Investigación filmada Existe una categoría de películas que son funcionales. Ellos te eligen parte de una motivación ética noble que consiste fundamentalmente en desentrañar las trampas burocráticas en los procesos de adopción en la Argentina. Para tal fin, el director registra testimonios y lleva su cámara a diversas provincias donde la problemática general se complementa con casos particulares desde marcos cotidianos. El interrogante que abre la película sobre las dificultades para adoptar (“Yo pregunto para quién, si para el padre o para el hijo”, dice Laura, una de las protagonistas, emblema de esta lucha) marca el punto de partida de un film más bien expositivo que mucho le debe a la televisión y poco al cine. Su escasa duración y la pereza con respecto a la utilización de archivos, lo coloca al lado de esos especiales recurrentes en la pantalla chica, donde los personajes involucrados y/o consultados explican a cámara como si de clases se trataran. En este sentido, el espacio de enunciación se vincula más con un aula que con una sala cinematográfica. Más allá de ello, si uno se atiene únicamente a su faceta argumentativa, también caben reparos con respecto a la intervención de las voces testimoniales. Se supone que en un tema debatido, hay un mosaico de versiones dialécticas que confrontan. Una de las razones más utilizadas en el documental apunta contra la responsabilidad del Poder Judicial, sin embargo, no hay palabras que ejerzan un punto de vista perteneciente a dicha institución y que marquen una posición al respecto. Lo mismo sucede con otros temas, lo que provoca la presencia de una mirada tuerta en el análisis. También se puede objetar la puesta en escena que enmarca las declaraciones, signada por la recurrente presencia de signos, como los continuos cortes que interrumpen el clima de aquellas escenas donde la intimidad gana terreno y frena los fragmentos verbales más interesantes. El resultado general queda relegado a una investigación filmada. En ese proceso formal modesto se salva solamente el reclamo. “Hay necesidad de que se hable de esto” dice otra de las protagonistas. Para ese objetivo, la película está presente y la causa que la impulsa es noble, pero el cine le queda muy grande.
Elogio del ritmo La indiferencia con que se ha tratado la última película de Peter Bogdanovich es la recurrente respuesta posmoderna hacia aquellos cineastas cuya generosidad es un gesto demasiado grande en un ambiente donde se celebran chistes escatológicos por docena. Terapia en Broadway es una comedia alocada que no sólo se queda en un sistema de referencias hacia una etapa dorada de la historia del cine. Su nostalgia nunca es de clausura: allí se encuentra una nueva generación de actores que continúan y actualizan los planteos genéricos de películas como What’s Up, Doc? (1972), They All Laughed (1981) o Noises off (1992). Que no sean agredidos, flagelados ni burlados, como suele verse en varios films que jibarizan la televisión de las últimas décadas en pantalla grande, tal vez ponga incómodo a más de uno. Bogdanovich manifiesta un cariño por la historia y por sus personajes que lo enaltece. Además, es poseedor de un ritmo sostenido a la perfección. Hay que decir, en este sentido, que la película calienta motores progresivamente y encuentra las dosis perfectas de humor para no apabullar al espectador. Dentro de la excéntrica trama y galería de personajes, la multiplicidad de roles y los constantes intercambios se conjugan progresivamente en un mismo espacio, el de un hotel, primero, y el de un teatro, luego. Se prepara la producción de una obra y el director, Arnold Albertson (Owen Wilson), llega a Nueva York antes que su familia y decide pasar la noche con una joven prostituta, Izzy (Imogen Poots). Es el punto de partida para que los diferentes personajes aparezcan y se mezclen en una red de complicaciones perfectamente dominada por la pericia narrativa de Bogdanovich que, una vez más, juega con una puesta en escena a base de puertas que se abren y se cierran en forma frenética, entradas y salidas, pasillos, correrías, y palabras, muchas palabras. Por otra parte, además de los hechos que suceden, se ensambla un metadiscurso sobre el género. El director no elige el recuerdo como sombra y pone en boca de la bellísima Imogen Poots constantes alusiones a clásicos de Lubitsch, Hawks, entre otros, siempre desde una luminosidad creativa capaz de revitalizar una vez más la comedia como forma de vida. El cameo de Tarantino es una forma de ligar generacionalmente dos actitudes frente al cine pero que comparten, en todo caso, la pasión.
