los últimos cuarenta años, en su faceta menos conocida por estos pagos: la de artista plástico. Desde la infancia idílica en un pueblecito de la América profunda de los años 1950 hasta las calles de Filadelfia, donde estudió Bellas Artes, David Lynch nos conduce por un viaje íntimo a través de su vida, con especial atención a su juventud y los años de formación. Pasando de su faceta de artista plástico a la de músico y cineasta, el propio creador nos desvela algunas zonas desconocidas de su universo personal. El documental está fundamentalmente centrado en su carrera de pintor (y nos desvela que su ídolo es el británico Francis Bacon, 1561-1626), le vemos con las manos empapadas de pintura haciendo trazos en telas, lúgubres y torturadas, superponiendo capas de colores y pegando sobre ellas pedazos de plástico, mientras suenan temas de rock compuestos por el propio Lynch que se alternan con fragmentos de entrevistas sobre la infancia y juventud del artista. La película termina en el momento en que “el estudiante de Bellas Artes descubre el cine y consigue rodar su primera película, “Eraserhead” en 1977, inspirada en sus obsesiones pictóricas” (Jérémie Couston, Télérama), y considerada su “manifiesto fílmico” y “revolucionaria” por la crítica. En su refugio-estudio-taller de Los Ángeles, David Lynch pinta, actividad que ha retomado después de rodar «Mulholland Drive» -que un grupo de 177 críticos definió como “la mayor película del siglo XXI”- , enseña música a su hijita pequeña, evoca recuerdos de la infancia. Habla de sus fuentes de inspiración… dice que para llegar a ser un artista hay que estar rodeado de gente benévola que te anima a encontrar tu propio camino… Lo vemos y nos habla, aunque rara vez mirando a cámara. Su voz suena de fondo como hilo conductor, mientras el artista trabaja frente al lienzo o el tablón. La banda sonora, muy familiar en sus acordes de bajo y percusión, y una composición de planos que juega mucho con el humo de un cigarrillo, vienen a darle un aire muy lynchiano al documental, como si de otro de sus trabajos se tratase. Hacía mucho tiempo que no se sabía nada de Lynch. Su última película “Inland Empire” es de 2006, en este tiempo ha rodado algunos cortos y se ha hecho maestro en meditación trascendental. Ahora, en este “The Art Life”, además del viaje a los orígenes le vemos totalmente absorbido por su obra plástica. Cuadros, objetos, de coloreada armonía, que nos hablan de la simbiosis que existe entre el arte y la vida del artista. El documental es una forma de acercarse a un artista inclasificable “que ha hecho del cine una prolongación de su pasión por la pintura”. Una cita a la que no debería faltar ninguno de los muchos apasionados por el cine de David Lynch.
De Oportunidades y oportunistas ¿Hay algo más americano que un McDonalds?. Pues seguro que muy pocas cosas. Todos hemos caído en alguna que otra ocasión en las fauces de estos santuarios de comida rápida, aunque de un tiempo a esta parte les han ido comiendo terreno otros establecimientos donde prima la denominada “slow food”, muy alejados del usar y tirar que hicieron de la franquicia yanqui un auténtico imperio. Y leyendo por encima la biografía del fundador de Mc Donalds desde luego daba para una película e incluso para dos. Ray Kroc era un sagaz vendedor que no acababa de encontrar su sitio hasta que dio con los hermanos Mc Donald, Dick y Mack, quienes habían desarrollado en su pequeño negocio un revolucionario sistema en el que mediante una milimétrica ocupación del espacio por parte de los empleados se conseguían unos resultados en cuanto a velocidad de servicio impensados hasta ese momento. El avispado comerciante no tardó en darse cuenta de que tenía ante sus ojos una oportunidad de ganar dinero pintiparada, y acabó convenciendo a los dueños de la posibilidad de expandir el negocio por toda Norteamérica. La película se divide en dos partes bien diferenciadas: una primera que nos suena a muy vista, la historia del pobre y muy honrado hombre que no tiene suerte en su vida aunque se mate trabajando de sol a sol y que gracias a estar viviendo en la tierra de las oportunidades conseguirá alcanzar el triunfo, apoyándose en la voluntad colectiva de otras buenas personas como él; y una segunda que funciona a modo de reverso de la primera y en la que vemos cómo el buen comerciante se convierte en un abrir y cerrar de ojos en un tiburón de las finanzas, al que no le temblará el pulso a la hora de avasallar y noquear con malas artes a cualquier competidor que se le ponga por delante. El director del film, John Lee Hancock, quien alcanzara notoriedad al conseguir el Oscar a la mejor película con la “buenrollista” Un sueño posible, aquel cuento de hadas filmado con chico negro descarriado que llegaba a estrella de fútbol gracias a una mentora como Sandra Bullock que nos quisieron vender como gran actriz dramática, vuelve a proponernos en un estimulante ejercicio de ritmo frenético y pulcra puesta en escena