El cine exploración. La carrera de Gus Van Sant ha seguido una trayectoria clara a través de una serie de películas que hacían pensar sobre de temas muy diversos y, a la vez, muy humanos. El drama, es decir, conflicto, es el terreno en el que el director estadounidense se mueve sin duda mejor, siendo éste un terreno muy peligroso donde es fácil resbalar a nivel de tono y ejecución formal. Y de nuevo Van Sant demuestra ser un equilibrista nato en estos asuntos. El biopic siempre ha sido un subgénero recurrente en la industria norteamericana, y ya hemos pasado por una total variedad de propuestas en las que, desgraciadamente, siempre abundan las más insulsas de recorrido cronológico de la vida del susodicho en una estructura encorsetada en los tradicionales tres actos. De esta forma, nos hemos encontrado auténticas pruebas de resistencia para el aguante de los espectadores, pero también ha habido otras obras que han preferido centrarse en un período más concreto del personaje retratado, para abordar el aspecto de éste que más pudiera interesar al autor. No te preocupes, no irá lejos no se sitúa, sin embargo, en ninguno de los lugares anteriores. La historia de John Callahan se plasma en la pantalla como un conjunto de capítulos de su vida ordenados con un sentido emocional, y no estrictamente cronológico. De esta forma se crea un collage realmente acertado en el que Van Sant plantea una serie de hilos conductores que recorren la película de inicio a fin. Algunos de estos hilos, como el dibujo inacabado de la evolución, hacen que se entienda la progresión dramática del personaje en estos capítulos, a pesar de que el dibujo sea un proceso en desarrollo durante todo el metraje que, sin embargo, vemos acabado en una de las primeras escenas: la conferencia del dibujante que cerraría la historia cronológicamente. La película no pretende, por tanto, narrar una historia basada en la intriga, con un principio, un desarrollo y un final que desconocemos de nuestro protagonista. Esta elección, de entrada, no puede resultar más acertada cuando, al final, se están contando las vivencias de un personaje conocido. Lo importante no es qué le ocurre al final, pues esa respuesta ya está en Wikipedia. Van Sant, de manera inteligente, hace otra serie de preguntas, algunas incluso sin esperar a ser contestadas. En definitiva, el cine es una excelente herramienta para esta función: hacer preguntas, reflexionar sobre los aspectos más esenciales de la vida de personas que nunca conocimos y con las que, sin embargo, nos identificamos profundamente. Esta exploración es la que acometen las buenas y grandes obras de la cinematografía, y en este campo se puede jugar con la simplicidad más absoluta o la complejidad más desconcertante. El foco de todo este asunto siempre debe volverse en última instancia hacia los personajes, que son los que crean esta exploración de sentimientos y emociones, los que generan esas preguntas a veces incómodas en el público. Y en este caso, el director vuelca su planificación a la enfatización de dichas emociones, transmitidas por sus actores. Éstos también hacen un trabajo de equilibrio fundamental, apoyándose entre ellos y en el propio Van Sant, para dar cada uno una interpretación perfectamente adecuada al tono que requiere la historia. Por tanto, la película funciona perfectamente al definir claramente sus objetivos, y aporta un tratamiento tonal y estilístico más que acertado al relato que quería contar.
Mujer en pleno ataque de nervios. Algo celosa (Jalouse), comedia caricaturesca de los hermanos David y Stéphane Foenkinos (La delicadeza). Protagonizada por Karin Viard (Cena de amigos, La Familia Belier), ofrece una visión sarcástica sobre los efectos de los celos, y a la vez un retrato femenino poco habitual, la verdad sea dicha. Nathalie, profesora de literatura, divorciada, pasa de un día para otro de madre atenta a celosa enfermiza. Las primeras manifestaciones de sus celos aparecen en relación con su hja Mathilde, de 18 años y bailarina clásica, pero enseguida se amplían a vecinos, amigos y colegas… nadie queda fuera del radio de acción de los celos de esta mujer en torno a los cincuenta años que se niega a reconocer que tiene un problema. «Comedia a la italiana», la han definido algunos críticos franceses, que además aseguran que la intérprete, Karin Viard, muy reconocida en su país, es capaz de hacer reír sobre un asunto nada divertido, como es el que nos ocupa, la revisión a una época que tarde o temprano llega y a la que debemos prepararnos mentalmente. Los guionistas de las películas, efectivamente, pueden decidir que se puede hacer chanza de cualquier cosa, sin importar la trascendencia o el efecto que pueda tener en el espectador que se sienta identificado. En este caso, de lo que hablamos es de una mujer que está atravesando una crisis brutal que requeriría atención psicológica. Algunos personajes no están muy bien introducidos, como ocurre con el personaje de Sophie, interpretada por una desaprovechada Anne Dorval, la excelente intérprete canadiense habitual en las películas de su compatriota Xavier Dolan. Sin embargo, la ya no jovencísima Anaïs Desmoutier es mucho más creíble es su papel de nueva colega recién llegada al instituto, que inmediatamente es objeto de los celos del personaje. Si el enfoque argumental puede llegar a parecer un tanto equivocado, o al menos un poco dudoso, la escenografía tampoco ayuda, con escasa originalidad, diálogos sin brillantez y situaciones que no tienen mucha gracia. En todo caso, sí es una película de mujeres y los realizadores tratan con mimo a esos personajes femeninos que, a lo largo de la proyección, oscilan entre la comedia y el drama. Una película bastante convencional, pero que no aburre y logra su objetivo de mantener el interés.
