Como el bíblico Rey Salomón o el Doctor Dolittle creado por el británico Hugh Lofting, esta Liliane Susewind de Tanya Stewner -autora alemana de literatura infantil- tiene la habilidad de hablar con los animales. Y para que el don se luzca, dónde iba a transcurrir su primera aventura cinematográfica sino en un zoológico: las bestias están desapareciendo misteriosamente de sus jaulas, y ella tratará de evitar más secuestros, a la par que buscará integrarse a sus nuevos compañeros de escuela. ESPECTÁCULOS SUSCRIBITE INGRESAR 15/08/2018 - 20:06Clarin.comEspectáculosCine Regular Crítica de "La pequeña traviesa": Niña, deja de joder con esos bichos En esta comedia alemana para chicos, la protagonista es una nena con el don de hablar con los animales. La pelirroja Liliane Susewind junto a sus mejores amigos, el perro Bonsai y un niño genio científico. Gaspar Zimerman Críticas De Cine Como el bíblico Rey Salomón o el Doctor Dolittle creado por el británico Hugh Lofting, esta Liliane Susewind de Tanya Stewner -autora alemana de literatura infantil- tiene la habilidad de hablar con los animales. Y para que el don se luzca, dónde iba a transcurrir su primera aventura cinematográfica sino en un zoológico: las bestias están desapareciendo misteriosamente de sus jaulas, y ella tratará de evitar más secuestros, a la par que buscará integrarse a sus nuevos compañeros de escuela. La idea de La pequeña traviesa -otra genérica traducción local de un título- es atractiva, pero la realización de esta película alemana es pobre. Ante todo, debemos superar la barrera de un espantoso doblaje. Pero aun haciendo oídos sordos al castellano neutro, hay otro obstáculo difícil de sortear: una protagonista pretendidamente encantadora que en realidad es insufrible. Ella resulta uno de los puntos más flojos de un elenco infantil que de por sí es bastante limitado. Y a estos defectos no los puede compensar la puesta en escena, porque la precariedad de la producción es indisimulable. Todo está hecho con recursos mínimos, y se nota. Si a esto le sumamos una edición desprolija y un guión cargado de chistes escatológicos -tres veces hay animales que cagan o mean sobre rostros humanos- y con una bajada de línea elemental (hay que aceptar a cada uno tal como es), el resultado es poco recomendable.
A una industria carente de imaginación, dominada por las franquicias, se le está sumando una nueva plaga: las remakes no oficiales. La angustia de las influencias parece un chiste perimido: la cuestión ya no pasa por tomar un par de viejas ideas y disimularlas más o menos con giros novedosos, sino lisa y llanamente desempolvar clásicos y repetirlos. Y cuanta más posibilidades de meterles pirotecnia visual haya, mejor. Una muestra reciente es Rascacielos(mix de Infierno en la torre y Duro de matar) y otra es esta Megalodón, una Tiburón con más presupuesto, mejores efectos especiales y sin el talento de Steven Spielberg. Estas dos producciones, además, son nuevos ejemplos de la tendencia actual de Hollywood de mirar hacia el gigantesco mercado chino. En este caso hay capitales de ese origen involucrados y por eso trabajan un par de actores de esa nacionalidad, todo transcurre en aguas orientales y hay diálogos en cantonés. Y está Jason Statham, heredero natural de Bruce Willis, que saca a relucir su pasado de clavadista con proezas dignas de Aquaman (pero, en un guiño bíblico, se llama Jonás). Aparentemente el británico es muy popular en China y su presencia, además, sirve para compensar un poco, a puro carisma, la insipidez general. Porque aquí hay tiburones pero no sangre; en el afán por evitar calificaciones restrictivas que recortaran la taquilla, las muertes están lo más lavadas posible. El propio Statham y el director se quejaron de esto, que tuvo como resultado que la película no terminara de encontrar el tono. Las oscilaciones del guión son tan constantes como las de los barcos atacados por el tiburón. Los diálogos explicativos y solemnes -entre un grupo de científicos que descubre y persigue al gigantesco bicho prehistórico- se alternan casi mecánicamente con alivios cómicos; la acción y el suspenso están descafeinados por esos pasos de comedia adolescentes; y los impresionantes efectos no disimulan el perfume clase B de todo el conjunto. La historia -basada en la primera novela de una saga de Steve Alten- está tácitamente dividida en tres partes. Para cuando llega la tercera, la tentación de mirar el reloj es muy fuerte, y esto es lo peor que se puede decir de una película concebida para entretener.
