Hace casi un año se estrenaba “Huracán Categoría 5” (Rob Cohen, 2018) y tocaba analizarla desde un punto de vista más lúdico, en donde las concesiones eran condición sine qua non para poder disfrutarla por la gigantesca cantidad de arbitrariedades injustificadas que habitaban ese guión que iba directo a los bifes. Lo mismo pasa en este caso. y por eso la posibilidad de disfrutarla va a necesitar lo mismo: mucha voluntad del espectador. Haley (Kaya Scodelario) tiene una presentación breve y concisa. Es nadadora profesional y cuando sale de la pileta y se va a vestuarios sabremos que tiene una hermana lejana, a la cual le escupe algún que otro reclamo, y un padre Dave (Barry Pepper), que no contesta las llamadas desde hace rato, del cual Haley está distanciada. En este contexto los noticieros (y la hermana también) anuncian la evacuación de la zona por el avecinamiento de un huracán categoría 5. (sí bueno, es una coincidencia de esas). Algo reticente por esto de los mandatos familiares, pero decidida, nuestra (suponemos) heroína emprende camino. La para la policía porque ya es el punto sin retorno. El tirabuzón eólico se viene con todo. Uno de los canas, Wayne (Ross Anderson), es amigo de toda la vida de la nena y le promete que va a ir a chequear lo del padre. Así que pese a tener una chica lúcida, conocedora desde la cuna de este tipo de eventos naturales y sus consecuencias, advertida por noticieros, un familiar, perros que ladran, un policía de confianza, en pleno uso de sus facultades y autosuficiente; igual va con la camioneta a la casa del viejo. El viento rompe todo, pero ella igual se queda mirando fotos. Ok. Vamos hasta acá. Este es el tipo de concesiones y códigos que el guión de Michael y Shawn Rasmussen no se molesta en explicar ni justificar, y que el espectador deberá aceptar sí o sí. Claro, como espectadores, al cumplir voluntariamente con ese requisito y aceptando también que todo el pueblo se infesta de cocodrilos más grandes que Godzilla, sólo queda disfrutar el resto del relato de Alexandre Aja que a todo lo anterior le contrapone ritmo, velocidad de resolución, y realmente pocas vueltas. Hay transiciones efímeras pero sólo para seguir adelante con la escalada de situaciones que van literalmente ascendiendo con la subida del agua. En las micro-escenas de acción entre cocodrilos y humanos se evidencian referencias al cine de Spielberg (salvando las distancias, por si hace falta aclararlo) que van de “Tiburón” (1975) a “Jurassic Park” (1993), y son de buena factura técnica tanto en exteriores como en ese claustrofóbico sótano en donde ocurre gran parte de la acción. “Infierno en la tormenta” (cuyo título en inglés, “Crawl”, propone un juego dual entre el estilo de nado y la forma de desplazarse de los reptiles), logrará entretener mayoritariamente al público no exigente y ávido de un rato de aventura eficaz. También es el tipo de película que se olvida pronto, pero eso es otro tema.
