Elegante, pero pretenciosa Lo nuevo del director de “Sólo un hombre” es estéticamente impecable, pero no así el contenido. Ex director creativo de Gucci e Yves Saint Laurent, y desde 2006 dueño de su propia marca de ropa, Tom Ford es más conocido por su trabajo como diseñador de moda que como cineasta. En 2009 tuvo un auspicioso debut con Sólo un hombre (que le valió a Colin Firth un premio en Venecia y una nominación al Oscar) y ahora, con su segunda película, repite algunas de las virtudes y los defectos de aquella opera prima: Animales nocturnos es estéticamente impecable, pero el contenido no está a la altura del envase. Ford recurre otra vez a la literatura como materia prima de su cine: Sólo un hombre estaba basada en una novela de Christopher Isherwood, y Animales nocturnos es la adaptación de Tony & Susan, editada en castellano con el título de Tres noches. Su autor es Austin Wright, un escritor estadounidense fallecido en 2003 que hace unos años, al cumplirse una década de su muerte, fue reivindicado por la prensa especializada como un talento injustamente olvidado. En un procedimiento de caja china, aquí hay una historia dentro de otra. Susan (Amy Adams) es una exitosa empresaria de arte de Los Angeles que por primera vez en 19 años recibe noticias de Edward (Jake Gyllenhaal), su ex marido: él le manda una escueta carta contándole que está en la ciudad para presentar su primera novela, y le adjunta el manuscrito. Ella empieza a leerla y, a diferencia de lo que le pasaba mientras estaban casados, no puede soltarla. Entonces, mientras vemos lo que le sucede a Susan con el texto y los recuerdos que le despierta sobre su relación con Edward, también nos metemos en la historia de venganza de la novela. El relato marco desarrolla una poco sutil crítica a la frivolidad y el mercantilismo del mundillo del arte (extrapolable a la industria del cine y a la clase dominante estadounidense), a la vez que hace una naif reivindicación del amor genuino por sobre los vínculos basados en el interés y la conveniencia material. La ficción dentro de la ficción, por su parte, es tan atrapante como decepcionante. Dentro de este contexto elegante y pretencioso, hay dos perlas que levantan la película. Una inolvidable secuencia inicial, con cuatro bastoneras obesas bailando desnudas, en cámara lenta, delante de unos lyncheanos cortinados rojos. Y la consagratoria actuación de Michael Shannon como Bobby Andes, un policía que parece surgido de la pluma de los Coen. Algo es algo.
Hay que tomarlo como viene, o dejarlo Con una recreación verosímil del ambiente carcelario, la película logra mantener una tensión constante. José Celestino Campusano forjó la leyenda de su “cine bruto” con historias del Gran Buenos Aires, descarnadas, protagonizadas por no actores y producidas de forma comunitaria. Prolífico, desde 2011 viene estrenando una película por año. Y tratando de ampliar su radio de acción: ya en Placer y martirio se había alejado del conurbano caliente para trasladar la acción a Puerto Madero, y ahora se aleja por primera vez de Buenos Aires. El sacrificio de Nehuen Puyelli, que viene de participar en la Competencia Latinoamericana del Festival de Mar del Plata, es un drama carcelario que transcurre en la Patagonia. El personaje del título es un descendiente de mapuches con supuestos poderes sanadores, pero es denunciado por la muerte de una anciana y el supuesto abuso sexual de un adolescente discapacitado, y termina en la cárcel. Ahí deberá sobrevivir navegando entre los dos grupos que se disputan el liderazgo en los pabellones: en realidad, el verdadero protagonista no es Nehuen Puyelli sino Ramón Arce, uno de los presos, con ascendiente sobre los demás y buenas relaciones con las autoridades del penal. Si hay algo logrado en esta película es la verosimilitud de la recreación del ambiente carcelario, con su jerga, sus relaciones de poder, su dinámica propia. Hay una tensión palpable en la mayoría de las escenas que transcurren barrotes adentro, con los reclusos, los guardiacárceles y el director de la institución como personajes bien construidos, complejos, con claroscuros. Los villanos son decididamente malvados, pero tienen una potencia que justifica su linealidad. Los inconvenientes aparecen cuando Campusano intenta transmitirnos un mensaje acerca de la discriminación y la opresión que viene soportando desde hace siglos los pueblos originarios. Un mensaje quizá noble, seguramente loable, pero introducido con fórceps en diálogos pueriles, demasiado directos, obvios. Otra cuestión es el trabajo de los no actores: algunas actuaciones son buenas, creíbles, pero hay unas cuantas que no están a la altura de lo que la película se merecía. Es parte del estilo Campusano, y pedirle algo distinto parece estéril: hay que tomarlo así como viene, o dejarlo.