Muerte, dolor y frustración. La última película de Damien Chazelle, su cuarto largometraje, se dio a conocer en la sesión inaugural del Festival de Venecia del pasado septiembre. La crítica no fue benévola. Poco comprensiva e incapaz de llevar a cabo un análisis profundo de la película, la calificó, en general, de fallida. Luego, cuando se ha ido estrenando, la actitud de una crítica cada vez menos abierta a la experimentación y al análisis objetivo, ha actuado igual en su rechazo. Salvo excepciones. Cuando se alaban sin reservas los juegos arabescos, el sentido de (aparente) brillantez formal, pero envuelto en un clasicismo lindante con la belleza hueca de Cold War, se cierran las puertas a la indagación elaborada, por momentos profunda, que Chazelle propone en esta mirada sobre un hombre en su intento, inútil, de liberación. Pase lo que pase, llegue donde llegue el personaje principal, estará siempre condenado a un encierro en el que no se vislumbra la salida. Eso sí, First Man carece de una estética brillante, no tiene, siendo una película sobre la historia del primer hombre que pisó la Luna, ni grandilocuencia ni grandes efectos. Su planificación evita las grandes tomas, centrándose, sobre todo, en primeros planos cercanos del protagonista, en su andadura por hacer posible un sueño, una promesa, una redención o un encuentro con la vida en medio de la muerte que le persigue. Pero, allá en el cielo, en la Luna, no hay más que vacío y silencio. El comienzo es claro en este aspecto: el hombre encerrado en una nave espacial está punto de morir. De él sólo vemos, ocupando toda la pantalla, el rostro (mostrado a través del propio vaivén del aparato) escondido además por el casco-máscara que recubre su rostro. Una secuencia donde se vislumbra la angustia del hombre incapaz de poder dominar un aparato («Les gusta jugar con sus aparatos. Si no lo hicieran no sabrían que hacer», dice más o menos la mujer del protagonista en un momento del filme). Sólo se escuchan las órdenes desde la Tierra, el jadeo, las vibraciones y ruidos (casi parecen rugidos) de un aparato que parece rebelarse contra el hombre, al no aceptar el mando que intenta ejercer el piloto sobre la nave. El hombre y la máquina. El esfuerzo y el éxito o el fracaso. En la escena final, Amstrong aparece encerrado en una especie de cárcel. Aparentemente ha triunfado al ser el primer hombre en llegar a la Luna, pero ahora —desde el encierro obligado por la cuarentena que debe cumplir—, es como un prisionero, incapaz de liberarse de su culpa. No se siente lleno, satisfecho por haber llegado primero a aquella Luna que miraba con su hija atacada por el cáncer que la llevó a la muerte. La presencia detrás del cristal que le separa de su mujer supone algo más que un planteamiento físico. Más bien es la incapacidad o la dificultad de unión de un matrimonio que camina a la deriva desde su amor. Y al que se oponen demasiadas cosas, entre ellas la muerte de una niña, que nunca podrá ser olvidada. La muerte persigue al protagonista. Quizá la película pueda irritar a los que gustan de juegos pirotécnicos, ya que no habla de heroicidad, patriotismo o del gran acontecimiento de haber llegado (Estados Unidos, los primeros) a la Luna. Es posible que sobren algunas declaraciones televisivas, probablemente reales, como la de una mujer francesa que habla de la grandeza de los Estados Unidos; pero la película habla de otros temas: de la soledad, las relaciones y disfunciones familiares, de amores y desamores, de fracasos y muertes, de la deriva de un hombre dispuesto a llegar a lo alto con el recuerdo de la hija muerta para librarse de su propia culpa: se siente responsable al creer que no hizo lo necesario para salvarla. Ese duelo, el dolor por su hija, es el que le permite llegar a la Luna, venciendo a la muerte, para poder allí dejar para siempre la pulsera de ella, una forma de romper con el pasado y unirse a la vida. Detrás del hecho grandioso, de la heroicidad, no existe más que el intento (fallido) del protagonista por hacer posible su propia misión personal. No lo consigue. Tras ese acto retrasmitido al mundo, sólo está la verdad del gran fracaso de Armstrong: cuando la suelta sobre uno de los cráteres Lunares la pulsera de su hija muerta, no se queda en la Luna, sino que vuela al espacio. Es claro: la pulsera no queda enterrada, sigue su camino: continúa el símbolo de su fracaso o, mejor, de no poder nunca dejar atrás el recuerdo que le persigue. Sobre él seguirá pesando el pasado. El hombre triunfador, el héroe, no es más que un ser frustrado, encadenado a un pasado que nunca podrá superar. Su éxito es otra derrota en una vida donde la muerte le ha perseguido y le perseguirá siempre. En la Luna no hay ni encuentro con su hija, ni oraciones válidas. Sólo un espacio vacío y silencio. Otro gran y significativo momento: en paralelo asistimos a la recepción en la Casa Blanca. Allí está invitado Armstrong representando a la NASA, al haber conseguido el acoplamiento del cohete con la capsula espacial mientras en ese mismo instante unos compañeros mueren quemados por un fallo en un cohete de pruebas. En esa secuencia se emparenta el (falso) triunfo de Armstrong, nada a gusto en aquel ambiente -esa no es su batalla, su mundo, su realidad nada tiene que ver con esa recepción; de hecho le vemos solitario, extraño-, con la presencia, una vez más, de la muerte como afirmación, de que es uno de los temas principales de la película. Una gran lección la que nos depara Chazelle. Eso sí, como debe ser, sin levantar demasiado la voz, sin florituras, lo que conllevará que ciertos espectadores e, incluso, críticos no entren en el filme. Una pena.
