La insoportable levedad de envejecer El criterio alucinado que manejan los distribuidores hace posible que esta comedia insípida sobre la vejez del año 2013 se estrene ahora. Estimo que su aparición tendrá que ver con el tipo de espectador (siempre subestimado) que modelan estas sabias decisiones para poblar los jueves de estrenos cada vez más intrascendentes. Probablemente, en la época de los eslogans, el futuro televisivo de Un fin de semana en París sea un domingo con la clásica etiqueta de “comedia para mayores” o en su defecto será bocado perfecto para la lisérgica presentación de Virginia Lago en uno de esos ciclos espantosos. Y es que la película se presta a ello. Con la excusa argumental de una pareja madura que vuelve a París para revivir su matrimonio, Michell comete el peor de los pecados para una comedia: coloca una dupla protagónica que nunca funciona ni genera empatía. Cada una de las torpes acciones que llevan a cabo forman parte de una idea ridícula de vejez, del soporífero y trillado muestrario del vacío conyugal, que no conmueve en absoluto ni moviliza a la risa (los chistes no funcionan y caen en algunos casos en el grotesco). Como si fuera poco, al tono de afectación actoral, se le suma la insoportable interpretación de Jeff Goldblum, como un amigo con el que se reencuentran. Pero claro, como Roger Michell y su guionista son dos tipos cancheros recurren a la tarjeta postal parisina y a las referencias cool para que se note que es una película seria. Entonces en un momento Nick escuchará Like a rolling stone para que sepamos lo que se siente ser un completo perdedor. También habrá una embarazosa coreografía emulando una escena antológica de Bande à part (1964) de Jean Luc Godard para que nos demos cuenta de las filiaciones cinematográficas serias de Michell como de la cultura que poseen los protagonistas. Hay un tercer aspecto que hace más abominable a este tipo de historias y es que no se juegan por nada más que un itinerario bonito plagado de sentencias implícitas para que todos la repitan (“uh, el paso del tiempo y cómo repercute en una pareja que alcanza la tercera edad”, “la erosión de los años en el matrimonio”) y encima usan la fachada genérica de la comedia en una apropiación desganada, ñoña y sin vida. Ni siquiera la amenaza de lo crepuscular y lo intimista apacigua a este film de la nada misma.
Fantasmas y misterios Película de interiores fantasmales y con un uso maestro de la tecnología digital. Pedro Costa en Cavalo dinheiro vuelve sobre su personaje Ventura, ya presentado anteriormente y construye un film misterioso, fuera de tiempo, espectral, con el protagonista encerrado en alguna institución, anclado en el pasado por momentos y de regreso al presente en otros. Por allí transitarán también seres que se cruzan y narran con susurros sus historias. Y si hay algo maravilloso es cómo las voces y las canciones constituyen la banda sonora. La radicalidad y el carácter arduo de la propuesta pueden generar algún escozor en almas inquietas, pero vale la pena ofrecer la mirada a la experiencia que propone Costa, a la escasa iluminación que apenas permite entrever los rostros y mucho los ojos de estas almas en pena encerradas en ese lugar enigmático. El exterior será un fuera de campo o tal vez una ilusión. El inicio con planos fijos de fotografías de experiencias migratorias deviene en una escena que instala el tono de lo que veremos: el pesado andar del protagonista seguido por la lentitud de los movimientos de la cámara, siempre observadora, nunca intrusiva. A partir de ahí, nos sumergimos en esa atmósfera lúgubre donde a su debido tiempo todos tienen algo que decir. En este peregrinaje, siempre hay una búsqueda de ese rostro que mejor exprese el peso de la existencia y soporte la densidad de la memoria. El pasaje final, el diálogo con un soldado en un ascensor, abre, con su extendida duración, más aristas a la complejidad que ya tenía la película.
