Uno ya conoce los bueyes con que ara. Es simple. Entramos en temporada de premios Oscar y obviamente de acá a dos meses nos iremos enterando de algunas candidaturas posibles. Como todo pronóstico puede fallar, pero es difícil que Andrew Garfield no obtenga una nominación para el año que viene por su trabajo en éste estreno, o al menos sea mencionado como uno de los que quedó afuera de los muy posibles. “Una razón para vivir” tiene tantas razones para convertirse en un fuerte alegato sobre la fuerza interior del hombre por superar una circunstancia adversa (enterarse de la inminencia de la muerte merced a una enfermedad), así como también una buena pregunta lógica frente al argumento de la historia de la medicina. Por ejemplo el hecho que un diagnóstico de Polio se desarrolle de esta manera en 1958, momento en el que arranca el giro dramático del guión, cuando ya existía la vacuna y se estaba poniendo en práctica. Obras de este tipo (también aquí) suelen estar acompañadas de imágenes reales durante los créditos lo cual tira por la borda la contraparte científica. El tema es aprovechar (o no) este otro hecho real. Más allá de esto, es una obra sobre cómo enfrentar una circunstancia que no sólo signa para siempre la vida de una persona, sino también el de su entorno. En este aspecto la película transita un saludable (sin eufemismos) equilibrio entre el drama y el humor, llevado a cabo por un notable trabajo de Andrew Garfield en el papel de un hombre literalmente petrificado e impedido de movimiento alguno más que no sea un juego gestual y apenas vocal. Resulta una irónica e irrefutable causalidad que el director sea Andy Serkis. Ya hemos ponderado su tremenda capacidad como actor. Es el hombre que nos ha regalado actuaciones digitales y gestuales inolvidables como las de Gollum en la saga de “El señor de los anillos” (Peter Jackson 2001-2003), o la del simio César en la de “El origen del planeta de los simios (2011), no parece casual que como director haya elegido la historia de un personaje que no puede expresarse con el cuerpo. El debutante detrás de las cámaras se decidió por una forma narrativa tradicional para contar esta historia, e incluso se aferra a una impronta cuasi infantil, como si estuviese construyendo una suerte de Cenicienta de tintes tragicómicos, a los cuales sale al cruce con momentos emotivos que lideran el camino al mensaje esperanzador que intenta transmitir sin tanto abuso de edulcorante. A secuencias como el viaje a España, gestada con una poética bien tejida en el contexto, se contraponen momentos de intimidad familiar, de pareja, y de amistad que ayudan a sobrellevar todo con una leve sonrisa por parte del espectador gracias a un elenco que cumple con creces el desafío de construir un entorno amable para un protagonista desencantado con estar vivo. “Una razón para vivir” es ante todo una historia bien contada, con clara intención de moraleja sana y constructiva, de esas que el espectador agradece entre lágrimas genuinas.
La pregunta “¿para qué?”, genera curiosidad adicional (en algunos casos) cuando se trata de entender los propósitos de una obra cinematográfica. Dejemos de lado el tema económico en el caso de la industria Hollywoodense, porque sino lo dejamos de lado la respuesta sería (casi siempre) “para ganar plata”. Un proyecto como “Más allá de la montaña” necesita imperiosamente esquivar esta cuestión porque la obviedad de su guión hace imposible un análisis serio, Incluso si se trata de un caso real. “¡Viven!” (Frank Marshall, 1993) ¿funcionaba porque estaba basada en los hechos reales de un equipo de rugby uruguayo que sufrió un accidente aéreo cruzando la Cordillera de los Andes? No. Funcionaba porque el guión se ocupaba del tremendo dilema moral que los sobrevivientes sufrieron, justamente para sobrevivir. Casi 25 años después de semejante ejemplo ésta producción sólo se ocupa de lo formal en términos estéticos y plantea, como mínimo, dilemas de dudoso planteo: A esta altura: ¿el amor interracial sólo es posible en una catástrofe? ¿Un médico, por ser médico, no cree en el amor universal? Un vuelo privado con un piloto (ridículo y con un sobreactuado trabajo de Beau Bridges por donde se lo mire) sale mal. Al tipo le agarra un patatús y el avioncito se estrella en lo alto de una montaña. Por suerte para su trabajo actoral el piloto no sobrevive. Sí lo hacen Ben (Idris Elba), Alex (Kate Winstlet) y un perro que debe haber tenido las manos de Robocop para aferrarse al fuselaje pese a la ruptura de la cola del avión, cuyo diagnóstico técnico real hubiese dejado al guionista sin trabajo. Él es negro, ella blanca. Él cuida de ella