Catorce años pasaron desde aquel desconcertante desenlace de una de las series que, sin duda, marcó nuestra edad dorada televisiva. Creada por David Chase para HBO, Los Soprano supo cautivar al público y a la crítica especializada con una historia intensa, de combustión lenta y actuaciones agitadas, en donde se lucen recursos estilísticos puramente cinematográficos y una mirada fresca y humana sobre un tema tan trillado como la mafia. Dado semejante hito en la historia de la pantalla chica, era esperable que la moda de las precuelas, reboots y secuelas ad infinitum en algún momento atrapara también a este drama como sucedió en 2019 con la decepcionante película de Breaking Bad. En esta ocasión, se trata de una precuela bautizada como Los Santos de la Mafia (The Many Saints of Newark), que tiene como protagonista nada menos que al hijo del fallecido James Gandolfini, nuestro eterno Tony Soprano, y que se sitúa en pleno período cúlmine de la mafia italoamericana antes de su hora crepuscular. Bajo la dirección de Alan Taylor (Terminator Génesis) y un guion escrito en conjunto por Chase y Lawrence Konner (El Planeta de Los Simios), el film ofrece una suerte de historia de origen de Tony Soprano pero desplazando el protagonismo hacia quien fuera su mentor en la mitología de la serie. Hablamos de Dickie Moltisanti, padre de Christopher Moltisanti y uno de los capos de la familia criminal. No hay nada más lindo que la familia unida Los Santos de la Mafia nos transporta a la ciudad de Newark, en Nueva Jersey, a fines de los ’60 y principios de la década de 1970. Una época marcada por los crímenes raciales, los saqueos y los enfrentamientos entre diversos clanes mafiosos que tiñen de sangre las calles a plena luz del día. En medio de esta hecatombe, un joven Tony Soprano (Michael Gandolfini) crece enturbiado por las discusiones familiares, con un padre criminal (Jon Bernthal) ausente y condenado por la ley, y una madre (Vera Farmiga) con evidentes trastornos psiquiátricos. A pesar de ser un prometedor jugador de football, el clima tenso que vive en su hogar lo lleva a descuidar sus estudios y meterse en problemas, cometiendo sus primeros delitos en forma de travesuras adolescentes. El sendero sin rumbo que representa la vida de Tony parece hallar un halo de esperanza gracias a su gran admiración. Se trata de su tío, Dickie Moltisanti (Alessandro Nivola), quien de alguna manera se muestra como una figura paternal, marcándole los límites y compartiendo con el joven salidas a eventos deportivos, como así también sus gustos por el cine y el rock. Sin embargo, Dicki está lejos de ser un modelo positivo aún en un contexto de violencia extrema naturalizada. Su ascenso en el mundo de la mafia se ve alterado por los mafiosos afroamericanos que buscan desplazar a sus jefes y la relación extramatrimonial que mantiene con la sensual novia italiana (Michela De Rossi) de su padre, el capo «Hollywood Dick» (Ray Liotta). Mientras intenta sin éxito controlar sus impulsos agresivos, en la ciudad la tensión entre los italoamericanos y los afroamericanos crece, conduciendo a una inevitable y brutal batalla criminal. La decisión, interesante y arriesgada, por parte de David Chase de salirse de la idea típica de película de origen y centrar el film en la figura de Dickie, se ve empañada por una historia genérica de gángsters que no bebe suficiente de aquella naturaleza imaginativa y fascinante que hizo grande a la serie de HBO. Si bien, resulta atractiva la forma en que la película nos presenta la vida de Dickie y se introduce en su psicología logrando un fuerte paralelismo con el Tony Soprano de James Gandolfini, no está a la altura de lo que cualquier admirador de Los Soprano podría esperar. El humor negro y la violencia se mantienen firmes de la mano en esta precuela, aunque no tiene el mismo encanto. En cuanto a la exploración de la moralidad y la humanización de las miserias, otro de los rasgos característicos de la ficción televisiva, encuentra aquí cierto equivalente en las charlas que Dickie mantiene con su tío cuando lo va a visitar a la cárcel. Conversaciones que, por supuesto, lejos están de esos ida y vuelta memorables entre la doctora Melfi y Tony. Por otro lado, si bien Nivola hace un retrato sobresaliente de un impulsivo gángster en crisis y Gandolfini hijo emociona con sus pequeñas apariciones, tenemos a personajes como las versiones jóvenes de Silvio y Paulie, que parecen solo una caricatura simpática de lo que fueron. Ni hablar de Livia Soprano, tal vez uno de los roles más desaprovechados. Dado su talento, está claro que Vera Farmiga podría haber hecho una performance de matriarca manipuladora y autoritaria destacable como la que supo regalar en vida Nancy Marchand. Lamentablemente, su personaje parece haber sido escrito basándose en la personalidad insufrible y autocomplaciente de Carmela, que poco tiene que ver con Livia. Resulta comprensible que, ante la necesidad de despegarse de su pasado televisivo, Chase abogara en Los Santos de la Mafia por narrar una historia diferente y seductora que no estuviera directamente centrada en Tony y permitiera el visionado de un público ajeno a la serie. Sin embargo, el resultado termina siendo un film que no conforma a ninguno de los dos espectadores: ni al de Los Soprano, que espera la misma riqueza narrativa, ni al que busca un relato criminal que se salga del molde.
