Más allá de los antecedentes previos de diferente factura, el mundo de los superhéroes en el cine pensado, escrito, planificado y ejecutado como un mega plan generador de películas, merchandising y videojuegos (traducido todo en billones de dólares), le corresponde al siglo XXI. Ya sabemos que MARVEL tiene en sus filas a los X-Men, Guardianes de la Galaxia y los Avengers (entre otros de tercera línea), mientras que DC COMICS enfila a Batman y a Superman como mascarones de proa, a La Mujer Maravilla (cuya primera entrega ya tiene secuela), Flash, Linterna Verde (estrenada en 2012) y el personaje con 77 añitos recién cumplidos desde su primera publicación y que ya había aparecido en “Liga de la Justicia” (Zack Snyder, 2017): Aquaman, el estreno de la semana. La referencia de estos dos “Boca-River” de héroes y villanos viene a colación para establecer las enormes diferencias entre ambas empresas a la hora de elaborar sus productos. En el caso de los estudios fundados por el recientemente fallecido Stan Lee, da la sensación que no hay una sola palabra o situación que esté escrita sin antes haber pensado en cómo eso se conectará luego con los próximos proyectos. Cada diálogo es parte de una gran red que se va tejiendo poco a poco y cuyo lauro final, luego de la aparición de Capitana Marvel el año que viene, será con el cierre de Avengers y la entrada de los X-men. En el campo de en frente, es todo mucho más caótico e indefinido, empezando por la casi nula planificación, la disparidad abismal de criterios artísticos y registros actorales, y como corolario de todo la distancia estética entre una entrega y la otra. ¿Qué tiene que ver la oscuridad sórdida y lluviosa de “Batman vs Superman” (2016) con el brillo dorado de “Mujer Marvilla” (2017) o el happening multicolor de “Aquaman”? Nada. Sin embargo seguirán insistiendo, suponemos, hasta poder amalgamar el universo creativo. A eso vamos entonces. En realidad no hay mucha construcción de personajes. La voz en off del protagonista nos contará en los primeros minutos como es que la reina de Atlantis – sí, el famoso reino perdido en el océano - Atlanna (Nicole Kidman) se rebela contra los mandatos y aparece inconsciente en una orilla de Maine. Rescatada por Tom Curry (Temuera Morrison), ambos inician un romance prohibido del cual saldrá Arthur – nombre de rey por cierto -. Es mestizo, es cierto, pero con sangre real. Habrá un corte al presente. Aquaman ya está grandecito, fuerte, musculoso, y lo suficientemente dominador de sus poderes como para frustrar un ataque pirata a un submarino. Ahora ya sabemos de dónde viene y de qué es capaz el héroe de marras. Sin embargo toda la acción se trasladará al fondo del océano, lugar del cual tendremos mucha información aparentemente relevante, como por ejemplo que hay como siete reinos, cada uno con sus características, cuyo dominio total es pretendido por Orm (Patrick Wilson) también hijo de Atlanna, pero de su unión con Atlan (una onda Manuela y Manuel si fueran españoles), el fallecido rey de Atlantis en cuyo lecho está el tridente dorado que sólo podrá ser recuperado por el “elegido” ¿Adivine quién es? El guión de “Aquaman”, escrito por David Leslie, Johnson-McGoldrick y Will Beall, es una suerte de híbrido entre el de “Atlántida: la ciudad sumergida” (Kevin Connor, 1978) y el de “La sirenita” (Ron Clements y John Musker, 1989), con la estética multicolor de “Buscando a Nemo” (Andrew Stanton 2003) y la de “Thor”(Kennet Brannag, 2013), aunque ésta última, con todos los problemas que tenía de ritmo, se aferraba bien al conflicto de los dioses y la construcción de los personajes con sus vueltas de tuerca. En el caso de este estreno, lo “shakespereano” desaparece poco a poco a favor de la espectacularidad de cada uno de los