El fantasma de la libertad Un fantasma acecha al cine de autor: la repetición. Y esta vez les tocó a los hermanos belgas. En alguna oportunidad, Bergman escribió un curioso y divertido texto firmado con seudónimo donde asumía la voz de un crítico señalando un estado de agotamiento creativo en la obra del legendario director. Tal ejercicio, más allá del carácter lúdico y paródico, era una forma de autoconciencia sobre la propia obra, siempre atravesada por una serie de obsesiones y constantes que conducirían inevitablemente a un callejón sin salida: la reiteración del método. De hecho, Bergman dejaría de filmar por un largo tiempo luego de Fanny y Alexander (1982), para regresar renovado con En presencia de un payaso (1997) y despedirse con Saraband (2003). En relación a lo anterior, tal vez sea Godard el mayor cineasta de la historia. Sin resignar jamás su condición autoral ha sabido reinventarse y pensar este lenguaje con sus permanentes mutaciones. Los hermanos Dardenne han construido un bloque sólido de preocupaciones sociales y estéticas. Dos días, una noche es una película correcta. Se congregan en ella el humanismo característico de sus criaturas, la exposición de los problemas laborales, un registro realista y los dilemas morales que afectan a las personas en situaciones de presión económica. Sin embargo, algo falta. Posiblemente sea esa energía que transmitían los protagonistas de El niño, El hijo o El chico de la bicicleta. La actuación de Marion Cotillard (joven estrella) es convincente y creíble. Conserva esas pocas marcas distintivas y objetos que los directores suelen utilizar para los protagonistas. En este caso, una musculosa salmón, una cartera (ahí están las pastillas), la ausencia de maquillaje y el caminar nervioso, siempre acompañado por una cámara que privilegia encuadres tensos. De todos modos, algunas decisiones con respecto a cómo se encara la historia, la apartan de la naturalidad interpretativa. Sandra da batalla para conservar el trabajo. Su depresión le ha causado inconvenientes y la empresa ha resuelto que si despiden a un obrero podrán bonificar a los demás. Esta decisión siniestra implica arrojar la piedra a los empleados: hay una votación donde deben elegir al respecto y ya ha sido enturbiada por el personal jerárquico. Esto moviliza a la protagonista a que se revea el escrutinio, sin presiones. Para ello, necesita sumar la mayoría de los sufragios. A partir de este momento, las horas están contadas y Sandra comenzará una especie de carrera contra reloj tratando de convencer a cada uno de sus compañeros para que renuncien al bono y posibiliten su reincorporación. Si bien los Dardenne despliegan en este sufrido periplo su acostumbrada moderación para trabajar las diversas reacciones y las justificaciones de los obreros sin bajar juicios de valor, sorprende el convencionalismo narrativo que lo emparienta con varios films taquilleros, focalizados en explotar un conflicto central excluyente. A la fuerza descriptiva de los ambientes (como en Rosetta, por citar un caso) y a la tensión individual como consecuencia de lo colectivo, le gana terreno la expectativa por un final, como si la principal atención estuviera puesta en eso. Esta diferencia con respecto al resto de la filmografía marca una orientación distinta que, lejos de enriquecer una cierta idea de método autoral si se quiere, coloca a la película en un lugar común con films más comerciales. Ahora, ¿es un problema lo expresado más arriba? Más bien es una observación. Y ello no impide reconocer que, pese a algún reparo, Dos días, una noche tenga sus momentos, aquellos donde asoma la voluntad de solidaridad, de acompañar al otro en una mirada, en un abrazo, en tender una mano aún resignando los propios intereses. Allí estará la figura del marido para bancar la parada y una compañera que se la juega a pesar de abdicar a la pareja. No es algo que necesariamente prevalezca en un mundo de circulación desaforada de capitales y esto los Dardenne lo expresan de manera sutil. No necesitan discursos de barricada ni escenifican revueltas colectivas porque eso no representa una predilección en sus films. De hecho, en la película, la discusión colectiva en la empresa funciona fuera de campo y el acento está puesto en las reacciones individuales, en los gestos de unos y otros, que tienen sus razones para tomar una decisión. Y cuando el fantasma de la repetición cobra una dimensión considerable, los directores vuelven a sacar una carta de la manga capaz de redimir los puntos débiles con una secuencia final notable donde el humanismo y la convicción son los pilares de una ética que no se negocia.