Ya no es ningún secreto que Disney es una máquina de hacer billones de dólares en todo el mundo. Una locomotora imparable de arrasar taquillas y romper récords. Cuando pasen sólo un par de días, luego de éste estreno, “Avengers endgame” (Anthony y Joe Russo, 2019) habrá pasado a “Avatar” (James Cameron, 2009) como la película más taquillera de la historia, “Toy Stroy 4” ya es la numero uno en nuestro país, con el agregado de tener en su catálogo los únicos productos del año que han superado la barrera del millón de espectadores y, por si fuera poco, todavía faltan dos tanques más: “Frozen II” y otra entrega de “Star Wars”. Sin dudas, 2019 ya es el año Disney. En toda esta enorme planificación que consistió en la compra de Pixar, Lucas Films y Fox todavía sigue produciendo contenido propio, aunque este esté anclado, por ahora, en revisar los clásicos para hacerlos producir más plata. Ya se estrenaron las versiones digitales de “El libro de la selva”, “Aladdin”, “La bella y la bestia” y “Dumbo” (aunque en este caso, sí hay una visión particular de la historia por parte de Tim Burton), Se viene “La sirenita” para el año que viene con Javier Bardem, y ya tenemos en cartelera el clásico que parecía intocable: “El rey león”. En éste y en todos los casos anteriores, sólo puede colegirse que la intención económica prima por sobre la artística, ya que desde el punto de vista de la realización estamos frente a un casi calco de la original de 1994. Decimos “casi” porque lo que nos lleva de esos 88 minutos a estos casi 118 son una canción adicional y algunas prolongaciones de escenas que por cierto no agregan nada ni al relato ni a la interpretación del texto. Claro que esto no necesariamente es conclusivo para la apreciación del filme. Las nuevas generaciones que no han visto el clásico habrán de descubrir una gran historia que sigue vigente y no ha perdido su poder emocional. Luego de ser presentado por su padre Mufasa (James Earl Jones) como el heredero del trono, el cachorro Simba (Donald Glover) comienza a conocer el lugar aún sin saber de la posible conspiración de su tío Scar (Chiwetel Ejiofor), resentido por no ser él quien ocupe el trono. La culpa por la muerte de su padre obliga a Simba al exilio en donde conocerá a los queridos Timón (Billy Eichner) y Pumbaa (Seth Rogen) con quienes trabará amistad a partir de la filosofía Hakuna Matata. Todo así hasta oír el llamado de su destino para volver a recuperar el trono. Apoyándose en lo sólido de esta historia shakesperiana, el director Jon Favreau da rienda suelta a la segunda estrella de esta versión siglo XXI: los efectos especiales. Sin dejar nunca de estar al servicio de la historia, el trabajo de recreación digital de todo tipo de animales es simplemente deslumbrante. Un verdadero prodigio visual que el mismo realizador ya había mostrado en “El libro de la selva” (2016), sólo que aquí no hay actores, sino sólo animales. El gran desafío tanto de los encargados de la animación como de CGI consistió en establecer la fina línea entre la gestualidad real de los animales y la ayuda adicional para lograr transmitir las emociones. En este punto puede que se extrañe la expresividad de la animación tradicional. Por lo demás, salvo por esos detalles que uno recuerda con cariño más que otros, no falta nada ni nadie. Están los mismos gags, la misma partitura original y por supuesto las mismas canciones, incluida la fabulosa Circle of life que vuelve a cobrar vida cuando se escucha en ese comienzo arrollador, acaso uno de los mejores comienzos que el cine recuerde. “El rey león” puede ser versionada de mil maneras, pero la historia sigue siendo la misma.
