Almodóvar vuela bajo Algunos espectadores y críticos de cine llevaban reclamando a Pedro Almodóvar que volviera por la senda de la comedia loca y desenfedada que tan buenos resultados le habían dado desde Mujeres al borde de un ataque de nervios. El detonante que llevó al director manchego a decidirse por reverdecer viejos laureles cómicos y filmar Los amantes pasajeros fue sin duda la escena de Chicas y maletas, la película que el protagonista de Los abrazos rotos estaba filmando mientras vivía su drama personal. En dicha secuencia, Carmen Machi interpretaba a Chon, un personaje que se encuentra en una situación desesperada tras haber sido abandonada por su pareja. Bien sea por el buen funcionamiento del timing cómico de aquel momento o bien por la necesidad del realizador de acometer empresas menos complejas, tras el agotamiento que le supuso la densidad melodramática de la estupenda La piel que habito, lo cierto es que ahora nos presenta un ejercicio decididamente desenfadado y alegre en el que el cineasta se toma la licencia de dar rienda suelta a su vis más desinhibida y espontánea. La trama gira entorno a un grupo de variopintos pasajeros y tripulantes de un avión llamado Chavela Blanca -en homenaje a la cantante mexicana recientemente fallecida- que se dirige a México pero que, debido a dificultades técnicas como la avería en el tren de aterrizaje, en realidad no para de dar vueltas en círculos por Toledo. Al verse al borde de la muerte, tanto unos como otros se sienten inclinados a revelar los asuntos más íntimos de su vida. Así encontramos un rosario de personajes al límite que van desde un trío de azafatos homosexuales (sin duda lo mejor de la película en relación al resto de los personajes), que no paran de beber desde los créditos iniciales (tal y como hacía el inolvidable camarero de La fiesta inolvidable, de Blake Edwards); pasando por la diva caprichosa y el empresario corrupto de turno; una vidente que aún es virgen y una pareja de recién casados que se disponen a pasar su luna de miel en tierras aztecas. El resultado final de su atípico periplo queda un tanto deslavazado por una falta de frescura y transgresión que acaba por pasar factura al conjunto. El guión no es tan divertido como se pretende y los aciertos son más bien aislados, aunque cuando éstos se producen el disfrute del espectador alcanza picos de hilaridad, como sucede en el playback de la canción I´m so excited, de The Pointed Sisters (uno de los himnos gays por excelencia), coreografiado para la ocasión por la famosa bailarina Blanca Li en la que Javier Cámara, Carlos Areces y Raúl Arévalo demuestran con creces que son buenos actores. En cuanto al resto del elenco, podríamos afirmar que no todo el reparto está a la altura de las exigencias. Algunas de las subtramas no funcionan para nada y los actores que las interpretan las sufren y de qué manera. Es el caso de Guillermo Toledo, Blanca Suárez o José María Yazpik, quienes lucen en sus roles demasiado encorsetados. Por el contrario, tanto unas muy divertidas Lola Dueñas y Cecilia Roth como esa pareja de pilotos bisexuales a los que dan vida Antonio de la Torre y Hugo Silva sí que parecen haber captado la inención del director de pasárselo bien sin pretensión alguna. Algún cameo de famosos consagrados (Antonio Banderas, Penélope Cruz, Paz Vega...) y unas gotitas de crítica social contemporánea, tampoco sin cargar demasiado las tintas, completan la esencia de un film tan liviano como olvidable. Lo mejor de Los amantes pasajeros, sin dudarlo un instante, es la escena en que los azafatos cantan y bailan I´m so excited, mientras que lo peor con diferencias es que intenta ser transgresora pero nunca lo consigue.
Una clase magistral de buen cine social Pocas películas rodadas en los últimos años alcanzan el nivel de sinceridad y emoción que Profesor Lazhar. Su director, el canadiense Philippe Falardeau, ya había tratado y esbozado el lado menos agradable de la infancia en su anterior trabajo, No he sido yo, ¡lo juro! (C´est pas moi, je le jure!, 2008), un film donde un muchacho se dedicaba a cometer bastantes gamberradas con el único objetivo de atraer la atención de sus padres. Aquí también se trata de hablarnos de los problemas que pueden sufrir los niños a causa de las acciones de los mayores, en el marco concreto de una escuela primaria de Quebec en la que nada más al comenzar la película, y antes de los títulos de crédito iniciales, se nos muestra una escena trágica y absolutamente demoledora que aquí no revelaremos, pero que desencadenará una serie de situaciones y culpabilidades que servirán como piedra de toque para analizar algunos de los males que hoy en día existen en nuestra sociedad en general y en la educación en particular. Y nadie mejor que un recién llegado, Bachir Lazhar, refugiado que pide asilo político en Canadá después de haber perdido a su mujer y a sus hijos en un atentado, para poder observar (y actuar) sobre un hecho violento que se enquista en la mente de los traumatizados alumnos e incluso del resto del profesorado que conviven en dicha escuela. Todo ello explicado de manera sosegada, sin aspavientos, mediante largas conversaciones en las que todos los implicados exponen su punto de vista desde su particular grado de madurez. Los niños son incapaces de digerir algo que se les escapa de su incipiente experiencia, mientras que los mayores no acaban de asumir el grado de responsabilidad que pueden tener en el asunto y optan por sobrevivir de la mejor manera posible, bien buscando ayuda psicológica, o bien mostrando cobardía culpando a los propios menores. Aparte de esta trama principal que afecta a todos los protagonistas de la acción se van desarrollando otra serie de subtramas paralelas igual de interesantes en las que se nos habla de la ausencia de los padres, quienes a causa de sus múltiples ocupaciones, tanto laborales como de ocio, descuidan la atención de sus hijos a los que no pueden educar de manera completa; de la problemática de la inmigración y la dificultad de la integración en un espacio geográfico y cultural distinto; de la idoneidad de separar la psicoterapia de la psicopedagogía; e incluso, de la imposibilidad de rehacer tu vida cuando las heridas del pasado son