hasta que se despierta y cuando lo hace veremos una de las escenas más inverosímiles de la historia del cine catástrofe, seguida de otras tantas serviles a destruir toda posibilidad de conexión emocional con la situación de ambos, objetivo logrado con creces realmente El argumento, débil como anzuelo de nylon, dice que la distancia entre ambos está marcada por la diferencia de color. Aun cuando la misma está disfrazada del ímpetu de ella (que quiere bajar la montaña, renga y con el perro a cuestas); versus el sentido común de él que en realidad está disfrazado de cobarde (por no adjetivar escatológicamente). Aquí empezamos a descubrir una caterva de diálogos que llaman a la risa en el contexto de la adversidad del paisaj, y la banda de sonido que insiste en subrayar el sentimentalismo barato. Hay varias escenas antológicas en las cuales no faltará una chimenea pulcra y prístina dentro de una cabaña abandonada. ¡Ah!, pero el amor todo lo puede. Incluso tener sexo y no transpirar. Brillante. ¡Ah!, antes del accidente ella estaba viajando a casarse y él (que es cirujano o algo así) convencido que el corazón es sólo un músculo. Obviamente nadie usa el cerebro en este libreto. Nota al pie:: a veinte años de “Titanic” (James Cameron, 1997) está claro que Kate Winstlet ya sobrevivió a un accidente marítimo enamorada de un irlandés y a uno aéreo en “Más allá de la montaña” enamorada de un afroamericano. ¿En 2037 sobrevivirá a un terremoto con Jackie Chan? Suficiente.
Desde el vamos no podía augurarse gran cosa de esta adaptación al cine de uno de los personajes de historieta más icónicos de Chile. Condorito (más que Mafalda es como el Patoruzú chileno, dado el tipo de identidad cultural) fue, y es, una revista de historietas que en cada página contaba un chiste distinto (de fútbol, de borrachos, de los tontos del pueblo, de parejas, y sobre todo de suegras). La idea de llevarlo a un largometraje podía, en principio, ser un buen negocio dada la popularidad del personaje. Sin embargo, dos factores conspiran también contra su éxito. El primero es la modificación del formato, porque es como mínimo riesgoso escribir un guión de una hora y pico sin perder la esencia del gag inmediato. El segundo es simplemente generacional. ¿Cuántos chicos (público al que apunta éste estreno) saben quién es? En la Argentina el pico de fama de la revista llegó en la época de la primavera democrática de Alfonsín. Los que viajaban en tren de larga distancia en los ‘80 habrán visto miles de veces a los vendedores ambulantes que se paseaban por los vagones con el manojo de historietas importadas. Cinco, por (lo que ahora serían) cincuenta pesos, entre las cuales estaban seguro un par de ejemplares de Mortadelo y Filemón, clásico cómic de España, y por supuesto un par del pajarraco trasandino. En épocas del auge audiovisual encontrar a un pibe leyendo alguna de estas (o Patoruzú, Isidoro, etc.) es como una aguja en un pajar. Pero vamos al evento. Evidentemente los guionistas Martín Piroyansky, Rodrigo Moraes e Ishai Ravid han querido aggiornar los personajes a los tiempos que corren, pero evidentemente con referencias a “Titanic” (James Cameron, 1997) o “Top gun” (Tony Scott, 1986) no alcanza. Menos aún, si el argumento está tan tirado de los pelos y obligado por la circunstancia de enfrentarse a un producto de mucha producción. Es cierto, los que lo han leído en su momento se encontrarán con el protagonista y su sobrino Coné, la novia Yayita, Huevo, Ungenio y la inefable suegra Tremebunda, todos habitantes de Pelotillehue. La oportunidad de construir los personajes (en lugar de confiar en que el público ya los conoce) estaba servida en bandeja. y hubiese sido acertado para instalar una saga duradera. Lo han hecho con El Hombre Araña tres veces en quince años, cómo no hacerlo en este caso. ¿Qué necesidad había de incrustar en el libreto un secuestro extraterrestre plagiado de un capítulo de Los Simpsons cuando pocas, contadísimas veces, se mencionó o se vieron extraterrestres en la publicación original? “Condorito, la película” es un cúmulo de desaciertos parecidos a los ocurridos con “Emoji, la película”, recientemente estrenada, es decir, contar con que la audiencia ya conoce de qué se trata y quiénes son, más allá de la presentación del principal como un atorrante, aprovechador y algo vago que se ve en la necesidad de rescatar a la suegra para reconquistar el amor de su novia de siempre. Técnicamente es impecable y con buenas actuaciones de voces, pero a esta película le falta la médula espinal que todavía hoy sostiene la edición de la historieta en los puestos de diarios: humor y timing narrativo.
