El problema de After no es sólo que narra una historia ya contada mil veces -la chica buena e inocente que vive su despertar sexual con el chico malo y rebelde, y los obstáculos que la pareja encuentra en el camino-, sino que además aburre, es timorata, se regodea en sus lugares comunes y está mal actuada. Lo único interesante de este producto para preadolescentes (decir que es para adolescentes es sobreestimarla) es su origen. Todo empezó en Wattpad, una plataforma literaria en la que los usuarios comparten material propio -cuentos, poemas, novelas, artículos- y reciben las reacciones de otros usuarios. La plataforma presenta como anzuelo la posibilidad de que los textos más populares lleguen a ser publicados en papel y se conviertan en guiones para adaptaciones de cine o televisión. After vendría a ser un caso testigo de éxito. Su autora, Anna Todd, empezó a escribir esta tetralogía a los 24 años: como Cincuenta sombras de Grey, sus novelas se enmarcan en el cenagoso universo de las fanfiction (las ficciones escritas por fans, que giran en torno a alguna celebridad o a alguna célebre obra previa). Todd se montó sobre el furor por One Direction e imaginó a uno de los miembros del grupo juvenil -Harry Styles- como protagonista de su historia, y a los otros cuatro como personajes secundarios. Y la pegó: sus libros son un fenómeno de ventas que hace cuatro años incluso la trajeron a la Feria del Libro de Buenos Aires. Por cuestiones legales, en la película los nombres fueron modificados. Harry Styles es ahora Hardin Scott, pero mantiene los clisés del chico malo: se viste de negro, anda en un viejo auto deportivo negro, es cínico, irónico y ligeramente maltratador. Pero este torturado héroe romántico es duro por fuera y blando por dentro. Ella es su contracara: ingenua, inocente, anticuada. Ambos son caricaturas de personaje de dos de las novelas a las que se hace mención explícita, Sensatez y sentimientos o Cumbres borrascosas. Una pátina de alta literatura que no alcanza para contrarrestar la banalidad e insustancialidad de After.
Dedicada a los niños más pequeños, Parque Mágico combina una animación técnicamente impecable con un argumento extraño, que sólo parece una excusa para el despliegue de la pirotecnia visual. June es una nena que se la pasa jugando a la construcción de parques de diversiones. Su socia creativa es la mamá: entre las dos arman, por toda la casa, la más variada clase de atracciones. En otra dimensión, lo que a ellas se les ocurre sucede realmente. Así, los muñecos de peluche de June cobran vida y son los anfitriones del verdadero parque mágico: un mono, un puercoespín, una jabalí y dos castores. El viejo truco de meter animalitos parlantes para captar la atención del público infantil. Pero la mamá de June se enferma y tiene que viajar a hacerse un tratamiento, por lo que June abandona el juego, se preocupa por no perder también a su padre, y el Parque Mágico cae en el olvido. De alguna manera, ella entrará en la dimensión del parque y deberá ayudar a los animalitos a derrotar a “la oscuridad” que tomó el lugar. Una alegoría al estado anímico de la nena: endeble mensaje de resiliencia. Todo transcurre a un ritmo vertiginoso, con muchas escenas donde da la impresión de que hay varias situaciones desarrollándose simultáneamente. La explosión de colores y texturas contribuye al mareo pero también compensa los baches del guion de Josh Appelbaum y André Nemec para una película que oficialmente no tiene director: Dylan Brown, ex animador de Pixar, estuvo al frente del proyecto casi hasta el final, pero por denuncias de abuso sexual fue despedido y su nombre quedó excluido de los créditos. “La oscuridad está para recordarnos que miremos la luz que nos rodea”, es la explícita -y berreta- moraleja de esta historia, que pronto será una serie del canal Nickelodeon.