tan duras que no hay lugar para la redención. La película de Falardeau habla de abrazos y despedidas, de honestidad y de continuar el camino pese a las rutas quebradas. El actor elegido para dar vida a Monsieur Lahzar, Seddik Benslimane (en el que se supone su debut en la gran pantalla, siendo un habitual hombre de teatro en la escena parisina), demuestra un increíble magnetismo y una presencia que llena todos los encuadres, empapándote de sensaciones con cualquier simple movimiento. Las escenas en las que debe lidiar con su ambigüedad a la hora de tener que escoger entre el camino de la humanidad o el del protocolo establecido y la forma de educar a sus alumnos a base de textos de Honoré de Balzac (más concretamente de la obra La piel de Zapa, con una trama que tiene más de un punto de conexión con el film) e inclusive programando salidas para ver una representación de El enfermo imaginario de Moliere son absolutamente magníficas, y todo un ejemplo para todos aquellos profesores que a causa de los recortes y la pérdida de valores ven cada día más amenazada su profesión. Ésta es una película que debería ser proyectada en todos los centros educativos, ya que se preocupa por plantear o dar algunas soluciones a temas tan difíciles de tratar como la necesidad y la obligación de hablar de la muerte cuando ésta nos ha afectado de algún modo. Merece la pena dejarse emocionar y enseñar a otros el camino de la catarsis y la paz interior en esta lección de vida dentro de un aula. Vale la pena disfrutar de hora y media de una obra sin pretensiones, pequeña en su composición pero muy grande en sus mensajes, y es que hay líneas de diálogos magistrales, momentos guionizados que alcanzan verdades como puños, como aquel momento en el que el profesor de gimnasia explica la dificultad que tiene a la hora de enseñar a sus alumnos a saltar el potro sin tener contacto alguno con ellos: “se trata a los niños como residuos radiactivos, si los tocas te quemas”. ¿Está justificado castigar con un pequeño azote en el culo a un niño rebelde?; ¿se debe hablar cara a cara con un niño de cuestiones que en principio sólo atañen a los adultos? Cine para la reflexión, oasis de espectadores que acuden al cine para ejercitar las neuronas y no para que se las duerman. En definitiva, recomendada para todos aquellos que gustan de ver películas que incluyen una fuerte carga social y sobre todo emocional (ojo al momento final, tan bello como conmovedor). Apuntamos otros títulos similares que tienen al sistema educacional como eje para quien quiera ahondar en la materia: La ola (Die Welle, 2005), de Dennis Gansel; Entre los muros (Entre les murs, 2008), de Laurent Cantet y El profesor (Detachment, 2011), de Tony Kaye (todavía sin fecha de estreno en Argentina).
Demasiada parafernalia estética ¿Cuántas veces se ha llevado al cine esta famosa novela de León Tolstói? Pues ya van unas cuantas. Los más cinéfilos siempre asociarán a la aristócrata rusa vilipendiada por los suyos al cometer adulterio con un joven oficial del ejército con el rostro de la divina Greta Garbo, en la versión del clásico que llevó a la gran pantalla Clarence Brown en 1935. Aunque en versiones posteriores, actrices del prestigio de Vivian Leigh, Jacqueline Bisset o Sophie Marceau también se atrevieron con el personaje, la leyenda sueca fue capaz de insuflar a su caracterización toda la fuerza necesaria en su tortuoso periplo por la decadente aristocracia rusa de la época. Joe Wright, director de cine británico, especialista en adaptar para la gran pantalla grandes obras de la literatura universal -en 2005 se atrevió con Jane Austin y su Orgullo y Prejuicio y dos años más tarde hizo lo propio con Expiación, Deseo y Pecado, de Ian MacEwan- vuelve, después de un par de intentos fallidos donde intentó experimentar en otros campos distintos como son el drama social (El Solista, 2009) o incluso la ciencia-ficción (Hanna, 2011), a inspirarse en un retrato clásico para apabullar con un estilo formal simplemente desbordante. Desde el comienzo del film somos conscientes de que estamos ante una revisitación del clásico atípica y diferente, donde la cuidadísima puesta en escena por momentos parece imponerse a la narración propiamente dicha. La película se beneficia de una acumulación de imágenes tan poderosas como sorprendentes, destacando sobremanera los delicados y asombrosos cambios de escenarios (en una misma escena se puede pasar de contemplar el interior de un suntuoso palacio al exterior de una ciudad nevada con tan sólo un cambio de decorado), así como el acierto de acotar toda la historia como si de una representación escénica se tratara; con momentos tan impresionantes como esa carrera de caballos que transcurre en el interior del teatro, o aquel otro en el que asistimos al suntuoso baile (rodado con una elegancia y pulcritud extremas) en el que se expone sin tapujos el que será el leit motive de la trama y la hipocresía general dentro del selecto círculo de la élite rusa de finales de siglo XIX. El elenco viene encabezado por una Keira Knightley, convertida en musa de su director, que aquí no destaca precisamente por su lucimiento como actriz aunque sí se puede disfrutar de su vestuario, una auténtica obra de arte de la costura que le sirvió a su diseñadora, Jacqueline Durran (quien ya había demostrado todo su talento en anteriores trabajos de época de Joe Wright y en films como El Topo o Nanny McPhee - La nana mágica) para ganar el Oscar en su categoría en la última edición de los Premios de la Academia. Del resto del reparto destaca la ajustada interpretación como marido engañado del siempre correcto Jude Law (un actor a reivindicar que no siempre ha recibido el respeto que se merece). Es una pena que la película Anna Karenina vaya perdiendo fuerza e interés a medida que avanza; parece que el realizador acaba por embelesarse con el artilugio que tiene entre manos y se permite el lujo de adornar en demasía un texto que hubiera necesitado más atención. A fin de cuentas, aunque la obra literaria sea del todo conocida, el foco de atención debería recaer sobre ella y no sobre toda la parafernalia estética que le rodea, aunque desde luego sea muy bonita y nos deje boquiabiertos en más de una ocasión.
