El año pasado nomás se estrenaba “El club de las madres rebeldes”, un guión de Jon Lucas y Scott Moore dirigido por ellos mismos, que contaba la historia de cuatro madres modernas hartas de tener que hacerse cargo del rol de madres obedientes a los mandatos. Un argumento humorístico de dudosa opinión sobre la liberación de la mujer, ya que no sólo esquematizaba a las protagonistas con todos los clichés que se suelen ver en las publicidades de artículos de limpieza (faltaba que alguna dijese “me tomo cinco minutos me tomo un té”), sino que la rebeldía a la cual aludía el título consistía en hacer todas las cosas que el hombre promedio norteamericano hace para divertirse: emborracharse hasta perder el apellido, gritar groserías, reírse de pavadas, y varios ejemplos por el estilo. Es decir, rebelarse para ser y hacer lo peor del género masculino. Eso sí, dentro de ese universo había gags que funcionaban bien, con buen timing de comedia, y por cierto el acertadísimo elenco principal encabezado por Mila Kunis, Kristen Bell y Kathryn Hahn. Ahora se estrenó “La navidad de las madres rebeldes” y nuevamente las tres actrices, a fuerza de química entre sí, como si se conociesen de toda la vida, salvan un guión catastrófico, y hasta llegan a justificar el precio de la entrada porque, independientemente de los lineamientos generales, una vez hecha la convención con el espectador, se trata de ver a tres actrices divertirse mucho con lo que hacen y juegan. Particularmente Kathryn Hahn, acaso el personaje mejor armado, tiene momentos de las dos caras del teatro muy bien aprovechados. Llega navidad y la amenaza latente se hace realidad. Las madres Amy, Carla y Kiki “sufren” la visita de sus propias madres, o sea las abuelas Christine Baranski, Susan Sarandon y Cheryl Hines, respectivamente. Contra ellas y sus formas de educación (súper exigente, liberal o sobreprotectora, según el caso) será la rebeldía esta vez. ¿Los hombres (ya domados)? Bien, gracias. Las situaciones y los gags no escapan del registro humorístico que tiene el cine norteamericano de hoy, con lo cual es de esperar un collage de distintos tipos de humor y de registro. Igual que en ”Guerra de papás 2”, estrenada este año, en la cual ellos también sufren a la generación anterior. Como se ve, hay para todos los géneros.
Espectáculo audiovisual deslumbrante y vertiginoso Puede que haya otras que le puedan mojar la oreja, pero sin dudas la de Star Wars es, por extensión en el tiempo, traspaso generacional, recaudación, merchandising y conformación de un universo inextricablemente propio; la saga más importante y notoria de la historia del cine. Por suerte las últimas tres entregas, “Episodio VII: el despertar de la Fuerza” (J.J. Abrahams, 2015), “Rogue I” (Gareth Edwards, 2016) y la de esta semana, salieron al cruce con los botines de punta para rescatar el elemento principal que había caracterizado a la franquicia: lo épico. Ya quedan lejos los episodios I, II y III, con los cuales George Lucas terminó de entender que dirigir no es lo suyo. Fueron tres capítulos que si bien servían para explicar e instalar los conceptos políticos del relato global, desde el punto de vista conceptual carecían de emotividad. Aburrían por falta de ritmo y empatía. Eso sí… Recaudaron mucho dinero. Con el ingreso de J.J. Abrahams “La guerra de las galaxias” no sólo recuperó la mística del origen de los caballeros Jedi, sino que también salió con los botines de punta para combinar sabiamente a los personajes clásicos, amados por todos, con una nueva generación de héroes y villanos que asegurarán el futuro. En el electrizante final de hace dos años, un travelling circular aéreo alrededor de un peñasco en medio del mar, mostraba la emocionante unión de la “fuerza”. Rey (Daisy Ridley) escalaba el risco hasta la punta más filosa, sable láser en mano, para ir al encuentro de Luke Skywalker (Mark Hamill), y así poner en marcha la esperanza de salvar a la galaxia de la tiranía del imperio a partir de la reconstrucción de la resistencia a cargo de la eterna princesa Leia (Carrie Fisher). A su vez, tres nuevos héroes entraban en escena. Finn (John Boyega), un soldado desertor del imperio, Poe (Oscar Isaac), renegado pero eventual colaborador incondicional con la causa. y Kylo Ren (Adam Driver), nieto de Darth Vader (producto de la unión entre Leia y el legendario Han Solo encarnado por Harrison Ford), quién, además de