De amor y otros demonios “Esta es una historia de cinco décadas y dos amigos”. Con esta frase comienza Liv & Ingmar, el personal documental que toma como base el libro de Liv Ullman, Senderos. Una casa frente al lago en el presente activa la memoria (y también el olvido) e invoca a los espectros del pasado a partir del recuerdo de esta enorme actriz e incansable compañera de Ingmar Bergman, nada menos. Los materiales serán principalmente los testimonios, las cartas que intercambiaban (una decisión fuerte que abre una puerta a la intimidad no siempre ética) y fragmentos de películas que acompañan el relato. Por la forma en que Akolkar ensambla palabras e imágenes, está claro que subyace la concepción de la obra fílmica de Bergman como un exorcismo de sus demonios interiores. Sin embargo, el punto de vista es el de Liv y el paso de los años le permite plasmar una mirada moderada frente a una relación que tuvo más de tormento que de tranquilidad. Pero, en definitiva, ¿cómo se construye un vínculo de amor en una pareja?, ¿qué determina que dos personas permanezcan juntas, cuáles son los móviles? Las respuestas pueden ser múltiples y Ullman ensaya, hasta poéticamente, diversos veredictos tales como “afrontar el drama de pelear cuando se sabe que uno no es bueno para el otro” o “amarse mundana e imperfectamente”. Y aquí está lo más jugoso del documental: que esta grandiosa mujer haga gala de su tono de voz, de la forma en que escoge sus palabras, de la manera en que mira perdidamente a través de la ventana. En este sentido, se debe reconocer que hablar a cámara es también un arte. Dividida en capítulos cuyos títulos remiten a sentimientos (amor, soledad, dolor, anhelo, amistad), Liv & Ingmar respeta un orden cronológico tanto en el itinerario personal como profesional de la pareja. Se inicia con Persona (1966) y finaliza con Saraband (2003). Más allá de un empalagoso piano y una secuencia final evitable, el relato de la actriz regala hermosas frases donde los límites entre la experiencia de vida y de rodaje parecen difuminarse (“Cuando me miró con la cámara supe que me había reconocido”, “Lo dejé todo en mis películas”). La evocación es una forma de catarsis que no excluye lo poético y por supuesto, menos, la gigantesca sombra de Bergman. ¿Qué se esconde detrás de una imagen de este hombre flaco, con gorra, riendo? ¿Cómo se conectan las expresiones de Liv con esos archivos? El documental parece ponernos a prueba frente a ello. “Me causa molestia que siempre me pregunten por Ingmar” confiesa, pero su enorme testimonio confirma la misma imposibilidad. Los fantasmas son así.
Más extraño que la ficción La capacidad de observación que había demostrado Julián d´Angiolillo en Hacerme feriante regresa con creces en este nuevo documental. Su ojo/cámara sigue la ilusión del Aleph de Borges, esto es, tener un conocimiento absoluto del universo que retrata. Diversas posiciones de cámara y de ángulos, variedad de planos, el ubicarse desde todas las perspectivas posibles, marcan el tipo de registro que ofrece el director para sacarle el máximo jugo visual a la realidad que elige recortar: en este caso, un grupo de jóvenes dedicados a pintar propaganda política en las zonas aledañas a las autopistas. Hay un horizonte cronológico de llegada: las elecciones del domingo. Sin embargo, la mirada otorga una atemporalidad a ese espacio absorbido desde todos los puntos posibles. Por momentos, ciertas secuencias, sonorizadas magistralmente, dan cuenta de una especie de infierno urbano moderno que, lejos de observarse con desprecio, facilita la posibilidad del extrañamiento. Los afiches y grafitis que pueblan las paredes marcan el contexto eleccionario. No obstante, la preocupación pasa por mostrar los bordes de la situación, dar cuerpo a quienes son parte (como si fueran hormigas) de la maquinaria que sostiene el aparato político durante noches que parecen eternas entre rituales propios. En este registro desde lo cotidiano, también hay una búsqueda a partir de la voluntad por conferirle a la cámara y a sus diversas lentes la cualidad de transformar la realidad. En este sentido, lo cotidiano es un objeto de percepción y un camino por donde recorrer secretos y misteriosos