La carrera de Clint Eastwood como director bien podría representar un acertado reflejado de su configuración como icono cultural: sobria, estoica, sencilla, poética e ideológicamente contradictoria. Desde su debut con Play Misty for Me (1971), aquel excelente thriller al que le debemos toda una (no muy querida) seguidilla de filmes sobre mujeres psiquiátricas obsesionadas con un tipo, hasta sus más destacados trabajos como Million Dollar Baby (2004) y Gran Torino (2008), el Hombre sin Nombre ha dejado en claro por qué es el último cineasta clásico. La plasticidad de Clint para la narración junto a su exploración de la moralidad y la melancólia, son aspectos innegables de su cine y han quedado grabados en joyas como Unforgiven (1992), en donde denuncia las raíces ultraviolentas de los Estados Unidos mientras rinde honor al género que lo formó, y Cartas desde Iwo Jima (2006), su historia bélica más cruda y contundente. Toda una aventura en celuloide comandada por un artista inconmensurable que a sus 91 años se atreve a abrir nuevamente el juego con su film número 39, en donde despliega también su faceta actoral. Se trata de Cry Macho, una propuesta que originalmente había llegado a manos del director para su adaptación en 1988, pero que por diversas razones de cast y derechos recién ahora podemos ser testigos de su realización. Rodada con todos los protocolos habidos y por haber durante el apocalíptico 2020, Cry Macho vuelve a reunir a Eastwood con Nick Schenk, guionista de las celebradas Gran Torino (2008) y La Mula (2018), en una historia de redención que reflexiona sobre el paso del tiempo, la idea tradicional de masculinidad y el choque generacional. Érase una vez en el oeste Basada en la novela homónima de N. Richard Nash (co-escritor del guion junto con Schenk), la película se encuentra ambientada en 1975 y presenta a Mike Milo (Clint Eastwood), un veterano ex campeón de rodeo con un doloroso pasado familiar que actualmente se dedica a la cría de caballos. El imperturbable día a día de Mike se ve trastocado cuando su antiguo jefe (Dwight Yoakam) le encomienda traer a su hijo, un chico problemático de 13 años llamado Rafo (Eduardo Minett de La Rosa de Guadalupe), a Texas desde México. En esta suerte de operación rescate, el protagonista se debe enfrentar no solo a las fuerzas policiales fronterizas sino también a la poderosa madre vengativa (Fernanda Urrejola) del joven y a uno de sus tantos matones. Mientras huyen de pueblo en pueblo en camioneta, Mike y Rafo construyen una improbable amistad en donde los típicos rasgos asociados al concepto de «Macho» cobran relevancia. Custodiados por la fiel mascota de Rafo -un gallo de pelea bautizado, valga la redundancia, con el nombre de Macho- el dúo comparte sus saberes y angustias de la vida cotidiana. Nuevamente, Clint Eastwood hace suyo a un personaje que coincide con el prototipo que ha interpretado a lo largo de los últimos años. Un tipo duro, con recuerdos tormentosos, que se arriesga por lo que cree justo y que no tiene ningún tipo de recado a la hora de exponer sus prejuicios raciales o misóginos. En este sentido, no resulta casual que haya esperado tanto tiempo para poder realizar esta película y llegar con la edad necesaria para ver el mundo con los mismos ojos del personaje de la novela. Podríamos inclusive pensar a Cry Macho como la tercera parte de una trilogía que involucra tanto a Gran Torino como a La Mula y que tiene como eje central el punto de vista crepuscular sobre determinados aspectos de la vida, entre los que se pueden mencionar el reconocimiento, la decrepitud y el concepto de hogar y familia. En esta ocasión, Eastwood se anima también a verbalizar un tema tan en auge como es el machismo, nada menos que desde la visión de un anciano cowboy que ve en el joven a su cargo el triste reflejo del esclavizante mandato patriarcal que él ha padecido. Mediante una narrativa clásica, planos bellamente entrelazados y su habitual economía del diálogo, el director lleva al público como en una road movie por los diversos parajes que la dupla protagónica va recorriendo y dejando su huella. La banda sonora, con el conocido bolero Sabor a Mí sonando en las ocasiones en que el personaje de Mike entabla una tierna relación con Marta (Natalia Traven), la dueña viuda de un bar, le otorga al relato ese toque especial y dulce evitando caer en cursilerías. Obviamente, no faltan los típicos momentos de tensión y violencia en los que el director parece burlarse de los clichés del género de películas del oeste como ya lo ha hecho anteriormente en otros trabajos. Pero más allá del clasicismo del relato y el humanismo que plasma Eastwood en cada una de sus historias, lo que cautiva de Cry Macho es esa esencia de cine artesanal, de película ajena al tiempo que no necesita de un puñado de referencias culturales cada dos minutos para generar nostalgia. Un filme que nos remonta a una época que parece cognoscible incluso para las generaciones más jóvenes, a las que la urgencia por ir detrás del producto popular de turno continúa, en gran medida, obstaculizando una conexión con el cine desde un lugar mucho más profundo y paciente.