En épocas de resurrección, provocadas por la falta de ideas, se puede encontrar de todo, incluso un revival como “My little pony. La película”, merced a una suerte de redescubrimiento popular ocurrido en el último año y medio. De repente los locales se llenaron de muñecos, revistas, remeras, y hasta útiles escolares, decorados con estos dibujos. Recordemos que este producto en realidad es consecuencia de un juguete lanzado en la década del ochenta. Estos caballitos, con expresión de animé, vendieron tanto que inmediatamente se puso en marcha una serie de TV. Luego hubo varios relanzamientos a lo largo de más de treinta años, y aquí estamos. Twilight Sparkle es una futura princesa del reino de Equestria (así, sin eufemismos), y pronto se celebrará la gran fiesta de la amistad, cosa que sabremos gracias a una canción con todos los elementos del pop moderno, a la cual la población completa está deseosa de asistir. Un mundo feliz en el cual todos están contentos. Hay tantos colores como en un kiosko lleno de golosinas. ¿El conflicto? Twilight tiene miedo de no estar a la altura de lo que se espera de ella como princesa. Mientras, los pony de siempre, Pinkie Pie, Rarity, Rainbow Dash, Fluttershy y Applejack viven en Villa Pony (segunda “sutileza”) esperando también el gran día. Pero aparece una villana mala, muy mala, a la que nada le gusta celebrar y mucho menos la amistad. Por supuesto todo se oscurece y ahora habrá que esperar noventa minutos más para que suceda lo que todos ya hemos anticipado, redención y lección a aprender incluidas. Como todo relanzamiento la historia se vuelve a contar, y si bien no se puede negar la intención de contener en un guión, demasiado estirado, algún tipo de mensaje, lo cierto es que esta realización no termina de convencer, a los adultos porque quedan totalmente afuera de la propuesta, y a las niñas de tres a seis años (tal vez siete), a las cuales apuntan los productores, puede que la duración les juegue en contra. Ni hablar si tienen que llevar a los hermanitos varones. Habrá problemas en la sala, pero seguramente ese conflicto es más interesante que el proyectado en la pantalla.
Deslumbrante espectáculo visual rico conceptual y narrativamente Que Hollywood anda revolviendo el baúl de la década del ochenta en busca de la esencia perdida ya no es ninguna novedad. Ya queda poco por extraer, pero hay obras que ante la posibilidad de ser revisadas y relanzadas generan tanta expectativa como escepticismo. “Blade Runner”(Ridley Scott, 1982) es sin dudas una de ellas. En su época la respuesta del público fue escasa en todos lados, pero todo ese público la convirtió en una película de culto porque realmente se había logrado captar no sólo la médula del cuento de Philip K. Dick, en la cual se basaba el guión (“¿Sueñan los androides con ovejas artificiales?”), sino que también logró en su texto cinematográfico e imágenes uno de los preciados objetivos de la ciencia ficción: una visión futura como consecuencia del presente y, por carácter transitivo, una reflexión filosófica y profunda sobre el ser humano. En aquel final inolvidable, un “Replicante” (ciborgs de inteligencia artificial diseñados para distintas tareas) superaba al ser humano creador al perdonarle la vida a Deckard, el Blade Runner (así se llaman los policías encargados de eliminarlos) que lo perseguía. Una de las escenas más poéticas de la historia de éste género que daba a entender que la peor consecuencia de la muerte es la pérdida de los recuerdos. El estreno que nos ocupa vino precedido por lo menos de tres antecedentes promisorios: Ridley Scott en la producción, Michael Green y Hampton Fancher en el guión (éste último también escribió la original), y Denis Villenueve detrás de cámara. Un combo explosivo que en “Blade Runner 2049” entrega una mirada extendida sobre aquella idea de antaño. Treinta años después de los hechos precedentes la corporación de Niander Wallace (Jared Leto) ha comprado la vieja empresa Tyrrell para relanzar la fabricación de robots inteligentes, y recuperar la capacidad esclavizadora perdida un par de siglos atrás, capacidad que, por cierto, había originado la rebelión de esos androides. “K”, o Joe más adelante, (Ryan Goslin) está encargado de “retirar” y borrar todo rastro de los últimos ejemplares. Pero en ese encargo encuentra restos, aparentemente humanos, que sirven como nexo para revelar la verdadera intención del dueño de la nueva empresa: dar con el último descubrimiento del viejo Tyrrell, el único eslabón perdido con el cual se llegaba a la total perfección en la creación de inteligencia y (a esta altura es bueno decirlo) emoción artificial. Un secreto guardado