enfrentamientos en el agua, siendo estos los sostenes primordiales del relato, cayendo como consecuencia en el exceso de dependencia de los efectos especiales, visuales y sonoros, que ciertamente son un prodigio. Es demasiado riesgo al contar con un actor protagónico cuya especialidad no es precisamente un abanico de recursos interpretativos. Jason Momoa hace lo poco que puede con mucha dedicación. Una pena que James Wan, el director de esta producción, no haya profundizado más eso que propone el actor en su pelea inicial o en la escena de la “selfie” en el bar: un cancherito fachero cuya altivez y arrogancia lo pintan como un ser soberbio e irresponsable en el uso de sus poderes. Ese orgullo y soberbia que sí funcionaba y todavía hoy funciona con Chris Hemsworth en Thor. Por el contrario, los diálogos y situaciones que debe sortear le presentan más dificultades que soluciones al actor de la última versión de Conan (“Conan el bárbaro”, 2011). Así, su transitar por el papel protagónico es errático por defectos propios y ajenos. Recién en el último tercio de la película hay un repunte dramático que ayuda, pero también es insoslayable el hecho de estar rodeado de un elenco talentoso encabezado por Nicole Kidman, Wilem Dafoe, Patrick Wilson, y un gran conocedor del género de acción como Dolph Lundgren. Fuera de estas consideraciones “Aquaman” no se hunde por dos factores fundamentales: el primero, la ansiedad de un público fanático predispuesto a verlo y perdonar muchas cosas; El segundo, el sostén rítmico. En esto sí el realizador es especialista por todos sus antecedentes en Hollywood, empezando por alguna de las de Rápido y furioso y la saga de El conjuro. Gracias a eso la película resulta un entretenimiento aceptable de cuya secuela se esperará mucho más, al igual que de su inclusión en la siguiente entrega de “Liga de la justicia” (si es que ocurre)
Sino fuese por la innumerable cantidad de sutilezas y matices que tiene “Algo Celosa”, tanto en su realización como en el trabajo actoral de su protagonista, el rasgo principal de este estreno en un análisis superficial lo describiría igual que ese libro de compilación de frases hechas y obvias llamado “Gente tóxica”. Será la disponibilidad del espectador para dejarse llevar el factor primordial para poder ver un poco más allá. Nathalie (estupenda Karin Viard) está pasando por un momento extraño a sus cincuenta años, extraño e irritantemente contradictorio. Se ve en la mujer que siempre fue, pero ahora alterada por una serie de malas reacciones frente a sus seres allegados. La presentación del personaje por parte de los guionistas y directores David Foenkinos y Stéphane Foenkinos, está repleta de situaciones que convergen en lo mismo porque la mujer que todavía no puede aceptar su condición de divorciada, vive con su hija adolescente y de prominente carrera como bailarina. Luego de una discusión realmente intrascendente, un cachetazo a su hija inicia una serie de exabruptos que van desde la forma de contarle a su amiga que el esposo anda con otra al maltrato de una colega en el colegio donde trabaja por miedo a ser opacada. Por supuesto, anda del bonete con su ex y su nueva novia joven y bella. La cita con el médico hace evidente el cambio hormonal por el cual está pasando, pero el guión no lleva esa circunstancia al frente, al contrario, la deja en “baño maría” para que simplemente funcione como caldo de cultivo de sus actos. En tiempos en los cuales las terminologías están todas cuestionadas, desmenuzadas, y pasan por un a veces muy forzado proceso de redefinición, los realizadores galos optan por acaso uno de los más viejos estados emocionales del ser humano: celos. Lo llaman por su nombre y lo expresan con esa simpleza. Nathalie está celosa, de todos y