Tras su paso por el universo cinematográfico de DC, el taquillero cineasta y productor James Wan vuelve a su zona de confort con Maligno, un ridículo film de terror que adosa sin gracia una variedad de estilos y subgéneros pero que no ofrece nada sustancial. Crítica a continuación. En las últimas dos décadas, el nombre de James Wan se ha convertido en éxito asegurado para las productoras y distribuidoras que han hecho de cada una de sus creaciones una franquicia nueva que funciona como imán entre el público +13. Maligno malignoEl director de Saw (2004), Insidious (2010), The Conjuring (2014) y actualmente ligado al DCU tras comandar Aquaman (2018), se hizo popular por evocar los filmes hollywoodenses de posesiones a través de una ambientación elegante, buen manejo de tensión y un uso poco común de los clásicos clichés del género. En esta oportunidad, el cineasta originario de Malasia retorna a la silla del director con Maligno (Malignant), una de sus películas menos inspiradas hasta la fecha. Co-escrito por Wan y Akela Cooper (Hell Fest) bajo una historia de la actriz Ingrid Bisu (The Nun; The Conjuring: The Devil Made Me Do It), el film se alza como una ensalada de arquetipos y tropos dentro de los diversos subgéneros como el slasher, el body horror, el giallo y los relatos de casas embrujadas. El producto de esta suerte de licuadora cinematográfica se siente como un curso acelerado del cine de terror de los ‘80 y ‘90 que no profundiza en absolutamente ninguna de sus vertientes y prioriza la imitación en pos de la historia. En la mente del asesino La película comienza con un prólogo bastante confuso ambientado en un hospital gótico, en donde uno de los personajes desliza a modo de gancho para la audiencia la frase “es hora de eliminar el cáncer”. Luego de esa introducción, Maligno presenta a Madison (Annabelle Wallis), una mujer embarazada que vive en Seattle junto a un esposo violento y alcohólico (Jake Abel) que la hace responsable por los abortos espontáneos que ha tenido anteriormente. En medio de una discusión, el hombre golpea fuertemente a Madison contra la pared, haciendo que su cabeza sangre. Minutos más tarde, la protagonista despierta de una terrible pesadilla y encuentra el cuerpo sin vida de su marido. El asesino parece seguir en la casa y antes de que Madison pueda hacer algo, una silueta oscura y esbelta de aspecto sobrenatural la golpea y la deja inconsciente. Luego de despertar en el hospital y que su hermana (Maddie Hasson), una actriz sin mucho éxito, le revele que ha perdido el embarazo, Madison insiste con regresar sola a su hogar. El extraño comportamiento de las luces y puertas que infieren cierta actividad paranormal parecen a simple vista suficientes para que la protagonista huya despavorida del lugar, sin embargo, Madison decide quedarse. Mientras un dúo de detectives (George Young y Michole Briana White) investiga el sospechoso homicidio del esposo, la joven continúa siendo atormentada por sueños cada vez más vívidos en donde resulta testigo involuntaria de nuevos asesinatos cometidos por aquella figura de negro, cabello largo y rostro desfigurado que la atacó en un principio. Maligno maligno Con un tono que alude más a la comedia de terror bizarra que al drama oscuro e tenso de Insidious, los primeros dos actos de Maligno se manifiestan como una seguidilla de escenas chapuceras, en donde no hay un solo protagonista que actúe de manera creíble o coherente. Uno de los aspectos de la filmografía de James Wan que más acostumbra a endiosar cierta crítica especializada es la construcción de la atmósfera, sin embargo, aquí esto se echa por tierra ante la necesidad inmediata de producir golpes de efecto que, a decir verdad, tampoco resultan tan eficientes. Entre excesos de alivio cómico pueriles, escasez de desarrollo de personajes, reiteraciones y sobreexplicaciones, la película se sostiene a duras penas gracias a los habituales juegos de cámara de Wan y una puesta en escena correcta. El descabellado giro narrativo del último acto consolida la ridiculez del guion, algo que lejos de aniquilarla por completo, podría darle el sello de terror de culto, de film autoconsciente de su propia naturaleza que se burla de las convenciones aún siendo producida por una compañía como Warner. Cabe señalar también que, a nivel dirección, el tercio final se encuentra entre lo mejor de un relato del que difícilmente se podía esperar algo atractivo. James Wan remonta lo irremontable en Maligno con una estrafalaria dosis de acción bien ejecutada y un gore salvaje que probablemente hará las delicias de los amantes del género. Por supuesto, tampoco ha de faltar el clásico desenlace cursi con diálogos forzados que el cineasta suele incluir en cada una de sus historias. CONCLUSIÓN Maligno es una película hecha a base de escenas repetitivas y expositivas hasta el cansancio. Resulta deficiente en cuanto a la construcción atmosférica, quizá lo más destacado del estilo de James Wan. Un homenaje a las películas de bajo presupuesto y a los diversos subgéneros como el body horror y el slasher realizado de una forma artificiosa e incompetente. Cobra fuerza en su llamativo tercer acto, sin embargo, no logra compensar sus carencias previas.