pasadizos. En ese afán por mostrar está implícita la misma imposibilidad de registrar todo y entonces lo que resta es asumir la mirada enrarecida como un impulso vital para transformar la realidad en una experiencia de tinte metafísico. En la voluntad por no interferir se corren riesgos. Los primeros minutos son difíciles en torno a la escucha (un efecto similar al de Pizza, birra, faso). La dicción de los personajes y los ruidos de la autopista dificultan el entendimiento. De todos modos, es un signo pasajero hasta que se entra en ese siniestro mundo nocturno. Hay un pasaje maravilloso hacia la mitad que resume el método d´Angiolillo: se trata de una exploración fragmentada de todos los resquicios por donde se mueven activamente los pintores y que cierra con un hermoso plano general. Es un momento musicalizado, excepcional, de una delicadeza capaz de poner a este documental en otro terreno, el del discurso poético.
Tierra de pavotes Se podría hacer una lista exhaustiva de referencias (de no más de dos décadas) y de tics televisivos para describir esta comedia a la criolla que emula varios films conocidos. Y si sacáramos esas referencias, el resultado sería bastante pobre: no más que una historia mediocre, pero sin sustancia ni desarrollo. Noche de perros se constituye como un elogio de la pavada: dos amigos deciden tomar un auto lujoso prestado pero no imaginan las consecuencias que ello traerá. El punto de partida es la típica broma adolescente y el espíritu que recorre la película atraviesa todos los clisés posibles del imaginario misógino fiestero. La tierra es la de los chistes fáciles, sin esfuerzos mínimos en la construcción de diálogos (mal copiados de tiras televisivas) ni tratamiento alguno en los personajes que intervienen. Esta clase de films (los cuales son enaltecidos como bromas) representa una parte importante del cine actual, celebrado en círculos festivaleros e independientes. No suelen ser sometidos a discusión y su refugio parece ser una cierta idea de independencia. Se presentan ligeramente como “frescos, anárquicos” y se fundamentan en un supuesto desprejuicio con respecto a lo que cuentan. Sin embargo, la obviedad en la que quedan encerrados es más un signo de anquilosamiento que de frescura. El imperativo categórico que los guía es de la imitación y el chiste “entre nos”. Lamentablemente, la comedia (un género noble y loable), en estos casos, no pasa de ser un rótulo, una etiqueta sin envase.
Encontrar las formas Los personajes de Santiago Loza parecen perdidos en Toulouse. Podemos perdernos en el cine y no es grave. En tiempos de selfies, prótesis audiovisuales y condicionamientos tecnológicos, se debería reivindicar a toda película que se interrogue sobre los primeros planos, que se corra sanguíneamente de marcos industriales y proponga crear desde un lugar diferente, honesto y hasta fallido. Fue Jean Louis Comolli quien escribió en Mirar para ver (1995) acerca de un tipo de cine en el cual se alteran el juego de representación y las expectativas del espectador. Allí defendía esa energía que se aparta de las convenciones y entrecruza los registros. Si estoy perdido no es grave (Si je suis perdu, c’est pas grave) ofrece un espacio lúdico y transmite su búsqueda poética y narrativa como experiencia. La transfiere a partir del momento en que una voz femenina en off nos invita a navegar por las aguas del río y al mismo tiempo por el cauce del film. Entonces, a partir de ese momento, dos niveles transcurrirán en forma paralela hasta fundirse ante nuestros ojos en una misma realidad. Por un lado, en blanco y negro, aparecen las sesiones donde se experimenta con los actores; por el otro, las pequeñas historias en estado larval donde ellos están involucrados, con la bella ciudad de fondo. Si hay algo que reivindica Loza es que no existe un Relato ni necesariamente abundan grandes momentos preconcebidos. Cada acto cotidiano puede ser transformado por la cámara y por la humanidad de quien es enfocado. En este sentido, la relación que se establece entre el experimento del taller y las performances de los actores es proporcional a cómo se piensa una película y qué queda de ella en la sala de edición. Una imagen, un objeto, un