No es descabellado imaginar que a partir de la publicación de textos literarios autobiográficos, las amistades o los vínculos familiares de ciertos escritores se hayan visto sacudidas. Pero se conocen pocos casos como el de Manuel Puig, a quien sus dos primeras novelas, La traición de Rita Hayworth (1968) y Boquitas pintadas (1969), le valieron el repudio de todo un pueblo, General Villegas, donde no las leyeron como ficciones sino como relatos históricos cargados de chimentos maliciosos sobre villeguenses notables. Hoy que el tiempo ya pasó, y que en la entrada a la ciudad hay un cartel de bienvenida con la imagen del escritor, el local Carlos Castro recorre sus calles para investigar esa tirante relación entre Villegas y su ciudadano más ilustre. Si la temática ya es de por sí atractiva, hay un detalle que enriquece al documental: su coprotagonista es una villeguense que bien podría haber sido un personaje de una novela de Puig. Se trata de Patricia Bargeño, conocida como La Viuda de Puig: un accidente automovilístico la dejó cuadripléjica y despertó su interés por el autor, quizá porque -como ella misma conjetura- a partir de ese momento se sintió tan sapo de otro pozo en ese pueblo como el pequeño Coco. La curiosidad se transformó en obsesión, al punto de que ahora vive en una de las casas en las que alguna vez vivió Puig. Además de contar su propia historia, ella es la guía turística-literaria que, con su voz y sus textos, nos muestra cuánto de Coronel Vallejos -el pueblo de las ficciones de Puig- hay o hubo en General Villegas. Completan el panorama elementos imprescindibles en un documental de este tipo, como testimonios de habitantes sobre el pueblo, el escritor y la recepción de su obra, entre los que se destacan tres señoras que también parecen salidas de una novela de Puig: té mediante, cuentan y callan. Hay también imágenes de archivo que dan una idea del Villegas de las novelas y, lo más valioso, la propia palabra del autor de El beso de la Mujer Araña, que define su vínculo con ese lugar: “Era como un western que yo había ido a ver por error, pero del que no me podía salir”.
"Un delirio maravilloso”. A los veinte minutos de película, Pacho O’Donnell define con precisión La trans de la patria. Y lo hace frente al director de este encantador disparate, Diego Recalde, que jamás pudo olvidar un chimento que hace casi veinte años le contó un guía turístico en Colonia del Sacramento, Uruguay, y a partir de esas palabras construyó esta suerte de comedia documental. La teoría se refería a Francisco del Puerto, el único sobreviviente del grupo de ocho expedicionarios que, bajo el mando de Juan Díaz de Solís, desembarcó en las actuales costas uruguayas en 1516. Según el dichoso guía, los indios no se comieron al grumete porque éste ya no era Francisco sino “La Pancha”, y los habitantes de estas tierras no devoraban mujeres ni niños. Esta hipótesis quedó repiqueteando en la cabeza de Recalde y él, especialista en investigaciones utópicas -recordar que es el autor de la trilogía Víctimas de Tangalanga- decidió ir tras las pistas del caso. Primero consultó una profusa bibliografía sobre el tema (El entenado, de Juan José Saer, es una de las obras inspiradas en Del Puerto) pero no encontró ningún dato fehaciente, así que para darle forma a su elucubración salió a entrevistar a posibles fuentes de iluminación. Así se sentó frente a tres de los historiadores mediáticos más conocidos -O’Donnell, Felipe Pigna y Eduardo Lazzari-, al divulgador científico Diego Golombek, y al escritor Gonzalo Demaría, entre otros. Intercaladas con originales dramatizaciones, estas charlas van profundizando en la teoría de que Francisco del Puerto no sólo fue el primer blanco en habitar estos lares, sino también la primera trans, y quien introdujo el beso y otras novedades sexuales en el continente. Son diálogos que hay que ver para creer: el verdadero protagonista de esta historia no es otro que el propio Recalde, que con su entusiasmo y simpatía llevó su delirio hasta las últimas consecuencias (es decir, esta inclasificable película).