el periplo de un hombre hecho a sí mismo, pero en esta ocasión la diferencia estriba en dejar claro que la perseverancia -o persistencia, como dice el mismo protagonista- no es el único secreto para llegar a la cima, sino que, en el mejor sentido bilardista de la expresión, al enemigo hay que pisarlo y no darle ni agua, y que para que exista un ganador siempre tiene que haber un perdedor. Estamos ante un trabajo de rabiosa actualidad por las semblanzas que cada uno pueda llegar a encontrar entre Ray Kroc y el actual presidente de los EEUU, ya que a ambos se les llena la boca con conceptos tan patrióticos como familia, bandera, religión y empleo, mientras que por detrás aplican aquello de “a Dios rogando y con el mazo dando”. Michael Keaton sigue demostrando encontrarse en un excelente estado y no hace más que ir engarzando una gran interpretación detrás de otra. Y para muestra un botón de lo que están siendo sin duda sus años dorados: Birdman (2014), Spotlight (2015) y ahora Hambre de Poder, donde se complementa a la perfección con un elenco de contrastada experiencia en el que sobresalen actores y actrices de la talla de Laura Dern, Nick Offerman o Patrick Wilson. ¿El águila calva del escudo de los Estados Unidos como símbolo de lo inquebrantable y la supremacía, y a la vez un ave depredadora? Ese es el Ray Kroc ilustrado en Hambre de Poder.
Reinvención o re amortización Disney es una compañía que sabe reinventarse realmente bien: se adapta a los nuevos tiempos, descubre las tendencias y fija caminos dirigidos al éxito y la inmediata conexión con su público. En este proceso, sin embargo, nos ha acostumbrado desde hace algunos años a una serie de reediciones de sus clásicos en imagen real que se aleja de esta búsqueda de nuevos horizontes, y que surge como una decisión lógica de re amortización de productos que ya cuentan con un gran número de seguidores. La Bella y la Bestia, uno de sus más importantes caballos de batalla, tenía su turno este año para esta reconstrucción. En estos procesos Disney se muestra conservadora, no dejándose llevar por posibles adaptaciones libres de aquellos éxitos pasados. En su lugar, se ciñen bastante al relato conocido, y en este caso se llevan la palma al crear un producto inusual, excesivamente similar al que ya se viera a principios de los 90. Llegados a este punto, uno se pregunta el sentido real de tamaña copia, más allá del obviamente comercial. La capacidad de maniobra para crear un producto artístico nuevo y capaz de emocionar de forma diferente queda capada, supeditada al deseo de satisfacer de forma segura a todos los que ya disfrutaron con la anterior. Para ello utiliza las mismas notas y fórmulas que ya se vieron exitosamente combinadas antaño. Si de algo se ha dado cuenta sin embargo Disney, es de que ese modelo de princesas en busca de su necesitado príncipe azul es algo caduco. Las historias originales que surgen en el nuevo siglo por parte de la compañía se alejan conscientemente y de forma manifiesta de esas figuras anticuadas, lo cual contrasta enormemente con el hecho de recuperar las historias donde aquellas damiselas se repartían en cupos de a una por cuento. Irónicamente, en lo poco que intenta innovar y transgredir la nueva versión de La Bella y la Bestia es donde encuentra los fallos más chirriantes. Tratar de convertir a Bella en un personaje más independiente y acorde a los nuevos tiempos, y respetar a la vez el guión original es una tarea que únicamente acaba produciendo momentos de contradicción e, incluso, insatisfacción por no haber llevado más allá este planteamiento. No basta que Emma Watson afirme contundentemente que no es una de aquellas princesas, debe haber algo más. De la misma forma, con el primer personaje “manifiestamente” homosexual de Disney en un largometraje, LeFou, todo se queda a medio camino, dejándole el papel de contrapunto cómico sin profundidad. Donde acalla sin embargo la película estos fallos y carencias de originalidad es con su mencionada puesta en escena. El trabajo de arte, incluyendo toda la ambientación y vestuario, gana un gran protagonismo que cubre las espaldas de algunas actuaciones poco destacadas, y la fotografía trabaja en conjunto para crear ese coloreado mundo de cuento propio precisamente de los dibujos animados. Mención aparte y especial merece el trabajo de efectos especiales y CGI, capaz de crear una Bestia más que convincente y, aún más importante, extraordinariamente expresiva. De la misma forma el resto del mobiliario animado del castillo (con ilustres intérpretes en sus filas) se acopla a la obra de forma muy satisfactoria. Todo esto acaba creando una espectacular y conmovedora experiencia visual que apenas desmerece por un montaje algo acelerado en algunos momentos. El conjunto, por tanto, acaba creando una obra tan evocadora visual y sentimentalmente como poco original, un hito únicamente económico para una compañía que nos tiene demasiado mal acostumbrados a grandes historias.