A la altura de las mejores de Marvel La película inicial de este nuevo superhéroe comienza siendo todo un disfrute. No es una regla infalible, pero suele cumplirse: las película de iniciación de los superhéroes suelen ser las mejores. No sabemos qué le deparará el futuro al Dr. Strange, pero este primer capítulo, donde se cuenta cómo el neurocirujano Stephen Strange se transforma en un Vincent Price volador, de capa y poderes mentales, está a la altura de las grandes producciones de Marvel. Doctor Strange está a tono con los tiempos que corren: en la era de la neurociencia transformada en la nueva autoayuda, he aquí un neurocientífico que encuentra la iluminación en el Tíbet y le da un vuelco a su vida, combinando sus rigurosos conocimientos previos con la apertura del tercer ojo. Manes, Bachrach y compañía lo adorarán. Aquí se habla tanto de neurotransmisores como de chakras, de energía, de espíritu: “Los Vengadores protegen al mundo de amenazas físicas. Nosotros, de amenazas místicas”, le explican al azorado Strange en el monasterio tibetano antes de su mutación. ¿Suena a cachivache? Pues no. De hecho, lo más disfrutable de la película está en todo lo que ocurre ahí, en las montañas asiáticas. Mucho tiene que ver con el poder de la elegancia británica: Tilda Swinton, la mentora, y Benedict Cumberbacht, el aprendiz, forman una dupla perfecta. También, con que hay buenas dosis de humor -con las referencias pop habituales en Marvel- intercaladas con las enseñanzas filosófico-espirituales. Algunas de las cuales son más interesantes de lo que aparentan: “Los pensamientos le dan forma a la realidad”, dice la mentora. Otro punto a favor es que las peleas, ese ingrediente tan ineludible como tedioso en este tipo de películas, son bastante novedosas. De impronta psicodélica, tienen una estética que recuerda a Escher (como en Origen, de Christopher Nolan, los edificios se hunden, los planos giran y el suelo pasa a ser el techo), a Fantasía, de Walt Disney (hay una increíble capa con vida propia) y a los dibujitos animados más delirantes de Looney Tunes. Para sintetizar la combinación de acción y misticismo de Dr. Strange, quizá baste con contar que hay un combate entre dos cuerpos astrales. Lo que falla es el villano. Kaecilius (Mads Mikkelsen, el danés de la serie Hannibal y La cacería) nunca parece una amenaza real: aquí quizá se les fue la mano con los chistes (después de todo, esto no es una comedia como Deadpool). Por eso, la segunda mitad de la película, en la que Dr. Strange debe salvar a la humanidad, no está a la altura de su etapa de aprendizaje. No se la puede tomar en serio. Lógico: la verdadera lucha de este superhéroe místico es contra su ego.