Con frecuencia, la maternidad no deviene en ese estado de gracia que la mitología popular le adjudica. Y el puerperio, mucho menos. Qué decir, entonces, de lo que le toca atravesar a Mary: a la fragilidad emocional de haber parido, se le suma que uno de los mellizos que esperaba nació muerto. La depresión post parto le queda a la vuelta de la esquina. Y en ese diagnóstico que efectivamente le hace un psiquiatra se apoya la película para hacernos dudar de si lo que esta mujer ve es real o producto de su mente dañada: aunque su marido no lo cree, parece haber una entidad que quiere arrebatarle a su bebé. Las imágenes de circuito cerrado funcionaron en la primera Actividad paranormal, y Alex de la Iglesia nos dio escalofríos en La habitación del hijo gracias a los sonidos y las imágenes extrañas de un baby call. Pero estos recursos ya están gastados por el uso. O no son utilizados con eficacia por este director debutante llamado Brandon Christensen. Tampoco falta otro clásico: la misteriosa sobreviviente de un caso igualito ocurrido en el pasado y que puede ser la clave para desentrañar lo que está sucediendo. Y la Rosemary de Polanski, que acaba de cumplir 50 años, sigue siendo una referencia: como ella, esta Mary es un ama de casa de clase alta muy sola y con mucho tiempo libre. Pero aquí el jugueteo entre imaginación y realidad entra en un espiral de demencia grotesco, que termina rozando el ridículo.
En Los cuerpos dóciles (2015), Diego Gachassin mostraba -junto a Matías Scarvaci- los vericuetos del aparato judicial argentino a partir del caso de dos jóvenes detenidos por robo. Ellos terminaban condenados, y así parece natural que el siguiente documental de Gachassin sea Pabellón 4, que se mete en los pasillos de la unidad penitenciaria 23 de Florencio Varela. Lejos de los lugares comunes de las ficciones carcelarias, lo que aquí se retrata es, más que una rareza, un milagro: el funcionamiento de un taller de literatura, filosofía y boxeo para unos cincuenta internos de esa cárcel de máxima seguridad. Quienes dictan las clases son el abogado Alberto Sarlo y el ex convicto Carlos “Kongo” Miranda Mena: la cámara los sigue a ellos en sus vidas cotidianas y en su trabajo muros adentro. Es un documental de observación: sin entrevistas, las diversas situaciones que vamos viendo nos cuentan las historias de sus protagonistas y, también, las de los presos. Sin voz en off, con sólo ver y escuchar a los personajes, podemos sacar conclusiones acerca del sistema carcelario; de esas instituciones que suelen funcionar como depósitos de seres humanos y se desentienden de la rehabilitación y reinserción social; de quiénes terminan en sus celdas y quiénes no. No hay aquí una mirada condescendiente ni idealizada de los internos. Pero sus palabras conmueven, y permiten entender que hay un sistema que a la mayoría de ellos los empuja a la criminalidad: “Mi viejo fue chapista durante 50 años: no tiene olfato, vista ni tacto. Cuando salí, llegué a mi casa, miré a mi viejo y le dije ahora me acuerdo de por qué empecé a robar”. Carismático, con tanta calle como estudios formales encima, Sarlo es un gran personaje. Este Sebastián Estevanez de biblioteca conmueve con su dedicación -ad honorem- a los reclusos, pero sin vanagloriarse: “No enseño literatura y filosofía -les dice a sus alumnos- para que sean mejores personas: eso es colonialismo, dominación. No tengo la receta para que cuando estén cagados de hambre no roben más”.