¿Por qué le llaman amor cuando quieren decir sexo? El amor se hace (titulada en España Kiki, que es una forma de definir el acto sexual de una manera harto costumbrista) es el tercer largometraje de Paco León, un director conocido por sus papeles cómicos en televisión y que sorprendió a propios y extraños en su debut en la dirección, y que ahora nos presenta más que una comedia erótico-festiva. Aunque Carmina y Amén se reveló como una de las comedias con más personalidad que se han filmado en los últimos años, esa etiqueta hizo que la presión ante su nuevo trabajo fuera bastante importante. Por suerte, el director sevillano demuestra que hay vida más allá de Carmina. Que la película sea de encargo no le resta un ápice de personalidad, pues León mantiene la esencia de la cinta australiana que remakea, The Little Death (Josh Lawson, 2014), pero añade algunas capas de profundidad a los personajes y a la propia historia, además de lograr un acabado visual mucho más sugerente que el de la película de 2014. Paco León hace suyo el material ajeno, con todo lo que ello conlleva (lo bueno, lo malo y lo regular). En la película conviven cinco historias distintas, las cuales se desarrollan durante un verano calenturiento en la ciudad de Madrid. El arco de personajes es amplio (cuatro parejas y dos jóvenes solteras), pero todos ellos tienen algo en común además del contexto: obtienen placer de formas bastante particulares. Más que un acercamiento a esas parafilias sobre las que sabemos tan poco (que también lo es), Kiki, El amor se hace (2016) pretende mostrar que todo lo malo, los problemas que surgen en una relación, pueden solventarse si los integramos de forma adecuada en nuestras vidas. La forma de tratarlo es mediante estos comportamientos sexuales tan inusuales, pero tras el evidente tono de comedia que predomina en la cinta se esconde una disección sorprendentemente certera de las relaciones de pareja. En este sentido, la resolución es mucho más coherente que la del filme original. Gran parte del éxito de la película se debe al trabajo de un reparto descomunal, tan espontáneo como natural. Paco León demuestra ser un director de actores estupendo, pues saca oro de todos los miembros del reparto. Alexandra Jiménez nunca había estado tan bien, ni en su vertiente dramática ni en la cómica. La mejor escena de la película (esta vez sí, deudora de la cinta de Josh Lawson) es suya, y seguro que será motivo suficiente para que sea una fuerte candidata en la temporada de premios del cine patrio. Por otra parte, debemos destacar a Belén Cuesta, que por fin puede demostrar su talento en una película que hace justicia a su capacidad interpretativa. Todos los demás están sensacionales, incluido el propio Paco León, que demuestra conocerse mucho mejor de lo que le conocen los directores con los que trabaja cuando le toca ponerse delante de las cámaras. La cohesión de las diferentes historias que se desarrollan en este tipo de películas es fundamental, y darle a cada una de ellas la misma importancia es un punto a su favor. Los personajes están tan bien definidos, y sus arcos dramáticos son tan ricos (en algunos casos más que en otros, por la particularidad de cada personaje o pareja), que genera inmediatamente un sentimiento de empatía en el espectador que trasciende los límites de la comedia ligera. Pero eso no quita que El amor se hace sea una comedia estupenda y una de las películas más graciosas que he visto en mucho tiempo; simplemente hace de ella algo imperecedero, mucho más que un cúmulo de chistes graciosos. No son pocos los momentos en que la película se acerca peligrosamente a la comedia romántica española de manual, de esas que llegan mensualmente a nuestras carteleras. Gran parte de la culpa la tiene el humor más vulgar y zafio de la cinta, que por suerte logra convertirse en un acierto -por su gracia, pero también porque en una historia de cierto contenido sexual es incluso bien recibido- y desmarcarse de ese tipo de producciones que tanto perjudican la salud del cine español.
