Como director de fotografía, Lawrence Sher trabajó varias veces al lado de directores especializados en comedia: sobre todo, junto a Todd Phillips, con quien compartió cinco películas, entre ellas las tres ¿Qué pasó ayer? Pero para su opera prima, eligió una historia menos alocada y más emotiva -al menos en teoría-, con un planteo con reminiscencias temáticas de Flores rotas y Mamma mia!: dos hermanos mellizos (Owen Wilson y Ed Helms) se enteran de que su madre (Glenn Close) les mintió con respecto a la identidad de su padre, y deciden salir de viaje por Estados Unidos a la búsqueda del verdadero. Wilson y Helms cumplen con la premisa de la típica pareja dispareja: el primero es mujeriego, tiro al aire, irresponsable, alegre; el segundo es amargo, aguafiestas, perdedor con las mujeres, sensato. Hay algunos -pocos- pasos de comedia naif que funcionan en los sucesivos encuentros que van teniendo con sus presuntos padres (el ex jugador de fútbol americano Terry Bradshaw, J.K. Simmons, Christopher Walken). Pero como toda road movie que se precie de tal, a medida que suman kilómetros, los protagonistas van acumulando enseñanzas. Y si el humor no era tan eficaz, el aspecto dramático del asunto, con el fortalecimiento del vínculo entre los hermanos como eje, es pobre y previsible. La frase del final (“La vida no es una carrera, lo que importa es el viaje”) dice mucho sobre la calidad del conjunto .
Quince años pasaron desde que Angelina Jolie interpretara a Lara Croft por segunda y última vez: aquellas dos Tomb Raider estuvieron entre las primeras películas con distribución internacional basadas en videojuegos. Parecía que el personaje había caído en el olvido para el cine, pero los videojuegos protagonizados Lara Croft siguieron apareciendo, y en 2013 hubo un relanzamiento que resultó el más vendido de toda la saga: más de once millones de copias. Números demasiado tentadores como para no intentar también un relanzamiento cinematográfico. El elegido para dirigirlo fue el noruego Roar Uthaug, con experiencia en cine de acción y aventuras, conocido por La última ola (2015), un decente ejemplar de cine catástrofe. Y el protagónico recayó en otra escandinava, la sueca Alicia Vikander. Un acierto: la ganadora del Oscar por La chica danesa es fundamental para cumplir con el objetivo de Uthaug de presentar a una Lara Croft humana. Esa es la mayor fortaleza de esta nueva Tomb Raider: una heroína de 1,66 capaz de asombrosas proezas físicas y de pelear cuerpo a cuerpo contra temibles mercenarios sin dejar de mostrarse como una mujer vulnerable. Es falible y puede llorar después de matar a alguien, gritar ante un peligro o pedir ayuda cuando se ve acorralada. Y, también, ganarse el mango como repartidora en bicicleta por las calles de Londres, tal como se ve en la primera parte de una película que va de mayor a menor. Se supone que su vida en Londres, jugando a la trabajadora como renegada heredera de una fortuna, es una introducción, pero resulta mucho más apasionante que lo que viene después. Que es su viaje en búsqueda de su padre, desaparecido siete años atrás en una isla cercana a Japón. Hay algunas escenas notables -como la del avión de la Segunda Guerra-, pero esa aventura no tiene nada que no se haya visto con más gracia en cualquier antecesora del género, empezando por Indiana Jones.
Pasaron más de cuarenta años desde el estreno de la primera película de la saga El vengador anónimo, pero la problemática de la justicia por mano propia mantiene su vigencia. Por eso, a priori podría decirse que esta remake con el protagónico de Bruce Willis en lugar de Charles Bronson tenía cierto sentido. Pero es una oportunidad desperdiciada: la versión 2018 no le agrega nada a la historia del exitoso profesional cuya familia es destruida en un robo a su casa y descubre que la mejor forma de hacer el duelo es convertirse en un justiciero. A los 63 años (diez más que los que tenía Bronson cuando arrancó la saga), Willis ostenta un bien ganado lugar en el club de héroes de acción sexagenarios. Lo que perdió en simpatía lo ganó en dignidad: a diferencia de Liam Neeson, no se trenza en imposibles peleas cuerpo a cuerpo con jóvenes musculosos. Mata a distancia o con otros métodos: es un cirujano devenido asesino autodidacta, que se convierte en un tirador letal gracias a los tutoriales de YouTube. Y se equipa merced a la flexibilidad de las leyes estadounidenses para comprar armas de fuego. Así, a diferencia de lo que ocurría en la película de 1974, va en busca de los atacantes de su esposa e hija (la argentina Camila Morrone, hija de Lucila Polak). Claro que la palabra “asesino” aquí jamás es empleada. Si bien se plantea un debate mediático en torno a sus crímenes, y algunos personajes le reprochan (tibiamente) su comportamiento, queda claro -aunque con más matices que en la original- que Paul Kersey es un héroe. Debe actuar porque la policía es inútil y/o está sobrepasada, y gracias a él, caen los índices criminales de Chicago. Cruza entre el ingeniero Santos y Chocobar, Kersey odia a los limpiavidrios de los semáforos, mete bala a negros y latinos (y a algunos blancos también), y se redime luego de haber fallado en “lo más importante que debe hacer un hombre: proteger a su familia”. A Baby Etchecopar le va a encantar.