El cineasta Francisco Márquez vuelve a jugar con el thriller psicológico y el cine político denunciante en Un Crimen Común, su segunda película. Al igual que en su aclamada ópera prima La Larga Noche de Francisco Sanctis (2016), co-dirigida junto a Andrea Testa (también productora de este film), Márquez hace aquí un estudio psicológico de un personaje que se ve enfrentado a una dura patada de la realidad cuando debe tomar una decisión personal. La máquina de desaparecer El relato comienza exhibiendo imágenes de los muñecos monstruosos que habitan en el tren fantasma de un parque de diversiones. Lo que parece un simple divertimento para niños simboliza en realidad la antesala del desconcertante viaje que la protagonista está a punto de atravesar. Cecilia (Elisa Carricajo de La Flor) trabaja como profesora de sociología de la Universidad de Buenos Aires y vive con su pequeño hijo, Juan (Ciro Coien Pardo). A simple vista, parece una intelectual interesada por las cuestiones de clase, que no duda en intervenir cuando ve que las fuerzas represivas se llevan a la rastra a un joven humilde en pleno parque de atracciones. Una noche lluviosa, Cecilia se despierta perturbada tras escuchar golpes en la puerta de su casa y el pedido de auxilio de una voz conocida. Se trata de Kevin, el hijo adolescente de su empleada doméstica (Mecha Martínez). Atemorizada, la protagonista decide no responder al llamado y ocultarse en la oscuridad de su hogar mientras a lo lejos se puede escuchar la sirena de un patrullero. Al día siguiente, Cecilia se entera de que Kevin ha desaparecido de manera forzosa y todo apunta a que fue la policía, quien ya lo venía hostigando hacía tiempo. El sentimiento de culpa por omisión lleva a que la docente comience a cuestionarse acerca de la brecha entre las teorías y la experiencia y su papel dentro de este universo académico. Un Crimen Común hace un gran trabajo, en principio, al interpelar al espectador sobre qué hubiera hecho en el lugar de la protagonista. Pone en conflicto el discurso progresista, la conciencia de clase con las acciones (o inacciones) individuales y los miedos propagados por un sistema perverso que se alimenta de la criminalización de la pobreza y las divisiones entre el conjunto de los trabajadores. Por otro lado, resulta atractivo cómo el director retrata el mundo en picada de Cecilia, quien pasa de ser una profesional exigente y segura de sí misma, a una mujer desorientada que duda de su metodología y hasta se deja llevar por la paranoia al sentirse amenazada por la presencia fantasmal de Kevin. Podemos decir que Un Crimen Común, más que una continuación de La Larga Noche de Francisco Sanctis, es su contracara: acá el miedo a ese «otro», construido ideológicamente por el aparato estatal y los poderes fácticos, termina ganando y se elije como opción no involucrarse. Pero lo que parece el camino más cómodo, en realidad se vuelve una bomba de tiempo para una sociedad en donde la violencia institucional ha sido naturalizada y los jóvenes de sectores populares son ahora sus víctimas predilectas.
En Matar a un Ruiseñor (1962), la adaptación del clásico literario de Harper Lee, un afroamericano de Alabama era acusado injustamente por haber violado a una mujer blanca. Su evidente destino cambia cuando un respetable abogado decide defenderlo, poniéndose a toda su comunidad en contra. En la misma línea que este clásico irónicamente referenciado en el filme, llega a la cartelera nacional Buscando Justicia (Just Mercy, 2019) de Destin Daniel Cretton, un drama basado en hechos reales que tiene como objetivo ilustrar la corrupción judicial y policial del sistema capitalista y el racismo que subsiste en una sociedad norteamericana hoy atravesada por la hegemonía de la derecha republicana. La historia se encuentra ambientada a fines de la década de los ’80 y sigue al joven abogado Bryan Stevenson (Michael B. Jordan), quien recién egresado de Harvard y luego de haber rechazado interesantes propuestas laborales, decide instalarse en el Estado sureño de Alabama con el fin de defender gratuitamente a aquellos ciudadanos afroamericanos que han sido condenados a muerte injustamente. Junto a la activista local Eva Ansley (Brie Larson) crean la Iniciativa de Justicia Equitativa y ponen en marcha su lucha para devolverle la libertad a Walter “Johnny D” McMillian (Jamie Foxx), un padre de familia y querido miembro de la comunidad negra del condado de Monroeville que espera su desconsolador destino en el corredor de la muerte tras haber sido sentenciado por un asesinato que no cometió. El director Destin Daniel Cretton (Short Them 12; The Glass Castle) nos ofrece en esta ocasión un drama legal sumamente estándar que presenta todos aquellos clichés a los que el género nos tiene acostumbrados, tales como la desconfianza inicial entre el presidiario y el defensor, la persecuta hacia el abogado que quiere intentar un cambio radical y los discursos humanísticos cargados de melodrama. La excesiva duración de 136 minutos para una trama que carece de enigmas, giros y sutilezas, tampoco ayuda mucho. Sin embargo, son las comprometidas actuaciones tanto de Jordan como de Foxx las que logran conmover y mantener atento al espectador de principio a fin, aún cuando los hilos que mueven la historia resulten evidentes. Distinto es el caso de Brie Larson, actriz habitué dentro de la filmografía del director, quien aquí se la nota bastante deslucida en un personaje plano que no aporta ningún elemento relevante. A La película de Cretton no solo peca de trillada, sino que además parece sentirse muy cómoda y segura en su representación de víctimas/victimarios. El único riesgo que parece tomar es a través del personaje de Herbert Richardson (Rob Morgan), un veterano de Vietnam afroamericano que atormentado por los traumas de la guerra construyó una bomba casera que, sin pensarlo, acabó con la vida de una mujer. Herbert es el único de los hombres del corredor de la muerte que cree que merece su ejecución. Un personaje complejo que sin duda ofrece al espectador un debate interesante acerca de su supuesta culpabilidad y las consecuencias del abandono del Estado. Buscando Justicia es una propuesta con buenas intenciones que consigue su cometido al retratar y denunciar de manera clara el racismo y clasismo de un sistema judicial corrupto en un momento donde los derechos de las minorías se ha vuelto un tema fundamental en la agenda hollywoodense. También, por supuesto, resulta útil como alegato contra la pena capital. Aún así, está claro que la temática racial en el cine norteamericano actual tiene un mejor futuro de la mano de películas como la fantástica Blackkklansman (2018) y Get Out (2017), o incluso de series distópicas al estilo Watchmen, que ligado a estos dramas legales acartonados con pocas matices.