Corrupción en New York Con el título original de Broken City (Ciudad Rota) se nos presenta el primer trabajo en solitario del director Allen Hugues, quien anteriormente y siempre acompañado de su hermano Albert había filmado títulos tan exitosos como El libro de Eli, protagonizada por Denzel Washington o Desde el infierno, con Johnny Deep. Estamos ante un thriller político donde el alcalde de la ciudad de los rascacielos contrata a un antiguo policía, despedido por un turbio asunto y que ahora trabaja de detective por su cuenta, para que investigue a su mujer, ya que cree que ella disfruta de una aventura amorosa extramatrimonial. A medida que el investigador avance en sus pesquisas, se verá envuelto en una trama (la que da lugar al título del film) en la que nada ni nadie es lo que parece. De entrada lo más destacable de este film es su impresionante trío de protagonistas, y es que los nombres de Russell Crowe, Catherine Zeta Jones y Mark Whalberg ya constituyen una causa más que suficiente para pagar la entrada de cine sin chistar. Y lo cierto es que si la película se salva del naufragio total es gracias a ellos, ya que ponen todo su empeño y saber hacer en dotar de credibilidad a una historia que pierde fuelle a medida que avanza el metraje (quizás por la bisoñez de un guión, firmado por el debutante Brian Tucker, plagado de altibajos y lagunas argumentales). De los tres, el que sale mejor parado es sin duda el primero, metido en la piel de un alcalde con un currículum plagado de corruptelas y chanchullos varios que es capaz de vender a su propia abuela para salvar su sillón consistorial. Cuando Crowe aparece en escena, con su porte altivo y socarrón, las expectativas de que el listón narrativo va a subir son muy altas, aunque después por desgracia asistimos a una serie de despropósitos en forma de secuencias de difícil credibilidad que echan por tierra cualquier esperanza acumulada. Ni siquiera la presencia de algunos buenos secundarios que han toreado en mejores plazas, como puede ser el caso de Jeffrey Wright o Barry Pepper, dotan de enjundia a un conjunto cuyo principal defecto es el de propiciar unas expectativas en un primer tramo muy prometedoras para que luego quede todo en agua de borrajas. Y por si fuera poco, el realizador no es que esté precisamente afortunado en su puesta en escena ya que peca de ambicioso a la hora de querer mostrarnos una grandiosa épica de decadencia urbana y moral a través de unos estrepitosos movimientos de cámara más propios de un principiante que de alguien que ya tiene un bagaje en la industria. De todas formas, hay que poner en el haber de la propuesta una buena fotografía a cargo de Ben Seresin, acostumbrado a este tipo de producciones donde la intriga y la acción van unidas de la mano, como demostró en Una buena mujer o Imparable; y que aquí nos enseña una Nueva York sórdida y nocturna que por momentos evoca a aquéllos clásicos de cine negro de hace sesenta años. Poco bagaje para una producción que, desde luego, tenía los mejores mimbres para haber hecho un buen cesto, aunque el producto resultante diste mucho de ser una buena película y se convierta en un mero pasatiempo sin oficio, aunque seguro que con mucho beneficio de público.