En noviembre de 1985 cedió el terraplén que separaba al lago Epecuén del pueblo al que daba su nombre: así, quedó totalmente inundado el que durante sesenta años había sido un próspero balneario conocido por las propiedades curativas de su agua salada. En 2005 el agua empezó a bajar y, al retirarse, dejó al descubierto las ruinas de Epecuén, un paisaje posapocalíptico ideal para filmar una película de ciencia ficción o de terror. Y esto último es lo que hicieron los hermanos Luciano y Nicolás Onetti. Después de incursionar en el giallo con Sonno Profondo (2013) y Francesca (2015), incursionan en el slasher, el subgénero que nació al calor de la influencia del terror italiano. La inspiración más evidente de Los olvidados es esa piedra fundacional llamada La masacre de Texas (1974): aquí también hay una familia de maníacos asesinos que ataca, sin mayor justificativo, a un grupo de jóvenes (que viajó hasta Epecuén con el objetivo de rodar un documental). El lugar es tan fascinante como estremecedor: los vestigios de un pueblo fantasma, en el que hasta el cementerio quedó sumergido, de modo que -tal como cuenta uno de los personajes- los pobladores tuvieron que contratar a buzos para recuperar los cuerpos de sus muertos. En esa escenografía natural radica lo mejor de la película: las escenas en exteriores -incluidas tomas aéreas con drones- aprovechan ese marco, que parece haber emergido para ser filmado. Pero esa es casi la única característica distintiva, la única marca de identidad propia de Los olvidados. El resto respeta tan a rajatabla al género y a su título más emblemático, que se limita a ser una reproducción de situaciones ya vistas infinidad de veces. No alcanza con meter un par de tangos, unas empanadas o unas fotos de Malvinas para darle sabor local. La historia, como suele suceder en estos casos, es casi inexistente: la mayor parte se limita a sadismo, sangre, pornografía de la tortura. Con una realización digna: sí, estas películas también se pueden hacer en la Argentina. La pregunta es para qué.
Bajá el tonito Una comedia de estructura teatral, que transcurre dentro de un departamento entre dos parejas de amigos a los gritos. Más de dos años después de su estreno en Italia, llega otro ejemplar de comedia europea con estructura teatral, al estilo de la también italiana Perfectos desconocidos o las francesas Nuestras mujeres y La cena de los tontos. Todo sucede en el interior de un departamento, entre cuatro personajes: la pareja dueña de casa y una pareja de amigos que cae de sorpresa en medio de una crisis matrimonial. “Gritar es nuestra forma de expresión más auténtica”, dice uno de los personajes, y es una frase clave: la película debería llamarse Gritemos de amor. Como si el recurso de subrayar las palabras con un volumen estridente hiciera que los diálogos ganaran en gracia o profundidad. Y nada de eso ocurre: al contrario, la polución sonora vuelve todo insoportable. Como suele ocurrir con estas comedias teatrales, aquí hay un trasfondo “profundo”, con la pretensión de reflexionar sobre las estructuras de poder que están en juego dentro de la pareja y la amistad, y también tocar de refilón otros, temas como qué significa ser progresista o conservador. Pero todo está tan forzado que casi nada de lo que se habla o grita puede conducirnos a otra conclusión más que el silencio es salud.