que de darse a conocer tornaría a los replicantes en seres claramente superiores. Pero estamos frente a una película de Dennis Villenueve, ergo, la manera de hallar ese secreto está regado de pistas y vericuetos. En “Incendies” (2010), los hijos de una madre debían desandar el camino que los llevaría a descubrir una terrible y trágica verdad familiar. En “La llegada” (2016), una experta en lenguajes es la que va descubriendo un don para desentramar su camino a la maternidad. En este caso, “K” (preferimos Joe, mejor), Joe es un replicante con memorias implantadas, o por lo menos él cree eso. En un recuerdo de niño yace la llave, tanto para él como para el resto de los personajes que giran alrededor y que, junto con el espectador, van agarrando los indicios como si fuesen las migas de pan de Hansel y Gretel. Precisamente, la búsqueda de la identidad relacionada con ausencia de pasado, y la eterna necesidad de identidad familiar, de pertenencia, son los ejes dramáticos sobre los cuales se sustenta todo el argumento. “Blade Runner 2049” no sólo propone una vía alternativa a la historia original, sino que se toma fuertemente de la mano del planteo existencialista de Philip K. Dick al punto de parecer que él mismo escribió la continuación de su cuento y, por cierto, justifica plenamente esta secuela. Más allá del contenido y de la aparición de viejos conocidos el ritmo narrativo, la estética decadente de un futuro apático y sombrío, la dirección de arte y el prodigio fotográfico del genial Roger Deakins con la espectacular banda de sonido de Hans Zimmer y Benajmin Wallfich (inspiradísimos en la de Vangelis de antaño), hacen de ésta obra un espectáculo visual conceptual y concordante con la primera. Como si se hubiesen propuesto que el espectador sea como alguien que vuelve al viejo barrio después de mucho tiempo. Y así se ve esa ciudad de Los Ángeles, tanto en las alturas como en el sub mundo y sus calles oscuras, siempre teñidas por el manto lluvioso. Una ciudad dominada por el idioma y los productos japoneses, además de hacinados inmigrantes rusos (parece que volvió la Unión Soviética y “es feliz”). No será el único detalle con el cual los fanáticos se podrán encontrar. Hay respuestas para todas las preguntas, incluso para aquella brillante escena en la cual Joe le pregunta a Deckard si el perro que tiene es real. Vaya al cine y averigüe.
Soy yo. Evidentemente el problema es mío. Se estrena otra producción de LEGO. LEGO, o sea los Rasti por excelencia del país del norte. Ese juego para armar. LEGO. LEGO. No sé si soy claro. LEGO. Digo, porque el espectador va a ver esta marca tantas veces durante la proyección de Lego Ninjago que lo mío es bastante recatado. Es más, considerando el estreno de “Batman LEGO:: la película”, hace poco más de siete meses, es innegable la intención de que estos ladrillitos para armar los tengamos incrustados en el inconsciente la suficiente cantidad de tiempo como para no dudar un instante a la hora de elegir regalos de navidad, año nuevo, reyes, cumpleaños, día del niño, etc. Acá, en la Argentina, en el jardín de infantes conocimos los bloques de madera, los Daki (esos bloquecitos de plástico con decenas de dientes de plástico que se encastraban unos con otros y por supuesto los Rasti). Más sofisticado era Mecano (piezas de metal ya bastante más industriales). Este rescate emotivo no existe per sé porque claramente LEGO no existía en esa época. Es más de lo mismo. La primera de estas ideas, allá por 2014, instalaba algo interesante: Un padre tan obsesionado por las maquetas que construía, que no las podía disfrutar con su propio hijo. Es decir una introducción con acción real que luego se transformaría en una historia animada sobre este juego. Las tres producciones cinematográficas, sustentadas por la versión Star Wars para la TV y otras menudencias, son dos excusas a la vez: 1) para vender más juguetes principalmente; 2) gozar de cierta impunidad para mofarse un rato de los clisés de la industria yanqui. En los productos para complejos multi-salas de alto alcance están virtualmente incluidas todas las generaciones, y en este aspecto no sería de extrañar que algún nefasto jueves vernáculo nos encontremos con LEGO Woody Allen, LEGO Chaplin o LEGO Frank Sinatra. Nada cambia. Sólo es necesario un trío de guionistas nerds fanáticos de cualquier saga millonaria para que le encuentren los gags necesarios y efectivos, de manera tal de “engatusar” al espectador el tiempo suficiente como para salir del cine habiendo reído un rato mirando dibujitos sobre un juego para armar cosas. No es para sentirse mal. Uno diría… ¿tanto ver Tarkovsky, Herzog, Fabio, Kurosawa, para