Reflexiones existenciales de un creador sobre el mundo contemporáneo No hace falta presentar a Pedro Almodóvar a esta altura del partido y, sin embargo, aún los más fanáticos seguidores de su filmografía tendrán una razón más para amarlo, disfrutarlo y acaso redescubrirlo. Por otro lado, si todavía queda alguien que no haya visto nunca una película del castellano-manchego encontrará el motivo principal para, luego de ver “Dolor y gloria”, ir corriendo a buscar su filmografía: estar frente a la obra de un enorme director de cine. Tener presente en la memoria todos sus opus, recordarlos, recorrerlos; es como estar frente a un gran mural contemporáneo y kitsch en donde los colores, los personajes, las historias, son el gran happening de las miserias y virtudes humanas. Todo está ahí. El sexo libre, el tabú, las obsesiones de la gente, la droga, las chicas grotescas, los tipos inescrupulosos, la vergüenza absurda, la rabia, el matrimonio divorciado de los mandatos, y España, por supuesto, su gran aldea con la que pinta el mundo. A más de cuarenta años de su opera prima, cuando el franquismo empezaba a ser herida expuesta, Pedro Almodóvar salía al cruce como abanderado de la contra cultura, y mientras José Luis Garci plasmaba la gran reflexión de todos los tiempos en “Solos en la madrugada” (1978), del mismo lado y sin tapujos ni concesiones llegaba esa “Folle… folle… fólleme Tim!” (1978), filmada en Súper 8. Un alzamiento contra el moralismo hipócrita de una sociedad que estaba despertando a nuevas libertades. A punto de cumplir 70, el creador no necesita reinventarse porque claramente ha estado varias veces adelantado a su momento, pero sí necesitaba, a juzgar por que transmite en esta última pieza, parar la vorágine que se vive en su cine y reflexionar sobre su vida, su recorrido, los viejos amores y rencores, la soledad y ver si con todo eso se puede construir una mirada hacia adelante. Luego de títulos dentro de una placa blanca con fondos caleidoscópicos, “Dolor y gloria” abre con un presente. Salvador (Antonio Banderas) está sumergido en una pileta como parte de una terapia de reconstrucción física. En paneo vertical vemos una cicatriz que recorre casi toda su espalda a la altura de la espina dorsal. La estructura sobre la cual se yergue el ser humano está dañada en su interior. Tan dañada como el alma. Sumergido ahí en ese útero voluntario, el recuerdo lo lleva a su niñez. A la orilla de un río acompañando a su madre (Penélope Cruz) y otras mujeres al oficio de lavanderas que canturrean la tradición. Sobre este ping pong entre su niñez y su estado actual es donde se apoya un relato que de a poco nos va mostrando la radiografía espiritual de un hombre que básicamente se ha quedado solo por propia voluntad. Hace mucho tiempo que no ejerce su profesión de director de cine, entronizado por crítica y fanáticos como un director de culto, pero el lanzamiento de una copia restaurada de un de sus mayores éxitos comienzan a relacionarlo con ese pasado sobre el cual se construyó su aquí y ahora. Vuelve a tomar contacto con su actor protagonista (Asier Etxeandia) con quien está distanciado a muerte, una vieja amiga (Cecilia Roth) que le indica cómo encontrarlo y como consecuencia de las decisiones artísticas habrá un reencuentro con algún viejo amor. La puesta en escena del director es un fabuloso resumen de la estética pastiche y ecléctica que ya es su marca registrada. Todas las concesiones valen. Los personajes se sientan en alrededor de una mesa para hablar y el encuadre no puede sino relacionarse con el estudiante de cine que fue y ahora celebra lo aprendido proponiéndolo otra vez. Ruptura de ejes y planos conjuntos a media luz conviven armónicamente con un primer plano oblicuo o animación de la anatomía humana en clave de documental sobre enfermedades crónicas. Y por supuesto el infaltable rojo carmesí en una cocina o un living. Ese rojo que tanto le gusta al autor de “Matador” (1986) y que siendo el color característico de la pasión, sirve esta vez para contrastar a un hombre desapasionado de la vida. Cine en estado puro se propone en “Dolor y gloria” porque el desarrollo del título, que por poco no parece referirse a dos personajes, tiene hasta coloraturas muy definidas entre el blanco del recuerdo y lo sombrío del ahora. Si la búsqueda estética tiene su punto alto en el equilibro entre el drama y el melodrama con un humor agridulce, es gracias al modo de ver la vida a través del lente, sí; pero le debe casi todo al trabajo actoral. En su noveno proyecto a lo largo de más de treinta años, Antonio Banderas y Pedro Almodóvar alcanzan tal vez uno de los mayores grados de madurez entre director y actor que puedan haberse visto en la historia del cine español. La profundidad del trabajo en cámara no solamente excede lo autobiográfico con un material que convierte al