Desde el nacimiento de “Toy Story” (John Lasseter, 1995) ha cundido en el mundillo de la animación esto de industrializar la fantasía de lo que sucede frente a la ausencia humana. El clásico, que batirá todos los records con su cuarta parte, instalaba literalmente el imaginario de que los juguetes están vivos y que hacen de las suyas cuando uno sale de la habitación. Dos décadas y pico después se estrenaba “La vida secreta de tus mascotas” (2016) que de alguna manera le ponía entidad, voz y problemáticas a las mascotas que la gente tiene en sus casas y departamentos. O sea, los dueños se van y perros, gatos, conejos, pájaros, etc, hablan como nosotros y se conforman en una pequeña comunidad de amigos y amigas, que no hacen otra cosa de darnos desde su perspectiva la particular y divertida visión que tienen los animales sobre los humanos. Efectiva y entretenida como era aquella primera entrega, no era de extrañar que apareciese una segunda parte en plena temporada de vacaciones de invierno. Así, entonces, luego de la consabida introducción para ver en qué andan, vemos a los amigos Max (Patton Oswalt, doblado por Andrés López) y Duke (Eric Stonestreet, doblado por Martín Campilongo) secundados por Bola de nive (Kevin Hart, doblado por Eugenio Derbez), Gidget (Jenny Slate, doblada por Mónica Huarte), Chloe (Lake Bell , doblada por Ana María Simon) y el resto. Max lleva la voz narrativa de esta segunda parte, así que cuando lo escuchamos decir que “todo estaba más que bien en mi relación con mi dueña Katie (Ellie Kemper, doblada por Natasha Dupeyron)”, sólo nos queda esperar que llegue el “pero” que dará pie a esta historia. Ese “pero” es un bebé recién nacido que pasa a formar parte de la familia. Encariñamiento con el primogénito mediante, toda la aventura irá a parar a una granja a la cual la familia va de vacaciones. Será entonces cuando la historia se divida en tres partes o, mejor dicho, se abran dos sub tramas que irán progresando en forma de montaje paralelo. El principal es una suerte de homenaje a Amigos… son los amigos (Ron Underwood, 1991) ya que Max y Duke, bichos de ciudad son “adoctrinados” a la dura vida del campo por Gallardo (Harrison Ford. doblado por Jesús Ochoa), una suerte de alter-ego de aquél inolvidable personaje de Jack Palance en la comedia antes citada. Mientras tanto, en la ciudad, Gidget trata infructuosamente de recuperar el juguete favorito de Max infiltrándose en un departamento lleno de gatos, mientras que Bola de nive, que siempre está como enchufado a 220, sale al rescate de un tigre blanco de un circo. Hay que decirlo, la sorpresa de la original ya no está. Imposible recuperar eso. En su reemplazo el guion de Brian Lynch está lleno de situaciones cómicas y gags físicos que aportan una gran dosis de humor a la narración. Con buena dirección de Chris Renaud y Jonathan Del Val, “La vida secreta de tus mascotas 2” es una triple aventura que no por serlo descarta del todo la posibilidad de dejar alguna moraleja en temáticas como la fidelidad a la amistad, los temores paternos proyectados a los chicos y la necesidad de soltar aquello de la falsa sensación de seguridad que impide disfrutar el presente. Sin pretender ser mucho más, éste estreno se vuelve una opción entretenida y genuina para las vacaciones. Grandes y chicos tendrán bien justificadas las risas y acaso algunas emociones.
Ruth (Blythe Danner) se prepara. Se maquilla, se arregla y sale a la calle de noche en el pleno y crudísimo invierno de Chicago. Pocas horas despúes, Bert (Robert Forster) llama a su hijo Nick (Michael Shannon) y a su hija Bridget (Hillary Swank), en el gesto de ambos vemos que saben que algo pasó, pero sobre todo que esta es una de muchas porque Ruth tiene Alzheimer. el comienzo de “Lo que fuimos”. Nicky anda desganado entre una vida que no quiere y el hecho de querer ayuda de su hermana para convencer a su padre de internar a su mamá, pese la negativa de éste luego de sesenta años de estar junto a su mujer que tiene el pelo entrecano y de vez en cuando suelta frases o situaciones simpáticas, de las que hacen reír a la familia (o al menos a parte de ella) .¿Le suena familiar? Pues sí, se podría decir que hay varios elementos del clásico “El hijo de la novia” (Juan José Campanella, 2001). Este drama familiar, como aquella nominada al Oscar hace más de veinte años, tira de la cuerda de los vínculos familiares y del deber ser apoyándosem como suele suceder en estos casos, en un elenco sólido que puede sostener la carnadura de los personajes y hacerlos crecer en los distintos vectores que plantea el guión. Si bien el eje central está puesto en las decisiones de los hermanos según sus distintas realidades, la directora (y guionista) Elizbeth Chomko se focaliza también en la construcción del personaje del padre como hombre que no puede soltar esa dependencia emocional que le provoca el hecho de ocuparse de todos los cuidados de Ruth. También es cierto que este es un drama sobre enfrentarse a las verdaderas razones de sostener los vínculos familiares, ya que Bridget vive lejos y es Nick quien anda lidiando con el trabajo de contención de su padre y su madre. En esto el relato se vuelve algo reiterativo en situaciones que no terminan de crecer del todo. Acaso porque hay un deliberado cuidado en no caer en el melodrama. Hay que destacar que casi lo logra, y si bien se esquivan sólidamente los golpes bajos al final no puede evitarse cierto edulcorante innecesario que desdibuja el buen planteo. Así y todo, “Lo que fuimos” (extraña traducción del original que sería “Lo que tuvieron”, refiriéndose a la relación matrimonial de Ruth y Bert) se deja ver, en especial cuando aparece un humor consecuente con las situaciones de Ruth, sin caer en la burla ni sensiblerías.