La vida y nada más Los que somos devotos confesos del realizador austríaco Michael Haneke esperamos el estreno de cada una de sus producciones como auténticos regalos que nos desperezan de esa auténtica pesadilla que martillea nuestra cabeza a base de blockbuster nortemaericano semanal. Un título tan conciso y clarificador como Amor ya nos predispone a ver algo diferente, y desde luego después de su visionado podemos afirmar que así es. De entrada su premisa argumental puede no alentar al espectador medio a acudir a la sala: George y Anne, ochenta cumplidos, son dos profesores de música clásica, jubilados, que viven en París. Su hija también se dedica a la música y vive en Londres con su marido británico. Un día Anne sufre un infarto cerebral. Al volver del hospital, un lado de su cuerpo está paralizado. El amor que ha unido a la pareja durante tantos años se verá entonces puesto a prueba. Así como la cultura asiática tiene asumida la muerte como parte intrínseca de la propia vida, la sociedad europea suele aparcarla y obviarla. Nadie piensa que nuestro paso por la Tierra es mucho más efímero de lo que nos gustaría e intentamos sobre todo no reflexionar frente a algo que está a la vuelta de la esquina. Haneke mira a la parca de frente y nos enseña con una pulcritud y elegancia sin par el deterioro de una persona enferma que se va consumiendo paulatinamente. El director de obras maestras como La cinta blanca o Funny Games no escatima a la hora de ahorrarnos el sufrimiento; de observar de forma casi entomológica como la protagonista se va apagando progresivamente. Todo ello nos lleva a reflexionar sobre conceptos como el amor y la muerte, que nunca estuvieron tan unidos en un relato fílmico como en esta auténtica maravilla. A todo ello contribuye de forma significativa la gran actuación de la pareja protagonista, unos Jean Louis Trintignant (felizmente recuperado para el cine) y Emmanuelle Riva (nominada con todo merecimiento como mejor actriz en la próxima edición de los Oscars de Hollywood), quienes ofrecen todo un recital en cuanto a contención y emotividad. Ámbos saben insuflar a sus cansados personajes toda la magnificencia de quienes han constituido grandes intérpretes a lo largo de sus longevas carreras cinematográficas. Sus silencios valen muchísimo más que el estruendo al que estamos acostumbrados, y sus diálogos, tan breves como afilados, alcanzan un grado de plenitud muy difícil de encontrar hoy en día. No sabemos si Michael Haneke habrá alcanzado el grado de plenitud en su último trabajo, pero si no es así desde luego se le acerca bastante. Aquí hallamos una violencia contenida, no tan explícita como en otros títulos del director pero no por ello lo que nos explica deja de ser menos aterrador. La muerte en vida es mucho más cruel que la propia muerte en sí, y toda la milimétrica puesta en escena desemboca en un trágico final que, no por previsible (ya se desvela desde las primeras imágenes) deja de sorprendernos y acongojarnos. Con Amour estamos ante una obra que trasciende; una película que tiene la capacidad de llegar al alma de las personas. ¿Hasta qué punto puede llegar a soportar el ser humano su propia dignidad? ¿Es lícito que respetemos los últimos momentos de vida de una persona en su propia intimidad o debemos luchar hasta el último instante por mantenerla con vida? ¿Hasta dónde puede llegar la crudeza y el dolor por la pérdida del ser querido?. Estas y otras tantas preguntas se plantean a lo largo del exiguo y ajustado metraje. Después se podrán vislumbrar metáforas varias y dobles sentidos, que para eso existen los sesudos y relamidos críticos, pero si vamos a la esencia de la narración encontraremos mucha verdad en lo que se nos cuenta. Michael Haneke es sin dudas uno de los creadores fundamentales del cine contemporáneo, quien ha sabido llevar a cabo una relectura perfecta de clásicos como Bergman o incluso el mismísimo Charles Chaplin para ofrecernos una auténtica lección de cine que no debería pasar desapercibida para todas aquellas personas que amamos el séptimo arte y la vida.
Por un puñado de personajes al límite Es muy sencillo salir del cine y decir que Carne de Neón, último trabajo hasta la fecha del guionista y realizador Paco Cabezas (Aparecidos, SexyKiller), es un homenaje (o pseudo plagio, como se quiera ver) a la forma de hacer cine de cineastas como Guy Ritchie o Quentin Tarantino, y seguramente a los que tiendan a opinar de esa manera no les faltará parte de razón. Pero es que la gente tiene muy poca memoria cinéfila y no se acuerda de que el cine empezó hace muchísimo tiempo. Lumet, los primeros trabajos de Scorsese, Arthur Penn... películas como Tarde de perros, con personajes que tienen que sobrevivir; que viven el día a día; que están siempre al límite; que se preocupan de cómo van a pasar esa noche, que van a comer, personajes que están con el agua al cuello, al límite. Los protagonistas de Carne de Neón, un largometraje cuya idea nació de un multipremiado corto firmado por el propio director, cumplen a la perfección con todas estas características que acabamos de enumerar. Si a eso le añadimos un montaje a ritmo de videoclip, unos diálogos que se escupen más de lo que se hablan, y una ingente cantidad de hemogoblina que salpica cada fotograma, tendremos las pautas básicas en las que se asienta esta divertida y muy recomendable producción. No deja de ser algo extraño el hecho de que tratándose de una coproducción hispanoargentina, protagonizada por una estrella de la talla de Mario Casas (de quien hace muy poco también se estrenó en carteleras argentinas la muy prescindible Tengo ganas de ti) haya tardado en aterrizar casi tres años. Aquí, el idolo de masas quinceañeras da vida a Ricky, un chaval que se ha criado en la calle a base de trapicheos desde que fue abandonado por su madre a los doce años. Su crecimiento se ha visto ligado a prostitutas, chulos y yonkis, quienes han constituído su verdadera familia. Ahora, con veintitrés años, se decide a inaugurar un club de alterne, con todos los obstáculos de mafiosos y corruptelas varias que eso conlleva. Si bien el actor principal sigue mostrando un verdadero problema a la hora de acometer cualquier rol al que se le exija un mínimo de profundidad, su horrenda dicción tampoco ayuda a hacer creíble ninguna de sus caracterizaciones, y en esta ocasión no estamos ante una excepción, precisamente. Donde sí brilla la propuesta es en la aparición de un ramillete de personajes secundarios que sostienen la película a base de coraje y buen hacer, destacando sobremanera la presencia de Vicente Romero, como Angelito, un ladronzuelo de poca monta de buen corazón que se convertirá a lo largo del metraje en un auténtico robaescenas, y Dámaso Conde, quien borda el personaje de un travesti, cuyo sueño es convertirse en madre, lo que nos proporcionará los momentos más emotivos de la película. En cuanto al elenco femenino, encontramos a una Ángela Molina como madre del héroe de la función un poco pasada de vueltas; una guapísima y lolitesca Blanca Suárez, como chica secuestrada, y a Macarena Gómez, muy convincente en su rol de drogadicta desdentada de muy mala vida. La cuota argentina viene de la mano del siempre convincente Darío Grandinetti, a quien le toca ponerse en la piel de sádico villano que hará la vida imposible a los singulares emprendedores, sumada la aparición fugaz de Luciano Cáceres en el rol de El niño. En definitiva, estamos ante un divertimento cargado de violencia y mala uva, que cumplirá las expectativas de todos aquellos que quieran pasar un buen rato sin buscar explicaciones más profundas ni segundas lecturas de aquello que se nos muestra en pantalla. Y es que el mismo Paco Cabezas ya lo dejó claro el día de la presentación del film, donde afirmó que entendía que existiera el cine contemplativo, que el cine como arte tiene su función, pero que sin embargo le parecía que como espectador se daba cuenta de que necesitaba entretenimiento, porque para él el cine es como una droga y necesita que sea cada vez más intensa.