matar a su padre, representa claramente el renovado lado oscuro de la “fuerza”. El gran desafío de “Star warsVIII: los últimos Jedi” es mantener el nivel en todo sentido y dejar la puerta abierta para lo que sigue, objetivo llevado a cabo con creces merced a varios puntos altos, pero hay tres en particular que funcionan de maravilla pese la obviedad de mencionarlos: el guión, la dirección, y el elenco. Así de simple. El primero, porque logra un balance perfecto entre el pasado y el presente de la saga, además de construir y fortalecer la presencia de todos los personajes. El segundo, por su incesante ritmo, equilibrado entre las escenas de acción y las transiciones, pero además por animarse a hacerle frente al episodio que a la larga será considerado como uno de los más importantes de la saga. Y el tercero, por la conformación de un elenco emocionalmente comprometido con la historia. Todos saben a qué juegan y el lugar que ocupan allí. Difícil elegir uno, pero el trabajo de Adam Driver es realmente destacable, y el de Mark Hamill es sencillamente redentor para el personaje. No se puede hablar de “Star wars VIII: los últimos Jedi” como la mejor de todas, porque no existiría sin todo lo ocurrido desde 1977 a esta parte, pero sí puede marcarse, junto con su antecesora, como la más pareja en todo sentido. Cuando hay humor es contundente, como la escena que remata el final del episodio anterior. En el caso de la acción y el poder de lo épico, el enfrentamiento entre Luke y Kylo es para recortarlo, ponerlo en un cuadro y colgarlo de la pared para verlo mil veces, y en cuanto al drama, estamos frente a un producto con todos los elementos de un culebrón melodramático familiar muy bien utilizados para arraigar cuestiones más terrenales. Rian Johnson, a quien conocimos con la interesante “Looper: asesinos del futuro” (2012), tiene decisiones de montaje que sorprenden por su simpleza. La construcción del vínculo entre Rey y Kylo se da con el recurso más viejo del cine: planos y contraplanos siguiendo el eje de la mirada aunque los personajes estén en lugares opuestos de la galaxia. A su vez, la parafernalia de efectos especiales, diseño sonoro atronador, fotografía y diseño de arte (el juego de colores blanco y rojo es un hallazgo) y, por supuesto, la eterna banda de sonido de John Williams, hacen de esta película un espectáculo visual deslumbrante y vertiginoso. Los fanáticos seguramente tendrán mucho para debatir, pero eso es harina de otro costal. No se trata de que le vaya bien en el las boleterías, sino de lograr que su público se enamore y la incorpore a su identidad cultural.
Se estrena otra sobre la navidad que se llama “La estrella de Belén”. Ok. Aceptemos a medias el tema de la originalidad, en tanto contar la historia de la inmaculada concepción desde el punto de vista de un burro y sus amiguitos animales, emprendiendo el mismo viaje marcado precisamente por la estrella de Belén que otrora guiara a los reyes magos a presenciar el nacimiento que signaría a la humanidad para siempre. ¿Cuál sería el objetivo y a quién está dirigido? No hay una sola situación, ni frase, ni actitud narrativa, que no lleve indefectiblemente al momento más políticamente correcto de la historia del cine de animación y de la religión y sin embargo hay retazos de La estrella de Belén que atrapan en cuanto a la calidad del dibujo y al diseño de los personajes. En especial por Bo, el burro que, intentando de salir de su rutina, sale hacia lo que intuye será una gesta. En épocas navideñas hay de todo, y este dogma católico disfrazado de aventura está tan lleno de virtudes en su mensaje como edulcorante alrededor del mismo. En todo caso, la mirada desde el mundo salvaje y gracioso a la vez, es el más loable aporte de esta animación, y sino fuese por la evidente intención de bajar línea, hay momentos disfrutables en el viaje que María y José inician a los efectos de llegar al lugar elegido. Sobran virtudes técnicas en esta producción tanto en la banda sonora como en el diseño sonoro, y si bien hay una generación adoptada por la televisión en épocas navideñas al momento de programar “Jesus de Nazareth” (Franco Zeffirelli, 1977), éstá clara la necesidad de abarcar a todos, por lo cual “La estrella de Belén” en su impronta ultraconservadora, tiene la gran chance de convertirse en un “clásico” de la programación televisiva. Dogmático y repetible hasta el infinito. ¡Ufa!.