protagonista en una suerte de avatar del creador; también es la versión en carne viva del alma de Almodóvar. El vínculo entre ambos se convierte en arte simbiótico. Tal vez no se pueda pensar en otro actor para este papel porque solamente conociéndose tanto mutuamente es que se podría llegar a ese nivel de conexión. Lejos de la exacerbada y exagerada gestualidad de su carrera Hollywoodense, Banderas se conecta con una sutileza corporal notable que le brinda a su personaje matices de expresiva melancolía. Toda la secuencia de un reencuentro con un amigo (Leonardo Sbaraglia) es para sacarse el sombrero. “Dolor y gloria” es una vía directa a la reflexión a partir la de la exposición cruda de los planteos existenciales. Los diálogos y situaciones van horadando el alma de éste personaje hasta dejarla expuesta en su alucinante soledad. Acaso porque toda la gloria que esta pudiese alcanzar, no es sino conviviendo con el dolor de transformarla
Maggie (Diana Silvers) es una adolescente recién mudada al pueblo donde vivió su madre (Juliette Lewis), quien trata de llevar adelante como puede la separación. Empieza de cero y a laburar a destajo mientras envía a su hija al mismo colegio al cual ella fue hace años. Pero todo esto no importa o dejará de importar pronto para convertirse en el primer cachetazo narrativo de los varios que recibirá el espectador de este estreno. No es ni siquiera una introducción así que vamos de nuevo. Sue Ann (Octavia Spencer) es una señora solitaria empleada en una veterinaria cuya dueña (Allison Jeanney) la tiene cruzada por su indiferencia al trabajo. Siempre la pesca con el celular. Pero todo esto no importa o importa poco. Es más, da igual casi porque nada progresa por ese costado. Vamos de nuevo. Una tarde en el pueblo. Unos chicos de secundaria necesitan de un adulto para conseguir alcohol para descontrolar en un baldío. Se cruzan con Sue Ann quien accede a realizar la compra, no sin antes dejar bastantes dudas respecto de su actitud compinche y bonachona. Por algo lo hace. De a poco, la banda de pibes integrada por la recién llegada Maggie, Haley (McKaley Miller), Andy (Corel Fogelmanis), Chaz (Gianni Paolo) y Darrell (Dante Brown), se ve seducida por la libertad de acción que Sue Ann (alias Ma) permite. y hasta ofrece su casa para armar festicholas. además de empezar a mimetizarse y pertenecer al grupo cada vez más numeroso de adolescentes menores de edad que pueden chupar todo lo que quieran, sin restricciones. El nivel de popularidad de la señora crece a la par de su comportamiento errático. Obviamente como el pueblo es chico el inferno es grande y pronto se verá que detrás de este poder de convocatoria hay razones bastante oscuras para el accionar de la mujer del título. Lamentablemente, con todas las posibilidades a su favor en la propuesta inicial, el resultado final de este estreno es inexplicable desde todo punto de vista. Son sólo unos diez, doce, minutos los que realmente se parecen al género al cual este estreno quiere pertenecer. El guión de Scotty Landers empieza a desbarrancarse al confiar demasiado en que la simple enunciación de la situación coyuntural (la juventud que sólo quiere descontrol y una señora carente de afecto) alcanza para justificar las acciones de los personajes. Lo mismo sucede con una vuelta de tuerca que se ve venir desde el inicio pretendiendo convertir a Ma en una suerte de Misery moderna, en cuanto a la impronta de personaje amable que en realidad es malvado. Desde la escritura también falla la construcción de situaciones al aislar casi por completo la presencia de adultos quitándole credibilidad y sentido común. Promediando la película el sótano de la casa de la protagonista parece el boliche Mau Mau lleno de pibes, y ella siendo el centro de las fiestas. Faltaba nomás que suene “Un millón de amigos” y cartón lleno, porque el disparador para que todo empiece a darse vuelta, es que los chicos dejan de ir a las tertulias nocturnas. La dirección no le va en saga al guión. Hay torpezas narrativas por parte de Tate Taylor que parecen de estudiante de cine amante del cine de terror de los ’70, al cual no entendió ni sabe emular u homenajear. Por caso, todas las escenas de asesinatos mueven a risa más que a temor. A algunas les falta instalación de situación, y otras son simplemente mal resueltas. La elección de Octavia Spencer no sólo es desacertada, sino pretenciosa. Poco puede hacer la gran actriz con un personaje que no le cuadra o no termina de entender, con el agravante de no contar con una dirección actoral que la ayude para entrar en el código de éste género. Sí cuenta con la frescura de jóvenes actores que al menos logran algunos momentos de cierta lógica. Para pretender ser de un género que le queda gigante “Ma” está pobremente escrita, “Ma” es predecible, aburrida, y hasta solemne en su discurso.