Presunto culpable. El festival de Sitges es un escaparate de lo más variado y complejo y se pueden ver diferentes subgéneros del fantástico, el terror y la ciencia ficción. Aún así, el género que cada vez está creciendo con más presencia es el noir y el criminal. A menudo el noir es un género muy flexible y adaptable a otras propuestas, pero el negro más clásico (hard-boiled y soft-boiled) se coló en la cartelera del festival. Sin dejar huellas (Fleuve Noir Noir, tcc Black Tide) nos propone una trama detectivesca donde el detective Visconti deberá encargarse de resolver la desaparición de un adolescente. El antiguo tutor de francés del chico se presta voluntario a ayudar en el caso ya que dice sentirse bastante cercano a él. Sin embargo, la actitud del profesor resulta de lo más sospechosa y acaba siendo el objeto de obsesión del detective. La trama sigue una estructura clásica del policial detectivesco, ya que seguimos con detenimiento los pasos que va tomando Visconti en la investigación: nuevas pistas, nuevos indicios a seguir, interrogatorios y deducciones. Seguimos el personaje principal de tan cerca que incluso conocemos sus obsesiones, manías y problemas. Visconti es un hombre divorciado y demasiado volcado al alcohol, con un hijo adolescente que se dedica a traficar con droga y que por lo tanto le comporta más de un dolor de cabeza. Con este caso se nos abre una segunda línea argumental planteada a modo de subtrama. El personaje de Visconti es de las cosas más atractivas de la película ya que está muy bien trabajado y elaborado por el actor Vincent Cassel y el personaje del profesor, interpretado por Romain Duris, también aporta una buena dosis de antagonista a la trama. La interacción que nos ofrecen en la pantalla es de auténtico nivel y el argumento también les ofrece unos papeles de lo más atractivos. Sin embargo, la película se pierde con la masa detectivesca y eso hace que muchas escenas se alarguen sin un contenido relevante. Las tramas son atractivas a priori, pero la única que se acaba resolviendo es la principal. Esto hace que todos los hilos que se han ido abriendo a lo largo del visionado se pierdan sin una resolución aparente; por ejemplo, la relación del detective con su hijo y el conflictivo mundo en el que este último parece haberse sumergido. El giro narrativo final está entre lo mejor de la película. Erick Zonca, el director, crea una trama que hace converger la investigación policial con la pasión por la literatura, y el mensaje termina siendo toda una oda para los fans de la literatura negra; sin embargo, el giro narrativo del clímax, que por cierto, es de lo más bien encontrado, se ve truncado por todavía otro giro que no aporta más información que la de dejar al espectador con un final más abierto y sin saber del todo cuál de las dos versiones es la de verdad, nos hemos de fiar de la palabra de uno de los personajes, pero nunca tenemos ninguna prueba para saber qué es lo que realmente ha pasado. Reconozco que a priori los finales abiertos me cautivan, pero este en concreto no. El filme quedaba muy bien resuelto con el primer giro narrativo. El segundo sólo hace alargar la acción de manera innecesaria y sin cerrar el tema. En definitiva, tenemos entre manos un policial detectivesco clásico con atmósfera oscura y trama plana y lineal. Quizás una buena apuesta para una tarde de tormenta.