“En defensa propia” conforma otro de los insólitos estrenos en la cartelera vernácula que, junto a algunos productos presentados durante este casi finalizado 2017, encabezan una vasta lista para recomendar a los enemigos. Will (Hayden Christensen) es un hombre ocupado, adicto a su trabajo en una empresa y con poco tiempo para los suyos. Pero enseguida se da cuenta que debe hacer lo posible para no perder el vínculo familiar, en especial con su hijo Danny (Ty Shelton). ¿Hay mejor plan que ir a una cabaña en medio de algún bosque y mostrarle a su hijo como manejar un arma para cazar ciervos? Y su esposa mientras tanto… bueno en realidad no hay “mientras tanto” en este guión chato y sin lugar para las sutilezas. Antes de llegar al lugar, aparece Bruce Willis con cara de “¿Dónde carajo está el control remoto”, y en dos líneas de diálogo deja claro qué tipo de personaje interpreta, más allá de su título de sheriff de esa comarca. Despejadas las dudas de quién es quién, el guión planta como punto de giro uno de los asesinatos más ridículamente contados, y peor presentados en muchísimo tiempo. De ahí en más, nada logrará levantar el peso muerto de un argumento prehistórico para este género a esta altura de la soirée. Ni la correcta fotografía, ni las insulsas actuaciones del elenco completo. Ni el pibe Ty Shelton está bien, pero eso es más por lo que le toca hacer con su personaje que por su talento. Se mezcla una tensión familiar con una cuestión de ajuste de cuentas entre gente corrupta que cometió un robo o estafa. Steven Miller trabaja por tercera vez con Bruce Willis, y si bien la anterior, “Marauders” (2016), era más digna en su concepto general, lo cierto es que la cosa no parece estar funcionan. Ni siquiera en el aprovechamiento del astro de “Duro de matar” (John McTiernan, 1988) como actor del género de acción. ¿La peor escena? La de la cabaña en la cual uno de los “malos” amenaza a Will con matar a su esposa sino baja el arma. No es la única por cierto, pero es la más graciosa (por no llorar) de las muchas que mueven a risa.