todas las que la rodean, está celosa, sin tal vez llegar a la envidia o al resentimiento, pero en definitiva es su estado actual. El relato, de progresión narrativa clásica se encarga de contarnos el derrotero emocional que nuestra protagonista debe atravesar para ver si puede aprender algo de todo esto, sobre todo de sí misma. En este sentido es clara la necesidad de una actriz que pueda darle a sus expresiones la emocionalidad contenedora de su dolor y por eso cada decisión gestual y corporal de Karin Viard va en ayuda vital para la construcción de la curva dramática de su personaje. Sin dudas uno de los destacables trabajos de esta temporada. “Algo celosa” es una comedia agridulce sobre los celos, aun cuando estos están potenciados por un importante cambio de etapa en la vida de la mujer. Ni el guión, ni la dirección ni el trabajo del elenco escapa a esa sencillez y por el alejamiento ex profeso de la corrección terminológica de moda es que sale ganando por varios cuerpos a esos lugares comunes a los cuales suele recurrir este género
No descubrimos nada si observamos que existe una suerte de división de clases de producción en el cine. Aquellas del mainstream con millones de dólares en su presupuesto, otras de nivel medio en cuanto a su costo, y las definitivamente independientes hechas a pulmón en las cuales hasta la tía del director colabora haciendo empanadas para todo el equipo mientras pone el patio de su casa como locación. Por suerte nada de esto influye en la calidad cinematográfica. Siempre es el guión. Si hay historia bien desarrollada, el resto se puede trabajar. “La princesa encantada” podría, como producto animado, entrar en la categoría del medio si fuese por analizar sólo la producción de la animación. En este sentido, estamos frente a un estreno al cual se le notan todas las costuras empezando por la intermitencia en los movimientos de los personajes, tanto en sus cuerpos como en sus labios. Cortes abruptos, no en el montaje sino en la continuidad de cada plano, ofreciendo pausas raras pese al intento de la banda sonora y la edición de sonido por disimularlos. ¿Qué queda entonces? Esperar que el relato avance en su idea para que la fuerza de la pluma sea efectivamente mayor a la de la espada. “La princesa encantada”, desde su prosa, parece haber sido escrita en la década del ’50, y por ende se convierte en una suerte de émulo de las princesas de Disney que ahora el propio estudio intenta parodiar. Los directores de esta película ucraniana deberían haber esperado a ver ese brillante pasaje que “WiFi Ralph” (a estrenarse el 03 de enero) hace sobre las mujeres para decidir de qué manera le darían tratamiento a su personaje principal. Es que los tiempos cambian, y si bien Mila ofrece cierta rebeldía a los mandatos patriarcales nunca llega a sobrepasar esos diálogos de manual que ofrece. Ruslan es un artista en búsqueda de ganarse los garbanzos, o un “busca” que no los encuentra como artista. Así entiende que emprendiendo la misión de liberar a Mila tendrá “tranquilidad” como recompensa. El problema con este argumento no es necesariamente la progresión lineal del relato, sino en qué lugar se pone en tiempos de la igualdad entre el hombre y la mujer. Tal vez en Ucrania rompa algunas barreras pero de este lado del occidente supone un atraso, y si bien no estamos para analizar las barreras culturales que cada país enfrenta, lo cierto es que aun entendiendo las diferencias culturales “La princesa encantada” resulta una marcha cansina por virtud del espectador que podrá anticipar cada una de las vicisitudes de la trama. Cuando eso pasa en el cine de animación, que por definición le corresponden todas las rupturas de forma y contenido, se entra indefectiblemente en el terreno del aburrimiento.