Efectos para una historia sin pulsaciones En su infinita capacidad para crear productos carentes de originalidad, Hollywood nos ha acostumbrado a revisiones, secuelas, precuelas y reboots anuales que se amparan en la fallida creencia de que su base de fans amortizará la producción. En estas apuestas, sin embargo, se puede jugar de una forma conservadora o arriesgar con propuestas que oculten a duras penas la sensación de repetición. Kong: la isla calavera se erige como un intento de coger el mítico personaje simiesco de la historia del cine y darle una vuelta a la trama que lo presenta, combinando distintos géneros a varios niveles en una mezcla de respuesta difícilmente controlable. Reanimación visual para un guion muerto. El principal problema de Kong es que parte de una base fallida: un guión completamente lineal, con personajes planos y carencia absoluta de capacidad emotiva en algún punto. Estos personajes, reducidos en su mayoría a una característica definible en una palabra, vagan en la trama con un objetivo sencillo y final predecible. Ni siquiera los que pueden morir a su paso generan sentimiento alguno en un espectador totalmente separado emocionalmente de estos seres profundamente estereotipados. Todo esto parece producto de los más que probables vaivenes de dicho guión durante la pre-producción, lo cual ha acabado con una trama principal insulsa, subtramas prácticamente inexistentes o insustanciales y personajes carentes de sentido en la película. Esto viene a cubrirse, sin embargo, con un manto visual impactante e incluso sorprendente, teniendo siempre en cuenta que hablamos de un blockbuster palomitero sometido a los estándares más comerciales de la cinematografía actual. Dentro de este encorsetado vestido, la película consigue presentar planos cuyo tiempo se mantiene lo suficiente como para ser apreciados en toda su belleza (sin infinitos e innecesarios cortes de montaje fugaces que arruinen la experiencia y el trabajo visual). Esto y las continuas reminiscencias a Apocalypse Now (hablando siempre en el apartado de imagen) acaba convirtiéndose en un elemento que destaca sobre el resto, pero que es incapaz de salvar la experiencia de toda la película. En última instancia cine son sus personajes (y los actores que los encarnan) y el guión que fundamenta el producto. Y aunque las estrellas como Tom Hiddleston, Brie Larson, Samuel L. Jackson y, sobre todo, John C. Reilly tienen una interpretación más que acertada, poco o nada hay que salvar por mucho esfuerzo y tablas que estos actores le aporten. Kong es una huida al frente, una lucha sufrida para abrirse paso en un mar de absoluta linealidad. La presentación del gran simio viene aderezada con un pequeño y nuevo trasfondo que se acaba convirtiendo en una de las pocas cosas interesantes provenientes de la parte literaria de la película. Lamentablemente, este halo mitológico queda explotado muy superficialmente. Del mismo pie cojea la utilización del contexto histórico, en plena rendición estadounidense en la Guerra de Vietnam. Los compromisos ideológicos y cargas morales que esta derrota y la Guerra Fría podrían generar son una nueva oportunidad perdida para dotar de mayor interés a alguno de sus personajes. En su lugar, nos quedamos con un prólogo redundante y algún guiño intrascendente a lo largo del desarrollo. Sin duda se ponen de manifiesto estos problemas en la película cuando el momento más emotivo se produce únicamente en el epílogo que cierra la aventura. Al final, es inevitable darse cuenta de la evidencia que se ha convertido en la piedra causante de repetidos tropiezos hollywoodienses: Un apabullante apartado visual no salva una obra cuyo corazón se escribe con tinta y letras, no con efectos visuales.