Preparen los pañuelos (y guárdenlos) Bille August plantea un interesante dilema en torno a la eutanasia, aunque no consigue emocionar. En el subgénero de reuniones familiares, la parentela -que, en general, no tiene un trato frecuente fuera de esa ocasión- se junta por alguna festividad, un velorio, la repartición de una herencia. En el caso de Corazón silencioso, la excusa es tan original como terrible: víctima de esclerosis lateral amiotrófica, una mujer decide suicidarse antes de que la enfermedad degenerativa avance demasiado y la obligue a vivir en condiciones inhumanas. Y convoca a sus dos hijas, sus respectivas parejas, un nieto, y su mejor amiga, a un último fin de semana en su casa en el campo. Una vez que todos se vayan, su marido la ayudará a terminar con su vida dignamente. A partir de ahí, el veterano Bille August -director de Pelle, el conquistador y La casa de los espíritus, entre muchas otras- somete a sus personajes a una suerte de elaboración del duelo previo a la muerte del ser querido. Un experimento sociológico: a ver cómo lidia con esa eutanasia inminente cada uno de ellos, que ya cargan con sus propios problemas. Son los personajes típicos: está la hija problemática, la estructurada, el yerno desubicado… Todos involucrados en esa situación límite que lleva a que el espectador se pregunte, inevitablemente, cómo reaccionaría si estuviera en ese lugar. Hasta ahí llega la identificación. A pesar de la manipulación, de que todo está teñido por la melancolía y el dolor de saber que esa casi perfecta madre ya no va a estar, y que esa cena cálida y esa caminata otoñal no se repetirán, la película no consigue su objetivo de emocionar. August prepara todo el terreno como para activar los lagrimales del público, pero no llega a estrujar los corazones como hubiera querido.
Dostoyevski en Mar del Plata Con buenas actuaciones, la opera prima de Dan Gueller combina policial negro y comedia. Dan Gueller no se anda con chiquitas. Para su opera prima eligió adaptar de una de las novelas canónicas de la literatura universal: El jugador, de Fiódor Dostoyevski. Es una versión libre: con un tono de policial negro, transcurre en la actualidad, en el hotel Provincial de Mar del Plata, y con varios personajes diferentes o nuevos con respecto al original. Pero el núcleo es muy similar: un hombre que trabaja para un viejo acaudalado se somete a los designios de la ruleta a pedido de la nieta de su patrón, de la que está enamorado, y deberá lidiar tanto con el azar como con el hermano de la chica y la propia caprichosa. Alejandro Awada compone al clásico (anti)héroe silencioso de los policiales: el tipo curtido por la vida, vencido, taciturno, recio, capaz de no alzar la voz y de jugarse la vida. Ludópata recuperado, vuelve a caer en su adicción por culpa del amor. Su contrapunto es una dupla bufonesca a cargo de Pablo Rago y Esteban Bigliardi: el primero es el otro heredero de la fortuna del viejo, pero mientras espera la muerte de su abuelo quiere ganar dinero fácil y se mete en negocios turbios junto a un secuaz. Así, la película oscila entre el policial negro -con, a falta de una, dos femmes fatales- y la comedia. Un vaivén osado, que por momentos funciona muy bien y en otros momentos no tanto: hay algo de hibridez, como si ninguno de los géneros estuviera llevado a fondo y todo se quedara a medio camino. Sobre todo la trama de suspenso, que presenta algunos giros inexplicables. Sin ánimo de caer en los panegíricos a los que suele llevar la muerte de un artista, el trabajo de Oscar Alegre -fallecido el sábado- merece una mención aparte. En su última aparición cinematográfica interpreta al Abuelo, patriarca millonario de esa familia atípica, con una gracia y un oficio que hacen lamentar sinceramente su partida.