Antes de que el movimiento MeToo hiciera temblar a los poderosos de Hollywood que como el productor Harvey Weinstein habían gozado por años de la impunidad del silencio para acosar a decenas de actrices y trabajadoras del arte, hubo un suceso importante en la televisión norteamericana que significó un antes y un después para las mujeres del medio. En 2016, el entonces mítico fundador y presidente de la Fox News, Roger Ailes, fue denunciado por acoso y abuso por parte de varias comunicadoras, lo que terminó con el despido de éste. Sobre este hecho sin precedentes trata El Escándalo, filme que logró colarse en la última edición de los Oscars en las categorías de Mejor Actriz, Mejor Actriz de Reparto y Mejor Maquillaje y Peinado, consagrándose ganadora de ésta última. La historia comienza poco tiempo antes de la era Trump y sigue a 2 famosas presentadoras de la cadena Fox: Megyn Kelly (Charlize Theron) y Gretchen Carlson (Nicole Kidman). Como la mayoría de los comunicadores de la Fox, se trata de mujeres de ideología de derecha, pero que a pesar de esto no dudan en mostrar su disgusto ante opiniones y situaciones machistas. Mientras Kelly se ve envuelta en una polémica por haber cruzado en televisión al candidato a presidente Donald Trump por sus dichos discriminatorios hacia las mujeres, Carlson se reúne con sus abogados para intentar juntar evidencia en contra de su jefe, el repulsivo Roger Ailes (John Lithgow en una asombrosa caracterización), quien tomó represalias con ella al no aceptar sus propuestas sexuales. El relato que mezcla el conflicto político pre electoral con las denuncias por acoso, suma al personaje ficticio de Kayla Pospisil (Margot Roobie), una joven periodista evangélica y conservadora que busca ascender en su posición y pasar a estar adelante de la cámara. El director Jay Roach, conocido por comedias como La Familia de mi Novia (2000), vuelve al drama inspirado en historias reales luego de que en 2015 presentara Trumbo: La lista negra de Hollywood, acerca de como el guionista de Espartaco fue descartado por la industria en plena época de cacería de brujas, donde la cercanía con las ideas comunistas podían significar el fin de tu carrera. En esta ocasión, Roach se basa en un guion de Charles Randolph (guionista de la también biográfica The Big Short, 2015) para trazar paso a paso cuales fueron los eventos previos que llevaron a Carlson y a Kelly a denunciar a Ailes. Para ello, el director hace uso de mucho material de archivo, en el que resalta la famosa entrevista a Trump, y diversos elementos emparentados con el cine documental, como el hecho de presentar a cada personaje con su nombre completo y ocupación en letras debajo de cada actor. La película retrata muy bien el ambiente machista de los estudios de Fox News, donde las periodistas, todas poseedoras de una notable belleza hegemónica, siempre deben ir vestidas de pollera o vestido y los escritorios son vidriados para que el espectador pueda ver sus piernas. La influyente bajada de línea conservadora, para que ningún comunicador ose pasarse de la raya y emita una mirada que choque con sus posturas, junto con el acoso, la cosificación y el ninguneo constante que viven las mujeres tanto dentro como fuera de el aire, también ayudan a entender aquel contexto de opresión que dificulta aún más la posibilidad de alzar la voz ante las diversas expresiones de violencia de género. Resulta interesante ver a estos personajes, que se niegan a ser llamadas feministas, intentando generar un cambio en la manera en la que la cadena trata a sus pares desde aspectos tan pequeños como conducir sin maquillaje. Hablamos de personajes que en otra historia resultarían totalmente despreciables dada su formación política y su estereotipo de Barbie clasista, pero que aquí marcan la diferencia poniéndose al hombro una compleja lucha que, aunque no puedan o quieran admitirlo, es feminista. Por otro lado, cabe destacar como el director evita todo el tiempo caer en golpes bajos y escenas gráficas, logrando un impacto mucho mayor desde lo psicológico. En este sentido, Margot Robbie es quien protagoniza la escena más crudas del filme, una absolutamente bien cuidada y trabajada donde es imposible no sentir empatía con el personaje y verse reflejada en aquella misma situación de abuso de poder. Entre los puntos flojos de la película, hay que decir que el guion posee alguna que otra falencia. En un principio, todo apunta a que la protagonista es el personaje de Kidman, dado que es quien impulsa la denuncia contra Ailes. Sin embargo, una vez logrado su cometido la actriz desaparece de la trama hasta volverse casi innecesaria, siendo desplazada por una imponente Theron y su confrontación con Trump y los republicanos. Además, el bombardeo de información, con largas conversaciones y demasiada data de nombres y años, termina por resultar un tanto confuso. Por último, la técnica de romper la cuarta pared, algo que aquí se da en el inicio de la película y después no vuelve a ser utilizado, definitivamente no tiene razón de ser. El Escándalo es una película que presenta buenas actuaciones y recreaciones, un ritmo vertiginoso y una mirada bastante distinta a otras historias feministas que hemos visto en pantalla. Vale la pena ser vista.