“Guerra de papás 2” puede considerarse tan innecesaria como efectiva y fiel a su predecesora. Recordamos la original como una comedia bien arraigada en la cultura yanqui, en la cual el macho alfa es un ser egoísta, autosuficiente, canchero, pedante y terriblemente competitivo, y el beta viene a ser el “lado B” de todo eso extrapolándose en todo sentido. Excepto el común, claro, porque como padres, cada uno ofrecía lo peor de sí. La secuela: Brad (Will Ferrell) ya ha conseguido formar una familia y el respeto de Dusty (Mark Whalberg), con quien ahora comparte todo tipo de momentos en una suerte de doble paternazgo bastante equilibrado. La armonía fue conseguida luego de una alta competencia entre los dos con gags que funcionaban muy bien hace dos años. Si como muestra basta un botón, uno de los mejores gags de aquella tenía a Brad esperando en el aeropuerto la llegada de Dusty: Plano conjunto del primero junto a un viejo que esperaba a otro pasajero. Sonaba un rock and roll de AC/DC para el contraplano de Dusty bajando en la escalera mecánica, macho por donde se lo mire. Vuelta al plano conjunto: “Evidentemente este tipo es mejor que vos en TODO”, espetaba el eventual compañero. Y así por el estilo. ¿Comedia de bajo presupuesto que funcionó en la taquilla? Es Hollywood. Obviamente, hay secuela. ¿La excusa? Juntar a toda la familia para pasar navidad. ¿Alcanza? No. La fórmula de toda la vida incita a la presencia de más personajes, si es posible interpretados por figuras. ¿Entonces? Los padres de los padres, es decir, los abuelos. Fíjese en el afiche. Dice Mel Gibson y John Litgow. Adivine quién es el padre de quien. Mejor no entrar en profundidad en este análisis porque ninguno de los dos tiene más desarrollo en el guión que el hecho de ser Mel Gibson y John Litgow. Los contrastes se trasladan a una generación anterior y lo que juega, haciendo alarde de la obviedad, es la vergüenza latente que Brad y Dusty sienten o no ante la presencia de sus propios padres. No hace falta ahondar en el argumento porque esta comedia no se sustenta en otra cosa que en el mismo axioma de la anterior. Será gracias al elenco con su entrega total que la segunda parte funciona de a ratos, siempre y cuando no se pretenda profundidad cuando hay tanta brocha gorda en las situaciones familiares. Supongamos que funciona en la boletería pese a las falencias de querer ser el humor de la revista MAD o la National Lampoon, la próxima ¿serían los bisabuelos? Vaya pensando: ¿Clint Eastwood y Michael Gambon? Dios libre y guarde
Lo sé. Lo sabemos. Sin dudas hay un anclaje cultural en el hecho de ser París un lugar ideal para enamorarse y ser feliz. No hay cine del mundo que no haga referencia a esto, aún sin filmar allí. Si vamos a éste caso, el título “Dos amores en París” parece decirlo todo en términos argumentales, la traducción del original, que sería algo así como “lo difícil de elegir”, tampoco es muy sutil. Nadie puede negar la interesante introducción de este estreno. En el resumen inicial vemos a una niña (narrada en off por su versión adulta) a la cual la idea de tener que elegir entre una cosa u otra, la lleva a frustrarse indefectiblemente. Su madre, por ejemplo, le explica: “Si Kennedy hubiese elegido un auto con techo no hubiese pasado lo que pasó” (¡Qué!?) Luego, a partir de la muerte de su progenitora, decide que desde ese momento en adelante dejará que su padre elija todo por ella. Este hecho de la infancia lleva (y nos lleva) a Juliette (Alexandra Lamy) hasta la edad de cuarenta años sin poder resolver el problema. En la construcción intrínseca y tácita del personaje está la mayor falencia de este estreno y no tiene que ver con la idea, sino con su forma. Me hubiese gustado cruzarme con cierto colega, experto en varias cuestiones del balero, para despejar dudas, pero seguramente diría que es lo de menos pues el planteo de marras, es insólitamente negado a partir de actitudes de la protagonista que contradicen la propuesta. La demostración de este punto, raro en el cine francés, reside en el casting. Es de admitir que entramos en un terreno subjetivo como lo es un registro actoral (especialmente en el género de la comedia), pero bien vale para entender este análisis. Estamos frente a una mujer de carácter dubitativo, inseguro, temerosa de tener que tomar decisiones durante, al menos, treinta y pico de años. Un guión que pretende contar un personaje de estas características requiere de un trabajo que aporte a tal fin. Alexandra Lamy ofrece exactamente lo contrario. La actriz denota una paleta claramente histriónica y de notables recursos para la comedia. Desborda energía en cada toma. Sus movimientos, ya sea para atender el celular o para agarrar una copa de vino, tienen una fuerza exacerbada para el personaje que encarna. Lo mismo sucede con sus gestos faciales o con su voz en casi toda la película Es como si el personaje de Ilsa en “Casablanca” (Michael Curtiz, 1942) hubiese sido interpretado por Susana Giménez. Indudablemente Alexandra Lamy tiene capacidades interpretativas, pero la sensación latente frente a lo que pretende reflejar su personaje en el texto cinematográfico habla de una libertad incongruente, o probablemente más acertado, de una incoherente dirección actoral. Así, más allá de lo inverosímil de la edad del conflicto (por su construcción narrativa), la idea de saber a quién elegir entre dos hombres virtuosos, cada uno en lo suyo, resulta tan arbitraria como improbable. “Dos amores en París” es un producto oportunista que no da cuenta del cine francés, sino de su pretensión de ser Hollywood al divino botón. Es más. Hasta las canciones hacen anclaje en un pop en inglés que ni siquiera es contemporáneo a esta actualidad, en un momento suena “Everybody hurts”, de R.E.M. como si no hubiese canciones francesas que expresan los mismo, sino más bien a caprichos de un director anclado en lugares comunes sin siquiera la suficiente personalidad para resignificarlos.