El síndrome de Michael Bay ha cundido y ha hecho escuela en Hollywood. No nos referimos al otrora director de video clips de bandas de rock como Great White o incluso al de “La Roca” (1997), tal vez lo mejorcito que hizo antes que el mundo de los efectos especiales se deglutiese por completo los guiones y el balance de sus realizaciones. El responsable de la intragable saga de Transformers sigue influenciando a otros jóvenes devenidos en directores que hacen su trabajo como si el cine fuese un Italpark, un parque de diversiones en donde las luces, los trucos y el ruido ensordecedor son las estrellas exclusivas. Lo de "ruido" en este estreno no es un eufemismo dicho sea de paso. Uno anhela salir un rato de la sala y bien puede hacerlo quien vaya a ver esta película. No se perderá nada y sus tímpanos se aliviarán. ¿O acaso no recuerda la sensación de agradecimiento de sus oídos cuando se alejaban del aquel predio de los autitos chocadores, el zamba y el tren fantasma en pleno centro de la ciudad? Pues la réplica exacta de esa sensación será la que sientan los espectadores de “Godzilla: el rey de los monstruos”, la segunda parte de aquel relanzamiento de 2014. Se dará cuenta el lector que el hecho de tener un título que define al súper-lagarto como “el rey de los monstruos” implica que hay varios bichos sobre los cuales ha de imponer su monarquía. Prepárese entonces para la presencia de gigantes de todos los colores. Pero todo arranca con los Russell. Andan separados ellos. Por un lado Mark (Kyle Chandler) anda investigando especies y sonidos mientras que Emma (Vera Farmiga) y la hija de ambos, Madison (Millie Brown) están juntas porque mamá terminó de diseñar un dispositivo capaz de captar la frecuencia de sonido de las bestias (como si pudiesen dialogar). Tiene sus pros y sus contras esto, pero las explicaciones no importan demasiado porque para cuando parecen llegar, los bichos aparecen por todo el planeta para romper todo y a todos. El elenco trata de hacernos creer que entienden lo que está pasando pero luego llegarán transiciones (cortas) como para aclarar lo que haga falta así que promediando la cinta escucharemos, de parte de la Dra Russell, una larga y torpe bajada de línea ecológica. “Somos el virus de este planeta y ellos están para equilibrarlo”, “Ellos son los verdaderos dioses”, y cosas por el estilo. Un endeble pretexto para justificar todas las acciones de la segunda hora de Godzilla: el rey de los monstruos. Michael Dougherty logra un producto de innegables prodigios técnicos en términos de diseño sonoro, edición, efectos visuales, etc, pero adolece de verosimilitud además de agregar información que no se desarrolla. Las deducciones de los personajes son simples enunciados, algunos de los cuales rayan el ridículo. “Si las piedras hablaran, las cosas que nos dirían” escupe un actor en medio de la debacle. Es decir, está todo tan tirado de los pelos que pareciese dar lo mismo si los monstruos salieron de adentro de la tierra o de la parte de atrás de un piano Steinway. Al dar todo igual, pese a la grandilocuencia técnica que probablemente conforme a más de uno, y la aparición de los monstruos que los fans esperaban ver, Godzilla aburre mucho en lugar de entretener.
Brillante realización por su tratamiento narrativo y calidad estética No serán pocas las sorpresas para quien vaya a ver “Rocketman”, empezando porque el motivo principal para verla es que está brillantemente realizada independientemente de la figura que intenta retratar. Sin ninguna concesión es el arranque de este opus sobre la vida de Elton John. En plano entero y cámara lenta, viniendo de la luz a la oscuridad, vemos la figura del cantante y compositor inglés muy bien interpretado por Taron Egerton. Camina con uno de esos estrafalarios vestuarios que han caracterizado su carrera. Entra a la vida del espectador vestido (no disfrazado) de un demonio con alas, o un ángel demoníaco si se quiere, o ambos mejor dicho. Pero esa marcha sirve para bajar la estrella al suelo porque las primeras palabras que salen de su boca son: “Soy alcohólico, adicto a la heroína, al sexo y a las compras compulsivas sin sentido”. En esa misma escena, casi sin respiro, aparece su versión de niño (Matthew Illesley) y en tiempo abolido (tanto en presente como en el pasado, cruzando ida vuelta las líneas espacio-temporales), este estreno se manifiesta en todo su esplendor como lo que es: un musical sobre un músico fenomenal. Como director, Dexter Fletcher se aleja bastante de lo hecho como productor de “Rapsodia Bohemia”, ganadora de cuatro Oscar este año. Excepto por cierto orden cronológico de los eventos que marcaron a Elton John, su niñez, el descubrimiento de su identidad sexual, su maestra de piano, la elección de su nombre artístico, etc; “Rocketman” obedece sus virtudes a guión cinematográfico. Lee Hall, autor de “Billy Elliot” (2000), uno de los grandes musicales contemporáneos, encuentra varios vértices comunes a la historia de aquel niño que descubre tempranamente su pasión por la danza y pone toda la carne al asador en su texto. Cada tema de Elton John que escuchamos sirve como alimento argumental de los momentos de su vida que se narran, no solamente porque es la banda de sonido obvia, sino porque las letras forman parte del cuento. De principio a fin la elección del