Semillas de rencor. Según el dicho no hay mal que por bien no venga, algo que se puede aplicar a unos cuantos directores norteamericanos que en su día parieron obras maestras y que en los últimos años habían ido perdiendo fuelle. Pero hete aquí que llega esa pantomima disfrazada de presidente llamado Trump y el sentido arácnido de los otrora azotes de las injustícias patrias se han vuelto a poner las pilas para poner en tela de juicio la labor de quien se ha hecho con el poder a base de fomentar el miedo y el odio. Spike Lee es uno de esos cineastas, al que se puede unir el estreno aún no confirmado del último documental de Michael Moore, titulado Fahrenheit 11/9, sobre la nefasta política del líder del flequillo imposible. Lee entrega Infiltrado del KKKlan, un alegato en forma de intriga policíaca basada en un hecho real en la que un agente negro se las ingenia para meterse hasta la cocina de la que se ha venido llamando “la organización”, o sea el Ku Klux Klan. Estamos a principios de los años setenta, una época de gran agitación social con la encarnizada lucha por los derechos civiles como telón de fondo, y ahí el director de peliculones como La hora 25 o He Got Game se mueve como pez en el agua, labor reconocida con galardones importantes como el Gran Premio del Jurado en Cannes en 2018. Se nota que el guion, escrito por el propio Lee acompañado de Kevin Wilmott (quien conoció el éxito gracias a C.S.A.: The Confederate States of America) y el debutante David Rabinowitz, basado a su vez en el libro escrito por Ron Stallworth, el mismo policía que consiguió el rocambolesco hito histórico al que antes hacíamos referencia, destila rabia y mala leche en cada línea de diálogo. Y se nota que al que en otra época fuera uno de los cineastas más virulentos a la hora de denunciar los atropellos históricos a los que se han visto sometidos los ciudadanos de raza negra le ha venido muy bien ver como el retroceso de derechos se ha asentado en un país donde el sueño americano se ha convertido en pesadilla. Aunque no sea su mejor película, y su dilatada verborrea y exceso de discursos concienciadores puedan llegar a abrumar a algunos espectadores, se trata de una peripecia muy entretenida y divertida con una sólida base de compromiso de denuncia. El público europeo estamos más acostumbrados a ver multitud de trabajos de denuncia social (aunque cada vez menos), pero en los EEUU hay que explicar las cosas claritas, porque no suelen atender a segundas lecturas. Para ello el film se vale de un epílogo demoledor, donde pasado y presente se unen para que nos demos cuenta de que las barbaridades que se nos han contado más que historia siguen siendo realidad. Puntos fuertes de la propuesta son su magnífico elenco actoral, capitaneado por la excelente interpretación de su pareja protagonista, un Adam Driver que acumula parabienes en todas las producciones en las que participa y el emergente John David Washington, hasta la fecha conocido más que nada por su trabajo en la serie de TV Ballers. A ellos se les unen una pléyade de grandes secundarios, entre los que destacan Laura Harrier, Michael Buscemi (hermano de Steve), Jasper Pääkkönen (uno de los protagonistas de Vikingos) y Ryan Eggold (The Blacklist), e incluso un cameo introductorio delirante de Alec Baldwin, que aquí no destriparemos. Por supuesto la banda sonora, marca de la casa, es simplemente espectacular. El score viene firmado por por el reputado músico de jazz y compositor Terence Blanchard, quien ya ha trabajado para Spike Lee en muchas de sus películas (El plan perfecto, Malcolm X). Por otro lado, además de la música original del señor Blanchard, la película también ofrece la posibilidad de escuchar otras canciones de artistas como James Brown, Ray Ben Rue, The Temptations o incluso un tema inédito hasta hace bien poco por parte del fallecido Prince. Escenas como esos tontos del capirote relamiéndose en su recalcitrante racismo mientras ven cine mudo del bueno o el final maravilloso en el que la justicia se impone sobre todas las cosas hacen que pagar la entrada para ver esta gran película valga mucho la pena.
¡A la caza! Una contra todos. Nada nuevo bajo el sol. Un argumento visto una y mil veces en el que el individuo maltratado por el sistema se toma la justicia por su mano. Todo está corrupto y dominado por el miedo a las represalias de las mafias locales, y la única solución que queda es la de armarse de valor, bombas y bazokas y salir a la calle a saldar deudas imponiendo la propia ley a sangre y fuego. ¿Y cuál es el detonante del baño de venganza que se avecina? Pues el asesinato a sangre fría de una menor inocente en un parque de atracciones, quien paga con su vida las amistades peligrosas de su progenitor. La madre, testigo impotente en primera persona de la tragedia familiar, se dará de bruces con todo un aparato judicial que ampara al delincuente y abandona a su suerte al afrentado. A partir del detonante, se acabó el guion. Tan solo se tratará de ir eliminando enemigos como si se tratara de un videojuego. Jennifer Garner, quien ya diera buenas muestras de su fisicidad en títulos de acción pura y dura como Daredevil, Elektra o la serie de TV Alias, demuestra seguir estando en buena forma (y su doble también) y con la camiseta ensangrentada como su fuera una émula aventajada del John McClane de la saga de Duro de matar nos invita a un festival coreografiado de golpes, tiros y multitud de violencia incontrolada y ajusticiados por metro cuadrado. Quien busque estética o estilización en la puesta en escena que se vea mejor la trilogía de la venganza de Park Chan-Wook. El director francés Pierre Morel se va doctorando acumulando ejercicios de adrenalina pura a partir de algunos títulos recomendables como Distrito 13 o Búsqueda implacable. Claro que en ambas ocasiones contó con la participación en labores de guión de un entendido en la materia como Luc Besson, y aquí se ha tenido que conformar con la firma de Chad St. John cuyo “logro” curricular más evidente hasta la fecha ha sido su participación a modo de escriba en la vergonzante Londres bajo fuego. Se nota un afán por parte de los hacedores del film de búsqueda de lo más esencial, pasando por alto cualquier otro elemento disuasorio que descentralice el tema principal. Eso se traduce por un lado en que el resultado final sea más directo y contundente, aunque a la vez el conjunto adolezca de profundidad, repitiendo uno tras otro todos los clichés del género siendo a la postre una obra demasiado convencional y repetitiva.