Desde el estreno de “Las aventuras de Sammy: en busca del pasaje secreto” (Ben Stassen y Mimi Maynard,, 2010) han sido varios los títulos y las apuestas de las distribuidoras locales por importar el cine de animación proveniente de Europa, y más precisamente algunas de Bélgica, Francia y Alemania, que en relación costo-beneficio terminan siendo un buen negocio para todos, aunque sería sano intentar una identidad propia en lugar de querer ser Pixar o Dreamworks. Todas dejan plata, puede ser, pero el hecho artístico es otra cosa. Si un guionista decide tomar un personaje popular, ya sea de la literatura clásica o de leyenda no escrita, sería interesante que lo haga para poder contar algo nuevo, es decir, tomar los elementos centrales del personaje instalado en la cultura popular y ver la forma de hablar de las inquietudes artísticas a través del mismo. Si el “aggiornamiento” sólo ocurre en la máscara, en el aspecto exterior de la historia, se corre el peligro de caer en un producto vacío. Por ejemplo sacar a Tarzán del siglo XIX y llevarlo a nuestros días en la producción alemana “Tarzán: La evolución de la leyenda” (Reinhard Klooss, 2014), sólo sirvió para meter armas, helicópteros y más acción. No hubo otra lectura adicional más que la codicia corporativa mostrada con brocha gorda. “El hijo de Piegrande” adolece de todo lo anteriormente expuesto, pero con un agravante argumental que llama la atención por su enorme endeblez. La idea de rescatar del olvido al Yeti no es mostrar el miedo a lo distinto o la búsqueda del eslabón perdido o la crueldad humana. Ni hablar de la discriminación ni nada de eso. Tampoco es una aventura sobre su descubrimiento para aprender a vencer los miedos, o una comedia sobre las diferencias de tamaños. No. La razón de ser de esta producción espetada desde el supuesto villano es que los hombres recuperen el cabello perdido (así, sin anestesia). La persecución a un científico que termina arrojándose al vacío de una catarata abre los primeros tres minutos. Suponemos que si un personaje toma la terrible decisión de terminar con su vida, antes de caer en manos de sus perseguidores, debe ser porque algo que hizo o sabe es más importante que su existencia. Luego de la introducción conocemos a Adam (Pappy Faulkner, doblada por Carla Cerda), un chico preadolescente algo tímido, a quién se lo ve feliz en su ámbito hogareño, pero en el colegio sufre bullying por parte de tres pibe.. Ah, de vez en cuando se le agrandan los pies y el pelo le crece muy rápido. En otro lugar, el multimillonario dueño de una corporación está obsesionado con un proyecto genético, y para ello tiene un edificio que haría temblar a Los Vengadores de la Marvel custodiado por un ejército de agentes con mucho músculo y pocas luces. A partir de allí sólo hace falta atar un par de cabos usando el sentido común. El nene es hijo del sascuatch con lo cual partirá en busca de su padre, quién, además de la de esconderse en el bosque durante años y lograr tener una dirección postal, tiene la habilidad de hablar con los animales. Lo dicho antes, “El hijo de Piegrande” justifica toda la acción dramática del villano en el problema de la caída del cabello, y podríamos decir que eso es todo lo que se les ocurrió a Bob Barlen y Cal Brunker para sostener la credibilidad del enemigo que pretende el ADN de Piegrande para lograr su plan. Está bien en ese sentido porque, hay que admitirlo, pelo no le falta. Los autores no encuentran la vuelta para aprovechar la temática de los vínculos familiares, como por ejemplo lo que sucedía en “PieGrande y los Hendersons” (William Dear, 1987), en la cual hasta se tocaba el tema de la adopción. En este estreno todo queda en lo anecdótico y en los pocos golpes de efecto con un par de gags que apenas logran una sonrisa pasajera. La calidad de la animación y los gestos es notable, al igual que el diseño sonoro y el montaje, pero estos rubros no logran sobreponerse a un libreto flojo y una dirección de Jeremy Degruson y Ben Stassen que cumple hasta ahí. Raro porque éste último ya es un hombre con vasta experiencia en este género. Una más del montón esperando el comienzo de temporada.