Después de todas las sorpresas provocadas en las boleterías por el universo disparado desde el estreno de “El conjuro” (2013), el hecho de ver una tercera parte de un personaje desprendido de aquella obedece precisamente a razones económicas, y solamente económicas. Aquella piedra basal que empezaba a tejer la leyenda del matrimonio Warren, especialistas en demonios y fenómenos paranormales, bastante conocidos en la década del setenta, logró millones en todo el mundo porque conseguía combinar elementos versátiles del género del terror, y algunos efectos propios de los requerimientos de las audiencias de este siglo XXI. La muñeca maldita (que bien podría ser la novia silenciosa de Chucky) vuelve a las andadas. El comienzo, algo engañoso porque Ed y Lorraine Warren (Patrick Wilson y Vera Farmiga, respectivamente) sólo estarán los primeros diez minutos, es precisamente con Annabelle en manos de ambos para ser llevada a su propia casa y encerrada en una suerte de bunker de vidrio, porque “este objeto es el más peligroso de todos”, según reza la frase del principio, ¿cómo se las arreglaron para ahorrarse el sueldo de los actores? Los sacan del guión en misión especial dejando a su hija Judy (Mckenna Grace) con la niñera (Madison Iseman) y una intrusa, amiga de ésta última (Katie Sarife) con mucha curiosidad por saber qué hay en esa habitación endemoniada, y si lo que hay la va a ayudar a conectarse con su papá por cuya muerte siente mucha culpa. Lo mejor de esta “Annabelle 3: Viene a casa”, es el manejo de suspenso, y para ello se nutre de una buena construcción de personajes y del terreno en donde ocurren los hechos. Esa casa y sus entrepisos juegan un papel no menor aquí, por eso la construcción del espacio resulta fundamental. Además, no se abusa para nada de la banda sonora (hay dos o tres sobresaltos pero no molestan), al contrario; la utilización de los silencios (como hacía James Wan en la primera) sostiene el pulso y la tensión del relato, siendo claramente otro de los puntos que hacen crecer a esta entrega. Nobleza obliga, la segunda parte era de tan pobrísima factura que realmente hubiese sido difícil hacer algo peor, pero esto no quita algunos méritos genuinos en la dirección de Gary Dauberman. Al igual que en “El conjuro 2” (2016),, de donde salió la pésima “La monja” (2018), aquí también varios objetos cobran vida e instalan la posibilidad de hacer una docena más. Los fanáticos, de parabienes. Por ahora, simplemente se trata de una correcta recuperación de las cenizas.