montaje, los encuadres, la dirección de fotografía son un relato sí mismos, y hasta podría decirse que estamos frente a una sucesión de pequeños clips episódicos que van concatenando el relato y haciéndolo progresar. Como si fuesen dos flechas que van dirigidas a chocar entre sí, la vida privada y la vida artística de Elton comienzan a horadarse mutuamente hasta que se convierten en un vínculo simbiótico para construir el conflicto: un joven en los ‘70 que desborda talento se verá enfrentado a su receptividad abierta a los excesos. El espectador estará agradecido, no solamente por la capacidad del realizador para sublimar un relato convencional con licencias artísticas de enrome frescura. como por ejemplo la escena en la cual todos flotan en un boliche al comenzar un rock and roll en el piano. Pero además, estamos frente a una gran dirección de actores porque si bien Taron Egerton hace un gran trabajo, el resto del elenco está en el mismo nivel de entrega. Jamie Bell en el papel de Bernie (eterno compañero de saga del músico) o Stephen Graham encarnando al productor Dick James son algunas muestras de gran acoplamiento. Es cierto que los montajes del avance de la carrera artística obedecen a cuestiones convencionales ya vistas en “Rapsodia Bohemia” y otras biografías. En este sentido es hasta esperable pero no por eso se resienten los valores de esta película que seguramente se convertirá pronto en otro formato. La puesta, el vestuario, la recreación de época y las coreografías de Adam Murray piden a gritos pasar de inmediato a musical de Broadway. Será una gran sorpresa para el espectador desprevenido, y sin ninguna duda un catálogo eterno de hits indelebles que los fanáticos no cesarán de tararear. El rock que nació en Inglaterra con la generación de chicos nacidos en la década del ‘40 está siendo revisado y viene cada vez mejor.
Indudablemente, aquellos que ya hayan visto “Vox Lux: El precio de la fama”” en sus presentaciones en la última edición del BAFICI, habrán percibido la misma sensación que experimentarán los espectadores a partir de esta semana. “Vox Lux: El precio de la fama” se inicia con una voz en off (de Wilem Dafoe). La impronta es como la de “había una vez”, y sin embargo no es un cuento de hadas. El director (también guionista) Brady Corbet aplica todo lo que sabe en los primeros seis minutos, utilizando elementos como cámara en mano, montaje claro pero veloz y, sobre todo, el fuera de campo, construye una de las escenas más estremecedoras de un tiempo a esta parte. Un realismo que achica el estómago por su nivel de impacto. Un chico de 14 años entra en el aula con un arma y realiza una masacre. De este hecho doloroso, va a surgir un talento y un referente inesperado. Títulos. Corte a una misa en el pueblo. “La ira provocó esta tragedia y no podemos dejar que la ira siga su curso. Incluyamos al perpetrador en nuestras oraciones”, dice el cura invitando a Celeste (Raffey Cassidy) a decir unas palabra sobre el hecho a lo cual ella responderá con una canción compuesta con su hermana Ellie (Stacy Martin) “Enciende la luz porque no tengo a nadie que me muestre el camino. Por favor te seguiré porque eres la última esperanza de que haga algo de lo que dicen” La contundencia del comienzo no solamente presagia la ausencia total de concesiones por parte del director, sino una brutal y directa cachetada a un sistema de vida que entroniza y capitaliza el talento y el dolor con la misma avidez de sangre y carne que tiene un tiburón. A poco de haber (sobre)vivido la tragedia Celeste no ha terminado de digerir todo y ya se encuentra frente a una coreógrafa, una directora de marketing, gimnasio intensivo, ingenieros de grabación, y un manager (Jude Law) que tiene su propia y resentida visión del mundo del espectáculo. Uno de los puntos interesantes en el guión es que si bien hay un motor de arranque en la historia, la misma, así como la construcción del personaje, escapa a las premisas tradicionales. El guion propone seguir los eventos (des)afortunados que vive y cómo estos la van modificando. Hasta se podría decir que si bien la narración adelanta resultados y parte de un presente que desconocemos, hay una deconstrucción desde la supuesta posición de caída del éxito. Es más, casi que no hay exactamente una trama, sino una sucesión de hechos concatenados tanto por continuidad de espacio tiempo como por elipsis de todos los estilos. Genesis y regénesis son los dos actos en los cuales se divide “Vox Lux: El precio de la fama”, y ambos parten desde el mismo tipo de evento pero con presentes muy distintos. Será recién iniciada la segunda hora de proyección que la versión adulta de Celeste (encarnada por Natalie Portman) entra en escena. A medida que el relato avanza, también avanza el nivel de crítica ácida al show business. El realizador juega con los tiempos, las texturas, y la compaginación rabiosamente veloz, o deliberadamente lenta cuando se trata de frenar para reflexionar a través de esa mirada perdida de la protagonista devenida en diva de la música pop. Es cierto, amaga con un tema para hablar de otro pese a tener algún punto de conexión y el director toma riesgos al plantearlo de esta manera. Una lectura personal sobre estos tiempos en forma de collage de estados de ánimo. No espere el relato convencional. Déjese llevar.