Los hijos de la tierra Que el cambio climático que se avecina (o mejor dicho que ya sufrimos) va a destruir muchas cosas es algo tan real y palpable como que La niña del Sur salvaje es una de las mejores películas que se han rodado en el último lustro. Inspirada por algunas comunidades de pesca independientes, amenazadas por la erosión, huracanes y la subida de los niveles de agua en la Parroquia de Terrebonne en Luisiana, este magistral film nos explica las peripecias de Hushpuppy (algo así como cachorro de Husky), una niña de seis años (impresionante Quvenzhané Wallis, quien con su pelo ensortijado y su simpatía innata ha embelesado entre otros a los miembros de la Academia que la han nominado como mejor actriz en la próxima Edición de los Oscars), quien vive con su padre Wink en una pequeña comunidad bayou ficticia, rodeada por agua creciente, llamada popularmente La Bañera. Wink le enseña a sobrevivir por sí misma, preparándola para cuando llegue el día en que él no pueda protegerla más. La fuerza de la niña es puesta a prueba cuando su padre contrae una misteriosa enfermedad y además una tormenta inunda la comunidad. En la rica imaginación de Hushpuppy, estos acontecimentos están conectados al deshielo de los icebergs, que liberan a jabalíes gigantes, los Aurochs, extinguidos en la época prehistórica. A pesar de los intentos por parte del gobierno de convencer a la comuna de que abandonen su precario hábitat, ésta se opone y vuelven a sus casas. El padre bebe en exceso; grita mucho, actúa en determinadas circunstancias con violencia inusitada y su condición física está decayendo progresivamente. Quiere enseñar a su hija a defenderse de las formas severas de los pantanos de Lousiana y cómo contener sus lágrimas en el interior, aunque ella en ocasiones desoye los consejos de su padre y deambula libremente por la marisma sin miedo a perecer. A ambos les une el dolor por la pérdida de un ser querido, alguien que constantemente es recordado mediante sueños e imágenes evocadoras. Wink y sus cohortes de La Bañera no quieren tener nada que ver con las interferencias del gobierno y los refugios que le prometen para guarecerse de los destrozos producidos por las inminentes inundaciones. Existe un momento en el film en el que son obligados a ingresar en un hospital para evaluar su nivel de salud tras la devastadora inundación que les sorprende, pero su simple presencia en un entorno que ni les pertenece ni pueden hacer suyo será un contraste demasiado difícil de digerir. En una apología del hedonismo impropio de los tiempos que corren, ellos sólo quieren pasarse todo el día bebiendo, comiendo cangrejos y evitando las sutilezas de la vida moderna, que les proporciona los Estados Unidos de América (en una secuencia se llega a decir: “en La Bañera hay más vacaciones que en el resto del mundo”. De entrada nos hallamos ante una propuesta visual de una fuerza inusitada. Las esplendorosas imágenes de paisajes desolados y trabajos comunitarios se clavan en nuestra retina como auténticas obras de arte filmadas, constituyendo una auténtica bocanada de aire fresco que nos reconcilia con un tipo de cine donde priman las locaciones exteriores. En este sentido se trata de un trabajo que nos acerca de una manera plausible a algunos films de cineastas tan personales como el Werner Herzog de Fitzicarraldo o el Hayao Miyazaki de La Princesa Mononoke. El director de fotografía Ben Richardson utiliza la textura de su película de 16 milímetros para impregnar de aspereza escenas como la de la tormenta nocturna (un verdadero prodigio de fuerza y energía, sobre todo cuando el padre se enfrenta cara a cara con el diluvio vociferando a los cuatro vientos que nadie conseguirá moverlo de su casa), la ferocidad de un incendio casero (que se produce cuando la protagonista quiere cocinar algo por su cuenta) o la simple exuberancia natural de una niña sosteniendo fuegos artificiales a través de la noche (imagen en la que se sobreimpresionan los títulos de crédito iniciales, toda una declaración de intenciones). El equipo de sonido también merece elogios por dotar al film a través de sus sonidos de una visceralidad, cercanía y realidad parejas a la que nos propone el mismo director. Con su obstinación desenfrenada, su representación paradójica de vulnerabilidad y fuerza, el film de Zeitlin (en la que resulta ser su apaballunte y altamente recomendable ópera prima, aunque anteriormente ya había filmado un par de cortos sobre el mar y los orígenes de la electricidad) se resuelve como una alegre y original celebración de la humanidad, no importando cuáles sean nuestras faltas. La moraleja del film va más allá del finimundismo y viene a decirnos que si el fin del mundo está cerca, las enseñanzas vienen condicionadas por enfrentarse a él de cara, y no huyendo por no tener los recursos suficientes para luchar contra él. Debemos cuidarnos los unos a los otros, a la vez que debemos conservar y respetar los elementos naturales que nos rodean. Y es que, como dice la protagonista en un momento dado: “el Universo entero depende de que las cosas encajen a la perfección”. Las primeras imágenes del film ya nos muestran que la verdadera educación no la vamos a encontrar en los herméticos libros de texto sino en el contacto real con la naturaleza. La niña, protagonista, interactúa con los animales de la granja en la que habita y su peculiar profesora no tiene complejo alguno a la hora de enseñar una lección levantando su falda y exhibir un pícaro tatuaje donde se aprecia una pintura rupestre. “Todos somos carne, y nos devoramos los unos a los otros”, comenta. Habrá quien pueda achacar un tono un tanto pseudocumental a la propuesta, o incluso quien no comulgue con un tipo de cine que apuesta por el sentimiento, sin tapujos, sin caer en ningún instante en el sentimentalismo, pero todo aquel que tenga un mínimo de sensibilidad cinematográfica se congratulará con una experiencia que desde luego se debe disfrutar en pantalla grande y sin necesidad de efectos digitales utilizados tan sólo cuando el guión lo requiere, y no como una avalancha de efectismos gratuitos.