El cine bélico de las últimas décadas se ha caracterizado por cuestionar los ideales de la nación, el sacrificio y los modelos prefabricados de héroes y enemigos que construyó aquel lejano Hollywood de la edad de oro. El género que supo popularizar Estados Unidos con mero objetivo propagandístico durante la Segunda Guerra Mundial, desde hace ya bastante tiempo ha apartado de su camino el nacionalismo ciego para profundizar en el sufrimiento, la camaradería y la humanidad de los soldados. Películas como Cartas desde Iwo Jima (2006) de Clint Eastwood o The Hurt Locker (2008) de Kathryn Bigelow, con la que por primera vez una directora mujer fue galardonada por la Academia, dan cuenta de ello. Con estos antecedentes, no es casual que uno de los filmes que más ha asombrado a la crítica norteamericana en 2019 y que se muestra como una de las firmes candidatas al premio mayor en la próxima edición de los Oscars, sea una historia de guerra en donde el patriotismo y el desarrollo histórico del conflicto armado es dejado a un costado. Hablamos de la tan comentada 1917 del inglés Sam Mendes (Belleza Americana; 007: Operación Skyfall), que ha estado en boca de todos gracias a un impecable apartado técnico que incluye, por supuesto, la proeza de haber sido filmada en su totalidad como un largo falso plano secuencia. Basada en las anécdotas que el abuelo de Mendes le contó a su nieto sobre sus días como cabo del ejército británico durante la Primera Guerra Mundial, 1917 narra la travesía de dos soldados ingleses, Tom Blake y Will Schofield (Dean-Charles Chapman y George Mackay), quienes son encomendados a una misión de alto riesgo en territorio enemigo alemán. Ambos deben atravesar toda una ciudad con el fin de impedir un nuevo ataque por parte de uno de sus pelotones, ya que se trata de una emboscada que podría cobrarse la vida de nada menos que 1600 hombres, entre ellos la del hermano mayor de Blake. Mendes vuelve a zambullirse en el cine bélico luego de Jarhead (2005), pero esta vez mediante una historia mínima ambientada en un enorme y trágico contexto como fue la llamada Gran Guerra. Con una estética narrativa similar a la de los videojuegos de acción, la cámara sigue permanentemente a estos dos cabos que deben ir del punto A al B sorteando una serie de obstáculos peligrosos en una carrera a contrarreloj. Despojados de todo tipo de heroísmo y honor, la razón que mueve a estos jóvenes a embarcarse en esta misión suicida no es la posible derrota de su país ante las tropas alemanas, sino la de rescatar al hermano de Tom y evitar una masacre. Los diálogos triviales que mantienen ambos soldados, donde entre otras cosas uno de ellos cuenta que canjeó su medalla del ejército por una bebida, dejan en claro que lo importante aquí radica en el compañerismo y el apoyo mutuo más que en la idea de morir por el bien de una nación, algo muy común en el cine de guerra actual y sobre todo en el inglés. Al igual que lo hiciera en 1948 su compatriota Alfred Hitchcock con La Soga, este director inglés también americanizado decide demostrar su excelencia como realizador a partir de un destacado plano secuencia continuo y prolijamente editado que amplifica la sensación de suspenso y claustrofobia, logrando mantener al espectador en vilo durante toda la trama. Una técnica que por momentos puede tornarse un arma de doble filo, puesto que el público podría estar más atento a ella y a hallar los notorios cortes que a lo que está sucediendo dentro de la historia. Sin embargo, la atmósfera envolvente junto con los momentos de extrema tensión, como así también los más calmos (uno de los pasajes en un bosque detenta un aire de ensueño que parece sacado de un filme de Tarkovski), consiguen su cometido y el filme encandila como pocas veces sucede con este género. Por supuesto, nada de esto hubiera sido posible sin la belleza poética de la fotografía de Roger Deakins (Blade Runner 2049), quien ya había trabajado con Mendes en Skyfall, y la música épica a cargo de Tomas Newman (American Beauty). Los dos protagonistas, hasta ahora bastante desconocidos por el común de la gente, generan emoción a través de pequeños gestos, miradas, y una inocencia que incluso podría prescindir de todo diálogo. El reparto se completa con las breves pero acertadas apariciones de reconocidos actores ingleses como Richard Madden, Benedict Cumberbatch y Colin Firth. Sin lugar a duda, 1917 es un filme que sobresale tanto por su forma como por su contenido. Uno que vuelve a colocar a Sam Mendes en el centro de atención de la crítica, como ocurrió con su opera prima en 1999, y cuya realización seguramente se convierta en futuro material de estudio de las escuelas de cine de todo el mundo.
El terror a mar abierto, zona de legendarias historias de piratas, tiburones, sirenas y barcos perdidos en el tiempo, hace una pequeña y fallida reaparición en la pantalla grande de la mano de La Posesión de Mary (titulada originalmente como Mary), un filme de 2019 estilo clase B que logró colarse en nuestra cartelera nacional en plena temporada de estrenos tardíos de nominadas a los Premios Oscars. Dirigida por Michael Goi- cineasta del palo televisivo y conocido por su trabajo en series del momento como The Chilling Adventures of Sabrina, Riverdale y American Horror Story- y escrita por Anthony Jaswinski (guionista del thriller náutico The Shallows), La Posesión de Mary no solo desperdicia a un actor de nivel como Gary Oldman, quien desde su galardonado papel de Churchill en Darkest Hour (2017) se ha visto maldecido por una seguidilla de thrillers inconsistentes, sino que arrastra todos los clichés del género en una trama soporífera y floja de papeles. El filme presenta a David (Oldman) un capitán marítimo y padre de familia que decide comenzar su propio negocio invirtiendo dinero en un barco pesquero. Pero el día en que se presenta a una subasta en el puerto, David se ve seducido por Mary, nombre que recibe un antiguo y extraño velero alemán que luce la siniestra figura de una mujer similar a una sirena en el mástil. Luego de comprarlo con el fin de realizar viajes turísticos por la costa de Florida, el hombre convence a su esposa, Sarah (Emily Mortimer), de dar un primer recorrido hacía las Islas Bermudas junto a sus hijas, la adolescente Lindsey (Stefanie Scott) y la pequeña Mary (Chloe Perrin), y dos de sus hombres de confianza. Pronto, los tripulantes comienzan a verse afectados por la presencia de un ente sobrenatural que intenta desviar su destino. No hace falta ser muy astuto para intuir que la niña que lleva el mismo nombre del velero será el principal conductor de los planes malignos de este supuesto espíritu femenino. Sin embargo, desde un principio se deja constancia de que es este barco de dueño desconocido y vinculado con un extenso historial de desapariciones el que se encuentra poseído. Una chatarra con vida propia que remite a Christine de Stephen King, que cautiva y obsesiona a David al igual que el automóvil lo hacía con el joven protagonista de aquella historia. Lamentablemente, lejos se encuentran los responsables de esta película de querer profundizar en el drama psicológico de David o alguno de los otros personajes, ya que aquí todos los problemas son retratados de manera superficial. Ni siquiera se vislumbra un intento por generar una atmósfera inquietante a partir de todos aquellos elementos que brinda un escenario tan rico como el mar, con sus múltiples leyendas y seres mitológicos. En su lugar, deciden recurrir a los típicos sustos fáciles y lugares comunes dentro del cine de terror, con jump scares previsibles, dibujos amenazantes, puertas que se cierran solas, un espectro inexplicablemente análogo al de Samara de The Ring y un plot twist que no es más que una burla para todos los amantes del género. La Posesión de Mary es una película de tamaña pereza creativa que uno como espectador quisiera poder entrar en escena solo para rescatar a Oldman de esa pendiente por la que viene descendiendo su carrera en estos últimos años. Un filme insípido incluso para el público menos exigente y aquellos desdichados que vayan al cine sin mucha información.