Introducción. Dos curas desparraman agua bendita sobre el cuerpo de Hannah (Kirby Johnson) cuyo inquilino demoníaco se niega abandonar. También está el padre, quien al intuir un posible fracaso interviene nomás. Se mete en el medio. Para que las cosas salgan bien mejor hacerlas uno y sanseacabó. Pero el tipo no anda con vueltas, caza una almohada y (mil perdones por la referencia) al mejor estilo “Jefe” en “Atrapado sin salida” (Milos Forman, 1975) mata a ambos. De todos modos no habrá “chau pinela” porque un plano detalle de la mano de los occisos indica que al menos uno de los dos no se murió. Ahora sí, títulos mediantes, la acción se mueve a tres meses después (tiempo nunca justificado en el guión por cierto). La historia es la de Megan (Shay Mitchell), una ex policía con problemas de adicción, producto de un trauma profesional reciente que al salir de rehabilitación decide largar todo y empezar un trabajo en la morgue de un hospital. Prepárese el espectador para ver, por primera vez en la historia del cine, un edificio que invita más a pensarlo como una cárcel o el estacionamiento de un shopping que el de un nosocomio. No hay luz, ni paredes blancas, ni nada. Una manipulación visual cuya credibilidad depende exclusivamente del recorrido inicial que el director del área realiza con la protagonista cuya impronta está lejos de la realidad a la cual pretende hacer referencia. No es sólo responsabilidad de un mal casting (la actriz nunca logra sostener el personaje), sino de un maquillaje como mínimo contradictorio respecto de la situación actual que pretende contarse del personaje, en contraste con una base facial pulcra y casi libre de arrugas, o al menos signos de estragos emocionales. Cuestión que llega el famoso cadáver, famoso porque es la nena que vimos perecer minutos atrás. A partir de este momento una tarea interesante a realizar por el aburrido espectador será contar cuantas veces se abre y se cierra la cámara frigorífica en la cual se aloja satán, o la suma de visiones que la heroína (sin eufemismos) tiene a partir de su llegada. Al no poder cumplir con las reglas mínimas del género, “Cadáver” se apoya en las adicciones como eje dramático primordial, pero también esto es tirado por la borda cuando por virtud de la imagen se transforma en un panfleto aleccionador sobre los excesos. Donde debería haber una introspección hacia los infiernos, provocados por el dolor y extrapolados por la presencia demoníaca, hay un sinfín de torpezas narrativas por parte del director Diederik Van Rooijen que atentan contra toda verosimilitud. Adicionalmente el guión olvida por completo la construcción del personaje central, atentando contra la empatía del espectador por el mismo. Hay un ex que no hace fuerza como subtrama, y un supuesto vagabundo que desde su aparición sabemos quién es por lo cual tampoco ofrece un giro argumental. Notable poder de contorsión de la actriz que personifica a Hannah. Notable además porque lo hace atada de pies y manos a un catre o en los pasillos y paredes del hospital. Es todo lo rescatable. Suena a poco ¿no? Y sí, es poco.
Parece extraño arrancar un comentario enumerando requisitos o estableciendo algunos puntos de vista a tener en cuenta para que éste estreno encuentre su rumbo entre las audiencias, y hasta se podría definir como un vano ejercicio de encauzamiento de público, pero es el pequeño enigma de Alfa y su instalación en la prehistoria. En principio, los espectadores que anden buscando rigor histórico, congruencia geográfica, precisión científica o veracidad antropológica, directamente pasen de largo. Nada de lo que se muestra acá tiene algo que ver con las investigaciones hasta ahora. Los hombres de la tribu visten abrigos de cuero de algún animal y tienen un diseño que si tuviesen escudos pueden ser usados por Tom Cruise en la próxima secuela de Top Gun. Lo mismo sucede con los adornos. Collares de dientes tipo cocodrilo, aunque casi todo ocurre en mesetas y montañas, piercings que no parecen obedecer a ningún ritual, etc. Mucha etnia indefinida también. En la misma tribu puede haber un flaco estilo nórdico con pintura de guerra al estilo máscara de Llanero Solitario, mezclado con otro, onda Mohicano. Los animales, lo mismo: Está el antepasado del bisonte, el del rinoceronte o algún Mamut, pero los lobos, los licaones o las águilas son igualitas que las de ahora. Si es por la fauna, hay más precisión en la saga de “La era del hielo” (2002, y las 4 siguientes). Si está dispuesto a hacer todas estas concesiones, seguimos. Entonces, ¿por dónde pasa el interés de éste estreno? Aparentemente sólo por la aventura. 