Tan ligera como profunda Tres amigos se van juntos de campamento y conocen a una chica que expone sus deseos latentes. El título sugiere comedia liviana, pero esa frase es la definición que uno de los personajes da sobre la amistad, más precisamente sobre los amigos varones: “Son como una novia, pero sin sexo”. El es uno de los tres veinteañeros que se van de vacaciones, fuera de temporada, a un camping playero, donde encuentran a una chica que actúa como catalizadora de las tensiones y los deseos latentes en el trío. Hay elementos cómicos, sí, pero para nada superficiales. Como hace poco Marco Berger en Taekwondo, Lucas Santa Ana retrata en su opera prima la dinámica de los hombres cuando están en manada, con el fantasma subyacente de la homosexualidad siempre acechando a la masculinidad. En estos grupos nunca está de más hacer algún chiste o comentario que disipe cualquier sospecha, y sobre todo en 1996, año en el que está fechada la película. Sin caer en estereotipos, en este trío los roles están bien claros: tenemos, a grandes rasgos, al gracioso, al ganador y al sensible. Los personajes están bien construidos, son identificables, verosímiles. Y sorprendentemente bien encarnados por tres actores poco conocidos (Javier De Pietro, Agustín Pardella y Marcos Ribas). Vamos descubriendo sus características a medida que transcurre esta historia, ligera y profunda a la vez. Hay menos palabras explícitas que miradas sugerentes y actitudes que hablan por sí solas. En este sentido, funciona muy bien el recurso de mostrar parte de las situaciones a través de la cámara hogareña de uno de los personajes; es una lupa puesta tanto sobre los sentimientos del filmado como del que filma. Es casi un experimento sociológico ver cómo la dinámica de los amigos estalla con la aparición de una figura femenina tan seductora como sagaz: genera atracción –genuina o forzada-, pero su rol es exponer lo que está ocurriendo entre esos tres amigos. Y cambiar para siempre esa relación.
Tras los pasos del padre desaparecido Este documental es un conmovedor ensayo sobre la memoria, y un retrato de la vida de un hijo de militantes en los años ‘70. Andrés Habegger vivió su infancia durante los ‘70 y ahora, como otros cineastas de su generación -Mariana Arruti, Albertina Carri, Nicolás Prividera, Benjamín Avila- intenta reconstruir mediante su trabajo una familia destruida en esos años violentos. “¿Cómo filmar lo que no está, lo que no tiene forma, lo que falta?”, se pregunta al principio de su viaje, físico y espiritual, en busca de los rastros de su padre Norberto, dirigente montonero secuestrado en Brasil y posiblemente asesinado en la Argentina en 1978, en el marco del Plan Cóndor. Ya había hecho documentales de temática similar -como Historias cotidianas o el notable Imagen final-, pero ahora Habegger decidió encarar su propia historia, y en primera persona. El director tenía nueve años cuando vio a su padre por última vez, pero sus recuerdos de él son vagos, prácticamente inexistentes. Para hacerlos resurgir desde un rincón de su inconsciente, cuenta con unos pocos elementos: fotos, cartas, un diario íntimo. Ayudado por esos souvenires, trata de reconstruir el vínculo que tenía con él y, también, momentos borrados de su niñez. Así, asistimos a una ceremonia íntima, no exenta de angustia, en busca de conjurar ese antiguo dolor. El director se conmueve y, por momentos, conmueve: estremece escuchar lo que escribía ese chico exiliado en México, mientras su padre vivía clandestino en la Argentina: el miedo a que su madre no llegara; la preparación, en soledad, de la cena. También, el diálogo que Habegger tiene ahora con su madre, a quien le cuestiona la decisión de haber pasado a la clandestinidad teniendo un hijo. “No termino de entender cómo se filma la ausencia”, dice cerca del final. Pero lo logró.