El director neozelandés Taika Waititi, conocido por filmes como el ingenioso mockumental de terror sobre vampiros What We Do In The Shadows (2014) o la taquillera Thor: Ragnarok (2017), vuelve a la gran pantalla para presentar una comedia dramática que pocos se atreverían a realizar sin salir ilesos. Definida por el director como una “sátira anti odio”, Jojo Rabbit se burla del nazismo, la figura de Hitler y la guerra como ya lo han hecho a lo largo del siglo XX directores de la talla de Charles Chapin (El Gran Dictador, 1940) y Mel Brooks (Los Productores, 1967), pero en esta ocasión a través de la mirada ingenua y fantástica de un pequeño fanático del sangriento régimen totalitario alemán. Basado en la novela de Christine Leunens, el filme sigue los pasos de Johannes “Jojo” Betzler (Roman Griffin Davis), un niño de 10 años que se apunta a un campamento de las Juventudes Hitlerianas en su afán de servir al país durante el último tramo de la Segunda Guerra Mundial. Con el rumor a cuestas de que su padre, desaparecido en Italia hace más de dos años, es en realidad un desertor de guerra, Jojo demuestra orgullosamente ante el batallón comandado por el bobalicón Capitán Klenzendorf (Sam Rockwell) que él es un ferviente nacionalista capaz de cazar a cuanto judío se le cruce. Sin embargo, en el momento en que es desafiado por un joven soldado a asesinar a un conejo con sus propias manos, el niño se acobarda y huye torpemente, episodio que termina otorgándole el apodo burlón de “Jojo Rabbit”. Cuando creía que las cosas no podrían ir peor, una tarde Jojo descubre un terrible secreto: su madre (Scarlett Johansson) ha estado escondiendo a una adolescente judía (Thomasin McKenzie) en el ático de su casa y entregarla podría suponer un fatal destino para ambos. Las atrocidades del nazismo narradas desde una visión infantil es una idea que ya había sido desarrollada tanto en la italiana La Vida es Bella (1997) como en la adaptación de El Niño con el Pijama a Rayas (2008), donde también se plantea el entendimiento de la guerra a partir de la conexión de un joven alemán con un niño judío. Sin embargo, aquí estamos ante un terreno más arriesgado, dado que se trata de una comedia provocadora que podría herir alguna que otra sensibilidad. Los créditos iniciales que exhiben imágenes reales de la dictadura nazi mientras suena de fondo una versión alemana de I want to hold your hand de The Beatles, deja en claro que el objetivo del director no radica solamente en volver a ridiculizar a los poderosos fascistas y sus absurdas creencias, sino también en poner de manifiesto un tema tan actual como lo es el fanatismo, el nacionalismo ciego y sus peligros. La caricaturesca representación de Hitler a lo Monty Python (interpretada por Waititi) como el amigo imaginario de Jojo, quizá no sea tan cómica o necesaria como uno supondría en una sátira de este estilo, pero su presencia también abre paso a una lectura psicológica acerca de como los líderes políticos vienen a reemplazar a la figura paterna. En cuanto a Johansson, la actriz que enamoró al fandom comiquero con su interpretación de la Viuda Negra aquí juega un rol divertido como una madre que a través de juegos y bailes intenta que su fanático y empedernido hijo vea el lado maravilloso de la vida. En el reparto adulto se destacan también Rockwell con aquella facilidad para construir todo tipo de personaje que lo caracteriza, Rebel Wilson en el papel de una brutal instructora nazi y Stephen Merchant en una pequeña participación como miembro de la Gestapo. Mención especial para el debutante Archie Yates como Yorki, el niño amigo de Jojo y miembro de las Juventudes Hitlerianas que endulza la pantalla en cada una de sus cortas apariciones. Aquellos que vayan a verla esperando encontrarse con una comedia bizarra de principio a fin al mejor estilo de What We Do In The Shadows, sin duda terminaran decepcionados. Desde un primer momento, precisamente con aquella escena del conejo, el cineasta neozelandés advierte que estamos frente a una mixtura de géneros en donde el drama de la guerra y los miedos más profundos que ésta plantea serán retratados fuertemente. Hay que decir que Waititi logra un convincente equilibro entre la comedia, la tragedia y el coming of age, sin caer nunca en golpes bajos y saliendo airoso de lugares incómodos en parte gracias a la ternura e inocencia que destila su protagonista. Un desafío que en manos de otro director podría haber terminado en un rotundo desastre. Jojo Rabbit evidencia una vez más que la tan cuestionada “corrección política” no es más que una excusa para aquellos que desean seguir haciendo el mismo humor fácil a costa de las minorías. Está claro que si todavía se puede hacer comedia a partir de uno de los episodios más oscuros de la historia, se puede hacer reír con cualquier tema, el problema no es el “que” sino el “como”, a través de que perspectiva se hace y teniendo bien en cuenta hacia quien va dirigido. Podemos afirmar que Jojo Rabbit es un filme dirigido por alguien que sabe bien como manejar los diversos tonos, compuesto de un entrañable elenco, con un gran y prometedor hallazgo como es el caso de Griffin Davis, una banda sonora de lujo y un mensaje simple pero efectivo para las nuevas generaciones.