La apostasía en comunidades judías ortodoxas mereció en los últimos años dos grandes películas: Félix y Meira (2014), drama sobre una judía de la comunidad de Montreal que se enamora de un gentil, y One of Us (2017), documental de Netflix que muestra la vida de tres ex judíos jasídicos de Brooklyn. La fascinante mecánica de estos grupos cerrados, que funcionan según sus propias reglas aun dentro de grandes ciudades, es el marco en el que se desarrolla Desobediencia, una historia de amor intensa, pero sin la emotividad ni el brillo de aquellos títulos. Este es el debut de Sebastián Lelio como director de una película hablada en inglés. Incluso antes de que la sobrevalorada Una mujer fantástica ganara el Oscar a mejor película en idioma extranjero, al chileno ya se le habían abierto las puertas para desarrollar una carrera internacional. En su rol de productora, Rachel Weisz vio Gloria (2013) y, atraída por la sensibilidad de Lelio para retratar el alma femenina, decidió convocarlo para escribir y filmar un guión basado en la novela de Naomi Alderman. La propia Weisz entrega una notable interpretación de Ronit, una fotógrafa que vuelve después de muchos años a su hogar en el norte de Londres para la shiva, el período de siete días de duelo por la muerte de su padre, un eminente rabino, líder de la colectividad. Su regreso reactiva forzosamente las relaciones que habían quedado en suspenso tras su abrupta partida, sobre todo con sus mejores amigos de toda la vida, Esti (Rachel McAdams) y Dovid, que están integrados a la vida social y religiosa de la comunidad. Lo mejor de la película es el extrañamiento de Ronit por estar en un lugar familiar al que ya no pertenece y en el que ya no tiene cabida; su trato con gente cercana y lejana a la vez. Pero el foco no está puesto ahí, sino en el romance tabú, que funciona tanto como un alegato a favor de la diversidad sexual como de la liberación femenina (y de una masculinidad sensible que la acompañe). Más allá de su tufillo a corrección política y a falta de riesgo, el mayor problema de Desobediencia es que a medida que transcurre va teniendo un tratamiento cada vez más melodramático. Hasta el punto de echar mano de recursos lacrimógenos que no son efectivos y, además, terminan embarrando la historia.
Un mal de época: llegar a los 40 viviendo con los padres. Se le puede echar la culpa a la situación económica, pero en el caso de Alejandro la cuestión tiene un componente más preocupante: le falta solidez financiera, sí, pero su mayor endeblez está en su estructura afectiva. Y anda por la vida como bola sin manija. Muchos recordarán De caravana (2010), la opera prima de Rosendo Ruiz que sorprendió por su ritmo y sus coloridos personajes. Ahora, en su quinto largometraje, el sanjuanino de nacimiento y cordobés por adopción presenta una historia introspectiva, de puertas adentro, más emparentada con el -ya viejo- Nuevo Cine Argentino. El permanente rictus de asco Alejandro refleja su percepción de la vida: nada lo conforma ni parece venirle del todo bien. La neurosis argentina no es patrimonio exclusivo de los porteños. Una pareja con vaivenes, una madre enferma, una hermana que no termina de ayudar. Y por ahí va Alejandro, rebotando de cama en cama. Como si todavía fuera un escolar, con una mochila a la espalda, pero cargada de insatisfacción existencial. Ruiz creó un personaje antipático, con el que no siempre es fácil empatizar, pero que se ubica en situaciones reconocibles. Sobre todo en el plano familiar: hay verdad en esas relaciones tirantes con la hermana ausente y la madre. Está bien captado ese trágico momento en que los hijos se transforman en padres de sus padres. Y es aquí donde Casa propia es valiente, porque hay ahí, flotando, un sentir inefable, que pocos se animan a confesar: lo que Alejandro necesitaría es que su madre se muriese. Esta temática tabú es de una potencia que tal vez podría haber sido mejor aprovechada. Porque varias de las circunstancias que atraviesa el protagonista lo que terminan haciendo, en lugar de enriquecer a la película, es diluirla y asordinarla.