Elige una vida (o dos) “Nunca segundas partes fueron buenas” dice el refrán, algo que por lo general suele ser acertado en la gran mayoría de ocasiones. Pero el caso concreto de T2: Trainspotting es extrañamente peculiar porque no encaja en ninguna de estas dos situaciones. ¿Cómo calificar por tanto una secuela que es totalmente innecesaria pero deliciosamente honesta y divertida? Danny Boyle sabe perfectamente a lo que juega. El cineasta no trata de elaborar un filme que desbanque o se compare al anterior, sino que directamente evita crear esta tesitura lo cual resulta ser una decisión muy inteligente. Para ello trabaja una película que supone un recuerdo de su predecesora, una obra que se convierte en un simple homenaje pero que funciona correctamente. La nostalgia es pues un elemento que se respira en el aire de T2: Trainspotting. Encontramos numerosos guiños y flashbacks a lo largo de su metraje que nos hacen rememorar la vida pasada de Sick Boy, Spud, Begbie y Renton. Guiños y flashbacks que son parcialmente necesarios para contar la nueva historia que aquí vemos pero que también cumplen la función de hacer ese homenaje comentado anteriormente. Cabe citar aquí ese maravilloso momento en el que el personaje interpretado por Ewan McGregor se incorpora para apoyarse en un capó y luego brindarnos esa espectacular y mítica carcajada. En la película también abunda el clásico humor negro británico, un aspecto muy presente en todo el cine de Danny Boyle (y muy similar por cierto al que usa Guy Ritchie). De todos los puntazos y escenas cómicas del filme —varios de ellos protagonizados cómo no por Spud—, destaca la secuencia en la que Renton y Sick Boy se cuelan en una reunión de una asociación protestante para robar. Allí se crea una situación hilarante bajo el canto There were no more Catholics left. Pero T2: Trainspotting también viene cargada de drama, y es que sus personajes siguen teniendo mucho que contar, que enseñar. Temas como la amistad y las drogas siguen siendo el centro sobre el que gira la trama. A ellos se suma una fuerte crítica social, que en esta secuela alcanza su esplendor con el monólogo de Renton Elige una vida. Este discurso supone a su vez un enlace con la original, que precisamente empieza también con una reprobación de los aspectos más absurdos del capitalismo y de la sociedad actual. Respecto a la historia en sí, esta se centra en el reencuentro de los personajes veinte años después de los hechos sucedidos en Trainspotting. Boyle busca por tanto cerrar un relato que no hacía falta volver a tocar, de ahí la innecesaridad que supone el punto de partida del propio filme. Pero como también se ha comentado previamente, el hecho de enfocar la película desde el punto de vista de la añoranza la convierte en una pieza digna y sincera. Además el final esta vez parece ser que cierra el círculo por completo. Uno de los lemas de esta segunda parte reza: “Primero hay una oportunidad, después una traición”; en esta secuela el engaño último lo comete la chica, de forma que la amistad de sus protagonistas no se ve truncada como sí sucedía en la anterior (a excepción está claro del pobre Begbie, personaje que vive en una dimensión completamente diferente). Es imposible hablar de Trainspotting sin hacerlo también sobre música. El melómano que es Danny Boyle recarga la película de canciones de estética rock y sobretodo punk como ya hizo en su primera parte. De entre ellas destaca como no Lust for Life de Iggy Pop, símbolo indiscutible de ambos filmes. A su vez merece una mención en esta ocasión el uso de un tema de The Clash, (White Man) in Hammersmith Palais, una de las mejores bandas a las que ha dado luz el Reino Unido. Por último, cabe tratar aunque sea brevemente el aspecto técnico de la obra. Boyle abusa de los planos aberrantes, las dobles exposiciones y de los efectos digitales con el objetivo de crear una atmósfera en parte nostálgica y en parte representativa del mundo de la drogadicción. Encontramos aquí de nuevo varias referencias al filme original. Se hace también un uso muy narrativo de la fotografía, hay que destacar concretamente el plano en el que Renton visita la casa de sus padres: su madre ha fallecido, sin embargo cuando se sienta junto a su padre en la mesa de la cocina una sombra proyectada en la pared nos recuerda la existencia de este personaje femenino; una imagen que habla por sí sola. T2: Trainspotting es por tanto un caso muy singular, una segunda parte que no es ni mejor ni peor que la original, porque simplemente no se puede comparar con ella. Es pues una obra completamente diferente, un sueño o un recuerdo de un tiempo pasado, de quienes fuimos una vez.