Es innegable que el cine fue, es y probablemente será utilizado como instrumento de propaganda. Pero no es frecuente ver productos tan abiertamente panfletarios como este Palau, la película, una biografía -en rigor, habría que llamarla hagiografía- del popular pastor evangélico nacido en Ingeniero Maschwitz hace 84 años. Ya de entrada, la voz del propio Luis Palau nos anuncia que estamos por ver su historia. Podrá destacarse la honestidad de la película en cuanto a no ocultar su carácter autorizado y oficial, pero esto no compensa lo que sigue: una serie de escenas anodinas, con personajes que parecen cruzarse en el camino del héroe sólo como excusa para que existan diálogos -acartonados y artificiales- donde se baje su línea de pensamiento. Pero en realidad no quedan muy claras las ideas de este hombre que con sus emisiones radiales fue uno de los pioneros entre los pastores electrónicos. Apenas, que está en contra de la revolución armada y del marxismo-leninismo; de acuerdo con el cristianismo interdenominacional; en desacuerdo con Jean-Paul Sartre; y que, como corresponde, se considera a sí mismo “un siervo al servicio del Señor”. Palau se sobrepone a la amenaza de pobreza en su infancia, se va a estudiar a Estados Unidos, a predicar a Colombia, y luego va abriéndose camino hasta convocar multitudes, como se ve en las fotografías reales que se muestran al final. Pero no hay mayor arco dramático ni tampoco se palpan los logros de este seguidor de Billy Graham, más allá de la organización de una marcha evangélica en la violenta Bogotá de los años ‘60. A todo esto hay que sumarle el castellano neutro de Gastón Pauls, una barrera infranqueable para el público argentino. Y una pobre reconstrucción espacio-temporal, con escenas de interiores que se intercalan con imágenes de archivo o, a la usanza de las telenovelas, con tomas fijas de exteriores para simular que la acción transcurre en determinado lugar. La frutilla del postre es la aparición del auténtico Palau pidiéndonos amablemente a cámara que abramos nuestros corazones a Cristo. Con medios así, difícil que ese mensaje llegue a los que no estén ya convencidos de antemano.
Con disculpas a los fanáticos de la película de 1989: treinta años más tarde, esta Cementerio de animales es superior a la original. Que contaba con guion -y hasta un cameo- del propio Stephen King y marcó un hito en la educación terrorífica de una generación, pero no envejeció bien y dejó la vara baja. ¿Que fue filmada al calor del éxito de It? Seguro, pero el oportunismo no quita que la película de la dupla Kölsch-Widmyer sea otra excepción a la regla de que toda remake es inferior a la original. La historia es la misma, con un planteo inicial clásico del género: una familia tipo se muda a una casa en las afueras en busca de tranquilidad, pero encuentra lo contrario. Aunque aquí las calamidades no provienen de la casa en sí, sino de un cementerio indio que no está muy lejos de la propiedad. De cualquier modo, el primer monstruo que hay a la vista es uno que nos acecha a todos: el tránsito. Sin grandes lucimientos, las actuaciones son mejores que las de la primera (sólo puede extrañarse a Fred Gwynne como el vecino misterioso) y desde ya que los efectos especiales también son más eficaces. Hay que celebrar que la historia haya perdido sus pinceladas humorísticas -ya fueran voluntarias o no-, porque ganó en peso dramático. Hay algunos cambios que tal vez indignen a los nostálgicos, pero que le dan más lógica interna a la trama. (Y que, dicho sea de paso, recibieron la bendición de King, aunque éste no es un dato decisivo: recordemos que el escritor desaprobó El resplandor de Kubrick). El fondo de la cuestión continúa inalterable: la tragedia se desencadena por la imposibilidad de elaborar un duelo, de aceptar la muerte. Hasta nombrarla es una contrariedad: no se la puede afrontar ni siquiera verbalmente. “Decile cualquier cosa menos que está muerto”, le pide Rachel a su marido, Louis, cuando discuten sobre cómo comunicarle a su hija el abrupto final de su gato Church. La moraleja es: evitar la verdad puede acarrear desgracias. “A veces la muerte es mejor”, concluye uno de los personajes, una frase que extiende su sentido mucho más allá del deseo de revivir a los que ya no están.
No es frecuente que un documental tenga una secuela, pero a veces la realidad se impone y los cineastas se ven obligados a retomar un hilo que parecía terminado: es lo que les ocurrió al italiano Daniele Incalcaterre y la suiza Fausta Quattrini. En El impenetrable (2012), la dupla de realizadores había contado una historia asombrosa: la de cinco mil hectáreas que Incalcaterre había heredado de su padre en el Chaco paraguayo, y cómo su intento por devolvérselas a los pueblos originarios chocaba con una maraña burocrática y legal poblada por una galería de personajes novelescos. Esa primera parte tenía como final feliz un decreto del entonces presidente Lugo que convertía a las tierras en una reserva natural: Arcadia. Al ser destituido Lugo, el decreto perdió validez y entonces Incalcaterre, cual Sísifo, debe volver a empujar la piedra de sus buenas intenciones hasta la cumbre de la montaña de la burocracia paraguaya. Chaco sigue al director en sus andanzas por Paraguay y sus sucesivas entrevistas con abogados, legisladores, funcionarios y hasta el propio Lugo para conseguir su propósito de que sean los guaraní-ñandeva quienes habiten ese lugar. Arcadia es una isla verde rodeada de un desierto, producto del feroz desmonte que está sufriendo el vecino país a causa de los agronegocios y el modelo sojero, una de sus principales fuentes de divisas. Cualquier parecido con la Argentina no es mera coincidencia. La película denuncia el despojo a los pueblos originarios, la depredación de los recursos naturales y la protección que, por acción u omisión, el Estado les da a quienes están cometiendo esta masacre ecológica. Por momentos, el documental se reitera y pierde fuerza: la narración cae en el mismo laberinto circular en el que está atrapado Incalcaterre. Un intríngulis teñido de realismo mágico, en el que la única certeza es una frase aplicable al capitalismo en general: “La justicia protege un universo de negocios lícitos e ilícitos”.