20.000 años atrás, Keda (Kodi Smit-McPhee) es un adolescente a punto de ser iniciado en el ritual de la cacería. Su rol en el mundo será el de proveer a la familia según anuncia la inconfundible voz en off de Morgan Freeman, quién abre y cierra el relato, como un paréntesis en la historia del hombre. En esta primera secuencia, filmada al estilo de “300” (Zack Snyder, 2006) con mucha cámara lenta y paisajes digitales, se cuentan los elementos de la historia. El grupo de nativos avanza sobre una junta de búfalos, los hacen retroceder, uno se sale del molde y embiste al protagonista hasta tirarlo por un precipicio. Flashback a una semana antes. El papá del pibe (Jóhannes Haukur Jóhannesson) y jefe de la tribu anda queriendo mostrar a todos que su pollo es digno hijo‘e tigre, pero el nene no da pie con bola, excepto en el tallado de puntas de flecha. Esas las hace bien. Tanto en esta parte, como en el resto del metraje, casi no habrá diálogos. Sólo lo necesario, aunque, por cierto, es un idioma inventado. Es decir: “kuratá-ají” puede significar “vuélvete con los tuyos” como se lee, o “al pancho le falta mostaza”. Es incomprobable. Hay que confiar en los subtítulos. Vueltos del flashback, la primera escena se vuelve a repetir completa (por sino la entendió) y luego comienza la aventura. Keda es dado por muerto y abandonado, pero sobrevive. Malherido logra herir a uno de los lobos que lo ataca, con el cual entablará un vínculo que se establece como el primer antecedente de domesticación y amistad entre el hombre y el ancestro del animal que luego será su mejor amigo. Ambos deberán atravesar una distancia (no muy bien contada y justificada) que harían temblar a Froddo y compañía (perdón, comunidad). El guión de Daniele Sebastian Wiedenhaupt y Albert Hughes, con dirección de éste último, se centra en la relación de mutuo entendimiento que se produce entre el lobo y el hombre, de la cual ambos aprenderán mucho. Vencer los miedos, construir las convicciones, superar las adversidades, en fin; todos los condimentos esperables en una película de supervivencia. “Alfa” tiene algunas cosas interesantes, como el tratamiento de la imagen. Abundan las panorámicas espectaculares de las locaciones en Canadá y Estados Unidos (aunque se hable de Europa en la ficción), pero se abusa bastante de este recurso al igual que de la banda sonora repleta de timbales y tambores. Probablemente el público joven pueda disfrutar mejor esta producción que no carece de algún momento emotivo y dos o tres gags que siempre funcionan cuando los animales responden en el set. No mucho más que esto, y una moraleja final que escuchada por Morgan Freeman hasta dan ganas de practicarla y todo.
Podrán los espectadores conectar o no con el código que “Un pequeño favor”, intenta instalar desde los créditos iniciales en adelante; pero difícilmente estarán en desacuerdo al entenderla como uno de los argumentos más originalmente tratados en la temporada. A prestarle atención entonces porque ese original inicio cuenta e instala gran parte del qué, pero sobre todo; cómo sucederá. Todo está ahí, servido en bandeja, y sin embargo quedará lugar para bastante más. El nuevo opus de Paul Feig tiene sólo una conexión conceptual respecto de su anterior filmografía: las protagonistas son mujeres que en mayor o menor medida encuentran su fortaleza interior a fuerza de ponerse al frente de las circunstancias que las atraviesan, aun cuando ya está subrayado con el rol externo (ser policía o espía). Teniendo en cuenta que nos referimos a estrenos como “Chicas armadas y peligrosas” (2013), “Spy: una espía despistada” (2015), o el hallazgo de “Cazafantasmas” (2016) en