Material de valor histórico imprescindible, un testimonio tan indispensable como vivo A cien años del armisticio que puso fin administrativo a la Primera Guerra Mundial, muchos fueron los eventos alrededor del mundo que dieron cuenta del aniversario. A esta altura se podría pensar que no queda país en el planeta que no tenga una historia humana relacionada con ese absurdo enfrentamiento iniciado en 1914. Todos esos eventos han sido memorables y lo mismo ocurre en el plano cinematográfico con el estreno de “Jamás llegarán a viejos” de la mano de Peter Jackson. “Estábamos sentados con un equipo alemán. Habíamos terminado de jugar un partido y nos acomodamos uno y uno. Un inglés, un alemán, un inglés, un alemán, y así. De repente alguien entra y grita ‘hoy estamos en guerra con Alemania’. Nos miramos todos y no entendíamos nada. De modo que decidimos que para nosotros la guerra empezaba mañana y seguimos con la reunión.” Esta es una de las tantas voces en off que escucharemos a lo largo de poco más de 100 minutos. Ya el hecho de pensar que al día siguiente esta gente se volvía a sus casas para prepararse y estar dispuestos a matarse mutuamente, plantea lo ridículo de cualquier guerra y también la doble sensación que gira en torno a esta pieza: escuchar testimonios vivos y anónimos que le ponen sonido a los cientos de metraje fílmico de archivo que, ordenado como está, le da hasta una cualidad fantasmal sobre el horror. Lo que el espectador va a ver es casi una cronología narrada del comienzo del enfrentamiento y de cómo este impactó en la sociedad inglesa (todas las voces son de ingleses. y es desde ese punto de vista donde el relato se planta). Escuchamos a ex combatientes (y un par de actores como Tim Bentinck y Kevin Howarth que leen testimonios escritos) hablar de cómo fue el alistamiento, la preparación, el viaje, los enfrentamientos, el recrudecimiento, el espanto y, por supuesto, la finalización del conflicto y el regreso sin gloria a casa. El director de la saga de “El señor de los anillos” logra un relato de notable factura que mantiene constantemente al espectador prendido a la progresión del mismo, por fuerza de empatía con esos hombres que hablan, pero a la vez hay algo fantasmal que sobrevuela el ambiente de la sala. Podría decirse que este estreno, si bien es documental, tiene varias pinceladas de otros géneros porque hay comedia, hay drama y también terror (gore incluido). La sensación de que esas voces anónimas convertidas en el eco de esos miles y miles de soldados que vemos en las imágenes de archivos no solamente rinden un homenaje, también se convierten en una cruda e incuestionable advertencia. En este sentido, Por el lado técnico, cuestión no menor en la filmografía del neozelandés, es prodigioso el trabajo de reconstrucción, sonorización, y hasta de agregado de color. Peter Jackson ordena el material para darle un andar histórico que además se vuelve narración cinematográfica pura, es decir (y aquí el gran mérito), “Jamás llegarán a viejos” podría verse sólo con música. e incluso muda, y aun así tiene introducción, desarrollo, nudo y desenlace. El tratamiento digital del material fílmico es tan preciso y minucioso que por momentos pareciera haber sido registrado con el mismo camarógrafo usando la misma cámara y el mismo rollo de película. Más allá de la unilateralidad del relato, el texto que sale de esas voces dan cuenta tanto de la subestimación de la época por lo que significaba un patrioterismo de brío juvenil e irresponsable, como de las consecuencias históricas y sociales posteriores. Un material de un valor histórico inapreciable, un testimonio tan indispensable como vivo.