La peor juventud En España casi doscientas sesenta mil personas acudieron al estreno de Tengo ganas de ti, un auténtico récord de asistencia que se vio confirmado con una recaudación total de doce millones de euros y casi dos millones de espectadores tras sus semanas de exhibición. Por otra parte, durante todo ese espacio de tiempo la crítica cinematográfica española no tuvo piedad y se ensañó considerablemente con lo que la mayoría consideró la típica película comercial dirigida a adolescentes descerebrados. Y esto que aquí exponemos ocurre una y otra vez en un país que ya se ha acostumbrado a que los proyectos nacionales más taquilleros sean aquellos en los que la calidad cinematográfica brilla por su ausencia. Ahí tenemos por ejemplo la saga de Torrente, un auténtico bombazo que arrastró al cine hasta al menos entusiasta o la primera parte del film que nos ocupa, que se tituló Tres Metros sobre el Cielo y que por supuesto también triunfó y de qué manera. ¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué otras propuestas más radicales y que invitan a la reflexión no pueden hacer sombra a las que ni se llegan a plantear que el público puede llegar a pensar? Yo no he encontrado una respuesta fiable, aunque desde que el cine es cine esto ha ocurrido así, controlados por el imperio de Hollywood y sus productos manufacturados que aletargan las neuronas a base de efectos especiales y diálogos bobos. Pero lo cierto es que esta situación se sigue dando continuamente, y en el caso de Tengo ganas de ti, no hallamos la excepción. Basada en el best seller del escritor italiano Federico Moccia, quien había trabajado con anterioridad como director y guionista de varios programas de televisión hasta conseguir éxito en el mundo literario, la trama vuelve a girar en torno al personaje de Hache, quien no consigue olvidar a su antigua novia, de nombre Babi, después de que ésta lo abandonara, aunque con el tiempo empieza a intimar con Gin (lo de los nombres del trío protagonista es portentoso), una chica de espíritu descarado, efervescente y vital, quien le hace creer que es posible recuperar la magia perdida. A partir de esta premisa, asistimos a un auténtico repertorio de clichés y estereotipos que se van repitiendo como una comida copiosa a lo largo y ancho de sus dos horas de metraje. ¿Dónde radica entonces la gracia del asunto? Pues, sin duda, en el que es la estrella de la función: el atlético y popular Mario Casas, todo un fenómeno de masas que es capaz de conseguir (y no es broma) auténticos desmayos entre sus numerosas fans en sus contadas apariciones públicas. Si hoy en día existe un intérprete que es auténtica miel para el box office hispano ese es el protagonista de películas como Mentiras y Gordas; Fuga de Cerebros o Grupo 7 (si no estoy equivocado, ninguna de estas “joyas” cinematográficas se ha llegado a estrenar en Argentina). Los Festivales de cine nacionales se lo rifan, y no es extraño encontrar multitud de fieles seguidoras pasando noches en vela esperando a que su ídolo se digne a asomarse al balcón del hotel donde se hospeda durante la celebración de estos certámenes. ¿Y hablamos de un buen actor? Pues más bien de todo lo contrario. Muchos de los jóvenes talentos que someten a las plateas españolas se han forjado en muchas series de televisión de muy baja calidad, al contrario que sus predecesores, quienes se formaron mayoritariamente en el teatro. Esto supone que a la hora de actuar mientras a los segundos se les entiende a la perfección y su dicción es clara y diáfana a los primeros no hay manera de que se les comprenda ni sepamos qué están diciendo. En más de una ocasión se han escudado en problemas de sonido o en la precariedad de los guiones, pero lo único cierto es que deberían cambiar algunas de sus clases en el gimnasio (todos ellos suelen lucir unos bíceps envidiables y unos cuerpazos de mareo) por otras de expresión y pronunciación. Del resto del elenco actoral que participa en esta mezcla sin fuerza de Rebelde sin Causa y Fiebre de Sábado por la Noche tan sólo destacar la presencia de actores de reconocido prestigio como los catalanes Carme Elías, Joan Crosas y Jordi Bosch quienes no tienen ninguna oportunidad de demostrar lo buen intérpretes que son, ya que todo el desarrollo de la trama se concentra en las desventuras sentimentales de un puñado de críos malcriados que dedican su tiempo a correr en moto sin protección; irse de fiesta; drogarse, emborracharse y hacer el amor con el primero o primera que pillan en el camino, eso sí, todo acompañado de las canciones del momento y con un guión que hace aguas desde los títulos de crédito y mientras tanto películas argentinas tan increíbles como El Estudiante, de Santiago Mitre, donde se tratan problemas reales de la juventud y donde se trata al espectador con respeto, no encuentran un hueco en la distribución española. Muestra de diálogo mínimo para que el lector pueda hacerse una idea de lo que se va a encontrar: “¿Qué tal?”; “Aquí”. “¿Y qué haces?”; “Cuidado con lo que buscas porque podrías encontrarlo”. En definitiva, un descafeinado y pretencioso trabajo tan sentimentaloide como vacío de contenidos. Sólo recomendable para los que gustan ver jóvenes cuerpos esculturales y escenas tópicas y absurdas de estar por casa. Bastante tiene ya la juventud de hoy en día, tan escasa de valores como está, para que encima les ofrezcan en pantalla grande comportamientos tan reprochables como los que se reflejan en la película.