Tenemos que hablar de Kevin M. Night Shyamalan, cineasta poseedor de una amplia secta de fanáticos defensores, vuelve a la carga con lo que se supone que es un retorno a su primer cine tan enormemente idolatrado por estos acérrimos seguidores. Fragmentado, el nombre de su última creación, es una película que presenta numerosas similitudes con Identidad, de James Mangold, donde también se trata el tema de las personalidades múltiples desde el punto de vista de un thriller. A su vez el filme bebe directamente de la famosa novela El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, sólo que en lugar de convivir dos personalidades lo hacen veinticuatro (siendo una de ellas, obviamente, Mr. Hyde o La Bestia como aquí se le llama). Desde un primer momento se hace patente el exceso de elementos sobrantes en la obra. Entre los más destacables se encuentran los flashbacks de la supuesta protagonista y toda la trama secundaria referente a la psiquiatra. Estas subtramas no hacen más que enfriar el ritmo del filme y entorpecer el desarrollo de la historia. Encontramos además una gran cantidad de diálogos y escenas cuyo único objetivo es explicar al espectador de la forma más burda y simple sobre qué está hablando la película. Shyamalan trata al público como a un conjunto de niños que necesitan absolutamente todo bien masticado. Todo este lío complica el filme hasta el extremo, de forma que en ciertos momentos es incluso imposible de determinar quién es el protagonista: ¿La psiquiatra, la secuestrada o el propio secuestrador? Se cambia el punto de vista constantemente, a tontas y a locas, queriendo centrarse en todo a la vez y consiguiendo no profundizar en nada. Pero hay más, Shyamalan se permite usar a la figura de la mujer de la forma más tópica que existe en el mundo cinematográfico, en ropa interior y gritando como una desposeída. Y es que esto es algo que como producto comercial nunca puede fallar: cine de terror + unas buenas tetas o un buen culo = éxito asegurado. Da igual que reste verosimilitud al conjunto, ver a unas colegialas que aparentan veintimuchos chillando en bragas siempre merece la pena. Respecto a McAvoy, de quien no se puede negar su capacidad como actor, cabe decir que trabaja sobre un papel completamente absurdo. ¿Para qué demonios interpretar a una persona con veinticuatro personalidades vacías e incomprensibles? ¿No es mejor centrarse en algo menos complicado y desarrollarlo de una forma más completa? ¿O es que hoy en día se valora el trabajo del actor tan sólo por la extravagancia del personaje? McAvoy coge todos los papeles de Johnny Depp y los junta en uno solo, obteniendo como resultado un amasijo de expresiones faciales dignas del mismísimo Jim Carrey. Fragmentado es un supuesto híbrido entre el cine de suspense y el de terror, pero si nos centramos en este último aspecto podemos encontrar una serie de elementos que no funcionan. El más llamativo de entre todos ellos es también el más simple, los sustos (que ante todo cabe decir que no son necesarios para contar una historia de terror, pero parece que muy pocos cineastas son capaces de darse cuenta de esto). Y es que los sustos no asustan (valga la redundancia), en su lugar son vulgares, facilones y sobre todo muy previsibles lo cual conlleva a aumentar ese absurdo que rodea a la película a lo largo de todo su metraje. El último filme del “maestro” Shyamalan es por tanto todo un ejemplo de lo que es el cine de sus inicios: giros argumentales incoherentes, sorpresas totalmente injustificadas al más puro estilo Deux ex machina, un terror común y manido y los cameos del propio director a lo Hitchcock (quien sí es el verdadero maestro del suspense). Tan sólo queda hablar del guiño final de la obra a El protegido, guiño que todo sea dicho ocurre después de un anticlímax innecesario y chabacano. Este homenaje ha sido tachado por muchos como un elemento metalingüístico de proporciones bíblicas. Permítanme estas personas que califique tal acto como una burda tomadura de pelo, concebida tan solo como sorpresa final, eso sí, al más puro estilo M. Night Shyamalan.