Ya que estamos en tren de conocernos un poco más, soltamos algunos trapitos al sol. Vea. El editor anduvo un rato por el éter, “vagando por la galaxia” como definía aquella gran vedette de la troupé del Negro Olmedo cuando se refería al personaje del “Manosanta”. Ahora anda vivito, coleando y haciendo diabluras sin ningún escrúpulo a aquellos que de vez en cuando hacemos algún comentario escrito sobre los estrenos cinematográficos vernáculos. Como ocurría en las viejas redacciones de antaño, esas oficinas cuya banda de sonido constante era la percusión involuntaria provocada por el repiquetear de las máquinas de escribir (incluso las de algunos privilegiados que tenían la eléctrica), el señor delega a dedo a quién le corresponde tal o cual prosa crítica supuestamente en una postura ecuánime. Mentira. Y para colmo, luego del escándalo de las calificaciones de “A dos metros de ti” versus After: Aquí empieza todo, mi ex amigo profundiza la grieta con su calificación de Viviendo con el enemigo. Ya no le dirijo la palabra, pero si se queja de After es porque no vio Hellboy. Perdón por la intromisión de otros títulos pero la verdad sea dicha. Hay favoritismo en esta página de cinéfilos. Para empezar. Cualquier intención de reiniciar una saga debería tener al menos es objetivo de ofrecer miradas distintas de lo hecho hasta el momento, además claro, de divertirse haciendo lo que a uno le gusta. Seguramente pocos recordarán, a la luz de lo sucedido en su carrera en esta década, que Guillermo del Toro fue quien se hizo cargo de Hellboy dos veces en la década pasada. 2004 y 2008. Una mejor que la otra en todos los aspectos analizables: guión, dirección, producción, es decir, el mexicano lograba superarse a sí mismo, confiando además en un casting soberbio que incluía al actor de culto, Ron Perlman (pura actitud durante toda su carrera) en el rol principal, pese a estar tapado de maquillaje. Es más, en este rubro en particular fue la segunda entrega la que mereció nominación al Oscar. Cuando los fanáticos terminen de ver esta nueva entrega seguramente quedarán más preguntas que respuestas ya que la inicial (no respondida) permanecerá vigente horas después de finalizada la proyección: ¿Qué demonios quisieron hacer? El interés primario en Hellboy, reside en atender, entender y aprehender las complejidades de este personaje. Luego se trata de empatizar con las características propias del antihéroe para poder mantener al espectador pendiente. Pero en esta versión la mediocre construcción del personaje principal se reduce a mostrar caóticamente y en compaginación mezclada, cómo llegó ahí y supuestamente, por qué hace lo que hace. Si nos tomamos el tiempo para resumir la trama escrita por Andrew Cosby y Mike Mignola estaríamos haciendo trampa porque este producto es, desde el punto de vista del guión, un despropósito de capas de historias paralelas, un gran cúmulo información entregada de manera arbitraria, desordenada y como guinda del postre, un texto con dos ideas que se pelean entre sí en lugar de convivir: el protagonista descubriendo quién es realmente y un caso raro de venganza contra la humanidad. La introducción le corresponde al villano. O villana mejor dicho porque siglos atrás la reina Nimue (Milla Jovovich) es despedazada en batalla por el Rey Arturo (¿?) y puesta en cajitas separadas para que nunca más se le ocurra reconstruirse. Corte al presente y ahí anda Hellboy (David Harbour) como miembro de un comité de fenómenos y que eventualmente enfrentará a Nimue. Dicho así parece simple, pero créame que estamos lejos de una narración así. El otro problema de este estreno es la factura técnica. Se notan las costuras por todos lados y al ser tan evidentes, uno no puede dejar de pensar si no podrían haber resuelto con menos pretenciosidad. Además, el supuesto toque personal de este relanzamiento es llevarlo al plano de la violencia gráfica acompañada con un lenguaje que haría sonrojar a Domingo Faustino Sarmiento. Todo se ve desbalanceado, desprolijo, casi aleatorio. Como si hubiese habido un exceso de confianza en el poder de convocatoria del personaje. Claro que todo queda abierto para seguirla aunque es difícil pensar que alguien querrá volver al cine a ver otra aventura tan mal contada.