Muchos años después de haber instalado en distintos países sudamericanos, entre ellos, la Argentina, y más precisamente en el desierto de la provincia de La Rioja, la fraternidad religiosa de los Hermanitos del Evangelio, cuyo creador fue Charles de Foucauld, se hace una revisión de la actuación de dicha agrupación en este film. Ellos no sólo se distinguían de otras congregaciones por tener sacerdotes laicos que trabajaban como obreros, y se alojaban en viviendas muy precarias, en lugares desérticos, sino también por tener ideas políticas y revolucionarias muy alejadas de la doctrina tradicional de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Este documental dirigido por Iair Kon nos recuerda lo que pasó entre los años ´50 y los ´70, cuando irrumpió la dictadura militar. Para saber no hay nada mejor que ir a las fuentes, consultar a los testigos y protagonistas de la historia, y para esa tarea, el realizador convocó al filósofo uruguayo Julio Saquero, quien actúa como una suerte de alter ego del director. La cámara lo sigue hacia donde va, no sólo en el país sino también en Lucca, Italia, donde vivía Arturo Paoli, el sacerdote que en momento de la entrevista tenía 100 años, y fue la persona que trajo a la Argentina esas ideas ese modo de vida religioso. El filósofo, que además fue uno de los integrantes de esa comunidad, charla con varios curas, activistas y otros colegas de aquella época. La realización es una mera descripción de los acontecimientos, carente de emoción y pasión. La lentitud y parsimonia con la que transcurren las escenas hace anodino al relato. La reiteración de algunos datos, por boca de distintos personajes, impide que avance con fluidez la historia. En definitiva, la producción transita por la medianía. No profundiza ciertos puntos fuertes del pasado que obligaron a la congregación a abandonar el país. La liviandad de la obra provoca cierta indiferencia y no va a quedar precisamente en el recuerdo.