No quedará mucho para querer contar luego de ver “Hotel Mumbai: el atentado”, por un lado porque la violencia sin concesiones para narrar la historia verídica de una masacre, ocurrida en el hotel más importante de la ciudad del título, es de un sequedad y frialdad abrumadora; Por el otro porque esta es de las pocas veces en las cuales “basada en un hecho real” sí funciona en el morbo del espectador que no deberá hacer más que poner YouTube para comprobar que efectivamente fue así. Dicho esto, es menester adentrarse en los vericuetos del relato que eficientemente se ocupa de la acción antes que del drama, pues de esta saldrá el gen del interés por los hechos aunque estos no tengan gran intención de ser desarrollados demasiado. En la introducción, un grupo de jóvenes se aprestan en un vehículo para realizar lo que sabemos será el atentado. Reciben instrucciones extremas. Que Alá esto, que Alá lo otro, y así por estilo. Por convención del género se sabe que frente a este tipo de diálogos solo ha de esperarse lo peor, pero lejos de hacer un desarrollo extenso de esta llegada y el modus operandi, Anthony Maras el director, y co guionista junto a John Collee, elige un montaje diligente y efectista. Todo pasa muy rápido y con un nivel de crueldad apabullante. Sobre este primer shock filmado con buena solvencia, se apoya el resto del relato cuyas acciones sí están más dosificadas hasta el climax, y se balancean entre el personal y pasajeros sobrevivientes, escondidos de los terroristas, y el accionar de los malos que por supuesto son muy malos. El relato además irá haciendo un ping pong entre algunos personajes de más cartel como Dev Patel y Armie Hammer generando algo de tensión externa a partir de un espectador que querrá saber cómo salen de esa situación, si es que lo hacen. “Hotel Mumbai: el atentado” no inventa nada en éste género, pero deja algunas imágenes que no se irán tan fácil de la mente. Habrán dejado su sello, y eso no es poco.
Nada le falta, nada le sobra: humor genuino, acción sostenida, buen ritmo y desarrollo dramático Se los extrañaba, más allá de algún cortometraje visto como aperitivo de alguna producción anterior, y si bien esta es la primera vez en casi 25 años que Pixar estrena sin un corto previo, los juguetes están en todo su esplendor. Desde el punto de vista argumental se podría decir que esta entrega es casi una remake conceptual de la original. Bonnie (Madeleine McGraw doblada por Abril Gómez) es la hija de Andy (John Morris doblado por Geezuz González) quien ha legado sus juguetes a la siguiente generación. Los primeros gags juegan un poco a cuál es el juguete elegido por la niña (sutil bajada de línea sobre género), pero sobre todo a la reinstalación de la fantasía infantil: los juguetes siguen vivos cuando uno sale de su habitación. Woody (Tom Hanks doblado por Arturo Mercado Jr.) sigue siendo el referente estereotipo del líder y héroe que ha asumido su misión, su propósito desde que Andy lo tuvo en sus manos: ser parte de una infancia feliz, parte del juego que estimula la imaginación. Más allá de Buzz (Tim Allen doblado por José Luis Orozco) que siempre está con su particular razonamiento de las cosas, todos los juguetes se reúnen nuevamente para esta gesta. Preocupado por saber qué pasa en el jardín de infantes, pero sobre todo rompiendo la regla de que no se puede llevar juguetes al cole, el vaquero sale en la mochila de la niña y se instala un rato en la salita. Con elementos que Woody saca de un cubo de basura, Bonnie armará en vivo un nuevo personaje que entra al elenco: Forky (Tony Hale, doblado por Arturo Castañeda Mendoza). Forky no es otra cosa que un tenedor de plástico con otros chirimbolos, pero es por salir de la imaginación de ella es que éste cobra vida, dándole una vueltita de tuerca más al asunto porque esa suerte de híbrido armado con elementos de un tacho, no sabe que ya no es basura. Es el resto de su entorno el que debe darle pistas para poderse entender como un objeto cuya utilidad está resignificada por la imaginación. En nuevo chiche capta la atención total de Bonnie convirtiéndose en el principal objeto de su imaginación, y si bien hay diez minutos en donde se trabaja un poco la sensación de Woody de sentirse un poco dejado de lado, todo derivará en lo que verdaderamente es “Toy Story 4”: una aventura. Todos los juguetes saldrán de vacaciones en una casa rodante. Por supuesto que Forky se va a perder y será el vaquero el abanderado de ir en su