Parece ser que de a poco, a los tumbos y no tan planificado, DC Comics empieza a enderezar el barco como para seguir navegando en la industria. Los éxitos relativos de La Mujer Maravilla (Patty Jenkins, 2017) y Aquaman (James Wan, 2018) se entienden como dos muletas importantes luego del tropiezo de Batman vs Superman (Zack Snyder, 2016) que derivó en la esperada Liga de la Justicia (Zack Snyder, 2017) cuya secuela está en pleno desarrollo. La calidad, claro, corre por otro andarivel y en este sentido, los resultados entre todos estos productos son eclécticos. Lejos del organizado mundo Marvel que tiene la vaca atada. Sin embargo, aquí surge lo que podrá ser considerado un diamante en bruto con grandes posibilidades de generar dividendos inesperados. Se trata del estreno de esta semana: Shazam En principio estamos frente a una comedia de acción cuyo guión se anima a mechar dos temáticas e incluso a sentar posición sobre las mismas, siempre en el campo de políticamente correctísimo. Una es la de la familia. La que se tiene y la que se elige porque la orfandad es el punto de partida en el texto de Henry Gayden y Darren Lemke. La otra temática está mucho más de moda en los productos norteamericanos del último lustro y es el mundo adolescente. Desde Stranger Things (2015-2018), la serie de NETFLIX, a It (Andy Muschietti 2017) el cambio de etapas de la vida, llevado al universo audiovisual está siendo altamente redituable. Billy Batson (Asher Angel) es un chico huérfano con un alto porcentaje de escapes de familias adoptivas desde que se extravió en una feria cuando era un nene. Desde entonces busca a su madre a quién nunca volvió a ver y por eso sus huidas son sistemáticas. Paralelo al trámite de una nueva adopción en la casa de Rosa (Marta Milans) y Victor (Cooper Andrews), un matrimonio muy piola que alberga a todos los huérfanos que puede, Billy sufre un episodio que lo conecta con el Mago Shazam (Djimou Honsou). Anda en problemas el hombre porque está perdiendo su poder para contener al espíritu de los siete pecados capitales que por su lado, ya tienen en el Dr. Thaddeus Sivana (Mark Strong) alguien en quien habitar (también de infancia difícil según la introducción de los primeros cinco minutos). Desde la entrada de Billy a la casa adoptiva empieza otra película. Aparece el humor al conocer a Freddy (Jack Dylan Grazer), un joven de su edad simpático, verborrágico y fana de las revistas de historietas (de DC comics, obviamente). Un día el mago le transfiere los poderes a Billy y nace el Shazam que vemos todos en el afiche en la piel de Zachary Levy, el actor de la serie Chuck. En ese viraje que pega el guión, esta realización se emparenta con aquel relanzamiento de El hombre araña que Marvel hizo hace dos años. Un pibe de secundaria con un enorme poder que debe aprender a manejar responsablemente (pobre JFK si supiera en qué se transformó su frase). Shazam gana mucho terreno en el campo de la comedia. Logra que el espectador empatice rápidamente con toda la situación y además, el director David F. Sandberg, nunca abandona los otros entramados del guión que tienen que ver con la integración a la familia por un lado y la vanidad del poder por el otro. Es cierto que hay algunas desprolijidades narrativas respecto de los momentos de transición y que hay una evidente falta de desarrollo de algunos personajes acorde a la importancia que tienen todos los chicos adoptados en el último tercio de la película, pero estas observaciones también son “tapadas” por el carisma del protagonista central. El elenco funciona bien. Los dos chicos Jack Dylan Grazer y Asher Angel tienen una frescura notable frente a la cámara además de una química mutua perfecta y en el caso de Zachary Levy propone posturas de héroe de historieta demodé haciendo una suerte de contra-registro al resto. También Mark Strong tiene una labor equilibrada en el villano que compone y de hecho es el único que debe mantener una impronta que pueda emparentarse con el resto del universo DC porque da toda la sensación que si a Shazam le va bien, no sería descabellado verlo en el futuro junto a Batman y compañía, así como el Hombre Araña que compone Tom Holland, se integró a Los Vengadores. Más allá de los planes de los estudios, estamos frente a un entretenimiento que funciona bien y se parece mucho en esencia, a las aventuras de la década del ochenta que tan arraigadas quedaron en la identidad cultural. La taquilla tendrá a última palabra pero Shazam divierte mucho. En definitiva para eso uno entra al cine a ver este tipo de cine.