la cual eran cuatro las heroínas mientras que los íconos masculinos de la original terminaban siendo apenas cameos. A lo mejor suena demasiado profundo este enunciado sobre la prosa del director, pero en la sencillez de la comedia menor estos atributos sobre la femineidad no aparecen por arte de magia, están cuidadosamente escritos y son autoconscientes. Eso sí, él también actor (en algunos bolos televisivos principalmente), se encontró esta vez con el guión ideal para potenciar lo hecho hasta ahora. Como si el texto escrito por Jessica Sharzer y Darcy Bell hubiese estado esperando por su media naranja. A la sucesión de sutilezas del comienzo animado le sigue una muy buena presentación de los personajes centrales: Stephanie (Anna Kendrick) es una madre soltera de estos tiempos, pero no necesariamente moderna. Su conexión con las actividades obedecen al “tener que…” más que a una decisión autónoma sobre su vida, pero lo hace con gusto y dedicación (el tiempo que le dedica a la escuela de su hijo, por ejemplo). Por otro lado, su energía está encauzada para llevar adelante un “vlog” (sí, con v. o sea un blog con videos en lugar de texto) en el cual vuelca desde recetas culinarias a fórmulas del estilo “hágalo ud en casa”. Su vida dará un vuelco cuando aparece una suerte de antítesis en el estilo de ser y parecer. Emily (Blake Lively) pareciera estar en las antípodas, desde su forma de caminar hata su sex appeal, y desde su posición frente a la vida, al manejo del cuerpo y del lenguaje. Sin embargo, este ying y yang está lleno de sutilezas. El realizador elige esquivar por completo las obviedades, la brocha gorda. Hubiese resultado más fácil presentar, por ejemplo, una señorita apocada y frígida contra una mujer liberada que escucha punk. Kendrick ofrece un ser frágil y vulnerable a lo que Lively contrapone un carácter firme y decidido formándose un atrapante juego de ping pong. La dupla de actrices logran un nivel de sofisticación tal en sus posturas, miradas y gestos, que cuando “Un pequeño favor” se transforma en un thriller, intrigante y escurridizo en la información que se brinda, el vínculo construido entre ellas es lo suficientemente sólido como para que el espectador ya esté empáticamente metido hasta la médula con ambos personajes. De la trama no hace falta adelantar más porque el título se ocupa de aclarar lo que en algún momento una le pedirá a otra. Al estar instalado en la forma tradicional de narración, esta película depende, más allá del elenco, de un buen timing en la compaginación, que ayude a limpiar lo innecesario para quedarse con el suspenso generado por lo tenso de algunas situaciones, ya que hay mucho trabajo en tratar de provocar situaciones muy incómodas sin por eso soltar el factor humorístico que tan bien funciona durante los dos primeros tercios. Uno de esos thrillers que se suelen ver poco ya. Sin inventar la pólvora, la película tiene con que defender su presencia en la pantalla y con qué dejar a más de uno rasguñando el apoya brazos de la butaca.
Hace un par de años se estrenaba en nuestro país una inquietante pieza iraní de terror psicológico llamada “Una chica regresa a casa sola de noche” (Ana Lily Amirpour, 2014). En ella el enigma sobre el personaje central se iba construyendo con pequeños indicios que trazaban una línea muy fina entre lo real y lo fantástico, hasta que finalmente terminaba inclinando la balanza a favor de esto último. Un poco en esta tesitura pretende instalarse la producción canadiense que se estrena esta semana. “¿Quieres que te cuente una historia?” Estas palabras, así leídas en este párrafo, remiten a un tierno abuelo a punto de contar un cuento para irse a dormir y provocan cierta ternura. Pero escuchadas al comienzo de “!Criaturas nocturnas” de una de las formas más oscuras, , espeluznantes que el género recuerde en mucho tiempo, causan escalofríos que se subrayan ante primer plano de Papi (Brad Dourif), cuyo perfil queda recortado en ese ambiente lúgubre y oscuro. La historia que le cuenta a Anna (Bel Powley) es tan macabra que no extraña verla aterrorizada. El objetivo es lograr que ese miedo operante en