Desconfiar de las imágenes Es difícil no rendirse ante el poder subyugante que generan las fotografías de Sebastião Salgado en este documental bastante convencional de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado. La música, el relato en off, los paisajes, crean una especie de adicción, una belleza que seda, que deslumbra, aún cuando el registro remite al horror. Está claro que para el artista brasileño la mirada de un orangután está puesta en el mismo nivel que la de un chico desnutrido en Africa. Y aquí empiezan los problemas o al menos algunas preguntas que, otrora, se transformaban en verdaderos debates: ¿qué hay detrás de una imagen?, ¿cuáles son los límites de representación?, ¿cuál es la moral del artista detrás de la cámara? El mismo Wenders dedicó varios años a formular estos interrogantes antes de que sus películas se acomodaran a la era de las multipantallas. Hoy se ha transformado en un realizador cuya puesta en escena ya no dialoga con los materiales elegidos y el resultado es un film de pleitesía, de belleza comercializada, más cerca de un libro enciclopédico, de una señal de televisión en alta definición, que del cine. La sal de la tierra contiene muchos elementos de Salgado afines a la poética Wenders: el viaje como experiencia estética, el estatuto de las imágenes, la mirada. Sin embargo, lo que hace ruido es el posicionamiento enunciativo que la película propone. Hay una simbiosis de voces (la de los directores con la del fotógrafo en cuestión) que se funden en un solo plano de condescendencia, sin poner en crisis jamás el dispositivo ni el objeto del que se habla (que de por sí es polémico en el tratamiento de la miseria y de la tragedia como prolijos objetos artísticos, un eufemismo, quizá, de lo que en los setenta se denominaba “pornomiseria”). Cada palabra frente a las fotografías parece ser un placer culposo, como si de la desgracia emanara la belleza como la única manera de hacer digerible el horror. Obviamente que se requiere de talento para eso y a Salgado le sobra; Wenders, en tanto cineasta, no cuestiona, no hace entrar en tensión los discursos y se rinde ante un cierto ideal de encanto sublime más apto para mentes bien pensantes que para mentes que piensan. Es curioso este procedimiento en un director que ha dedicado gran parte de su vida a reflexionar sobre las imágenes. Los diversos escritos que se incluyen en el libro El acto de ver dan cuenta de cómo su análisis conduciría paulatina e inevitablemente a la neutralidad de su mirada, tal como se advierte en este documental. En los ochenta, Wenders denunciaba el peligro latente en aquellos films que ejercían una violencia durante su proyección en la medida en que limitan a los espectadores sobre lo que tienen que ver. Ese mismo mecanismo manipulador, propio de la publicidad y de la moda (dos discursos por los que el director alemán ha estado muy interesado en los últimos lustros), es el que propone La sal de la tierra: lo espiritual, lo sublime, parece ser la fórmula de un misticismo irresistible ante el cual resulta arduo desprenderse. El punto de vista del documentalista se confunde con el del artista y entonces ya no se trata de pensar cómo se ve sino de sumergirse en el acto mismo de ver. En este sentido, la relación con las imágenes y con la obra del artista en cuestión es bastante inofensiva: consumimos belleza rápido, aceptamos sin reparos esas imágenes que clausuran. Ya en sus escritos de los años noventa, Wenders sabía que no podía mantener el mismo tenor discursivo en torno al estatuto de las imágenes frente a la proliferación de las tecnologías digitales. Relámpago sobre el agua (1980), su polémica película que muestra la agonía de Nicholas Ray, era la despedida a cierta idea de cine clásico y por ende a un tipo de imágenes; con Hasta el fin del mundo (1991), el futuro se postula como un torrente de figuraciones. Atrás han quedado los modos de pensar qué actitud moral esconde un plano, un encuadre (los alemanes tienen la palabra perfecta para incluir las dos instancias en un una, “einstellung”). La mirada del documentalista en la película no se preocupa más que por un respeto incondicional frente a lo que se ve. Por momentos, esa deferencia se replica con planos cinematográficos análogos a las imágenes fotográficas, como si no existiera distancia alguna. Los únicos momentos que pertenecen al cine pasan por las historias que contextualizan, pero no aportan una diferencia significativa en tanto y en cuanto son más bien referenciales. Ese acto de rendición implica que no hay mucho para percibir sino más bien para consumir (como en la moda y la publicidad). El resultado entonces es similar a hojear una buena enciclopedia ilustrada con maravillosas imágenes (una expresión de la cual tenemos derecho a desconfiar).