llegar a esto? No, mi estimado consumidor, debemos ubicarnos en el envase que nos toca. Tratar de encajarse en esta película es como cuando uno trata de ponerse en el lugar exacto, en cual se abre la puerta del subte para entrar primero. No hay otra premisa que apretar un poco las neuronas y tratar de divertirse un rato, como sucedió hace algunas semanas con Las aventuras del Capitán Calzoncillos. Dicho de otra manera, no intente ser el aguafiestas que en una de casamiento quiere escuchar Miles Davis, mientras todos bailan al son del Disco Samba. Ambos ritmos son culturales y pertenecen a todos. usted se tiene que adaptar a ver ladrillitos romperse mientras se dicen frases alegóricas al cine de superhéroes o de Bruce Lee. Es más, mire nuevamente el afiche. El título. No jodamos. Si aparece Jackie Chan y hay una secuencia entera dedicada a títulos del cine de artes marciales que hoy suenan naif (¿graciosos?), no hay mucho para analizar. Toda fórmula se agota. De hecho los primeros 15 minutos son aburridísimos ¿el resto? El resto funciona por insistencia. Y sí, se va a reír en unas cuantas pero… ¿Y…?
Obra que capta la esencia natural de la prosa de Stephen King No hay muchos antecedentes de tanta expectativa frente a una adaptación cinematográfica basada en un texto de Stephen King, aun cuando los resultados finales en general han sido tan decepcionantes. Sin ir más lejos, el bofe de “La torre oscura”, estrenada hace algunas semanas, sirve como botón de muestra. Si a eso le agregamos los pésimos productos del género ingresados a la cartelera últimamente el panorama no es precisamente alentador. ¿Qué es lo que genera tanta ansiedad entonces? Dos cosas: primero, la enorme (¿mejor?) novela escrita hace treinta años y, segundo, el director, el mismo de “Mamá” (2013), muy buena muestra del manejo del horror y el suspenso con la cual saltó a las luminarias de Hollywood. El primer gol de Andy Muschietti fue romper la estructura de la narración original que iba y venía entre pasado y presente rebotando el punto de vista entre siete personajes y distintas edades. El segundo fue dividir su adaptación en dos capítulos: El de la niñez-pre-adolescencia de los protagonistas y el de la adultez (a estrenarse en dos años aparentemente). Por último, trasladó la acción a la década de los ‘80, la cual conoce muy bien en todo sentido. Estas fueron las premisas, los puntos de partida para el guión, muy bien escrito por Chase Palmer, Cary Fukunaga y Gary Dauberman, éste último íntimamente relacionado con libretos para películas de terror. En la introducción vemos a Georgie (Jackson Robert Scott) yendo a hacer flotar un barco de papel, que le hizo su hermano mayor Bill (Jaeden Lieberher), en plena tormenta de lluvia. Desde una alcantarilla alguien lo asesina. Poco más de un año después las clases están por terminar y todos los chicos andan felices por el período de vacaciones excepto Ben, que no ha parado de tratar de encontrar a su hermano. Ante todo “It” es una obra sobre la amistad y los miedos (sobre todo los que generan los cambios de etapas de la vida, niñez-adolescencia). El texto tiene muchísimas referencias al cuento corto del mismo autor que luego derivaría en la enorme “Cuenta conmigo” (Rob Reiner, 1986), empezando poque también se trata de chicos de 12 años. Bill, Ben (Jeremy Ray Taylor), Beverly (Sophia Lillis), Richie (Finn Wolfhard), Mike (Chosen Jacobs), Eddie (Jack Dylan Grazer) y Stanely (Wyatt Oleff) tienen algo que los une más allá del mismo colegio y su autodenominado “Club de los perdedores”. Los siete han atravesado, o atraviesan, por experiencias traumáticas con carencias importantes en el seno del hogar, y a su vez tienen visiones espantosas con un payaso diabólico llamado Pennywise (Bill Skarsgård) que les muestra el horror de sus temores más ocultos. Si en “Mamá” los dos niños protagonistas tenían un vínculo fuertemente parental con el fantasma de marras que ejercía la sobreprotección, en “It” se trabaja el factor externo del desamparo, la crueldad, y la carencia afectiva como causante de los temores internos. Mike es forzado a matar animales en un corral, Beverly sufre abusos de su padre, Eddie no tiene padre, se contagió la hipocondría de su madre y le tiene miedo a todo tipo de contagio, Jeremy sufre el constante y cruel bullyng en el colegio, y así con todos, conformando la fuente de alimento del mal. Pennywise es el instrumento con cual el guión explica la oscuridad del mundo, así como el “Alien”(1979) lo es para Ridley Scott. Desde el lado estético, más allá de la estupenda dirección de arte, efectos y música (algo estridente a veces) “It” es un “cálido abrazo”, y a la