Más allá de antecedentes esporádicos en la historia del celuloide sería justo reconocer a “Ciudad de ángeles” (Robert Altman, 1993) y “Tiempos violentos” (Quentin Tarantino, 1994) como ejemplos paradigmáticos del concepto de película coral, en tanto un mismo director, usando varias historias a la vez, que por virtud del montaje terminan formando parte de un mismo argumento. Distinto del cine coral de varios directores en una misma obra como “Boccaccio 70” (Vittorio De Sica, Federico Fellini, Mario Monicelli, y Luchino Visconti, 1962) o “Historias de Nueva York” (Woody Allen, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola, 1990), en las cuales no necesariamente hay una unidad temática por más que el título original insista en lo contrario. El estreno de “La comunidad de los corazones rotos” se inscribiría en el primer ejemplo, es decir, la pólvora ya se había inventado lo cual no quita la cuestión fundamental: hablar de un tema, entretener y acaso emocionar. Para hablar de la soledad (adosando la tristeza y desesperanza que esta provoca) el actor y director Samuel Benchetrit elige una estética cuasi ciclista, pues son tres tándems de personajes los que utiliza para abordar su propio guión, coescrito con ,Gábor Rassov, y cuya locación es en Francia. Así, en circunstancias codeadas con pinceladas de un absurdo liviano, se va armando el tríptico que justifica el título en español. Una actriz de fama olvidada (Isabelle Huppert) conoce a un pibe apenas adolescente con ausencia de padres (Jules Benchetrit). Una madre (Tassadit Mandi) que sufre por la prisión de su hijo encuentra un palitivo con un astronauta joven que cae en la terraza (Michael Pitt). Finalmente un tipo que termina en silla de ruedas por exceso de ejercicio en una bicicleta fija (Gustav Kervern) inicia, por vergüenza de su condición, una relación nocturna con una enfermera de guardia (Valeria Bruni Tedeschi) a la cual visita, so pretexto de ser fotógrafo. Está claro que hay una deliberada búsqueda de sutilezas cuyo sustento reside en la calidad actoral del elenco (gran mérito de la dirección de casting que logra empatar a Isabelle Huppert con el resto), y en el aprovechamiento del humor que causan las situaciones insólitas. Para esto, la primera media hora de presentación y pre desarrollo de los personajes resulta cabal para lograr el objetivo. El director se toma su tiempo con el estado emocional de sus criaturas, a quienes parece querer mucho,evidentemente, sin que esto signifique lástima o compasión desmedida, porque de lo contrario hubiese caído en arquetipos inútiles. Prima entonces, encontrar la forma de hacerlos queribles en su circunstancia, y si bien no logra una poética pura como las individualidades que tan bien retratan Michel Gondry o Wes Anderson, estas seis personas tienen la suficiente transparencia de una verdad que los atraviesa: Están solos y urgidos de una compañía que los contenga. Música, fotografía y una compaginación equilibrada acercan una sensación agradable al espectador que, por virtud de la simpleza sin rimbombancias, saldrá de ver “La comunidad de los corazones rotos” con una sonrisa.
Estamos en épocas de franquicias en el siglo XXI. No olvidemos esto. Sucede que cuando a la gran industria se le ocurre revivir algo enterrado en el pasado hace bastante tiempo y con mucha plata de por medio es imposible no pensar en lo que se viene a continuación, incluso antes de ver el relanzamiento. Por cierto, no es que estaba olvidada. Es más, tal vez estemos ante una de las autoras de novelas más adaptadas al formato audiovisual en forma casi ininterrumpida desde 1927. Entonces…Alguien se “recontra” acordó de Agatha Christie y de su riqueza narrativa en el género policial para ver si hay posibilidad de negocio. De hecho, mientras escribimos esto Ben Affleck anda dirigiendo una nueva versión de “Testigo de cargo” (sí, aquella que en 1957 protagonizaron Tyrone Power y Marlene Dietrich a la orden de Billy Wilder) Evidentemente los casos policiales han sido, y son, de gran interés general por parte de cualquier transeúnte que haya tenido un diario en sus manos, y por consiguiente, la investigación de un crimen continúa siendo al día de hoy (lamentablemente) un foco de interés general que enfrenta el bien y el mal como baluarte de los dilemas morales de la humanidad. Desde la existencia del medio gráfico cada uno de los autores históricos del género ha elegido un personaje estandarte a lo largo de los años. Alguien que nos hiciese sentir el enorme peso de no darnos cuenta de lo evidente. Un