la niña sirva de anclaje a esa suerte de celda en la cual está confinada. Está claro que Papi pretende que la niña nunca salga de allí. El primer tercio transcurre en esta atmósfera muy bien instalada por el berlinés Fritz Böhm. Su opera prima cuenta con elementos narrativos que sin volverse gráficos construyen una enorme intriga alrededor de esta situación, jugando a una saludable dualidad ya que no sabemos si lo que Papi cuenta es o no cierto. De no serlo estaríamos frente a uno de esos casos de secuestro familiar al estilo Josef Fritz y también eso funciona. El afuera construido desde adentro resulta casi un personaje más a fuerza de planos abiertos, cerrados y la utilización de los silencios mezclado con sonidos naturales. Anna crece de niña a adolescente viviendo bajo el yugo de lo incierto. Su primera menstruación bien podría ser un punto de giro ya que todo cambiará a partir de ese momento. Aquí el trabajo de Bel Powley resulta fundamental y realmente se pone la situación al hombro, acompañada de éste gran actor, Brad Dourif, de quien recordamos fabulosos trabajos, como uno de los internados en “Atrapado sin salida” (Milos Forman, 1975), o aquél despreciable alguacil de “Mississippi en llamas” (Alan Parker, 1988), por mencionar sólo un par de papeles secundarios en su extensa carrera. Hasta ahí las flores. El primer tercio. Luego, lenta e inevitablemente, la cosa se va desmadrando en un guión que no logra mantener la vara de su propia propuesta. Se va alejando de todo lo armado hasta ese momento, casi negándolo. Abandona a su suerte no sólo al personaje central exponiéndolo al mundo externo a partir de un suicidio que sale mal (¿?!), sino también a los pocos personajes secundarios, incluida una Liv Tyler haciendo de policía comprensiva, y una historia de amor sumada a otra de “pertenencia a una especie” que no tienen sustento dramático ni generan interés mayor. Al cometer ese despropósito injustificado todo deja de importar. El espectador se ve expuesto a la ejecución de lo escrito, nada más. Un manual básico de este tipo de producciones que puesto en valor sólo deja ver una metamorfosis vacía y sin sustento. En lugar de inclinar la balanza con paciencia para atravesar esa línea fina de la cual hablábamos en la referencia del principio, Fritz Böhm decide patear el tablero y cambiar hasta de público, dirigiendo su película a los adolescentes fanáticos de la saga Crepúsculo y otras por el estilo. Los diálogos que podían antes formar parte de ese universo, suenan ridículos y mueven a risa. Lo mismo sucede con las impostaciones gestuales, los efectos especiales, y el resto de la producción. No será lo último de todos modos. El realizador tiene el tupé de instalar todo para una continuación en una escena final tan predecible como burda. La harán seguramente. Y la van a estrenar, aunque para entonces los espectadores que hayan visto la primera todavía permanezcan en la butaca tratando de quitarse la expresión de incredulidad
No se extrañe si pasados unos veinte minutos de esta producción algo en su mente comienza a dar vueltas como moscas en un asado. Una sensación de “este argumento me suena”. Y puede que tenga razón al ver que en la pantalla hay un personaje muy conocido y explotado por Disney (casi con exclusividad), y que ahora se presenta como un adulto que olvidó su niñez, cuando ese universo era pura fantasía. Básicamente esto sucede en “Christopher Robin: un reencuentro inolvidable”, pero antes de entrar en los detallees bueno recordar que además de la ficción el personaje de marras fue, con ese mismo nombre, el hijo en la vida real de Alan Alexander Milne, autor de los cuentos de Winnie Pooh que en este caso es revisitado. Un detalle no menor ya que todo gira en torno a él. Precisamente ese es el primero de los muchos problemas acarreados en este estreno, porque aquél niño con la imaginación suficiente para crear a Winnie Pooh, Piglet, Tiger y todos los habitantes del Bosque de los 100 acres, era el más insulso de todo ese universo, el menos interesante de todos, lo cual es mucho decir ya que ninguno era gran cosa en las versiones animadas de Disney. Por