vez el costado negro, de historias icónicas de los años ochenta como “Los Goonies” (Richard Donner, 1985), “Los exploradores” (Joe Dante, 1985), la citada “Cuenta conmigo”, y en cierta medida de E.T. (Steven Spielberg, 1982), mezclado con la más reciente “Super 8” (J.J. Abrahams, 2014). Como en todas ellas el elenco juvenil es sencillamente estupendo. Se los ve relajados, naturales y con una tremenda personalidad frente a la cámara y en gran parte del buen funcionamiento tiene que ver con la química entre ellos. Claramente es un terreno que el realizador conoce bien y en el cual se siente cómodo, porque la cantidad de guiños a ese cine es innumerable. Este estreno, que va a romper varios récords, se inscribe como de lo mejor del género de este último tiempo con escenas que se recuerdan un tiempo largo, pero sobre todo por la capacidad de haber captado perfectamente la esencia natural de la prosa de Stephen King, ese factor humano, frágil y vulnerable a la hora de enfrentar los miedos y superarlos. Cuando esto pasa, el producto final es casi imbatible.
Finalmente estamos frente a la exponencial contundencia de la ambigüedad existente entre una buena idea y su forma de ejecutarla. “Emoji: la película” es precisamente eso. Una gran contradicción. La tarea más fácil estaba hecha, porque los emoticones son esos dibujos que se utilizaban al principio en las computadoras personales y hoy en prácticamente todas las aplicaciones y programas relacionados con las redes sociales. Si usted toma su celular y escribe a un amigo “estoy yendo para allá”, es probable que reciba una mano con el pulgar hacia arriba como toda respuesta. Si alguien le cuenta un chiste por Whatsap y usted se ríe mucho, probablemente conteste con un logo redondo de gran sonrisa y lágrimas saliendo de los ojos. Si su equipo perdió 4 a 0 y tiene un amigo fanático del mismo, es posible que en su conversación o chat reciba una cara roja y de ceño fruncido. En definitiva, si los celulares y las redes sociales han reemplazado el contacto cara a cara entre las personas, estos dibujos han reemplazado las palabras para expresar lo que sentimos. Al estar los emoticones tan culturalmente aceptados y arraigados en el mundo actual, los guionistas Tony Leondis, Eric Siegel y Mike White tenían un desafío serio, porque antes de sentarse a escribir la primera palabra sabían que todo el mundo conoce que las características principales de cada uno de los personajes son sus estados de ánimo ya preestablecidos de fábrica. O sea, el enojado, el alegre, el triste, el escéptico, y así por el estilo. Algo parecido sucedía con Los Pitufos, pero hubo varias temporadas de la serie para escribir y delinear el contenido de todos en la aldea. Parece una ventaja si se la sabe aprovechar, pero este no es el caso. El exceso de confianza en que el estado de ánimo alcanza para desarrollar un personaje lleva indefectiblemente a lo obvio y predecible. ¿De qué se trata “Emoji: La película? De uno de estos estados anímicos que pretende ofrecer algo más que un gesto. Diversificarse dentro de un programa para celulares que lo tiene encasillado y por carácter transitivo rebelarse contra el sistema. Sentirse útil. Los tres libretistas caen en un facilismo tan inconveniente que ni siquiera los gags apuntados a generaciones anteriores funcionan. La trama no solamente carece de sentido, sino de verosímil porque a esta altura, también la mayoría sabe cómo funciona el software de un celular, y cuánto de lo que se plantea es posible. Para peor, algunos cheques debajo de la mesa habrán influenciado en la aparición de otras aplicaciones populares como instagram, twitter y Facebook, pero ninguna de estas es aprovechada tampoco. Es más, el personaje antagónico está tan agarrado de los pelos que dan ganas de levantarse. Sólo estos guionistas logran que los antivirus sean soldados despiadados cuando en realidad se construyeron justamente para proteger los sistemas operativos de anomalías. Si eso no es contradictorio... Muerto el guión, se podría haber aprovechado el diseño, la estética y los efectos visuales. No hay demasiado en este campo. La empatía por la familiaridad que la mayoría del público tiene por este universo no necesariamente significa que funcione para una película. Y no, no funciona. Ni dentro del celular ni afuera. Todo muy convencional y casi sin inventiva. La música que acompaña parece haber sido seleccionada al azar, y el doblaje, que muchas veces salva la impronta dibujada, tampoco es gran cosa. Un producto tan olvidable como la moda que ostenta tener. Está precedida por un corto de “Hotel Transilvania”, que es más entretenido. Debería haber estado al final.