El fantasma uniformado. Neruda, la película dirigida por Pablo Larraín (Post Mortem, No, El Club) centrada en los años de clandestinidad del poeta, escondido por todo el país junto a su segunda mujer, Delia, tuvo una excelente acogida por parte de la crítica en el pasado festival de Cannes (mayo 2016). No es una biografía (en todo caso un pedazo de “antibiografía”, según definición del propio realizador), en la que todo ocurre durante el verano de 1948 cuando Pablo Neruda (Luis Gnecco, actor chileno de teatro, cine y televisión), senador de la república, en una sesión del Congreso acusa al gobierno chileno de traicionar a los comunistas, lo que provoca que el presidente, el dictador González Videla –con el que había colaborado el que más tarde sería Premio Nobel de Literatura en la campaña electoral-, le prive del aforamiento y ordene su busca y captura. Mientras la pareja huye, saltando de una residencia a otra, perseguida por el siniestro y patético prefecto de la policía (Gael García Bernal, Y tu mamá también, Diarios de motocicleta), Neruda comienza a escribir el “Canto General”. El punto de partida de este trabajo sugería un intento de condenar los terribles actos llevados a cabo en el seno de la Iglesia, pero Larraín nunca parece estar interesado en hacer lo que se espera, sino en llevar al espectador por caminos que hasta ahora no ha transitado, o al menos no de la manera que sugiere. De esta forma, transforma sus propuestas para que se desmarquen de la apariencia, explorando senderos puramente cinematográficos. Si en El Club era el tono –parte esencial de la atmósfera– el elemento fundamental de la experiencia, en Neruda la pieza clave es la mirada, el enfoque conceptual que se le da a un punto de partida que, en manos de otro, no habría pasado del biopic convencional. En paralelo las dos vidas de perseguidor y perseguido que no llegan nunca a cruzarse, tan solo se intuyen cerca, y con la historia narrada por la voz en off del actor mexicano Gael García Bernal, este relato de las aventuras de un Neruda bebedor, putero, fumador de opio y bardo genial, mezcla realidad y fantasía sin establecer distinciones entre ambas, con guiños al surrealismo (Buñuel) y al cine negro (Hitchcock), tiene más en cuenta lo que el poeta representa en el imaginario chileno que los hechos propiamente históricos. El resultado es un regalo para la vista, un poema visual “tejidos de escenas cortas, insólitas, caústicas y soñadoras” (Cécile Mury, Télérama): disfrazado, Neruda recita su Poema 20 en una fiesta que más parece una orgía, en unos urinarios se burla de su adversario político… Angustiado, sabedor de antemano del fracaso, llegando siempre demasiado tarde, el policía es un personaje de una pieza, “casi como el malo de un comic” que se traslada de la fontanería del poder en la capital Santiago hasta la cordillera de los Andes, siguiendo la estela de magia y fascinación que Neruda va dejando a su paso. En una de las casas, le deja también un libro. “La caza a Neruda es como el ensayo general del drama político que se avecinaba en Chile y que Pablo Larraín ha escrutado en todas sus películas. De alguna manera, un tal Augusto Pinochet, al que vemos dirigiendo un campo de concentración de prisioneros, esperaba su hora. La de matar la poesía”.
Hermanos de sangre Para aquel que no lo sepa, la Comanchería (título con el que se estrenó Sin nada que perder en España) es el nombre común con el que se conoce a la región de Nuevo México situada al oeste de Texas, lugar en el que habitaron los comanches antes de la década de 1860. Este es el título escogido en castellano para la original Hell or Highwater (que se podría traducir como “contra viento y marea”), un neowestern que, de forma paradójica reivindica el universo que intenta reinventar. Estamos ante una película de policías y ladrones de las de toda la vida. Los segundos (dos hermanos que han hecho del pillaje su “modus sobrevivendis”) se dedican a saquear bancos por causas familiares y los primeros (dos rangers con muchos tiros pegados a cuestas) a intentar darles caza antes de que cometan su siguiente fechoría. Todo enmarcado en un contexto de hartazgo debido a la crisis galopante que todavía acucia a esa parte de Norteamérica, unos territorios castigados por las actuaciones sin escrúpulos de los bancos que ha llevado a sus habitantes a la precariedad y al desencanto generalizado. Es en estos apuntes de radiografía de la problemática existente donde el film halla su tono más adecuado para captar la atención y la empatía del espectador. Todos son víctimas del sistema y se agarrarán como un clavo ardiendo a cualquier posibilidad que se les brinde para poder curar las heridas de su angustia vital. El guion, firmado por Taylor Sheridan (quien ya sobresalió escribiendo los libretos de Sicario y de la serie de TV Hijos de la anarquía y que aquí tiene un pequeño papel en una se lo secuencias más bellas y emocionantes), nos brinda un alud de diálogos impagables que se mueven entre lo certero de su mensaje y una ironía nada complaciente. Cada escena se convierte en un estudio de carácter de una sociedad a la deriva, sobre todo en una primera parte de ritmo cadencioso y con un punto melancólico equilibrada a la perfección por estallidos de violencia puntuales. El director encargado de llevar a buen puerto la producción, aunque parezca mentira, es escocés y no americano, algo que no deja de sorprender por lo que tiene de personal la propuesta. Nos referimos a David Mackenzie, un realizador que habría que tener muy en cuenta ya que sus últimos trabajos (Convicto, Rock´n´love) superan con creces sus titubeantes y mediocres inicios (American Playboy, Obsesión). El elenco es tan bueno como parece: Chris Pine demuestra que sus dotes actorales van más allá del blockbuster de turno; Ben Foster confirma que es un secundario de auténtico lujo, capaz de actuar de robaescenas oficial ante intérpretes más consagrados, y de Jeff Bridges, qué vamos a decir, da vida a un tipo de personaje con el que se encuentra tan a gusto que hasta nos llega a parecer familiar. Bridges se mueve como pez en el agua en esos parajes polvorientos en los que su endurecido rostro refleja la astucia de la experiencia vivida. Punto y aparte merece la estupenda banda sonora compuesta nada más y nada menos que por el cada vez más imprescindible Nick Cave acompañado de su inseparable Warren Ellis. Ambos deleitan con una serie de composiciones sosegadas que se degustan como un buen trago de whisky en una cantina de cualquier pueblo perdido del viejo y lejano Oeste. Y por si fuera poco, a este ramillete de melodías exquisitas hay que añadir una serie de canciones del género musical conocido como “alt country” interpretadas por leyendas como Townes Van Zandt, Ray Willie Hubard, Colter Wall o Waylon Jennings. Hoy en día es difícil que una película te atrape desde el primer minuto absorbiendo toda nuestra atención tanto en los momentos más movidos como en los más pausados. Sin nada que perder lo consigue gracias a una pléyade de personajes que caen simpáticos aunque les veamos realizar acciones con las que nos llevaríamos las manos a la cabeza. Recomendada a todos aquellos amantes de los westerns crepusculares en particular y a todos los amantes del buen cine en general.