Las dos reinas es una película de época, pero más a tono con la actual que con el siglo XVI por su alineamiento con la vigente tendencia de teñir los guiones de feminismo explícito. Eso la distingue dentro del subgénero y a la vez conspira contra su logrado clima y su notable realización. Aunque esta es la opera prima de Josie Rourke, se nota su vasta experiencia como directora teatral. La puesta de cada escena es de un cuidado y una precisión poco frecuentes, a lo que se suman las grandes interpretaciones de las protagonistas -Saoirse Ronan y Margot Robbie- y lo que suele brillar en toda película de época que se precie de tal: el vestuario, el maquillaje, los peinados (aspiró a dos Oscar por estos rubros). La atrapante historia de María Estuardo, reina católica de Escocia, y su enfrentamiento con su prima, Isabel Tudor, monarca protestante de Inglaterra, es oro para el guionista Beau Willimon, todo un experto en intrigas palaciegas: es el creador de la House of Cards estadounidense. Aquí se basó en un libro del historiador John Guy que rescata la figura de María I de Escocia: por lo tanto, la heroína es casi tan perfecta como Daenerys Targaryen (según algunas teorías, el personaje de Game of Thrones se habría inspirado en la reina escocesa y/o en Enrique VII). El toque moderno pasa por un elenco multiétnico y, quedó dicho, por el punto de vista feminista. Con audacia, Rourke plantea el uso del cuerpo femenino como herramienta política y rompe tabúes: muestra la menstruación, el goce sexual de la mujer durante el cunninlingus, el empleo del hombre como mero semental. Pero lo que en un principio es sutil termina siendo una bajada de línea subrayada y reiterativa, al punto de que entre los solemnes diálogos aparecen frases como “¡Qué crueles son los hombres!”. El poder y la sororidad -son primas, pero entre sí también se llaman “hermana”- de María e Isabel son aplastados por esa crueldad masculina: la hipótesis de la película es que si el mundo fuera gobernado por mujeres, la humanidad tendría más esperanzas. Una idea tan sexista y descabellada como su contraria.
Quince años después de que su cortometraje Lo llevo en la sangre se destacara en Historias breves IV con una ingeniosa trama que giraba en torno al clásico Atlanta-Chacarita, Pablo Gonzalo Pérez estrena su primer largo con otra temática muy argentina. Es que si la infancia es la verdadera patria, para los argentinos el kiosco es la capital. Más que un comercio, es una institución nacional, una meca, un símbolo de placeres sobre todo para quienes fueron chicos en su época de auge, entre los ’70 y los ’90. Como el personaje de Pablo Echarri, un oficinista al que el hartazgo por la rutina lo lleva a acogerse al retiro voluntario abierto por la empresa (cualquiera coincidencia con la realidad no es pura casualidad). ¿Y qué mejor lugar para invertir el dinero que en el kiosco del barrio de su niñez, que tantos dulces recuerdos le dejó en la memoria? Pero un imprevisto hará que tener éxito como kiosquero le cueste más de lo esperado. La actualidad del punto de partida está acompañada por algunos personajes de una porteñidad palpable, como el pizzero de un Roly Serrano que vuelve a destacarse. Pero hasta ahí llegan los méritos de El kiosco, que por su tono y realización termina acercándose a un flojo programa televisivo de los ‘80: escenas dramáticas poco logradas se alternan con sketches humorísticos más vencidos que golosina agusanada.
