La Operación Reciclaje De Los Años 80 sigue su curso. Esta vez, el objeto exhumado es Rampage, un videojuego que tres décadas atrás nos regaló cientos de horas de alegría dándonos la oportunidad de convertirnos en gigantescos monstruos destructores de ciudades. Había tres opciones: ser Lizzie, una suerte de Godzilla; George, una especie de King Kong; o Ralph, algo así como un súper hombre lobo. Se trataba de seres humanos transformados en esas criaturas por errores científicos, pero no había relato: básicamente, todo consistía en demoler edificios y devorar gente. Entonces, a esa idea primaria había que rodearla de una historia. El encargado fue Ryan Engle, conocido por haber sido guionista de Non-Stop y El pasajero -dos de las últimas aventuras de Liam Neeson-, que imaginó lo siguiente: una corporación siniestra está haciendo experimentos genéticos en el espacio exterior, pero todo se sale de control y las sustancias caen a la Tierra, afectando a un gorila, un caimán y un lobo. Dwayne Johnson esta vez es un primatólogo que junto a una genetista (Naomie Harris, que brilló en Moonlight) intentará encontrar un antídoto para curar a su amigo George, el gorila albino, antes de que él y los otros dos bichos aniquilen Chicago. El resultado es el esperable: pirotecnia visual sin sustento dramático, una pavorosa mezcla de cine catástofe, comedia y King Kong vs. Godzilla. A los 45 años, The Rock está en su apogeo laboral y en la cima de su popularidad: todo un mérito si consideramos que el ex luchador todavía no aprendió a actuar. Para colmo, en Hollywood insisten en sumarle el rol de capocómico al de héroe de acción, y lo exponen doblemente. Los diálogos, cargados de chistes malos, son muy flojos. Con una pareja de villanos caricaturescos y situaciones inverosímiles, todo queda a medio camino entre la parodia y la acción en serio. Como si el bombardeo de efectos especiales fuera poco, hacia el final se le agregan cámaras lentas para subrayar heroísmo y frases ultrayanquis como “¡si te metés con mi amigo, te metés conmigo, mother fucker!” previa descarga de misiles. Sólo queda rezar para que este no sea el inicio de una nueva franquicia.
Mazinger Z: Infinity surgió con la excusa de conmemorar los 45 años de la aparición del manga y el animé Mazinger Z y los 50 años del debut profesional de su creador, Go Nagai, que se cumplieron en 2017. El homenaje es total: la película no es ni más ni menos que un capítulo como aquellos que veíamos en televisión en los ‘80, pero más largo. La historia ocurre diez años después de la batalla final de Koji Kabuto y Mazinger Z contra Dr. Hell. Con el robot convertido en pieza de museo, ahora Koji es un investigador científico que trabaja codo a codo con su novia, Sayaka Yumi (la ex piloto de Afrodita). La tarea de protección de la humanidad quedó a cargo del Gran Mazinger, piloteado por Tetsuya Tsurugi. Pero el Dr. Hell vuelve a la carga, toma como prisioneros a Tetsuya y su robot, y Koji Kabuto debe volver a intervenir para salvar al planeta. Para qué negarlo: emociona volver a ver, y en pantalla grande, a pilares de la infancia como Koji, el hermafrodita Barón Ashler -gran villano-, el propio Mazinger Z, y demás personajes. Es un viaje en el tiempo oír otra vez palabras que creíamos olvidadas, como “pilder” o “scrander”, y esas órdenes que gritaba Koji: “¡Rayos fotónicos!”, “¡Puños afuera!”, etc. Pero una vez satisfecha la nostalgia, lo que queda es una historia incomprensible, una excusa demasiado rebuscada para llegar al objetivo básico: que los robots se peleen entre sí. A favor de la película, hay que decir que es fiel, tanto en estética como en espíritu, a aquellos viejos capítulos de los años felices. La conclusión es que es probable que aquel amado animé fuera tan absurdo como esta película. Por las dudas, mejor quedarse con el recuerdo y no averiguarlo.