¡Ufa. Otra más! Cinco van. Cinco entregas de Transformers en una década por el mismo director, y ya podemos decir que no es una década ganada excepto para unos pocos, y conste que este comentario no es una metáfora ni un eufemismo político. Hablamos del cine producido y dirigido por Michael Bay, el hombre espectáculo. El hombre de trato peculiar en el set de filmación cuando algo no sale bien, pero claro qué podrá importarle si ésta es su gallina de los huevos de oro. No contento con las casi tres horas de la anterior, acá se despacha con dos horas y pico largas de un culto a los espejitos de colores. Como siempre, estamos frente a la exacerbación del espectáculo. A una escena de tremenda factura técnica, le sigue otra, y otra, y otra que sube la apuesta hasta el inverosímil más exponencial que se recuerde en la historia del celuloide digital. En el medio de todo esto hay acciones escritas y frases recitadas por los personajes, algunas de ellas tan ridículas que parecen sacadas de conversaciones por WhatsApp. Por ejemplo: “Se ha dicho a través de los años que no hay victoria sin sacrificio”. Sinceramente suena a una entrevista en la cancha luego de un partido de fútbol, pero no la dice Bilardo, ni Cristiano Ronaldo, ni Mascherano porque hasta ellos parecen haber cambiado de cassette. La dice Anthony Hopkins. Desde aquí nuestra sincera felicitación por la cantidad de cifras de su cheque pero: ¿Era necesario? Al menos el nombre de su personaje tiene el tratamiento de “Sir” pero dadas las circunstancias, mucho honor no hay. El guión de “Transformers: El último caballero”, cuyos diálogos parecen haber sido enviados a los actores por mensaje de texto o por Twitter, supuestamente instala la razón de ser del atribulado líder Optimus Prime (voz de Peter Cullen), pero realmente es lo de menos. Lo único que importa e importó siempre en esta saga es que los efectos especiales sean la verdadera estrella, de manera tal que la flojísima pluma de Art Marcum, Matt Holloway y Ken Nolan pasan a un segundo y poco envidiable segundo plano, aunque habremos de prepararnos porque el trío está abocado a escribir dos más. Si alguna vez existió la fantasía, la verdadera fantasía, que produce asombro e interés, se perdió allá por 2007 en la escena en la cual Sam (Shia LaBeouf) era acompañado por su papá (Kevin Dunn) a comprarse su primer auto, el cual resultaba ser uno de los robots más simpáticos, seguida de la conquista amorosa del personaje de Megan Fox. Estamos hablando de veinte minutos sobre 12 horas 45 entre las cinco. Sí… los extrañamos a esta altura. Esto es la franquicia de Transformers. Un gran concierto coreográfico de efectos visuales del lado de la pantalla, y otro aún más grande de bostezos en la platea. Por eso, anticipándonos un par de años y con disculpas por la repetición de fórmula, anunciamos el comienzo de nuestro comentario para dentro de dos años: “¡Ufa. Otra más! Seis van. Seis entregas de Transformers…”
Siempre genera expectativa un estreno de los estudios Pixar porque con semejantes antecedentes (a esta altura cada uno tiene su favorita) el deseo de ir al cine se potencia. Es cierto que en este último lustro y pico se han inclinado por asegurar la venta de tickets con las secuelas, y si bien hay resultados dispares a la hora de pensar innecesarias segundas partes siempre tienen algo para contar. Algo de esto pasó con la franquicia de los autitos. En “Cars” (John Lasseter y Joe Ranft, 2006) la pulsión dramática pasaba por la recuperación de los espacios tradicionales que el progreso fue abandonando y aumentar el sentido de la pertenencia a un lugar, en este caso el casi abandonado pueblito de Radiador Springs, al costado de la ya desvencijada Ruta 66. Además estaba esto del ego, de ser el mejor sin importar nada, y de cómo es necesario “bajar un cambio” para reconocer los verdaderos