Una mala telenovela. No hay química. Por sorprendente que pueda resultar, en la pantalla no existe ni un miligramo de química entre Penélope Cruz y Javier Bardem en la producción Pablo Escobar: la traición, de Fernando León de Aranoa (Los lunes al sol, A perfect day), quien parece haber perdido la mano de sus anteriores películas, inspirada en el libro autobiográfico “Amando a Pablo, odiando a Escobar” de la periodista colombiana Virginia Vallejo, quien fuera amante de Pablo Escobar (1949-1993), el narcotraficante y político colombiano fundador del Cartel de Medellín a quien, en una venganza servida en caliente, ayudó a “cazar” echando una mano a los agentes de la DEA estadounidense. Hay que añadir que el guión es malo y el hecho de estar rodada en un inglés muy suigeneris tampoco ayuda mucho. No hay química entre ellos pero tampoco estamos ante unas buenas interpretaciones. Todo lo contrario. Ambos parecen disfrazados de ellos mismos y de caricaturas de los personajes que interpretan: la estrella de la televisión es una barbie hortera hasta decir basta y el poderoso narco que, dicen las crónicas “cambió el panorama del crimen internacional”, es un tipo adiposo con una peluca pringosa. Se puede llegar a entender que Aranoa y sus productores hayan apostado por el inglés como idioma principal del rodaje para tratar de meter cuña en el mercado estadounidense (totalmente refractario a películas rodadas en cualquier idioma que no sea el inglés), pero, sintiéndolo mucho, el despropósito lingüístico es de tal envergadura (hay montones de expresiones coloquiales del español colombiano que son absolutamente intraducibles al inglés o que pierden su significado si se traducen tal cual, por ejemplo: "Píntemela a ver y yo le digo cuántos pares son tres moscas", que viene a ser la respuesta a un desafío, la divertida "Tengo un filo, que si me agacho me corto", que significa algo así como "estoy hambriento" o la curiosa "Bueno se me van bajando del bus aquí todos", que te la puede soltar un delincuente colombiano quiere que le des todo lo que llevas encima) que solo puedes reírte cuando ves en la pantalla a Escobar dando órdenes en un inglés con un forzado acento latino a sus secuaces en plena Colombia, cosa que te saca totalmente de la película. Como la referencia es el libro, esta historia kitsch, decepcionante y hasta ridícula, se cuenta desde el punto de vista de la señorita Vallejo, de la que lo menos que puede decirse es que es anodina además de caprichosa y egocéntrica, y de llevar en la cara más pintura que una puerta, sin ningún carisma ni el más mínimo ascendente sobre uno de los barones de la droga más famosos del siglo XX –multimillonario, dueño de mansiones, personas, un club de fútbol y una cuadrilla de aviones que de día trasladaban políticos en campaña y de noche llevaban cocaína a Estados Unidos-por lo que resulta difícil comprender la relación que tuvieron, si dejamos a un lado que él la exhibiera como un trofeo más. No he leído el libro de Vallejo, ni tampoco he visto las dos series de televisión que se han emitido sobre el personaje de Escobar, así que no establezco comparaciones, no estoy ante un dejà vu como muchos de mis colegas, pero sí he recibido –como todo el mundo y durante muchos años- información más que suficiente sobre ese personaje excesivo que fue Pablo Escobar, el “señor de la droga colombina”, uno de los narcotraficantes más poderosos del siglo XX -quien llegó a diputado y a punto estuvo de presentarse como candidato a la presidencia de Colombia-, y de los más buscados por las policías y los servicios secretos de distintos países.