Los niños actores pueden ser exasperantes, pero cuando aparece uno como Brooklynn Prince, es probable que todo lo que haga resulte extraordinario. De la mano de esta nena tremenda, sin experiencia previa en la actuación, Proyecto Florida es una película inolvidable. Un conmovedor retrato de la marginalidad, pero sin golpes bajos; una tierna pintura de la infancia, pero sin empalagar. Logra algo muy difícil y raro: la convivencia armónica de la belleza con la fealdad, de lo sublime con lo abyecto. La filmografía de Sean Baker abunda en personajes que se mueven en los márgenes. Su anterior película, Tangerine (2015), que fue filmada con iphones y contaba las andanzas de dos travestis negras en Los Angeles, alcanzó la repercusión suficiente como para que este cineasta independiente tuviera más presupuesto para mostrar otro lado B de Estados Unidos: el de los “homeless ocultos”, gente que no vive en la calle pero casi. La historia transcurre en un motel barato, de los tantos que hay cerca de Disney World (de ahí el título: la empresa llamaba Proyecto Florida al futuro parque de diversiones). Ahí, Moonee (Prince) convive con su madre veinteañera, Halley (Bria Vinaite, otra debutante genial), que día a día se las rebusca como puede para conseguir comida y la plata para pagar la habitación. En un elenco plagado de brillantes no-actores, el único nombre conocido es el de Willem Dafoe, que vuelve a lucirse (recibió la única nominación de la película al Oscar), pero esta vez -raro en él- haciendo de hombre común: es el paternal conserje del motel. Todo sucede en un verano, y está contado desde el punto de vista de los chicos: Moonee y sus amiguitos del motel, que se mueven por la zona solos, libres, salvajes. Baker se esforzó por que la cámara siempre estuviera a la altura de estos demonios infantiles. Ellos son amos y señores de la película: una hábil manera de conseguir empatía inmediata. La pandilla de Moonee comete sus travesuras entre descampados agrestes y construcciones de un kitsch increíble: a la sombra de la alegría artificial de Disney, hay un paisaje desolador. En ese terreno, la magia queda a cargo de una madre tan amorosa como desastrosa y de una nena sin límites a la vista. El vínculo entre ellas con el resto del vecindario y el conserje es de una sensibilidad asombrosa, y por eso Proyecto Florida es de esas experiencias profundas que el cine entrega de vez en cuando.
No hace falta ser un analista de política internacional para saber que Oriente Medio es un polvorín y la mínima chispa puede hacer volar todo por los aires. En ese lugar común se apoya El insulto: un nimio incidente callejero deriva en un juicio que termina poniendo al Líbano al borde de una nueva guerra civil. Regando las plantas, un cristiano libanés moja a un palestino musulmán, que lo llama “idiota”. Esto va armando una bola de nieve que termina en los Tribunales: estos dos sujetos personifican a dos de los bandos enfrentados en el conflicto bélico que desangró al Líbano durante décadas. Su pequeño drama individual es una excusa para revisar la gran tragedia colectiva. Así, las divisiones políticas libanesas, las atrocidades de la guerra civil y, en particular, la masacre de Damour (cometida por una facción palestina en 1975) son puestas en escena en un juicio de aires hollywoodenses. Un parentesco que no es casual -el director Ziad Doueiri hizo parte de su carrera allí-, y que se acentúa con ciertos giros efectistas e innecesarios del guión, que no impidieron -tal vez incluso ayudaron- que El insulto compitiera en los Oscar en la categoría mejor película de habla no inglesa. Es frecuente que el cine que últimamente llega de Oriente Medio plantee fascinantes dilemas morales: Asgar Farhadi es uno de los principales exponentes de esta tendencia. Pero aquí ese dilema no es tal: en ningún momento caben dudas de que la razón está del lado del palestino. A todas luces, el cristiano pone en riesgo a su familia por un capricho. Entonces, la supuesta complejidad de la trama se desvanece. Queda demasiado en evidencia que toda la narración existe con el único objetivo de dejar una moraleja: hay heridas que nunca cicatrizan y la reconciliación es una pretensión peregrina mientras no haya justicia.
A Jonas Carpignano le robaron un auto cargado con equipamiento cinematográfico cuando estaba filmando un cortometraje. Como todo el mundo sabe en Gioia Tauro (Calabria), cuando algo así ocurre hay que negociar con los gitanos: el joven cineasta italoamericano lo hizo, recuperó su auto y descubrió un mundo. a partir de entonces, durante cinco años estuvo visitando la Ciambra, el barrio gitano, y maduró su segundo largo, con los integrantes de la familia Amato, que nunca antes habían actuado, como protagonistas. Todo está contado a través de los ojos de Pio, el adolescente de 14 años que quiere demostrarle a su hermano mayor, Cosimo, que ya es un hombre en condiciones de seguirle el ritmo en sus andanzas delictivas. Es una historia ficcional narrada con pulso documental: Carpignano logró que los Amato reinterpretaran situaciones que, en su mayor parte, les habían ocurrido realmente. De ahí la naturalidad y la verosimilitud de La Ciambra, reforzadas por el carisma de ese adulto prematuro que es Pio. La película -que contó con Martin Scorsese como productor ejecutivo y fue enviada por Italia a los Oscar- muestra, con crudeza, la cotidianidad marginal de la comunidad gitana. Que no es nómada sino que habita monoblocks, rodeada de basurales, sumergida en el analfabetismo, viviendo de robos y estafas, a merced de las constantes redadas policiales, con la cárcel como escala habitual. A la vez, retrata el drama de los refugiados en el sur de Italia: si los gitanos están fuera del sistema y son despreciados por los “italianos” (los llaman así, aunque ellos también lo son), a su vez desprecian a los africanos, que están un escalón por debajo de ellos. La jerarquía de la pobreza. En esta aventura de maduración, Pio es el puente entre las realidades paralelas de ambas comunidades. Y llegará a una encrucijada en la que deberá elegir entre un mundo más amplio o seguir la enseñanza de su abuelo: “Somos nosotros contra todos los demás”.