búsqueda. La aventura se centra en un pequeño pueblito en dos escenarios principales: un negocio de antigüedades que tiene juguetes de otra época y una feria de diversiones. Claramente es la primera locación la que se lleva todos los premios con la aparición de otros dos personajes desopilantes en su registro. Duke Kaboom (Keanu Reeves, doblado al español por Ricardo Tejedo), un motociclista frustrado por no poder hacer las acrobacias y piruetas que la publicidad de tv prometía, y Gabby Gabby (Christina Hendricks, doblada al español por Liliana Barba Meinecke), una muñeca de diseño que perdió su voz grabada para decir “te quiero” y esas cosas. Sabemos que Pixar sabe a qué juega, y que los guionistas no van a dejar nada librado al azar. La muñeca anhela ser elegida una vez más por alguna niña, y el motoquero reivindicar su orgullo de ser juguete de acción. Sobre estos dos pilares dramáticos, sumado al de Woody, tratando de encontrar su lugar en el mundo, es donde mejor se apoyan las líneas argumentales, las subtramas y los gags (hay al menos tres de antología, tres gemas de humor genuino por los cuales vale el precio de la entrada). El resto son buenas dosis de acción, ritmo narrativo sostenido y un buen desarrollo de la curva dramática que tiene cada personaje. Un relojito. “Toy Story 4” no va a superar la obra maestra que fue la tercera parte, y hasta se podría poner a consideración si la duración es la adecuada, pero estos son datos esperables. También lo son las toneladas de billetes que este estreno va a producir, y por supuesto su segura nominación al Oscar el año que viene. Tiene con qué. Pixar siempre tiene con qué.
De todas las sagas industriales que ha producido Hollywood en los últimos 20 años, la de Hombres de negro es probablemente la menos atendida en términos de justificación argumental para su continuidad. Es más, hasta se podría decir que gracias a Will Smith y la química con Tommy Lee Jones hubo una segunda parte tolerable. Ya cuando en la tercera apareció el viaje en el tiempo todo se desmadró estrepitosamente, al punto de hacer perder todo interés en ese universo paralelo que se proponía originalmente. También se perdió, por abuso del recurso, ese gustito a homenaje-guiño al cine e historietas de la década del ‘50 que servía como colchón humorístico mezcla de kitsch, bizarro y naif. En este contexto, los creadores insisten con una cuarta entrega de los “defensores contra la escoria del universo”, pero sólo algunas cosas salen moderadamente bien, la maquinaria de producir plata no se detiene. Luego de una introducción en la Torre Eiffel la historia retrocede 20 años para hacer esto. Va al momento en que Molly ve un extraterrestre por primera vez, y desde entonces no sólo sueña con el espacio exterior sino con entrar a la división Hombres de negro. Su vida y su deseo crecen, así que un tiempo después, ya grande,, logra por gracia de la jefa (Emma Thompson) ser parte de su familia por elección, como la agente M. Dentro de la organización manda Gran T (Liam Neeson), quien finalmente será el encargado de formar la dupla M - H (Chris Hemsworth) con la misión de encontrar a los aliens responsables de la próxima hecatombe. Dos entes eléctricos que andan por ahí, como los gemelos de Matrix Recargado (Larry y Dana Wachowski, 2002). El guión de Matt Holloway, Art Marcum y Lowell Cunningham no solamente traiciona algunos parámetros instalados en las anteriores (por ejemplo que la gente vea armas y cosas raras sin aplicar la famosa lapicera “borra memoria”); también adolece de esa impronta cómplice y necesaria en producciones que se apoyan en una dupla o trío protagónico. Tessa Thompson y Chris Hemsworth ya habían hecho un dúo interesante en “Thor ragnarok” ( 2017), pero esto no asegura continuidad de química en otras producciones, y acá se encuentra en dosis muy escasas. La estrella de “Avengers” (2012) ha encontrado una veta en la comedia anteriormente, y Tessa Thompson, por su lado, claramente tiene algo nato que la pone en ese género. Hay que decirlo, las escenas de acción en conjunción con los efectos visuales son un fuerte aquí, son de una buena factura técnica. Hay un par de gags que funcionan bien, pero en su visión global, “Hombres de negro MIB, internacional” atraviesa los minutos poco amalgamada entre las piezas que la componen. Con todo esto, más los protagonistas originales fuera del proyecto, ¿qué interés puede generar otra entrega que además ni siquiera es un relanzamiento?