Los rostros del mal Desde su primer corto, Asesinato (1957), Roman Polanski ha escrito con cada film un capítulo más de su retórica sobre el mal, entidad esta que asume variadas formas. Los comienzos de sus películas son invitaciones para introducirnos a lugares cerrados a través de un largo y delicado travelling, donde la cámara espía suele adoptar el punto de vista de un ser más allá de lo terrenal. Con esta presencia ingresamos y al final salimos. El círculo está presente y somos liberados, a diferencia de quienes soportan el horror de lo cotidiano adentro de un departamento, en un barco o en un teatro medio pelo de París, tal como sucede en La piel de Venus. La situación nos habla de un director de teatro que está buscando a una actriz para su obra, basada en la novela decimonónica Venus in Furs, escrita por Leopold von Sacher-Masoch, el hombre que dio nombre al masoquismo. El viaje inicial de la cámara no es sólo un recurso de galantería propio de un realizador con oficio. La búsqueda del encuadre justo y el detenimiento frente a las puertas del lugar son las marcas subjetivas de quien elige a su víctima. Lo corroboraremos al instante: plano de espaldas al director de la obra, corte imperceptible y plano de una llamativa mujer cuyos ojos de serpiente ya lo han dicho todo. El travelling ha construido un marco de excepcionalidad y entonces es el momento adecuado para que comience el duelo dialéctico de palabras/miradas/cuerpos. Los diálogos iniciales dan forma paulatinamente a las posiciones enunciativas de cada personaje. La sensibilidad del artista se verá afectada por la irrupción tilinga de esta mujer que interpela su academicismo como si fuera su lado oscuro, capaz de calificar la obra como un porno sadomasoquista. Mientras él se esfuerza por confirmar las fuentes literarias, ella insiste en un referente más cercano y popular, la canción de The Velvet Underground que lleva el mismo nombre. Será apenas el primer eslabón en una cadena de dominio femenino progresivo magistralmente sostenido por la misteriosa y fatal presencia de Emmanuelle Seigner ante el alter ego del polaco, que bordea el sano ridículo, compuesto por Mathieu Amalric. Hay un momento que marca un quiebre en la relación: ella ocupa el centro del escenario, iluminada para que resalte su palidez, mientras él la escucha de espaldas, sentado, recitar el texto de corrido, subyugado primero por el tono de su voz y luego por la perfección demoniaca que evidencia la postura corporal. Allí entra en el juego del que será víctima inevitable. Ahora la grosera interpelación se transformará en seducción. Los ojos de Seigner son los de la serpiente bíblica. El color rojo se esparcirá por diversos significantes hasta el final, en una secuencia de antiguos ritos paganos, extraordinariamente musicalizada. Hay un malentendido recurrente en quienes ven teatro filmado en una película cuyo marco es teatral. Parece haber sido también el caso de La piel de Venus. La cámara espía de Polanski nunca se resigna al punto de vista estático del espectador en la butaca. En el interés por la dinámica de las relaciones interpersonales, jamás abandona a los personajes en ese espacio acotado. Los planos tienden, por tramos, a cerrarse para generar sensación de asfixia; cuando se abren, la cámara explora desde variados ángulos lo que ocurre, con la fluidez propia de quien se mueve para acechar con la mirada. Sus clásicos Long Shots de personajes conversando a distintas profundidades de campo acentúan un ida y vuelta entre una perspectiva más objetiva focalizada en el marco y otra que hace hincapié en el curioso observador. Cuando abandonamos el lugar y las puertas se cierran, somos expulsados, silenciosos, impotentes y ávidos. En ese único y continuo movimiento se reúnen todos los voyeurs del film, incluidos nosotros, los espectadores. Este desplazamiento coreográfico que atraviesa la intimidad del otro mucho tiene que ver con el cine y poco con el teatro.