El 15 de abril de 2013, dos bombas estallaron cerca de la línea de llegada de la tradicional Maratón de Boston. Murieron tres personas y unas 260 resultaron heridas: uno de ellos fue Jeff Bauman, que perdió ambas piernas y ganó notoriedad por una foto en la que se lo ve recibiendo ayuda de un hombre con sombrero de cowboy. Una historia con todos los ingredientes para ser carne de Hollywood. Esta es la segunda película sobre el tema: el año pasado se estrenó Día del atentado, de Peter Berg, protagonizada por Mark Wahlberg. Pero si aquella tenía pulso de thriller y reflejaba el drama colectivo, esta pone el acento en la tragedia individual de Bauman -está basada en su autobiografía-, cuya vida cambió para siempre en un instante. David Gordon Green (Pineapple Express, Experta en crisis) no nos ahorra nada de sufrimiento. Los planos de los flamantes muñones son recurrentes y ninguna de las adaptaciones cotidianas que le impone su nueva condición física es pasada por alto, bordeando el límite del regodeo morboso. De todos modos, la potencia dramática y el interés que puede tener Más fuerte que el destino está en la otra transformación radical que sufrió la vida de Bauman: a su pesar, este hombre se convirtió en un símbolo de Boston. Con eficacia, la película describe la voracidad de una sociedad ávida de ídolos, enferma de patrioterismo y capaz de convertir absolutamente cualquier cosa en mercancía. Así como a los dos días del atentado ya se había creado un eslogan (Boston Strong) estampado en souvenires de todo tipo, Bauman era tratado casi como un trofeo, un objeto decorativo para adornar selfies o partidos de hockey sobre hielo. Mientras su familia intenta sacar réditos menores de su fama repentina y casi nadie repara en sus angustias postraumáticas, Bauman (otro buen trabajo de Jake Gyllenhaal), forzado a ocupar el no deseado lugar de celebridad, se hace la gran pregunta de la película: “¿Sólo por haber estado parado cerca de donde explotó una bomba soy un héroe?”
Tras los pasos de Paddington, llega al cine otro emblemático personaje de la literatura infantil británica: Peter Rabbit, creado por Beatrix Potter en 1902. La técnica es parecida a la utilizada en las películas del osito -animaciones computarizadas que interactúan con actores de carne y hueso- y el resultado es aceptable, pero sin el irresistible encanto de los filmes dirigidos por Paul King. La galería de criaturas antropomórficas es adorable: tanto los conejos (Peter, su primo Benjamin, sus tres hermanas) como la señora puercoespín, el mapache, los ratones y demás criaturas parecen muñecos de peluche animados. Lo que no está a la misma altura es el guión: Rob Lieber y el propio director, Will Gluck (Annie, Amigos con beneficios) escribieron una historia muy básica, por más que toma algunos elementos de dos de los primeros libros de Potter, The Tale of Peter Rabbit y The Tale of Benjamin Bunny. Los conejos, liderados por Peter, se meten una y otra vez a robar frutas y verduras del huerto del señor McGregor (Sam Neill); una vez muerto este, le harán la vida imposible a su sobrino nieto y heredero, Thomas McGregor (Domhnall Gleeson), para recuperar el terreno, que ellos consideran que les pertenece. Su aliada humana es Bea (Rose Byrne), un personaje inspirado en la propia Beatrix Potter. En Gran Bretaña, algunos puristas amantes de la obra de Potter pusieron el grito en el cielo con el argumento de que esta película no respeta el espíritu de los libros originales. Algo de cierto hay: por su frenesí, este conejo parece más pariente de Bugs Bunny en sus correrías con Elmer que de aquel Peter Rabbit de trazos naifs. Todo está basado en el humor físico y en gags característicos de los viejos y queridos dibujitos animados de Merrie Melodies: pasos de comedia que parecen destinados a chicos no mayores de ocho años. Pero si hay algo que conspira contra el disfrute que pudiera tener un adulto con Las travesuras de Peter Rabbit es el ineludible -no hay versión subtitulada- doblaje mexicano: directamente insoportable.