Por muchas razones, es probable que este estreno sea olvidado rápidamente por el público, y tal vez la principal esté relacionada con la escasa difusión proveniente de los propios estudios que la produjeron. Escasa en relación a otros del mismo tenor de público al cual está dirigido, máxime tratándose de una de las franquicias importantes de este siglo como es la de X-Men. En efecto, al haber sido Fox adquirida por Disney entre el año pasado y este 2019 las cosas van con un pie en el freno más que en el acelerador, y sin embargo el entretenimiento que supone “X-Men: dark Phoenix” cumple correctamente con su propósito: entretener. Es cierto que a los efectos de encastrar esta historia dentro de las vistas hasta ahora el guión de Simon Kinberg es algo errático en su coherencia. Es decir, la protagonista, la Jean (Sophie Turner) que vemos aquí es difícil de relacionar con aquella épica que terminaba sus días en “X-Men: la batalla final” (2006), en cuanto a la evolución del personaje porque recordemos: esta producción pertenece al mundo de la precuela iniciada en 2011. ¿Recuerda esa que empezaba con una panorámica de Villa Gesell en la cual se veía una montaña tipo Aconcagua? Bueno esta es la cuarta entrega luego de aquel exabrupto geográfico. No obstante esto “X-Men: dark Phoenix” se las arregla para sobrevivir a los fanáticos que vayan con los cómics debajo del brazo a quejarse por faltantes o sobrantes en el universo de Marvel. La historia comienza con una niña cuyos poderes mentales y sensoriales provoca un descalabro en el barrio acabando con la vida de sus padres en un accidente de ruta muy bien filmado. Quien sale al cruce de esto es nada menos que Charles Xavier (James McAvoy), siempre dispuesto a hacerle entender a los chicos que no deben avergonzarse de sus poderes. Tiempo después, en plena misión espacial de rescate, Jean es expuesta a un tremendo poder extraterrestre que no encuentra mejor lugar para alojarse que el cuerpo de la joven, sin saber que éste es el polo de atracción de una raza liderada por Vuk (Jessica Chastain) que intenta apoderarse del planeta. Será necesaria la intervención de amigos y enemigos para poder contrarrestar el ataque, así que Magneto (Michael Fassbender), autoexiliado en una comunidad seudo hippie que planta sus propias verduras, también será de la partida. La dirección de Simon Kingberg trata de ir por el lugar recomendable en estos casos, que es el de balancear bien la acción con los momentos de transición y dramatismo de los personajes, manteniendo el ritmo narrativo en forma sostenida hasta llegar a un climax bien logrado. Por supuesto que lo concerniente a efectos visuales y sonoros alcanza un buen nivel técnico que acompaña la historia sin sobresalir. Algo quedó claro en la franquicia de X-Men: sin Wolverine (y sin Hugh Jackman por carácter transitivo porque nadie lo puede hacer como él), no es lo mismo. La mitad del interés se lo llevaba su personaje y aquí se necesita como el agua con lo cual, vuelta al principio. Es todavía una incógnita que hará Disney ahora que tiene los derechos, pero una cosa es segura, por aceptable que sea “X-Men: dark Phoenix” seguramente no tomarán la posta desde aquí.