Polvo enamorado. En El amor en los tiempos del cólera, García Márquez nos cuenta la historia de Florentino Ariza y Fermina Daza, eternos enamorados a pesar de las circunstancias que muchas veces se conjuran en contra de ese amor. El contexto caribeño en el que se desarrolla la historia le permite al autor un enfoque en el que las dificultades no empañan una celebración que se percibe en todo momento, y que vivifica la relación amorosa aún en sus momentos más difíciles. En cierta manera, Cold War es la otra cara de la novela del colombiano. La misma idea germinal es la que sostiene la película, los avatares que enfrentan dos enamorados para llevar a cabo su pasión, y la persistencia de sus sentimientos más allá de las dificultades. Pero aquí el relato hace justicia a su título. La alegría de fondo es sustituida por la tristeza, y la exuberancia por la contención y hasta por la impasibilidad. El contexto histórico y geográfico es el que sienta las bases del cambio de perspectiva. La guerra fría es antes que nada una delimitación temporal de la cual van dando cuenta los rótulos que indican los años en los que la acción tiene lugar. De esta manera el relato se convierte también en la descripción de una época desde una perspectiva crítica que engarza muy bien con lo que los personajes van a vivir, y con el modo en que van a hacerlo. La primera parte, la que transcurre en Polonia, es la mejor del filme. Con leves detalles se nos va describiendo la opresión y la falta de expectativas de los personajes y, por extensión, de toda la sociedad. Más allá del blanco y negro utilizado por el director, las propias vidas que allí aparecen reflejadas poseen ese mismo tono monocromático, al tiempo que se ven abocadas a una parálisis de la que resulta muy difícil escapar. Las miradas entre bastidores, la observación siempre vigilante, el juicio constante al que se ven sometidas las cantantes, el tono contemplativo que adopta la película, el modo y el alcance de las salidas al exterior, sometidas siempre a la tutela de los gerifaltes, van configurando una cosmovisión perfectamente trazada y que no requiere de declaraciones grandilocuentes que la apuntalen. La música pasa a ser entonces un mero hilo conductor, a veces forzado, a veces incluso causando la impresión de ser un relleno para completar una historia que por sí misma resulta un tanto errática. Cuando son los personajes quienes han de tomar las riendas del relato éste se va poco a poco descomponiendo. Es verdad que el reto era complicado. Por una parte se nos está contando la historia de una pasión amorosa que trasciende todas las dificultades que se le presentan y al propio tiempo, la principal de ellas. Por otra parte esa pasión ha de aparecer siempre atenuada, aplastada por el medio en el que se desarrolla, insinuándose pero sin llegar a manifestarse nunca. La guerra fría hace referencia también a la gelidez de los participantes en ella, una gelidez volcánica, nos atreveríamos a decir, y ahí está el problema. La actriz que encarna a Zula logra su propósito con encomiable solvencia. Su físico sin duda le ayuda, pero además imprime a sus gestos un carácter que permite las segundas lecturas, que nos deja adivinar el calor que esconde y la opresión que cercena sus sentimientos. No ocurre lo mismo, ni mucho menos, con el personaje masculino. El arrebato de Zula (magnífica la escena en la que descubre a su amado de nuevo libre) es aquí una languidez que no consigue levantar el vuelo. Es cierto, ya lo hemos dicho, que la combinación de ambos factores es compleja, y en este caso el director parece haber optado por remarcar la contención para así, además, contrastar con el personaje femenino. Sin embargo, a fuerza de desactivar las pasiones, lo que ha conseguido es un personaje plano que deambula sin ton ni son, cuyo sufrimiento es impostado y cuyas gestas heroicas resultan más increíbles que otra cosa, dado el carácter que se le ha ido construyendo. Cuando declara a su amante parisina que viene de estar con la mujer de su vida se esperaba algo más de emoción. No la nula reacción de quien lo escucha. En estas idas y venidas el guion ofrece momentos de acusada debilidad. Lo del marido siciliano parece una broma, y la facilidad para transitar en tiempos tan rígidos por los distintos países no puede menos que sorprender. No obstante la película contiene algunas ráfagas de brillantez. Entre ellas el maravilloso plano con el que concluye, cuando el director sostiene la imagen unos instantes para mostrar el vacío que los protagonistas dejan, señalando así su inminente muerte, la cual, paradójicamente, o no tanto, es la única consumación posible y plena de su amor.