El paraíso en un octavo piso Esta coproducción argentino-brasileña muestra el duelo de una turista anclada en Buenos Aires. Una turista brasileña anclada en Buenos Aires a la espera de que la Justicia le entregue el cadáver de su marido. El hombre murió en un accidente durante sus vacaciones, pero la que queda en un limbo es ella. Aunque ese limbo se parece al paraíso: toda su obligada residencia porteña transcurre en un octavo piso con un balcón terraza exuberante, un inesperado Jardín del Edén con vista al cemento de la gran ciudad. Toda la película sucede en esa jungla urbana. Ahí, esta mujer (muy buen trabajo de Camila Morgado) debe lidiar a solas con el duelo: su único contacto con el mundo exterior, al menos al principio, es el teléfono de línea y la computadora. Habla con su madre, con la dueña del departamento, con los funcionarios judiciales de quienes depende la duración de su estadía. Porque además de enfrentarse a la desolación de una viudez inesperada, tiene que vérselas con la burocracia funeraria: asimilar la muerte de un ser querido puede ser tan difícil como repatriar su cuerpo. Así que debe compartir sus angustias existenciales con Google: “¿A dónde van los muertos?”, “¿Qué pasa con el alma?”, “¿Existe la realidad?”, le pregunta al buscador, mientras repasa las últimas imágenes de su marido y le escribe poéticos mails que se responde a sí misma. Y trata de entender el significado de palabras como “nicho” o “carátula”. Casi sin intercambio cara a cara con humanos, hasta que la vecina de abajo (Maricel Alvarez) gane protagonismo. No es fácil pasar del drama más profundo a la comedia de la cotidianidad, y Kris Niklison consigue hacerlo con elegancia, pero sin dejar de lado la emoción. En esa selva de diez metros cuadrados, de una vitalidad contrastante con la tristeza de esta mujer, Eros y Tánatos convivirán en un delicado equilibrio, mientras se suceden días de desolación y expectativa, de marchitar y florecer.
Enamorados de Le Corbusier Este documental con algo de ficción muestra la Casa Curutchet, de La Plata, diseñada por el arquitecto suizo. A los 76 años, la artista visual Graciela Taquini, conocida por sus videos experimentales, debuta como directora de un largometraje inclasificable, que ella dio en llamar “docu-comedia”: La obra secreta es una extraña combinación de ficción y documental en torno a la Casa Curutchet, la célebre vivienda diseñada por Le Corbusier en La Plata. No es casual que una de las piezas arquitectónicas más distinguidas del país ya haya aparecido en el cine argentino como locación de El hombre de al lado, de Mariano Cohn y Gastón Duprat: la dupla de directores ahora se ocupó de la producción -junto a Fernando Sokolowicz-, mientras que el guión es de Andrés Duprat, que iba a dirigirla pero no pudo hacerlo por sus obligaciones como director del Museo Nacional de Bellas Artes. Entonces entró en escena Taquini. En la película hay tres personajes. Uno es el propio Le Corbusier (Mario Lombard), que hace un recorrido fantasmagórico por las calles de La Plata actual: ese paisaje urbano contrasta con sus ideas y definiciones sobre la arquitectura, recitados por una voz en off en francés. Otro es Elio Montes (Daniel Hendler), un arquitecto obsesionado por la obra del suizo que trabaja como guía de la Casa Curutchet. Y el tercero es la propia casa, que se puede apreciar en tomas fijas y en las visitas guiadas por Elio. En este último punto radica el mayor valor de La obra secreta, que abre las puertas de esa maravilla y permite admirarla aun a la distancia. La película también ensaya un acercamiento a los postulados de Le Corbusier, pero ahí -como en la historia de Montes- se queda a mitad de camino, porque tanto las explicaciones del guía como las frases del suizo parecen dirigidas a iniciados. Y entonces los parlamentos se vuelven tediosos, inasibles, más allá de algunas chispas con el sello humorístico de Cohn-Duprat (atención a las fotos del final con epígrafes en francés).
La revancha del piletero Basada en la novela de Félix Bruzzone, tiene una intrigante trama policial con un sutil trasfondo social. Adaptación de la novela homónima de Félix Bruzzone, Barrefondo es la primera incursión del documentalista Jorge Leandro Colás en la ficción, con un policial que tiene como protagonista a un personaje socialmente invisible: un piletero. En efecto, Gustavo (Nahuel Viale) es un actor de reparto en las vidas de los dueños de quintas y casas de country, que casi no reparan en su existencia y sólo requieren sus servicios en verano, el momento del año en que necesitan tener sus piscinas a punto. Casi como para el personaje de El nadador, el célebre cuento de John Cheever, para Gustavo la conexión entre una casa y otra, y otra más, es la pileta. Y si Cheever sacaba una radiografía de la amarga decadencia de la clase media-alta estadounidense, aquí -salvando las enormes distancias- también hay crítica social: Gustavo es, en general, despreciado, tratado como un siervo, llamado no por su nombre sino por el genérico “piletero”. Gustavo, además, está en los márgenes de la sociedad de consumo: todo un problema, sobre todo porque está por ser padre y su suegro tiene una billetera mucho más cargada que la de él. Pero en el horizonte aparece una hipotética solución a sus problemas financieros, a la vez que una posible revancha por las humillaciones que su orgulloso ego debe soportar. El pequeño detalle es que ese remedio está fuera de la ley. Realista, la película muestra sin subrayados los contrastes socioeconómicos que existen ya no en una misma ciudad, sino en un mismo barrio. Y consigue crear suspenso alrededor de las andanzas de este personaje imprevisible que es Gustavo, más allá de que por momentos hacen agua algunas actuaciones, con ciertos diálogos que suenan artificiales en el uso del lunfardo, y de que algunas de las ideas esbozadas no tienen el desarrollo que merecían.