Cuando los comienzos de una película con animales son como los que vemos en “Mi mascota es un león” se pueden hacer dos cosas, a priori: resignarse al posible empacho de miel, edulcorante, glucosa, azúcar y otros dulces que van a chorrear por la pantalla; o tratar de transitar por lo esencial del guión sin intelectualizar al divino botón porque donde surja un atisbo de sentido común todo se cae a pedazos y hasta surge un dejo reflexivo al estilo: “¿Hasta cuando la gente que hace cine seguirá insistiendo con domesticar animales para tratar de humanizarlos?”. Ahora bien, cuando un guión como el escrito por Prune de Maistre y William Davies confunde punto de giro con volantazo violento, la cosa puede ponerse más espesa en cuyo caso, bien se puede uno levantar de la butaca e irse sin que nadie pueda decir mucho, en especial si fue al cine con los chicos. En fin, se adivina en este estreno una sana intención de querer bajar línea sobre lo nefasto del negocio de la caza furtiva, en especial la de especies en extinción. Ese no sería el problema, sino la forma. Mia (Daniah De Villers) es una nena algo caprichosa y renegada producto de su disconformidad por la mudanza de la familia de Londres a África. No parece querer conectar con nada ni con nadie y hasta se manifiesta con violencia en el ámbito escolar. Mamá Alice (Mélanie Laurent) y papá John (Langley Kirkwood) no parecen dar pie con bola entre instalar su granja proveedora de animales para zoológicos o para estudio (ya hay algo raro ahí), hasta que él intenta calmarla un poco regalándole a Charlie, un cachorro de león blanco divino. Poco tarda ella en conectar con su mascota y las cosas parecen ir de maravillas. Treinta minutos en donde, pese a algunas torpezas del montaje empático cuando se construye el vínculo entre Mia y Charlie (por ejemplo la escena paralela cuando ella va a jugar al fútbol y el cachorro se queda solo), se nos regala ese típico paisaje de la sabana africana con atardeceres bellísimos, tomas casi documentales de los animales en pleno ejercicio de su libertad y amaneceres aún más bellos. Todo muy prolijo en la dirección de fotografía de Brendan Barnes y el montaje de Julien Rey. Mia crece, Charlie también, y mientras el animal va desarrollando sus instintos naturales de macho alfa, carnívoro y peligroso, el argumento sale de la nada con que en realidad todo era una pantalla para ocultar que la granja de animales no es otra cosa que una productora de bestias para ofrecerlas como presas de caza. Una engaña pichanga mentirosa y arbitraria del director y los guionistas que en ningún momento se molestaron en construir seriamente esa posibilidad. Ahí es donde el espectador sigue adelante pese al oscurecimiento del relato, pero no sin un dejo de escepticismo frente a lo que se viene. Naturalmente la reacción de Mia es entendible: defender a Charlie a como dé lugar, pero también atravesando el dolor de saber la verdad. El curso de las acciones dirigidas por Gilles de Maistre toma un decidido rumbo hacia la ridiculez (la escena de ella robando un camión sirve como muestra) y hacia toda posibilidad de aceptar las cosas como vienen. Raro giro teniendo en cuenta que “Mi mascota es un león” estaría pensada como un producto para toda la familia, pero más extraño aún es que la estética no cambie con la nueva propuesta. Como si al director de fotografía también le hubiesen mentido. La moraleja, o bajada de línea, o panfleto, como quiera llamarlo, también comete la torpeza de caer en su propia trampa trazando de hecho la posibilidad de doble lectura en el ámbito familiar (esto de que el infierno está en nosotros y así por el estilo) . Una película que elige la forma tradicional del relato cinematográfico puede usar el truco, el engaño, y en todo caso hasta puede postergar información, pero mentir desde el afiche en su impronta y en el armado es, como mínimo reprochable. Al final de los créditos se aclara que “durante la filmación de esta película ningún animal sufrió daño alguno”. Habría que agregarle “…no nos responsabilizamos por el que pueda sufrir la inteligencia del espectador”