rostro, son motores de historias, más allá de su naturaleza. Nunca de una única Historia. Y si de búsquedas se trata, lo lúdico (ligado también al azar) es una herramienta primordial. La actuación misma responde a esa condición y todo parece ser un constante probar (los castings, los números musicales ambulantes, los vínculos, las miradas que concluyen en cómplices risas inocentes). Hay un sistema de dualidades que recorre la película. Una es la doble lengua operando en forma constante y por ende, la identidad atravesada por Argentina y Francia. Entre las referencias que Loza incorpora (y que no necesita hacer explícitas) asoma la experiencia del viaje intelectual y la mirada de Francia como destino sacralizado que marcó el horizonte de deseo de varios pensadores y artistas desde el Siglo XIX. Sin embargo, el mito aquí es invertido. “Europa es una idea abstracta” se escucha por ahí y los personajes asumen la pérdida como experiencia simbólica de desarraigo sin dramatismo. Puede ser existencial y narrativa en la medida en que todo está abierto a un terreno de múltiples posibilidades. Están lejos del triunfalismo y la melancolía que atraviesa sus miradas lo confirma. No es una melancolía que empantana, sino que insta a ser creativo y hasta ocurrente (“como todo melancólico cuando se divierte, que es excesivamente entretenido”). En cada una de sus performances, la cámara girará para abrazarlos, porque el film se hace con y para ellos. La idea de vínculo queda de manifiesto desde la advertencia inicial: “un grupo de actores se reúne durante un mes en una ciudad francesa. La mayoría de ellos nunca estuvo frente a una cámara. El director y su equipo son extranjeros. Esta película es el resultado de nuestro encuentro”. Si estoy perdido no es grave (Si je suis perdu, c’est pas grave) es más que un encuentro. En esa búsqueda escenificada por encontrar la forma, hay un director que se descubre en los otros, sus propias criaturas y regala noblemente pequeñas joyas narrativas.
Uniformidad improductiva El reconocido cineasta santafesino, Raúl Beceyro, en un breve ensayo titulado El documental hoy, se refiere al carácter prolífico del género en la actualidad con la imagen de “una mancha de petróleo”. Su diagnóstico es negativo y se funda principalmente en la recurrencia de películas que repiten modelos televisivos y carecen de una mirada constructiva sobre los aspectos de la realidad que eligen representar. Estos dos problemas se desplazan en gran parte de La laguna. El director pone sobre el tablero una serie de cuestiones interesantes desde el punto de vista argumentativo: la contaminación ejercida sobre un ecosistema de mil hectáreas ubicado en las afueras de Monte Grande, muy cerca de la Ciudad de Buenos Aires y los contrastes que surgen entre diversos actores sociales, además de la problemática demanda de viviendas y el impacto ambiental que ello conlleva. Sin embargo, lejos de mantener el pulso vital de la discusión (apenas sugerido por tramos), se insiste en un trabajo de montaje que poco le aporta al debate. Con una estructura un tanto arbitraria, el film se divide en capítulos en base a las cuatro estaciones y mantiene principalmente la alternancia entre testimonios en off (ligados a experiencias donde “todo tiempo pasado fue mejor”), entrevistas que mucho le deben a los informes televisivos dominicales en cuanto a su forma y secuencias extensas de imágenes que dejan la sensación de ser apenas separadores, postales, que invitan a la pasividad del espectador desde un marco irrelevante. Este regodeo, enfatizado musicalmente, sobre la idea de que “las cosas de chico no se olvidan” (tal como declara un hombre mayor) y el presente es sinónimo de contaminación, inmediatamente es empalmado con signos referenciales que instauran un contraste evidente, sin esfuerzo alguno por enriquecer una mirada personal sobre el asunto. De este modo, los recursos visuales se agotan enseguida. Se incluyen también breves destellos de archivo histórico, rituales y anécdotas, pero en el contexto general de la película, quedan relegados, perdidos, porque se hace evidente la falta de organicidad de los materiales trabajados o en definitiva, un tratamiento constructivo.