Cuarenta y dos años pasaron desde el día en que George Lucas dio a conocer al mundo la space ópera que tiempo más tarde se convertiría en la saga cinematográfica de ciencia ficción transgeneracional más importante de la historia. Tras esa innovadora primera trilogía que comenzó en 1977 y continúo luego en 1999 con la tan cuestionada trilogía de precuelas dirigidas por Lucas, nadie hubiera creído que la historia de la familia Skywalker sería llevada nuevamente al cine de la mano de nada menos que el imperio Disney. Con cambios en la estética, el humor, nuevos protagonistas que respondían a las demandas de mayor inclusión en la ficción y el entrañable trío de Luke, Leiay Han Solo otra vez reunidos, la última aventura espacial tenía como misión volver a introducir a los espectadores en la eterna lucha entre el bien y el mal sin perder la esencia de la saga, pero creando una identidad propia a base de un relato fresco, verosímil y a todas luces coherente. En este sentido, los resultados no estuvieron a la altura. Star Wars: El Ascenso de Skywalkerrepresenta no solo la conclusión de una trilogía bastante desarticulada sino el decepcionante final de un culto que supo marcar a fuego para siempre nuestra cultura pop. Uno de los problemas más notables de Episodio IX es la falta de conexión con su antecesora, la polémica Star Wars: Los Últimos Jedi dirigida por Rian Johnson. En el último film, J.J. Abramspropone una secuela de lo que había iniciado con Star Wars: El Despertar de la Fuerza, desterrando del universo cualquier hipótesis deslizada en el octavo episodio. Del mismo modo que Johnson decidió darle a la saga su propia visión sin tener en cuenta que debía mantener una cohesión con el inicio de la tercera trilogía y, sobre todo, respeto y coherencia con los personajes y la mitología creada por Lucas hace más de cuarenta años, Abrams a cada paso se encarga de aclarar que lo ocurrido en Los Últimos Jedi debe ser dejado atrás si se quiere disfrutar de este final. Algo que resulta bastante difícil. El segundo y quizá mayor defecto del filme tiene que ver con el guion escrito por Abrams junto a Chris Terrio(guionista de Batman v Superman) y basado en una historia de los escritores de Jurassic World. Al igual que sucedió con El Despertar de la Fuerza, aquí nuevamente se vuelve a apostar por lo seguro, es decir, el reciclaje de historias. Era algo más que previsible teniendo en cuenta la división que generó la película de Johnson que la compañía del ratón presionara por un final que supiera contentar a todo el fandom. Sin embargo, el problema no reside tanto en la originalidad sino en la cantidad de dispositivos forzados e inverosímiles que el equipo de guionistas desata en el afán de crear su propio Retorno del Jedi. Hablamos del villano Palpatine(Ian McDiarmid), el más importante de la saga, traído hasta nosotros de vuelta sin ningún tipo de explicación convincente. Una sucesión de muertes y resurrecciones llevada hasta el absurdo (acá ninguno siquiera termina el curso de Jedi pero tienen el poder curativo de la raza de Yoda). Una amenaza colosal que pone en peligro el destino del universo entero y que se termina resolviendo con una batalla insustancial, entre otros aspectos. En este inexplicable composé, el que mejor sale parado sin duda es el personaje de Kylo Ren con un arco narrativo redondo y notablemente construido. El puchero ocasional de Adam Driver y su invariable registro actoral pánfilo más cercano a un filme indie que a una saga de este tipo, nos hace seguir pensando que lo peor que pudieron hacer desde un comienzo fue quitarle el casco. En cuanto a Rey, su viaje de autodescubrimiento y la lucha interna que debe enfrentar quizá provoque la molestia de aquellos que esperaban que el filme no fuera por el lado más fácil. Aún así, es imposible no sentir empatía por este personaje que se ganó el visto bueno desde el minuto cero. De todo el casting de esta nueva trilogía, Daisy Ridley ha sido el verdadero gran hallazgo y algo nos dice que probablemente la sigamos viendo en futuras entregas. Entre los puntos fuertes de Episodio IXse destaca la incorporación del terror, la mesura en el humor y el despliegue de las escenas de acción que nos regalan algunas de las mejores peleas con sables que hemos visto. Y por supuesto, la música del maestro John Williams, tal vez el 80% de Star Wars y uno de los máximos responsables en otorgarle a la saga la épica que la caracterizó siempre. Más allá de la polémica que generará dentro de la comunidad de fanáticos a través del tiempo, Star Wars: El Ascenso de Skywalker quizá sea un buen pie para que la industria en general deba replantearse a la fuerza la idea de continuar generando remixes repletos de fan service para un publico que, evidentemente, de a poco comienza a mostrar su inconformismo.