Agridulce y melancólica como buena película uruguaya, algo salva a Belmonte de ser una de las tantas en las que no pasa nada y el tedio gana la partida. Tal vez sea el carisma de su protagonista, con su eterna cara de fastidio; o las sutiles pinceladas de humor que aparecen por aquí y por allá; o los toques fantásticos, también escuetos; o la contemplación de un mundito interesante. El mundito de Javier Belmonte. Es un hombre de cuarentipico al que no le va tan mal. Vive de sus pinturas, algo que pocos artistas consiguen; tiene una hija de unos ocho años que lo quiere; las mujeres caen rendidas a sus pies sin que él haga nada para lograrlo. Belmonte no cree en el amor ni en que pueda existir algo llamado carrera. No tiene muchas más ambiciones que pasar un tiempo con la nena y pintar tranquilo, sin que nadie le rompa mucho la paciencia. Y tiene esos modestos objetivos más o menos encaminados, pero parece disconforme, enojado. Descubrir la lógica interna de este rebelde sin causa quizá sea el mayor atractivo de la película. Esta historia mínima que bien podría transcurrir en los años ’80 -Montevideo y su efecto retro- marca la primera actuación protagónica de Gonzalo Delgado (la segunda debería ser en una biopic del ex futbolista de Independiente, Dany Garnero), coguionista de Whisky y director de arte de varias producciones a ambos lados del Río de la Plata. Él es el autor de las pinturas de Belmonte: la mayor parte de ellas, desnudos masculinos que marcan el paisaje de la película. La paternidad, la masculinidad, el desconcierto de llegar a esa edad en la que el final está más cerca que el punto de partida (con la voz de Leo Masliah cantando Imaginate m'hijo como contraseña). Cada quien le buscará un significado a este significante cáustico y adusto llamado Belmonte que, ajeno a interpretaciones, se carga sus pinturas al hombro y va.
El cisne se apoya en una premisa argumental perturbadora. Sin que quede del todo claro el porqué (¿una penitencia por haber robado?), una nena de diez años es enviada por sus padres a pasar una temporada con parientes en el campo. Una vez allí, ocurre algo insólito: tiene que compartir su habitación con un trabajador golondrina. Sin que a nadie le llame la atención esta circunstancia, la película gira en torno a la relación entre la nena y este veinteañero. Basada en una premiada novela de Gudbergur Bergsson, un reconocido autor islandés, la opera prima de Ása Helga Hjörleifsdóttir es revulsiva en tanto y en cuanto juega con los límites de lo moralmente aceptable. La ambigüedad de ese vínculo desigual es el núcleo de esta historia de iniciación, que no llega a reflejarse en el espejo de Lolita porque siempre se mantiene en una zona gris de ambigüedad y, desde ya, porque carece de la genialidad de la novela de Nabokov. Todo es narrado desde el punto de vista de la nena, que encuentra en los animales y la naturaleza -las tomas de los paisajes islandeses son magníficas- algo de consuelo ante la soledad en la que está sumida. Su otro refugio son las historias, las fantasías y los sueños, al punto de que las recurrentes secuencias oníricas terminan haciéndonos desconfiar de la fiabilidad de esta narradora: ¿pasó realmente lo que vimos o algo fue producto de su imaginación? El marco en el que transcurren los días de esta nena castigada es desolador. Está rodeada por adultos indiferentes o maltratadores, incapaces de establecer una mínima empatía y sin empacho en hacerla atravesar algunos trances crueles. Pero a la vez son personajes no del todo bien resueltos, de modo que sus acciones y conflictos no llegan a espantar o conmover. A pesar de la bella fotografía, tampoco la búsqueda poética está lograda, de manera que El cisne termina siendo una experiencia más decepcionante que desconcertante.
Todo empieza con Rubén Blades contando cómo a los cuatro años, cuando su abuela le explicó qué era un cortejo fúnebre, se enteró de que algún día se iba a morir. Más adelante revela por qué quiso participar de este documental: “Yo tengo más pasado que futuro (…) Tengo mi testamento hecho. Esto es una parte de ese testamento. Es decir cosas que es importante decir porque si no las digo y no las aclaro ahora, otros van a tratar de interpretar, y no va a ser lo mismo”. Queda claro, entonces, que Yo no me llamo Rubén Blades es una versión autorizada -él mismo es uno de los productores asociados- de la vida de uno de los íconos de la canción social latinoamericana. Con todas las ventajas y desventajas que esto implica: el acceso a la intimidad del personaje pero con límites implícitos sobre lo que se muestra o se dice, y una ausencia total de cuestionamiento a su figura. Estos baches -inherentes a toda biografía oficial- se sienten, por ejemplo, cuando se menciona lateralmente el conflicto con Willie Colón para luego pasarlo por alto. Pero se compensan con los numerosos momentos de entrecasa de un documental que, lejos de subir a Blades al pedestal de los próceres, lo muestra como un “humano cualquiera” con algunos logros extraordinarios, como haber sido quien le dio profundidad a la salsa. Blades abre las puertas de su casa en Manhattan y va repasando hitos personales mientras recorre sitios emblemáticos de su vida en caminatas por Nueva York y Panamá. Así, de cuerpo presente en los lugares que menciona, habla de su infancia, el primer lugar donde tocó, sus días como cadete en la Fania. Y también, de su hijo extramatrimonial, de sus facetas de actor y de político. Hay testimonios de colegas y de allegados que no aportan mucho, y escenas de trastienda de conciertos. Ahí se ve a un Blades que, a los 70 años y con el testamento listo, todavía tiene ganas de cantar.