La segunda mirada ¿Qué se mira? ¿Cómo se mira? Son preguntas que el cine siempre ha propuesto y que cada espectador puede asumir o no como propias. Particularmente, estoy convencido de que las mejores películas son aquellas capaces de conjugar esos dos niveles sin la necesidad de explicarme nada. Mariposa es formalmente ambiciosa, al menos, en apariencia. Si uno se atiene exclusivamente a la propuesta narrativa, hallará una maquinaria audaz de historias paralelas, de mundos posibles con diferentes opciones de roles y destinos. Sin embargo, la fragmentación es una ilusión, dado el hábil montaje que propone Berger en el encadenamiento de las situaciones a partir de cambios imperceptibles, sutiles, para nada invasivos -recuerdo la espantosa voz en off de Historias extraordinarias (Mariano Llinás) o El muerto y ser feliz (Javier Rebollo) como recurso intrusivo y condicionante-. Pese a incluir variantes duales (hermanos, novios, deseantes, deseados, etcétera) en las historias que transcurren, nunca el trabajo de montaje impide que el efecto lineal se pierda, y ese horizonte de llegada funciona en la mente del espectador sin que este se vea obligado a armar piezas de rompecabezas innecesarios o a participar de un modus operandi que involucre el intelecto por sobre la emoción. Se trata de un logro, por cierto. De todos modos, sería injusto restringir el análisis del film al efecto mariposa o esbozar elucubraciones propias de reflexiones en torno a ficciones futuristas. En todo caso, puede considerarse como una auspiciosa excusa para promover la pregunta más relevante si se toma en cuenta que el cine (como dispositivo en sí) moviliza canales perceptivos: ¿cómo se mira? Berger no sólo pone a los cuerpos de sus personajes en situación de mirada y de deseo sino que a través de cada plano trasmite esa experiencia al espectador. Lo suyo es el despojamiento psicológico, la desdramatización verbal. La escenografía que monta en torno a la espera se sustenta en el manejo de la distancia de la cámara para marcar el pulso del deseo y es algo que excede netamente el plano del contenido así como habla de la sensibilidad que trasunta el director para ofrecer un metadiscurso acerca de lo erótico. No es casual la forma en que se encuadra como tampoco son arbitrarias las direcciones que siguen las miradas. Caer en la trampa de la premisa narrativa es aferrarse al artilugio e ignorar que descubrir una película es también sentir, imbuirse en el tiempo, participar de un cúmulo de sensaciones que sólo una sala oscura puede lograr. La mirada que propone Berger (y la de sus personajes) es escrutadora. En términos de Proust: “exploro el cuerpo del otro como si quisiera ver lo que tiene dentro, como si la causa mecánica de mi deseo estuviera en el cuerpo adverso (soy parecido a esos chiquillos que desmontan un despertador para saber qué es el tiempo)”. Hay una bellísima escena con dos personajes de espaldas, abiertos al paisaje, musicalizada excepcionalmente, bajo el signo de un minimalismo recurrente. Solo, ese plano, respira en la materialidad de la imagen, único en el instante que propone. Es la prueba de que una película puede vivir al margen de la ley (narrativa) y dilatar el presente como ningún otro arte.