El infierno del whisky La Ley Seca, entendida como la prohibición de vender bebidas alcohólicas, estuvo vigente en los Estados Unidos entre 1920 y 1933. Fue establecida por la Enmienda XVIII a la Constitución y derogada por la Enmienda XXI. A pesar de la imposibilidad vigente, el alcohol continuó siendo producido de forma clandestina, provocando un auge considerable del crimen organizado. Si bien la ley impedía la oferta, la demanda no había desaparecido. De esta convulsa época nos habla Los ilegales, una película que arrasó en taquilla en su estreno en Norteamérica y que ahora desembarca en las carteleras argentinas avalada por un impresionante elenco actoral encabezado por Shia LaBeouf (Transformers); Jessica Chastain (Historias Cruzadas); Tom Hardy (Batman: El Caballero de la Noche Asciende); Gary Oldman (La Profecía del no nacido); Mia Wasikowska (Alicia en el País de las Maravillas) y Guy Pearce (No temas a la Oscuridad). Y no sólo destaca por su plantel de estrellones hollywoodienses; es que además lleva las estimulantes firmas en tareas de dirección de John Hillcoat, quien alcanzara fama y prestigio gracias a la espléndida adaptación en pantalla grande de la novela de Cormac McCarthy La Carretera, y Nick Cave como guionista y compositor de su estupenda banda sonora. Todos estos datos ya deberían de suponer un referente que convenciera al espectador para acudir al cine a disfrutar de la película, pero es que encima el resultado final no defrauda en absoluto, constituyendo uno de los títulos a tener muy en cuenta en este último tramo de 2012. El desarrollo de la trama se centra en las peripecias de tres hermanos, los Bondurant, quienes poseen una destilería ilegal en el estado de Virginia con la que intentan hacer negocio transportando y vendiendo el aguardiente que ellos mismos fabrican. Pero los tiempos no están para bromas y topan con diversos obstáculos, entre ellos la figura de un ayudante del fiscal del distrito que les hará la vida imposible (excelente Guy Pearce, en un rol de villano tan sádico como refinado que ejerce como auténtico roba escenas). La propuesta no escatima en una violencia latente que se muestra sin pudor en toda su crudeza y dureza (ya la aparición del trailer trajo bastante polémica por su explícito contenido de desnudos y asesinatos sangrientos). Existen escenas en las que el público más susceptible no se va a encontrar cómodo precisamente, pero se revelan necesarias para contextualizar un momento tan convulso en la historia de un país donde la mafia cobró un poder significativo, lo que se tradujo en constantes enfrentamientos sangrientos entre las diversas partes implicadas en el negocio del contrabando de alcohol. Jack, el más joven y advenedizo en el relato, bajo los rasgos de Shia LaBeouf, se convierte en una suerte de conductor de la tragedia que se explica: desde su inicial ingenuidad observa, al principio de manera pasiva y secundaria, después de forma mucho más activa, los acontecimientos que convierten el lucrativo y clandestino negocio familiar en una catástrofe de resonancias bíblicas. La relación tan seca, como la ley aprobada, entre los tres miembros de la familia se resuelve esencial para entender un momento en el que las gentes no estaban precisamente para demostrar sus sentimientos a flor de piel. Las conversaciones entre ellos son tajantes, rudas, sin espacio para el diálogo generoso, incluso en muchas situaciones el único idioma en el que se entienden es en el de los puños (el pobre Shia recibe cada paliza…). A su lado, los personajes femeninos se nos muestran como si fueran fantasmas, apartados e incluso maltratados en una sociedad tan represiva como machista. Las distintas venganzas irán apareciendo ante nuestros ojos cada vez con más abundancia de hemogoblina y mal gusto, hasta llegar a un épico y esperado lance final (quizá lo más flojo del conjunto, un tanto apresurado y falto de ingenio) en el que las cosas volverán (ya veremos cómo) a su orden. Sería injusto no destacar a su vez la magnífica banda sonora que se adapta como un guante a la historia. Se nota a la legua que el guionista es a la vez un reconocido músico, dándole una importancia vital a la partitura que impregna cada fotograma de veracidad y realismo. Este sentido musical trufado de canciones que representan a la perfección la música que se practicaba en las zonas rurales de Estados Unidos en el momento en que acontece la acción de la película se refuerza con las propias composiciones dietéticas escritas por el propio Nick Cave y su violinista Warren Ellis, similares en tono y pausa a las que ya se pudieron escuchar en su anterior trabajo conjunto (la ya citada La Carretera). En definitiva, un trabajo magnífico tanto en su puesta en escena como en la labor de los actores principales que no llega a ser brillante debido a la poca participación en la trama de algunos secundarios de renombre, como ocurre en el caso de un desdibujado Gary Oldman, quien no tiene espacio natural para defender su personaje, que no pasa de ser una simple mezcla de algunos famosos gángsters de la época (Al Capone y compañía).