Muchos recordarán Pan y tulipanes, que allá por 2001 tuvo un gran éxito en la Argentina y el mundo. Su director, Silvio Soldini, es todo un especialista en comedia romántica y en la exploración de relaciones de pareja. Ahora el veterano cineasta vuelve sobre su temática favorita, pero a este amor con barreras le agrega un riesgoso ingrediente: la discapacidad de uno de los protagonistas. L’amore con te -genérico y astuto rebautismo local, en italiano, del más complejo Il colore nascosto delle cose- cuenta una historia clásica: un mujeriego empedernido se replantea su vida de engaños cuando encuentra a una mujer que le toca el corazón. En este caso, esa mujer es ciega. He aquí la comprobación del dicho aquel del camino al infierno empedrado de buenas intenciones: en su biempensante intento por desterrar los prejuicios sobre la ceguera y “humanizar” a los no videntes, Soldini cae en una condescendencia y un maniqueísmo capaces de arruinar cualquier película. Porque además de ciega, Emma (Valeria Golino) es bella. Y dulce. Y sensible. Y solidaria. Y abnegada. En fin: su único defecto es que no puede ver. Y ni siquiera, porque según ella misma dice, esa imposibilidad la habría dotado de una mayor profundidad espiritual: “Ustedes están más ligados a la apariencia; nosotros tenemos que ir más allá”. Es decir, esta cuasi perfección se extendería a todos los ciegos. De hecho, Emma tiene una amiga con la visión disminuida que es simpatiquísima (y el mejor personaje de la película). El egoísmo, la superficialidad, la hipocresía, quedan reservados para quienes carecen de dificultades oftalmológicas. Pero quizá lo peor del asunto sea que la ceguera de Emma es lo único que distingue a esta historia de otras ya contadas cientos de veces.
En general, la actitud más recomendable ante una película para adolescentes basada en un best seller es huir. Porque suelen ser superficiales, estar cargadas de moralina y de personajes esquemáticos. Cada día, filmada a partir de la exitosa novela homónima de David Levithan, comete algunos de esos pecados, pero logra ser una excepción a la regla gracias a su ingeniosa premisa, una vuelta de tuerca al viejo truco del intercambio de almas del estilo Hay una chica en mi cuerpo. "A" es un espíritu que despierta cada mañana en un cuerpo diferente: siempre de su misma edad -A es adolescente-, de cualquier sexo, y ubicado no muy lejos del cuerpo anterior. La medianoche marca la hora de vencimiento: el alma errante abandona el cuerpo que ocupó durante las últimas 24 horas para devolverlo a su legítimo dueño e invadir, al azar, otro nuevo cuerpo. Así, todos los días. Quienes son “habitados” guardan borrosos recuerdos de lo que hicieron durante ese día. Con esta suerte de posesión no satánica, mientras está dentro de Justin, conoce a la novia de él, Rihannon. Le confiesa su secreto y empieza una historia de amor entre ella, "A" y el cuerpo que toque cada día. Un romance que sirve para dejar todo tipo de enseñanzas, empezando por la principesca “lo esencial es invisible a los ojos” y siguiendo por la más prosaica variante “lo importante no es el envase, sino el contenido”. Es, también, el vehículo ideal para transmitir un mensaje de aceptación de la diversidad sexual. Suena exasperante, pero el director, Michael Sucsy (cuya opera prima fue el encantador telefilme Grey Gardens), y el guionista, Jesse Andrews, se las rebuscan para mantener el interés del relato y, apoyándose en el aspecto fantástico del asunto, no caer en una bajada de línea excesivamente empalagosa.