Una mujer bajo influencia La película de Justine Triet refleja lo abrumadora que puede ser la vida actual, con acertados pasajes cómicos. He aquí uno de los pocos casos en los que el tráiler resulta una publicidad engañosa, pero no en perjuicio del espectador, sino de la película. Porque si nos guiamos por los dos minutos de avance, estamos ante otra de esas irritantes comedias francesas industriales que lamentablemente acostumbran estrenarse por aquí. Pero no: Victoria (“y el sexo” es un agregado local) es una decente comedia dramática sobre una mujer en la crisis de los cuarenta. Abogada, divorciada, madre de dos niñas pequeñas, Victoria Spick (la bella y talentosa Virginie Efira) tiene que llevar adelante su hogar en soledad, mientras intenta hacer pie en su profesión y no encuentra espacio mental para los hombres. Que sólo parecen estar en su vida como una carga: ahí está su ex marido, exitoso a partir de un blog donde revela intimidades de ella con nombre y apellido; un amigo/cliente, que le complica la existencia con un caso absurdo; Samuel, un ex cliente que está como bola sin manija y le pide asilo. Se nota que detrás de cámara hay una mujer (Justine Triet, La batalla de Solferino), pero el suyo no es un feminismo declamativo, sino que simplemente subyace a la historia. Con pasajes dramáticos que exceden la problemática femenina: Victoria está abrumada por la cantidad de estímulos y responsabilidades de la vida moderna (y dentro de ese panorama, los hijos están lejos de ser un remanso). La comicidad que llega para aliviar tanta amargura está lograda: lejos de ser brillante, es mucho más inteligente que la media de los últimos exponentes franceses del género.
Los tuyos, los míos y el coma Un standapero paquistaní debe lidiar con los padres de su ex novia cuando ella se enferma gravemente. Inspirados en peripecias autobiográficas de su propia relación amorosa, Emily Gordon y Kumail Nanjiani escribieron la historia de un standapero de origen paquistaní (interpretado por el propio Nanjiani) que empieza a salir con una estadounidense blanca, pero mantiene la relación oculta a sus padres, que quieren que sea un buen musulmán y se case con una correligionaria. Este detalle hace que la pareja se separe, pero entonces Emily se enferma y él debe lidiar con otro par de padres: los de ella. Comedia romántica pasada por el tamiz de la llamada Nueva Comedia Americana (uno de los productores fue Judd Apatow), The Big Sick -tal su título original- tiene el espíritu de una sitcom pasada o algunas series actuales, con Seinfeld, Louie, Love -otro producto con el sello de Apatow-, Togetherness o Master of None como parientes posibles. Porque explora las relaciones de pareja, con las bambalinas del mundillo de los standaperos -ahí están los esfuerzos de Kumail y sus colegas por hacerse un nombre en el competitivo negocio de la comedia- como telón de fondo. El guión -que consiguió la única nominación de la película al Oscar- oscila entre diálogos divertidos y otros donde la autoconciencia de los personajes es exasperante. Gran parte de los chistes pasa por la incomodidad de las situaciones, como cuando en el hospital, mientras esperan noticias sobre la salud de Emily, el padre de ella le pregunta a Kumail por su opinión sobre el 11-S y él responde: “Fue una tragedia. Perdimos a 19 de nuestros mejores hombres”. El padre lo mira sin poder creerlo. La cuestión racial tiene tanto peso como los vínculos familiares: Nanjiani denuncia la islamofobia riéndose de ella, y sin por ello dejar de reírse de los preceptos religiosos que su propia familia quiere obligarlo a seguir. A tal punto, que las escenas de Kumail con sus padres, su hermano y su cuñada son de lo mejor de la película. Fallan los protagonistas: ni Nanjiani (conocido por su papel en la serie Silicon Valley) ni Zoe Kazan -mucho menos, Ray Romano y la sobreactuada Holly Hunter- son lo suficientemente graciosos o queribles como para que The Big Sick despierte algo más que una mueca de simpatía.