Los Violentos de Marty Con Sie7e Psicópatas nos hallamos sin duda ante una de las películas mejor perversamente escritas y entretenida de los últimos años, disfrutable desde su original y explícito título hasta su inigualable epílogo que aquí no desvelaremos. Y tenemos que agradecer al dramaturgo inglés Martin Mc Donagh, quien ya demostró de manera sobrada su talento en Escondidos en Brujas, film que supuso además su debut en el terreno del largometraje, y que ya había sido galardonado con un Oscar de la Academia por su cortometraje Six Shooter. Que haya escrito y dirigido esta atinada mezcla de thriller y comedia que nos retrotrae al Tarantino más mordaz y divertido y que en algunos instantes incluso parece revivir la esencia de los hermanos Coen es motivo de festejo. La trama nos sitúa en Los Ángeles, punto estratégico donde convergen una serie de personajes, uno más trastornado que el otro. El héroe de la función es un frustrado escritor que intenta por todos los medios dar cuerpo a un guión titulado exactamente igual que el film. Pronto conoceremos a cada uno de éstos gracias a la particular aportación de su mejor amigo, quien no duda en poner un anuncio en el periódico en el que se pide la colaboración de cualquiera que cumpla con los requisitos que debe tener cualquier asesino descerebrado. Paralelamente, se desarrolla otra subtrama donde unos caraduras secuestran perros de gente adinerada para después devolverlos con tal de poder cobrar las distintas recompensas ofrecidas por sus apesadumbrados dueños. Y hasta aquí podemos explicar, porque no sería justo desmenuzar el torbellino de acontecimientos y giros de guión que se producen durante las casi dos horas de metraje. Tan sólo citaremos una serie de nombres que conforman un reparto coral que recurre a numerosos rostros conocidos para crear una relación directa con el público: Sam Rockwell (desatado hasta decir basta), Colin Farrell (impecable), Chistopher Walken (qué se puede decir de él que no se haya dicho ya), Woody Harrelson (borda su papel de malvado), Tom Waits (con un olfato espectacular para elegir las pocas producciones en las que participa) y Olga Kyrulenko (sólo por admirar su belleza vale la pena pagar la entrada). Todos ellos personajes inestables y la mayoría malvados, pero con conflictos terrenales. Ante un elenco actoral tan impresionante y un guión tan redondo tan sólo nos queda rendirnos y recomendar vivamente su visionado. El talento que destila Mc Donagh cobra mayor relevancia al crear unos personajes magistrales, que rebosan humanidad aunque por sus actos quede muy claro que tienen un comportamiento inhumano. Y para colmo, todo el conjunto viene salpicado por unas escenas de acción rodadas con una planificación sobresaliente y un estilo visual impactante, destacando sobremanera el tramo final del film, donde convergen las distintas líneas de fuga que se han ido planteando a partir del desarrollo de la trama en un estallido de violencia que sorprende por su frescura y contundencia. Negrísima e hilarante a la vez, su reparto de culto y su falta de complejos, la convierten en una auténtica rareza que ganará importancia con el paso de los años. Si eres de los que disfrutas con diálogos tan banales como los de Pulp Fiction o cualquiera de los trabajos de Guy Ritchie, Scorsese o Abel Ferrara, o si tienes como referentes películas como El gran Lebowski o ¿Dónde estás, hermano?, sin duda esta es tu película. Es además el perfecto ejemplo de cómo llegar a empatizar con auténticos antihéroes que tienen problemas, pero que no dan con la solución; simplemente viven, beben, hablan por los codos y se ven enrolados en una serie de vicisitudes tan alocadas que conducen a la carcajada más rotunda. Por último, destacar la curiosa y simpática escena inicial homenaje a la televisiva Boardwalk Empire, en la que Michael Pitt y Michael Sthulbarg (dos de los principales intérpretes de la serie producida por Martin Scorsese) mantienen un desopilante diálogo sobre trivialidades de asesinos.