Cambio de hábito Las discusiones sobre el cine de Campusano siempre exceden el plano estético. Sus ficciones son extrañas ante los parámetros del canon festivalero y hay muchos que no perdonan esto. Los principales dardos eligen fundamentalmente como destino las actuaciones y los modos lingüísticos pronunciados. Sin embargo, hay que decirlo: mientras varios directores recurren a la misma película institucional y porteña, Campusano consolida un método narrativo como pocos. Sus historias fluyen de manera vital y con un particular manejo del humor más allá de los tormentosos ambientes que elige mostrar. En esta oportunidad, cambia de universo social y transita el devenir de una mujer (Delfina), bien posicionada económicamente, que queda prendida de un empresario (Kamil) perverso, el cual será decisivo para que abandone su entorno familiar e inicie un enfermizo periplo sin retorno. Todos los signos de la estética “cine bruto” se mantienen, incluidas las incongruencias y los esquematismos en términos de verosimilitud. Tal vez no haya que entenderlos como errores sino como marcas que se instalan con una intencionalidad política frente a tanta abulia imperante. Sin embargo, el abandono de la estructura coral le significa a este oscuro retrato una saturación de modelos telenovelescos trillados y una mecanicidad que agota. La fotogenia y la fuerza expresiva que tenía el vikingo no funcionan en el gélido retrato que componen los actores de Placer y martirio. Una de las claves del realismo pasa por el grado de conocimiento que tiene quien representa el microuniverso escogido. No se trata de que Campusano no pueda decodificar ciertos rituales burgueses o de clases pudientes y plasmarlos en pantalla, el problema es que el resultado queda debilitado por un predominante esquematismo en el tratamiento de los personajes. Y sin embargo, sí hay que resaltar la destreza narrativa del director. Sus películas se consolidan en este aspecto y la historia fluye como una corriente gracias a un montaje que logra, cada vez más, disimular los problemas de interpretación. Además, hay un eje más que redimible en el film que se desarrolla paralelamente: el carácter vampírico que adquiere la protagonista con sus constantes cirugías para entregarse a la enfermedad del amor. Un misterioso plano final confirma lo anterior y le devuelve a la película cierta energía que se había apagado. Uno hubiera preferido verlo antes.
Melancolía para principiantes Los resultados de una película inspirada en una banda o en un músico pueden ser disímiles y dependen en gran medida de la pericia del director para contagiarnos, deslumbrarnos o dejarnos afuera. La vida de alguien parte del grupo uruguayo La Foca, pero la historia es tan débil que, en todo caso, se podrán disfrutar algunas canciones pero con la sensación de que es lo único que queda. Si en las películas anteriores de Acuña los diálogos funcionaban, acá el problema es que están en reiteradas oportunidades tapados por temas musicales. Es indudable que al director le gusta representar el imaginario indie al cual homenajea, no sólo con las canciones sino con los modos de vida y las formas que elige para filmar, deudoras de cierta estética videoclipera alternativa. La historia se centra en Guillermo, un joven músico, cuyo anhelo es reflotar una banda de rock luego de ocho años. Uno de los fundadores ya no está, ha desaparecido misteriosamente en un viaje a Europa. El recuerdo de ese episodio es una marca para el protagonista que teñirá de miradas perdidas al vacío todo el film. A ellos se les suma Lucía, una chica a la que ha conocido a través de unas clases. El gran problema de esta historia es que cada vez que arranca vuelve a caer en el mismo círculo vicioso de la indefinición. No sabemos si el film es una excusa para desplegar un soundtrack (los números musicales cansan; si uno no entra en ese estilo queda afuera) y en el peor de los casos vemos un cúmulo de muchas otras historias independientes americanas. Además, el abuso de la cámara lenta también la torna monocorde. La supuesta impronta nostálgica que se la ha atribuido al film queda sostenida por la elección del rodaje en 35 milímetros (se agradece). Sin embargo, allí donde algunos ven nostalgia tal vez se confunda con la abulia característica (ya una pose) de gran parte del Nuevo Cine Argentino de niños mayores insatisfechos. Es el otro costado del fundamentalismo actoral, el que contrapone a los excesos emocionales la eterna apatía adolescente.