detective astuto, sagaz, con gran poder de deducción a partir de la simpleza de sus preguntas, pero sobre todo, alguien con su versión a rajatabla de lo que está bien o mal, pese a tener una vida sórdida o amparada en cierto glamour otorgado por una posición social que le dio fama. Entre los más reconocidos (nacidos antes del siglo XX) sabemos que Raymond Chandler creó a Philip Marlowe, Arthur Conan Doyle a Sherlock Holmes y la buena de Agatha se despachó con Hercules Poirot. Quién no recuerda entrar en la casa de cualquier persona y ver en la biblioteca un par de esos libros de lomo blanco de la editorial Molino, cuyo tamaño no era mayor al de un VHS. Hubo muchos escritores de policiales sí, pero popular como ella, nadie. Como sea, el detective belga, hombre tan excéntrico como estrafalario, fanático del equilibrio en todo sentido, vuelve al ruedo en el cuerpo y la dirección de Kenneth Branagh, a quien se suma un elenco de lujo: Michelle Pfeiffer, Johnny Depp, Judy Dench, Wilem Dafoe, Penélope Cruz y una larga lista. ¿Comparamos con la de 1974? Albert Finney, Lauren Bacall, Martin Balsam, Ingrid Bergman, Sean Connery… dirgía Sidney Lumet. Y sí… las comparaciones son odiosas. Uno preguntaría, ¿por qué alguien como el responsable de varias adaptaciones de William Shakespeare se pondría a dirigir este estreno sabiendo quienes actuaron antes? Bueno, considerando que se animó a hacerse cargo de la primera de Thor para Marvel Studios, (cierto, todavía se contaba un conflicto trágico entre dioses escandinavos), no debería sorprender mucho. Eso sí: en la forma de las tres o cuatro líneas de diálogo iniciales de esta producción se vislumbra el deseo de seguir adelante con el resto de las adaptaciones. En todo caso una mejor pregunta es: ¿Por qué esta novela en particular y no otra de esta misma escritora? Una posible respuesta es: todo esto ocurre en un lugar del cual nadie puede escapar físicamente. “Asesinato en el Expreso de Oriente” está deliberadamente dividida en dos partes, y a su vez subdividida en dos más. La primera es hasta el abordaje al famoso expreso. La segunda es el viaje, no sin antes presentar al espectador al personaje central dirimiendo una cuestión aparentemente religiosa en la geografía del Muro de los Lamentos. Parece la introducción de un chiste: “un rabino, un católico y un musulmán se encuentran en…” sin embargo, es la autoridad policial la que está en tela de juicio. La sub-división de esta primera parte reside en los momentos previos a la partida del tren que va de Estambul Londres. Varios personajes irán subiendo a sus ubicaciones, cada uno con su particular característica, y en este sentido también habrá un cambio estético que irá de una reconstrucción de época notable en la ciudad de origen, a otra más inhóspita inmersa en la nieve montañosa. Literalmente la locomotora se detiene por un alud y con ella también se detiene el ritmo del relato. Comienza la segunda parte. En los fastuosos camarotes y vagones de ese tren los personajes se van cruzando mutuamente, sin que el espectador pueda sentir más empatía por uno que por otro. De nuevo… el balance. Alguien es asesinado, pero para molestia del culpable la avalancha sigue impidiendo el paso del ferrocarril, y en ese estatismo el gran detective deberá descubrir quién fue el culpable del crimen. Es de destacar que Kenneth Branagh se pone al hombro toda la estética y la impronta del libro original y logra, con los elementos básicos del género, el clima necesario para que el espectador tenga tiempo de juzgar a cada posible sospechoso. También es cierto que abocarse en profundidad a eso conspira contra el ritmo narrativo, pero el policial negro es así de complejo a veces. Cuando empezamos a descubrir que quien crece aquí no es el caso, sino el investigador, el texto cinematográfico irrumpe en forma morbosa pues el detective (o sea nosotros) que no acepta “grises”, empieza a entender que el bien y el mal tienen un punto de conexión tan espantoso que dependen de una cuestionable postura subjetiva. Es en este aspecto en el cual el director llega al quid de la cuestión, porque en el sentido estético a esta altura algunas costuras se notan demasiado para lo que estamos acostumbrados. Por suerte el guión prevalece en su esencia. ¿Quiere una muestra? Poirot mide los dos huevos que le han traído como desayuno. Son tan distintos como el bien y el mal y sin embargo forman parte de la misma comida. Una metáfora clara del universo moral del detective: ¿Alguno de los dos cumple totalmente con el deseo de desayunar?