El cliché a la máxima potencia. Revivir una franquicia muerta es lanzar una moneda al aire y confiar en hallar ese frágil equilibrio que muchas veces busca el cine de masas: ofrecer lo mismo de siempre (cuya eficacia ya se ha visto en anteriores ocasiones) y que parezca nuevo, diferente y mejor. Probablemente Vin Diesel era consciente del arma de doble filo que era esta película, y parece que al jugar sus cartas no sólo ha hecho la apuesta más grande que podía, sino que seguramente se ha divertido haciéndolo. xXx: Reactivated aprovecha su oportunidad para crear un cóctel de los elementos más manidos y estereotipados del cine de acción y espías (desde las agencias de inteligencia estatales hasta los malvados que se entretienen en dar largos discursos en lugar de terminar su plan), y lo hace con parte de su particular estilo que ya rompió moldes con aquel producto tan fresco en 2002. Sin embargo, en esta entrega parecen haber asumido antes de empezar que aquella frescura de hace 15 años es imposible de alcanzar de nuevo, y escogen una mezcla plagada de clichés en su máxima expresión, a medio camino entre la exageración absoluta y la caricatura de sí mismos. El punto a favor de este plan es, sin duda, que la propia película parece consciente de esta exageración, y la abraza confiando en que se convierta en un valor añadido para su pobre trama. Sería un error afrontar esta película como una historia que se sitúa en el mundo que todos conocemos, y la propia película parte de la base de que no es una aproximación realista al universo que habitan sus espectadores. En la diégesis planteada por xXx, las leyes de la física son relativas, y los agentes de este programa iniciado por el personaje de Vin Diesel son los más dados a saltárselas cuando es propicio, especialmente, para que la historia continúe por donde todos esperan. Nadie se plantea por qué Superman puede volar en sus películas, de la misma forma que xXx asume ciertas licencias que convierten a algunos de sus personajes en superhéroes, siempre a favor del espectáculo visual. En este contexto, buscar la justificación lógica de determinadas acciones e, incluso, decisiones de los personajes es una decisión errónea. No hay justificación lógica, nunca la hubo, y en la base de la película está ignorar la necesidad alguna de su existencia. Dentro de este mundo, sin embargo, algunos aspectos son sin duda negativos a la hora de aplicarlos a nuestra realidad. El problema de xXx es que juega con la ambigüedad, generando una confusión constante entre su diégesis fantasiosa y el mundo en que vivimos, con la dudosa moralidad de no poner un límite claro entre ambos. Esta borrosa línea entre ambos universos se ve además reforzada por la inclusión de numerosos elementos de la cultura de masas actual, propia del público al que se dirige fundamentalmente el largometraje (jóvenes y, principalmente, hombres). De este modo presenta una realidad alterada, producto de una visión muy particular (a grandes rasgos masculina) con lugares plagados, generalmente, de chicas jóvenes con poca ropa que se abalanzan sobre Diesel. Este y otros clichés son el aspecto más negativo dentro de una película que juega a no ponerse límites y a cargar una trama de acción lineal con chistes más o menos fáciles y una simplificación excesiva de muchas acciones y resoluciones de los obstáculos narrativos a favor del flujo del espectáculo visual.