Inquietante y con elementos fantásticos El filme es como un rompecabezas, que hay que ir uniendo para establecer un sentido. En tiempos abundantes en películas predigeridas, sobreexplicadas, con horror por el malentendido, hay que agradecer cuando aparece una excepción a la regla y plantea ambigüedad, confusión, duda. Esa es la principal virtud de Hija única: nunca podemos estar del todo seguros de lo que estamos viendo. Sin recurrir sólo al viejo truco del sueño, la alucinación o el recuerdo borroso, la pericia narrativa de Santiago Palavecino (Otra vuelta, La vida nueva, Algunas chicas) nos sume en la perplejidad desde el comienzo hasta el final. Esta inquietante historia transcurre alternativamente en dos pasados cercanos (1992 y 2005) y un futuro próximo (2017). Ese ir y venir temporal establece un rompecabezas, con piezas que hay que ir uniendo pacientemente para establecer un sentido. El protagonista es Juan (Juan Barberini), un nieto recuperado por las Abuelas de Plaza de Mayo, pero ésta no es otra película sobre la dictadura: ésa es una circunstancia para hablar sobre la identidad y funcionar en espejo con otros ribetes de la trama. En 1992, un Juan adolescente se entera de su condición de hijo de desaparecidos; en 2005, lo vemos casado con Berenice (Esmeralda Mitre) y padre de Delfina (Carmela Rodríguez). En 2017, el foco está sobre Delfina adulta (Ailín Salas). No conviene adelantar más para no arruinar el misterio (que, por otra parte, queda a nuestro cargo desentrañar o no). Sólo cabe agregar que en el núcleo de la cuestión hay una teoría emparentada a la “herencia de los caracteres adquiridos” de Lamarck: que un trauma o una experiencia fuerte -tanto dolorosa como placentera- pueden ser transmitidos genéticamente. Todo transcurre en un costumbrismo aparente, con mayoría de planos cortos, cámara en mano, que hacen aún más naturales actuaciones ya de por sí creíbles (incluyendo los papeles secundarios). En ese marco de vida familiar “normal”, aparecen hábilmente imbricados elementos fantásticos para provocar un efecto de extrañamiento. Y dejar flotando en el aire bienvenidas preguntas; entre ellas, qué es lo que acabamos de ver.
Anécdotas sobre un grande Documental en el que quienes trabajaron con el director se refieren a él. En 2009, Alejandro Venturini le hizo una entrevista a Leonardo Favio para un sitio web que nunca se concretó. A partir de esas grabaciones nació Favio, crónica de un director, que recorre la filmografía de quien suele ser considerado el mejor cineasta argentino de la historia. Sin seguir un orden cronológico, la película está estructurada alrededor de los testimonios de actores, guionistas, musicalizadores y demás colaboradores que Favio tuvo a lo largo de los años. Y de la voz del propio director, rescatada -no con la mejor calidad sonora- de aquella entrevista inédita. Es un documental de especial interés para gente de cine, porque más que ahondar en la biografía del director, profundiza -quizá demasiado- en detalles técnicos de sus rodajes. Como suele ocurrir cuando hay “cabezas parlantes”, el interés se incrementa o decae de acuerdo a la pericia oratoria de los entrevistados. En este sentido, hay dos grandes sostenes. Uno es Zuhair Jury, hermano de Favio y guionista de la mayor parte de sus películas, que cuenta con voz hipnótica las anécdotas más jugosas. Y el otro es Edgardo Nieva, protagonista y factótum de Gatica, el mono, que aporta el relato más emotivo de todos.
Sin conexión emocional Demasiado clásica y prolija, termina siendo fría y no produce ninguna empatía. Quizá llegue el día en que se agote la cantera de la Segunda Guerra Mundial, pero ese glorioso momento parece lejano: siempre aparecen nuevos u olvidados sucesos, asombrosos por su épica o su crueldad, que son carne de largometraje. En este caso es el atentado que la resistencia checoslovaca, con apoyo logístico británico, perpetró en 1942 contra Reinhard Heydrich, el número 3 en jerarquía del Tercer Reich (detrás de Adolph Hitler y Heinrich Himmler) y máxima autoridad alemana en los anexados territorios de Bohemia y Moravia. De tan prolija, la película termina siendo fría: jamás consigue algún tipo de conexión emocional con los protagonistas y sus peripecias. Hay mucha seriedad, diálogos dramáticos, permanente clima conspirativo, pero ninguna empatía con los héroes (y eso que los nazis, como sabemos, son malísimos). Anthropoid lleva a pensar que, después de Bastardos sin gloria o El hijo de Saúl, es imposible volver a contar una historia de la Segunda Guerra sin darle una vuelta de tuerca.