El arte de la declamación El comienzo de Al oeste del fin del mundo muestra un escenario desolado, despojado, digno de la tradición apocalíptica de ficciones futuristas. Al mismo tiempo, recupera cierta iconografía del western a partir de la recurrencia a los planos generales donde una estación de servicio y un hombre son como hormigas dentro de una geografía inconmensurable. En algún paraje fronterizo en Mendoza encuentra su refugio León, un ser introspectivo, parco, veterano de Malvinas, quien mantiene apenas contacto con un motoquero brasileño que aparece y desaparece cual espectro. La sequedad de los personajes es proporcional a la mirada del director. Prácticamente no hay movimientos de cámara y las escenas se tejen como postales que hablan del estancamiento del tiempo y del eterno presente del protagonista. La rutina se altera con la llegada de Ana, una joven brasileña que intenta arribar a Santiago y por un percance cae allí. Hasta aquí el film se sostiene con su propuesta ascética; sin embargo, desde el momento en que surge la necesidad de conocer el pasado traumático de los personajes, se opta por mecanismos de psicología rudimentaria: algún que otro flashback muy feo como la inclusión de signos obvios y usuales (fotos, cartas). Es en ese entonces que la morigeración de León se transforma en misoginia y resentimiento hacia Ana por unos cuantos minutos hasta que, optando nuevamente por senderos comunes, la joven ablande el corazón del veterano de guerra. Un plano detalle con las manos que se juntan al borde de una bañera podría ser una regla básica de la novela rosa y es una de las formas que elige Nascimento para dar cuenta del avance de la relación entre ambos. Es una pena a esta altura del metraje, dado que los logros visuales se ven afectados por un discurso timorato acerca de la guerra, los hijos y la familia. A esto último también contribuye la construcción de diálogos donde se pronuncian sentencias al estilo de películas como Darse cuenta, cuando el cine nacional se encontraba sujeto aún al lastre de la peor tradición. Una frase hecha tras otra inundan progresivamente el panorama y la historia se rinde al plano sonoro de la declamación. Se podrían citar numerosos ejemplos de este arte confesional inconveniente pero es preferible resguardar, en todo caso, algún recuerdo ocular de la primera media hora donde la apertura hacia un espacio cinematográficamente explotable mantiene las esperanzas. Esta sensación se disipa cuando lo anterior es clausurado por el débil tratamiento de los personajes y los discursos o la forzada inserción de soluciones narrativas para cerrar una historia que nunca empezó.
Marca personal El estreno de La patota, según la versión de Santiago Mitre, reavivó la polémica en torno a las formas que gran parte del denominado Nuevo Cine Argentino (una categoría ya discutible) ideologiza su discurso. En términos generales, los debates exceden lo estrictamente cinematográfico y derivan en acaloradas discusiones: mientras algunos minimizan el impacto que una película puede generar desde su enunciación, otros focalizan la mirada exclusivamente en la conciencia o no de clase que el film manifiesta. Da la sensación, por otra parte, de que varios ejemplos similares a La patota se muestran sólidos en el registro que emplean pero dos o tres planos delatan la precariedad discursiva en torno a la representación de esa entidad que entendemos como alteridad. Mex Faliero lo desarrolla muy bien en su reseña sobre la remake de Mitre (que se puede leer aquí) cuando da cuenta de la confusión entre la palabra patota con horda de bárbaros. Réimon es un caso llamativo. Sus escasos 72 minutos han generado una catarata de diversos comentarios y reflexiones. También es una propuesta que elige mirar a la alteridad, en este caso, no desde la risueña mirada guionística del tándem Mitre/Llinás, sino a partir de un acercamiento, casi asfixiante, a la protagonista, una empleada doméstica que viaja todos los días de Berazategui a Capital para trabajar en distintas casas. Hay un cálculo importante en la manera en que la cámara fija el ojo hacia el rostro y el cuerpo de Ramona, con el realismo implacable que ofrece la tecnología digital, como también una necesidad de contextualizar inmediatamente el ámbito donde vive, con su familia y sus perros. A partir de allí, seguiremos la rutina: los largos recorridos en tren y retazos de la jornada laboral. Al ser una película descentrada, fragmentaria, que bordea permanentemente el documental con la ficción, somos cómplices más de una percepción que de una historia. La marca personal de Moreno no está exenta en varios tramos de cierta pretenciosidad formalista (al igual que en sus films anteriores) y