Una familia integrada por el Dr Louis Creed (Jason Clarke), mamá Rachel (Amy Seimetz) la niña Ellie (Jeté Laurence) y el hermano menor Gage (Hugo Lavoie) y su gato Church se mudan a una casa en una zona rural al borde de una ruta sin señalizar por la cual pasan camiones a toda velocidad todo el tiempo. El nuevo hogar es un terreno enorme cuyo extenso patio trasero da a un pequeño y antiguo cementerio de animales, más allá del mismo, atravesando una enorme valla de ramas y árboles hay otro lugar misterioso, peligroso y poco recomendable. La premonición de lo inevitable comienza cuando en su primer día en el colegio Louis debe atender a Victor Pascow (Obssa Ahmed) (un chico con medio cerebro a la vista que justamente fue atropellado en la ruta. Este fantasma irá advirtiéndole que no debe ir a enterrar nada en ese lugar que mencionábamos antes. Algo parecido dice Jud (John Litgow) pero sin embargo van a enterrar al gato allí cuando este también es arrollado. El gato vuelve medio putrefacto y maullador, pero claro, ya no es el mismo. ES una versión malograda de la mascota y bastante diabólica. De ahí en adelante se desencadenarán otros hechos peores. Cementerio de animales, el libro y sus adaptaciones, hablan claramente del miedo a la muerte, de la culpa que provoca y de la imposibilidad de lidiar con el dolor que esta provoca cuando se lleva a seres queridos. Lo hacía a fuerza de construir un vínculo muy fuerte de amor familiar para luego poder ir destruyéndolo lenta e inevitablemente. Son odiosas las comparaciones, aunque tampoco se pueden evadir. Pero centrémonos sólo en este estreno por ahora. La dirección de Kevin Kölsch y Dennis Widmyer con guión de Kevin Kölsch y Dennis Widmyer tiene unos muy buenos cuarenta minutos iniciales, trabajando sobre el personaje del marido de manera marcadamente superior. Sobre el cae el peso de la (i) responsabilidad de los hechos que se suceden, tanto externos como internos, al igual que ocurría con Jack Torrance en El Resplandor y en varios relatos del mítico autor. El manejo y la dosificación de la información se ven no sólo bastante balanceadas sino con una buena dosis de tensión que por suerte no recurre a triquiñuelas de la banda sonora, aunque sí lo hace con el diseño de sonido cuando se trata de camiones pasando cerca. Un peligro latente y permanente. Pero luego, a medida que el relato avanza, no solamente va decayendo lo formal en cuanto a registro actoral, sino también la impronta de la trama que roza lo melodramático por no agregar algo sobreactuado. Es cierto que no pierde ritmo y los acontecimientos, por truculentos que sean se desencadenan coherentemente sin perder de vista el objetivo, pero en el último tercio el montaje es precipitado. Como si estuviesen apurados por terminarla o se hubiesen quitado minutos para llegar a la duración que pidieron los productores. Respecto de la adaptación, hay un cambio inexplicable. Es Ellie quien muere en un accidente en lugar del nene más chico. No hay ninguna justificación para ello y si bien suma momentos de una joven actriz que prueba dos matices interesantes y contrapuestos, el peso dramático construido en el texto original por el vínculo entre padre e hijo queda completamente de lado. En general todos los vínculos están menos trabajados que en la versión de hace treinta años, razón por la cual la parte que corresponde a las comparaciones es inevitable. Todo el elenco, incluso los extras, sobrevive a esta nueva versión y sus trabajos son superiores incluyendo el gran trabajo que Fred Gwyne había hecho con su Jud (y eso que hablamos de John Litgow, nada menos). En todo caso pueden apreciarse mejor algunos efectos visuales en desmedro del diseño de arte y composición de encuadres que también funcionan mejor en la anterior. Ya que estamos (y sin desmerecer), la banda de sonido de Elliot Goldenthal era más diegética que la nueva de Christopher Young. De todos modos, la historia madre es poderosa en contenido con lo cual este estreno tiene calidad suficiente en su género como para no pasar desapercibido Ha vuelto. Treinta años después, es como si algún productor hubiese llevado la versión de 1989 dirigida por Mary Lambert y guionada por el propio Stephen King, al mismo cementerio que resucita animales y gente. Vuelven, pero algo desmejorados.
El reconocido músico panameño se siente viejo. Ya hizo el testamento y un desprendimiento de ese documento es la producción de éste documental. Una suerte de auto homenaje en vida, como legado para su familia y fanáticos de la música caribeña. Abner Benaim dirige ésta producción de un modo convencional. Muy didáctico, pero lejano a la sensibilidad y emociones. A lo largo de casi toda la película suenan sus canciones, las más famosas y reconocidas y, en menor medida, las de otros. La salsa invade los sentidos con su característico ritmo bailable La historia comienza en Panamá, su lugar de nacimiento, recorriendo barrios, calles y sitios en el que Rubén Blades pasó la infancia o en los que cantó por primera vez. Luego se trasladan a New York, donde el compositor vive con su mujer desde hace décadas El realizador entrevista a ciertos músicos destacados, tanto latinos como anglosajones, que elogian la labor artística y humanitaria del panameño. Son unos pequeños mimos para el ego, que nunca están de más Además, muestra por primera vez la intimidad de su departamento neoyorkino, incluida la habitación donde colecciona historietas y otros artículos, que no son de lujo, pero son sus preciados tesoros. En ese sitio, su esposa habla sobre él, y también de la relación que mantienen a lo largo de los años. El director se vale, para completar la narración, de fotos y filmaciones de otras épocas. Pese al paso del tiempo el músico sigue vigente, no vive de recuerdos, camina tanto por su patria como por las calles de la gran manzana, y las personas lo reconocen, saludan y felicitan por sus canciones. La cámara acompaña a Rubén Blades en ciertas ocasiones a algunos recitales, para poder apreciar breves ensayos o pruebas de sonido, descubriendo la trastienda previa a cada show. El músico quiso darse un gusto en vida y gracias a su deseo, está en las salas cinematográficas este somero documental.