Todo empieza en un consultorio, en una sesión de terapia de pareja: Andrea (Pierfrancesco Favino) y Sofía (Kasia Smutniak) están en crisis, y la analista les aconseja que se pongan en el lugar del otro. Eso ocurrirá literalmente: por una falla en un artefacto que inventó Andrea, sus mentes se intercambiarán y cada uno pasará a habitar el cuerpo del otro. Mujer y marido se une a la lista (¿nace un subgénero?) de películas que parten de la idea de intercambio de identidades o de coexistencia de almas en un mismo cuerpo (Hay una chica en mi cuerpo, Este cuerpo no es mío, Un viernes de locos, Si fueras yo). La novedad de la opera prima de Simone Godano es que los dos sujetos involucrados conviven y están unidos en matrimonio. Aunque ya se haya visto, el punto de partida puede sonar divertido, pero la realidad es que el chiste se agota a la media hora. Smutniak es graciosa al momento de hacerse la machona y tiene una escena especialmente divertida en un estudio de televisión (es periodista y justo el día del cambiazo debuta con programa propio en vivo), pero la gracia no va mucho más allá. A Favino le toca la peor parte: hacerse el amanerado, algo que ya estaba perimido incluso cuando lo ponían en práctica por estas pampas Hugo Arana o Fabián Gianola. En tiempos de rebrote del feminismo, la película intenta dar un mensaje de igualdad de oportunidades para ambos sexos. Pero el tiro de corrección política le sale por la culata, porque es necesario que el cuerpo de Sofía esté ocupado por un hombre para que ella ponga las cosas en su lugar y no se deje manosear ni pasar por arriba en el trabajo. En tanto que el cuerpo de Andrea, cuando está poseído por Sofía, no deja de meter la pata. De todos modos, lo peor viene cuando el humor queda de lado y se pasa a una suerte de reflexión seria sobre el rol de cada uno en la pareja y qué sienten al ocupar los zapatos del otro: la historia cae en un bache de tedio y digresiones del que no logra salir más.
Después de las personales Las mantenidas sin sueños (codirigida con Vera Fogwill) y El día trajo la oscuridad, Martín Desalvo incursiona en una comedia dramática que pretende ser actual pero en realidad va a contramano de los tiempos que corren. Porque en pleno rebrote del feminismo, Eva (Mora Recalde) se pasa toda la película buscando un hombre que la embarace: acaba de cumplir 38 y está desesperada. El famoso tema del reloj biológico, que ya parece atrasar. De todos modos, la vigencia de la temática es lo de menos. La mayor objeción a El padre de mis hijos es que no logra construir situaciones efectivamente divertidas. El guión -de Alejo Flah y Agustina Gatto- está a medio camino entre las Mujeres alteradas de Maitena y el monólogo de alguna standapera trasnochada. Llamar a las cosas por su nombre (“No sabés la pija que tiene: el Aconcagua”, dice una; “Tenés que coger con objetivos”, dice otra) no alcanza para suplir la falta de gracia. Tampoco es fácil sentir empatía dramática con la protagonista, más parecida a una nena caprichosa que a una mujer en problemas.
Tarde pero seguro, llega la película que el esnobismo vitivinícola local estaba esperando. Porque la historia de Entre viñedos -coescrita por el el director Cedric Klapisch y el argentino Santiago Amigorena- parece una excusa para mostrar la producción de vinos en Francia, al punto de que por momentos se aleja del drama agridulce que pretende ser para asemejarse a un documental para sommelieres. Las voces en off suelen ser molestas y la de Jean, que vuelve a su casa paterna después de diez años, no es la excepción. El regreso se debe a la enfermedad de su padre, que no tardará en morir. Entonces, el narrador y sus dos hermanos deberán decidir qué hacer con los viñedos que heredaron en Borgoña: ¿seguir produciendo o embolsar una millonada de euros? Mientras, asistimos al proceso de elaboración del elixir de Baco. Pero los conflictos de estos hermanos no tienen la profundidad necesaria para generar empatía, se estiran innecesariamente y la película fracasa en sus reiterados intentos por conmover.