el efecto deshumaniza al personaje, cuya voz apenas escuchamos tenuemente. El tono observacional funciona hasta la mitad, cuando trasunta sensibilidad. Sin embargo, se debilita cuando construye ideología en forma explícita, como si los movimientos de Ramona no fueran suficientes para darnos cuenta de que el tema de la película es el trabajo y el empleo del tiempo (enfatizado a manera de prólogo donde se detallan los gastos que implicó llevar a cabo la realización, al margen de aportes estatales). El momento bisagra nos muestra a una pareja de burgueses leyendo El Capital, en una escena que incluye una mirada hacia a la cámara al mejor estilo Godard (aunque lejos de la eficacia simbólica del legendario director en el momento en que lo hacía). El progresismo falaz de la pareja empleadora de Ramona se pone en evidencia en gruesos trazos donde notamos la falsa caridad (la mujer le ofrece ropa para desocupar parte del placard) y el espacio que habitan, con bienes materiales propios de una clase que simula conciencia propia porque lee fragmentos de libros como el de Karl Marx. Este tramo de la película es el que marca la tensión entre una propuesta estética atendible y la necesidad de introducir discurso aclaratorio. Mientras la marca personal se mantiene desde un registro observacional distante en la mirada de ese otro, que se intenta mostrar y comprender, uno cree en la intencionalidad de la enunciación; muy distinto es el efecto que produce el coquetear con estereotipos para construir (o al menos procurar hacerlo) premisas sobre clases sociales. El modo parece elegante en su superficie pero un poco banal en el resultado. Lejos de decidirse por dar un veredicto acerca del carácter irreconciliable o no de las clases, Réimon se ofrece vacilante, buscando puntos de conciliación que rozan lo inverosímil. Ese es su principal ruido frente al silencio de Ramona.
Vidas literarias I-Hay una escena bisagra en el film de Martone. El poeta, acosado por la autoridad de su padre, reclama que lo deje salir de la vida pueblerina. Entonces se escuchan los versos que suenan como gritos desesperados: “Yo odio esta vil providencia/que nos hiela, que nos ata/nos reduce a ser animales/que se preocupan solamente/de la conservación de la propia vida…”. A partir de ese momento, el encierro tortuoso de los ambientes cerrados dará paso a la agitada vida urbana y culturalmente activa. Ensayemos una paráfrasis y tomemos los versos del poeta para expresar la desazón como espectador ante Leopardi, el joven fabuloso: “cansa la providencia de los biopics/que nos hiela, nos ata/nos reduce a ser criaturas estáticas/que se preocupan solamente/ de la conservación artística de calidad…”. II-Las decisiones recurrentes de las biografías sobre artistas, si no se regodean en las miserias personales, suelen fundarse sobre dos presupuestos cómodos. El primero es que se debe ser todo lo prolijo que se puede en términos estéticos de manera tal que nada perturbe un tipo de mirada relajada. Para ello, el director colaborará (como lo hace Martone) con delicados travelling circulares, el actor triunfará con una actuación que roce lo mimético y habrá todo un equipo que garantizará la factura técnica de la película. La belleza de las imágenes trasunta frialdad, distancia, pose, pero siempre será un buen refugio. El otro presupuesto se basa en la ilustración. No puede haber intersticios, ambigüedades que puedan perturbar la lección iconográfica del artista en cuestión, la exposición ordenada de su vida (literaria en este caso). Entonces, el biopic se vuelve lineal, reiterativo, enciclopédico (e intrascendente). Son pocos los momentos en los que Martone abandona estos principios condicionantes e introduce algunos elementos distintivos. Hay por allí algún anacronismo perdido donde la figura del poeta romántico se asocia a un paradigma de héroe dark; esta impresión nace de la elección musical que acompaña esos raptos de libertad. Son pocos y son breves lamentablemente. III-¿Qué hay detrás de los versos del poeta que atraviesan la pantalla? ¿Cómo conservar su vena poética, cómo no resignar la fuerza vital que transmiten? ¿Cómo no perder de vista la melancolía que trazan en su sonoridad? Tamaño desafío. Martone escoge acompañar las palabras con la lógica de un video musical y establece una ligazón referencial cuya elementalidad incluye a Leopardi mirando la luna, las estrellas y alguna que otra pose más asociada al espíritu romántico. Allí, donde el fundido en negro podría haber puesto en primer plano la potencia literaria de las palabras y al mismo tiempo del cine (con sus silencios visuales), como un arte que también trabaja los sonidos, las imágenes repiten las palabras, las vacían, las apagan.