Una blanca palidez Hay una captación loable de la región que recorta Schmunk. El espacio pueblerino, alejado del mundanal ruido, es el marco donde se desarrolla esta pequeña historia en la que un joven viaja desde Buenos Aires a Entre Ríos (Villa Ramírez, más específicamente) para estar presente con su madre y su abuela enferma. Hay un diagnóstico feo que no se dice y una sexualidad que no termina de comunicarse. Las dos indeterminaciones van de la mano y nunca estallan. Así transcurren los días en el lugar, entre mates, silencios, y apenas algunos diálogos relacionados con hacer salir las vacas o efectuar compras en la cooperativa. “Está todo tranquilo, re tranquilo” dice un anciano que ayuda en los quehaceres domésticos. Los planos medios y generales dominan la escena; los tiempos muertos también. La mirada se reposa por momentos en la naturaleza inabarcable de esos lugares que parecen perderse en el tiempo. El punto de vista manifiesta cierta tensión solamente en uno de los pocos quiebres narrativos, cuando Emanuel encuentra a Gastón, un joven lugareño, camino a la ciudad. La cámara se concentra entonces en los rostros y alterna el foco para que las miradas suplan a las palabras. El deseo se instala pero la represión no cede. Y el tiempo se materializa para dar cuenta de la sensación de estatismo que reina en el ambiente. Lo anterior confirma las virtudes de una película que desde su buscada parquedad apuesta a la complicidad afectiva de los personajes y la muestra en dosis justas: hay un paseo hermoso de la abuela con el nieto y un abrazo de los tres familiares que se constituyen como caricias al espectador. Esta austera honestidad para con los recursos que trabaja el film choca por momentos con una lógica donde los diálogos padecen de un cierto automatismo y las actuaciones entran en un registro anquilosado. Es un problema de tono que, afortunadamente, no es continuo. Da la sensación de que la construcción de los personajes carece de matices y entonces la energía empleada en lo no dicho se vuelve monocorde. Además, la elección musical remite más bien a un folklore rancio y los rasgueos de guitarra acompañan (a veces, innecesariamente) situaciones de densidad emocional, para marcar esos instantes donde todo parece un pesar. No obstante, más allá de esto, la intimidad que propone Entre Ríos, todo lo que no dijimos es una jugada moderada que la enaltece a pesar de su pequeñez.
La confluencia entre el mundo y una mirada En la extraordinaria E agora? Lembra-me, Pinto trabajaba sobre un estilo documental a partir de la primera persona y el diario íntimo. No hacía gala de la enfermedad desde la victimización sino desde un marco posible para dejar preguntas: ¿cómo filmar la agonía sin caer en sensiblerías? ¿Cómo demostrar vitalidad en medio de una enfermedad? ¿De qué forma se puede hacer arte en medio del dolor personal? En ese trayecto ensayístico, la enfermedad del cuerpo se trasladaba a la enfermedad contemporánea: un mundo que se derrumba en su egoísmo, en sus políticas corrosivas, en la velocidad del capital, en la pobreza, temas tratados con incisión a partir de una encantadora voz en off que no temía cuestionar posturas acomodaticias y tranquilizantes. A esa estrepitosa caída, Pinto le contrarrestaba su entorno cotidiano, la dedicación de su pareja, el amor hacia los animales y hacia la naturaleza, la conservación de la curiosidad, del asombro por seguir descubriendo libros (sí, libros, no citas de citas, como bien dice hacia el final del metraje) con las pocas fuerzas que le van quedando debido a que padece el VIH y la hepatitis C. Rabo de peixe transita por el mismo camino, pero desplaza la mirada hacia una comunidad de pescadores en la Isla de Ozores, durante los años 1999 y 2001. El documental es una respuesta a la alteración que hizo un canal de televisión sobre el material filmado por Pinto y Leonel, manipulado