El rapto de Europa. La última obra del director de Fénix (2015) ha sido concebida siguiendo el mismo patrón compositivo de su predecesora: una alegoría sobre la identidad tanto individual como colectiva; una reflexión sobre el pasado de Alemania que se extiende y proyecta sobre un presente; un intento de explicación de lo inexplicable (el holocausto), con el sentimiento de culpa y de su posible expiación aleteando en busca de una redención imposible. Transit sigue operando en clave metafórica, pero el trasfondo histórico entendido como escenario, puesta en escena (esa posguerra en el Berlín devastado tras la derrota nazi), ha sido sustituido por un anacronismo distópico que se erige en el mayor acierto de la película. En cierto modo, Christian Petzold busca como fuente de inspiración cinematográfica dos géneros y dos orígenes: la crítica política de un fenómeno histórico que no se ha clausurado y que sigue latiendo en el corazón de la vieja Europa (la serpiente del fascismo) y un melodrama con los ribetes de un amor imposible. Hay dos referentes icónicos que fluyen por las imágenes de la película del director alemán. Por un lado Alphaville (1965), de Godard. Por otro, el clásico de Michael Curtiz Casablanca (1942). Del filme de Godard, el director de En tránsito adopta su distópica puesta en escena. Mientras que los deícticos temporales que se verbalizan en las conversaciones y diálogos de los personajes están anclados en la ocupación alemana de Francia durante (supuestamente) 1940, la escenografía referencial pertenece a un presente actual, inmediato (eso sí, sin ordenadores ni teléfonos móviles, sin la incursión de la geografía digital). Este contraste, este choque entre las palabras y sus referentes actúan como un elemento desrealizador, otorgando a la narración una clave alegórica, ucrónica y distópica, que al mismo tiempo que sorprende al espectador le inocula el virus moral y ético (desgraciadamente, la moralina), el mensaje que el director se esfuerza por explicitar: lo acaecido en ese aparente pasado remoto (los años cuarenta del siglo pasado) se está (re)produciendo (si es que alguna vez ha dejado de producirse) delante de nuestras narices. La persecución histórica sufrida por los judíos a raíz del triunfo del nazismo en Alemania se repite en nuestro presente más inmediato. Los hermanos perseguidos de los judíos son en la realidad contextual que se quiere metaforizar los magrebíes, la inmigración norteafricana. Valga señalar que la parte de la película que se centra en la persecución individual y en la forzada huida del protagonista judío, la parte introductoria, es de lo mejor del filme. El mecanismo de supervivencia al que recurre el protagonista se remonta a la épica griega. Su única posibilidad de salvación consiste en renunciar a su propia identidad y hacer usufructo de una nueva. Si Odiseo logra engañar al cíclope Polifemo mediante su rebautismo como Nadie, en uno de los primeros juegos de palabras, de lenguaje, de la historia de la humanidad (que se lo digan a Wittgenstein), nuestro protagonista deviene una especie de Edmond Dantès que se apropia de la personalidad de un nuevo Abate Faria: la figura de un escritor judío abandonado por su mujer y que debe alcanzar el puerto de Marsella para reencontrarse con ella y, gracias a la ayuda y hospitalidad del consulado mexicano, huir juntos de la ocupación alemana. Marsella se erige en una especie de nueva Casablanca: ciudades fronterizas, ahítas de moral, por las que hay que transitar en aras de la libertad y de la supervivencia. Todo un juego un tanto caótico de búsquedas y desencuentros se establece entre los tres personajes, a ninguno de los cuales juzga moralmente el director. Como remedo del Café de Rick, se establece una cafetería francesa, en la que el desamparo de los tres erráticos personajes parece encontrar un pequeño respiro, un oasis. Mientras, se suceden las visitas a los consulados mexicano y americano, sobre todo, para tratar de crear un clima, una atmósfera de opresión. Por ahí pululan una serie de personajes (un director de cine, una mujer encargada de la custodia de unos perros de unos amigos ya exilados que la han abandonado, como a sus canes) cuyo final será trágico. La contenida desesperación estalla sin caer en lo melodramático, de manera fría, casi gélida (una de las mayores virtudes del director cuando se atiene a ella: su contención, su dominio del soterrado magma emocional). Las entrevistas con el cónsul americano le sirven al director para exhibir toda una poética de la creación, canalizada a través de nuestro protagonista en una asunción total de la máscara identitaria que ha adoptado: empieza a ejercer de escritor frente al cónsul americano. Peaje: escritor filocomunista (aunque él lo rechaza) según el cónsul que, no obstante, juzga adecuada y correcta su poética de rechazo parasitario de la experiencia vital como sustrato de las ficciones y como mecanismo de denuncia social. En este punto del filme, el discurso verbal se ha apoderado del discurso icónico. La arribada de nuestro protagonista a Marsella coincide (después de su paso por el café mencionado) con la irrupción de una voz en off a todas luces innecesaria, superflua y entorpecedora de la marcha de la historia. Bien es cierto que dicha historia parecía atascada y que tal voz narrativa podía insuflarle brío. Un relato que se eleva entre la mediocridad del último cine europeo y que sabe detectar los nuevos nacimientos de la bestia parda en medio de una Europa germánica y de una nueva dialéctica aparentemente identitaria y que esconde los miedos de una población que apuesta por el Brexit, por la Liga Norte, por los herederos lepenistas, por Alternativa por Alemania y por tutti quantiestán surgiendo en la vieja y añosa piel del toro blanco que raptó a Europa.