valores. Pero sin lugar a dudas, la gran virtud de este trabajo fue la de lograr sacar al espectador del frío hecho de estar viendo “autos que hablan”, y otorgarles la personalidad humana que a veces los propios conductores le endilgan a sus coches. La segunda parte fue un éxito de taquilla pero un fracaso creativo, llevando al protagonista y a su mejor amigo a una aventura “JamesBondiana” por todo el planeta. Si hubo secuelas innecesarias este fue un claro ejemplo. No dejaban mucho para una eventual tercera parte. Por suerte los guionistas de “Cars 3” (Kiel Murray, Bob Peterson y Mike Rich) se sentaron a escribir en serio y lograron algo realmente inusual: una tercera parte más amplia, abarcativa, y muy superior a las dos anteriores. Desde el comienzo, vemos al Rayo Mc Queen (Owen Wilson doblado por Kuno Becker) en su mejor momento, disfrutando junto a sus competidores de hacer lo que ama: correr carreras. Sin embargo en una de ellas, en la mitad del campeonato, aparecen varios vehículos de una nueva generación de modelos que amparados por la tecnología de avanzada, superan a los tradicionales como si fuesen postes. Entre ellos Jackson Storm (Armie Hammer doblado por Alejandro Orozco), el mejor y más egocéntrico del grupo. Pero no se trata de esto solamente, es decir, la temática de la tecnología avasallando lo artesanal es el colchón sobre el que se apoyan los dos ejes dramáticos de verdadera profundidad en “Cars 3”. El primero, es la inminencia del retiro. Ese fantasma que sobrevuela en todas y cada una de las profesiones del mundo, y que amenaza con quitar de cuajo el apoyo emocional de cualquier mortal enfrentado a decidir cómo reinventarse en la vida. “¿Sabes lo que me contestó mi mentor cuando le pregunté sobre cuándo es mejor retirarse?: Los jóvenes te lo dirán”, le cuenta un colega al Rayo luego de una carrera. Fiel a su ego, McQueen va a intentar ganar, pero sufre un accidente que lo deja en el taller durante bastante tiempo. Lejos de haber terminado su trayectoria un nuevo sponsor aparece para preparar “el gran regreso”, y a esos efectos le pone a Cruz Ramírez (Cristela Alonzo doblada por Verónica Jaspeado), una entrenadora moderna que tratará de recuperar al héroe vencido. El segundo eje se desprende de esta situación: es el respeto por la experiencia, la sabiduría, y por aquellos que nos precedieron. La búsqueda de consejo como forma de alimentar la humildad para tomar mejores y más sabias decisiones. Claro, además de sobrevolar el miedo al retiro el Rayo McQueen es visitado constantemente por el recuerdo de Doc Hudson (voz de archivo de Paul Newman doblado por Héctor Lama Yazbek), su mentor. Y deberá escalar una generación anterior más para encontrar respuestas, porque si algo importa en esta película es el mensaje para que los más chicos se den el lugar para acudir a los más viejos. La transmisión de la experiencia de vida es más poderosa que cualquier modernización. Más allá de conocer nuevos personajes, el director Brian Fee confía en centrar la mayor parte en la dupla entrenadora-entrenado porque además de tratarse de ellos mayoritariamente, el hecho de construir el vínculo entre ambos genera una tercera veta dramática que consiste en que todos merecemos una chance. “No tengas miedo de intentar algo nuevo, tené miedo a no tener la oportunidad”,escuchará el espectador. Los habitantes de Radiadior Springs, los autos nuevos, los de un pueblo perdido por ahí, y los viejos corredores de décadas atrás también aportan lo suyo. No necesariamente a una sub-trama, sino más bien a un acto de presencia que ayuda a solidificar el contexto emocional sobre el cual cada personaje se apoya. “Cars 3” está bien pausada en los momentos de transición, vertiginosa cuando lo requiere la acción y con momentos hilarantes en su punto justo. De lo mejor de animación del año. Vaya velozmente al cine.