para que no se filtre una visión negativa acerca de cómo los pobladores son afectados por economías industriales. La reorganización de las imágenes obtenidas da vida a una nueva película que no sólo registra sino que sienta posición al respecto. Y lo hace desde el comienzo, cuando la hipnótica voz en off (que asumirán ambos directores) establece la necesidad personal de viajar a lugares alejados del mundo moderno capitalista y mostrar la crisis de la pesca artesanal, amenazada por intereses poderosos. Es decir, lo privado y lo público se conjugan para hacer política sin bajada directa, sin tesis previas. En este sentido, así como los mejores cineastas contemporáneos buscan imágenes vírgenes de la contaminación audiovisual de turno, Pinto y Leonel extienden esa mirada a la exploración de un mundo edénico, precapitalista, cuyos fundamentos son la solidaridad y el desinterés mezquino. “Hablamos de esa idea cada vez más rara de un hombre libre”, nos dicen. Luego, “el aire es tan puro que cuesta respirar”. En este gesto discursivo cercano a la voz narrativa de los viajeros que inscriben su experiencia en la letra, no hay lugar para actitudes etnocentristas. Los pescadores (los personajes de la película) no son “nobles salvajes” que se miran desde un pedestal; los salvajes no son nobles y están allí afuera, acechando con la excusa de la productividad (“eso que llaman progreso barrió todo”). Pedro y su hermano son relevados como los primeros y genuinos eslabones de la exportación de pez espada. Si están fuera de la ley para pescar no incurren en la corrupción, sino que obtienen su licencia a base de estudio. Por ello, la cámara los acompaña y los cineastas ponen el cuerpo. Y además la misma cámara se ofrece, se presta, el “otro” participa, porque el “otro” también somos nosotros. Los chicos se filman y nos regalan aquellas primeras imágenes con reacciones graciosas y morisquetas de los inicios del cine. El “otro” ofrece imágenes (Pedro les dirá que las vengan a buscar al mar), propone. “Sentimos lo próximo que estamos unos de otros”. Los “otros” son compañeros de aventura. Filmar sirve para acercarse y descubrirse, dado que “la amistad a veces ocurre”. De esos se trata. De poner el cuerpo. Pinto concibe un modo de hacer cine documental que experimenta con la vida. El seguimiento de la región que elige para mostrar parte de una premisa: la fidelidad en base a la pertenencia. Para poder dar cuenta de ese lugar, hay que estar, pertenecer, no traicionar la representación con falsos heroísmos impostados de ficciones industriales o mirar desde arriba. Se participa desde los más recónditos espacios cotidianos, se convive con todos los seres. Esta decisión elude el pintoresquismo ordenado y cómodo, y propone el ensayo como forma: esa región y ese modo de vida son motores productivos que se abren desde un centro hacia pequeñas historias incluidas y vuelven luego al corazón de la comunidad Es una mirada generosa la de los directores: avanza con asombro, sin prejuicios, sin intrusiones, se toma su tiempo. Es una mirada que busca y que se hace tiempo para interrogar. Y si el cineasta es testigo activo, la cámara nunca sume un único punto de vista sino que se mueve marginalmente sin llamar la atención, desde diversos ángulos; cuando reposa lo hace para captar momentos irrepetibles de encanto natural, fascinante mezcla de belleza y secretos (advertir las secuencias de peces danzantes en aguas cristalinas, diversos momentos del día y el notable acompañamiento musical). Rabo de peixe es el registro de un proceso, nunca un resultado. El carácter vulnerable de los sujetos que hablan (Joaquim está enfermo y Nuno bucea y se arriesga al límite en su condición de aventurero) y de la comunidad (cuya actividad artesanal se ve amenazada), hacen que todo permanezca abierto al misterio, tan insondable como el fondo del mar, como el cine mismo.