Retrato del buen salvaje. Paul Gauguin (1848-1903) emprendió viaje a Tahití por primera vez en abril de 1891 y llegó a la isla «el 8 de junio por la noche, después de sesenta y tres días de travesía», según relata él mismo en Noa Noa, el diario de su estancia allí en el que se inspira la película. Permaneció en la isla hasta agosto de 1893 en que volvió de nuevo a Francia. Ese tiempo es el período que recrea la película Gauguin, viaje a Tahití. Dos años de la vida de un artista inmortal que creó durante ese período algunas de las obras más representativas e influyentes de la pintura moderna. Volvió a la isla, en 1895, en un segundo viaje. Vivió en ella seis años antes de instalarse definitivamente en Las Marquesas, en 1901, donde murió pobre, enfermo y solo, el 8 de mayo de 1903. Noa Noa es un canto de admiración, casi lírica, a la cultura maorí, sus gentes, sus dioses, su primitiva pureza y a la naturaleza que los ampara. El canto a una civilización a punto de desaparecer que Gauguin intenta atrapar en su pintura antes que se desvanezca del todo. El director Édouard Deluc, que también forma parte del equipo de guionistas de la película y es un admirador confeso del artista, hace una adaptación muy libre y algo romantizada del diario de Gauguin, e igual que omite algunos pasajes y datos concretos, crea (el trío sentimental con Jotefa no fue real, pero sí el personaje), recrea (la pesca de los atunes) o inventa otros (como el encierro, por celos, de Tehura en casa) amparándose en su licencia artística como cineasta para imaginarse aquella aventura con total libertad creativa. No obstante estas licencias, consigue transmitir en muchos momentos el espíritu de libertad y la emoción salvaje que el artista expresa en el libro. Especialmente en las secuencias en que prescinde del diálogo y deja que hable la imagen. Con una banda sonora, tan bien integrada, que empasta perfectamente con ella. La película se inicia con una especie de prólogo que pone al espectador en antecedentes sobre la situación del artista en el París de 1891. En esta breve introducción vemos a un Gauguin viviendo casi en la indigencia, hastiado del ambiente de una ciudad que le asfixia, incomprendido e impaciente por buscar nuevas fuentes de inspiración. Asistimos al plantón de sus colegas artistas que se niegan a viajar con él, al rechazo que produce su arte, a sus desparrames nocturnos, como esa fiesta tan loca que le montan sus amigos (en la que Mallarmé pronuncia un emotivo discurso de despedida) y conocemos a su familia oficial: su esposa Mette y sus cinco hijos, con los que pretendía viajar, pero que deciden finalmente no acompañarle. Después de una elipsis que nos escamotea el viaje en barco y sus primeros meses de estancia en Papeete, le encontramos ya instalado en la aldea de Mataiea, en medio de la selva, viviendo solo, con una salud precaria, en una choza de bambú. Intentando valerse por sí mismo, pero sin las habilidades necesarias para procurarse sustento. En estas secuencias, la película consigue transmitirnos su lucha con la naturaleza y el sentimiento de inferioridad del artista frente a los nativos, tal y como lo expresa en su diario: «era pues yo, el civilizado, singularmente inferior, en esas circunstancias, a los salvajes». En aquella época, Tahití era la isla más poblada de la Polinesia francesa. Su capital, Papeete, estaba muy europeizada y este ambiente no gustó a Gauguin que precisamente había venido huyendo de él. Así lo expresa en su diario: «Aquello era Europa —¡la Europa de la que yo había creído librarme!— con las especies agravantes, además del esnobismo colonial, la imitación, grotesca hasta la caricatura, de nuestras costumbres, modas, vicios y ridiculeces civilizadas». Gauguin buscaba en Tahití, además de su hermosura física, la pureza primitiva de la raza maorí, «su antigua grandeza, sus personales y naturales costumbres, sus creencias y sus leyendas». Para eso se adentró en la selva e intentó vivir como ellos. Allí encontró algo de ese Paraíso perdido a punto de extinguirse, como esa Eva primitiva que encarna la joven Tehura, una niña de trece años (un dato que la película omite), entregada como esposa al artista por sus propios padres. Un acto natural entre los nativos imposible de entender con nuestra mentalidad actual y que el propio artista, en el libro, consciente de lo chocante de este dato incluso para su época, matiza: «…de alrededor de trece años, que correspondía a los dieciocho o veinte de Europa». Tehura no fue la única relación tahitiana del artista, pero sí la que dejó su huella en Noa Noa y en muchas de las sesenta y seis obras que pintó entonces. Con ella, según expresa en el libro, tuvo una vida plenamente feliz, sin conciencia del tiempo. Viviendo como un «salvaje» y sintiendo como un niño. Su ruptura, los episodios de celos y la atracción entre Tehura y Jotefa es un constructo del director para darle emoción dramática a la historia. La apuesta estética de la película combina los tonos fríos (de verdes y azules) de las escenas diurnas con las cálidas y minimalistas imágenes nocturnas, algunas de ellas filmadas solo a la luz de las velas. La fotografía se decanta por un cromatismo menos intenso y más terrenal que el que Gauguin utiliza en sus pinturas. Un contraste que pretende mostrar que el Tahití de colores primarios que Gauguin inventa en sus cuadros no era real. Era un mundo imaginado. No era la civilización pura que esperaba encontrar sino una cultura contaminada por los colonizadores y sus imposiciones políticas, económicas y religiosas. Quien pretenda encontrar en la película el retrato fiel del personaje o profundizar en el proceso creativo del artista se sentirá defraudado. Deluc hace un retrato poco comprometido de Gauguin, a quien no juzga moralmente y del que evita aportar datos incómodos y controvertidos de su biografía. Gauguin, viaje a Tahití es el primer tramo de la odisea maorí de Gauguin, un período muy productivo, intenso y puro del último tramo de su existencia que él mismo se encargó de idealizar en su libro, un libro que, como la película, no habla nada (o muy poco) de arte y sí mucho de vida.