cierto se sigue sin poder explicar, por ejemplo, por qué el oso usa más ropa de noche (conjunto de pijama entero y gorra) que de día (una remera nada más). A lo mejor es uno mismo que ya está viejo pero sigue siendo raro. Luego de una introducción con distintos momentos felices en el famoso bosque, el niño creció y se mudó a Londres. La historia avanza sobre dos líneas al principio. El plantígrado de la chomba roja se despierta y descubre que todos los demás han desaparecido y necesita ayuda para encontrarlos. Por otro lado Christopher Robin (Ewan McGregor) trabaja rutinaria y resignadamente en una fábrica de valijas. Estuvo en la guerra (¿había necesidad de mostrar eso?), y ahora está casado con Evelyn (Hayley Atwell) a quien atiende poco. En realidad el tipo es bastante desagradable, adicto al trabajo en el mal sentido, indiferente a las necesidades de atención de su hija Madeline (Bronte Carmichael), y hasta podría decirse que anda como resentido por la vida (a su hija le lee párrafos de libros de historia para irse a dormir y cosas por el estilo). En este contexto Pooh va a buscar a Chris a Londres para que lo ayude, pero para entonces algunas cosas que no funcionan (el timing de la compaginación, lo injustificado de algunas acciones, etc) se profundizan. Está claro que los fanáticos seguidores de la saga puedan sostener el interés a fuerza de saber qué sucede con los personajes, pero realmente hay sólo algunos pasajes que logran conectarse con el estado de fantasía que se propone desde el comienzo. Tal vez lo mejor sea el viaje de Londres al bosque, y dos buenos trabajos actorales el de Ewan McGregor que sostiene muy bien la interactuación con personajes digitales, y el de la niña Bronte Carmichel con una notable naturalidad para estar frente a las cámaras. En definitiva, se trata de confrontar a un adulto que ha perdido la imaginación y las ganas con ese mundo que alguna vez le perteneció por invención propia, y que reclama algo de atención para mantenerlo vivo. Si le suena a argumento conocido es porque en 1991 Steven Spielberg hizo lo propio con Peter Pan en “Hook”, pero en aquella oportunidad todo estaba mejor justificado y trabajado a partir de lo que se generaba en la construcción de los personajes. Ni hablar de “Toy Story 3” (2010), que con mucho menos armaba un verdadero tratado sobre los cambios de edad y la confrontación entre una y otra, pero eso ya es historia. “Christopher Robin: un reencuentro inolvidable” tiene, en esos trabajos, algunos gags que funcionan, y en los efectos especiales las herramientas principales de su sostén, pero se queda en todo el resto.
Lección de actuación ante cámaras en una obra sutil, sensible y potente Primero fueron Janet Gaynor y Frederich March en 1937, pero luego la dupla cambió a Judy Garland y James Mason en 1954, en ambos casos para contar la historia de una aspirante a actriz que llega a Hollywood con sueños de triunfar y ser una gran estrella. Su potencial es descubierto por un actor con problemas de alcohol que tuvo su momento de gloria y la ayuda en ese camino al ascenso mientras su carrera desciende irremediablemente. La explosión total fue con Kris Kristofferson y Barbara Streisand en 1976, y este año es el turno de Lady Gaga haciendo pareja con Bradley Cooper, y aunque en ambos casos las profesiones hayan trocado de actores a cantantes de música country respecto de las dos antecesoras, la historia de “Nace una estrella” sigue cautivando por su simpleza y contundencia para hablar del resentimiento por un lado y del vínculo nocivo entre el ser humano y la fama por el otro. El amor siempre está, por supuesto. Con todo esto dicho, lo que queda por averiguar de la dirección de Bradley Cooper es cuanto puede aportar en esta era digital para justificar su mirada al clásico. Vaya si vale la pena estar con ojos y oídos atentos a ambos lados de la pantalla, porque si algo logra la dirección, del también protagonista es que, sin poder ponerlo en palabras todavía, el espectador pueda entender la sutileza instalada en esta primera secuencia. Justamente en la voz de Ally (Lady Gaga) primero, en la de Jackson Maine (Bradley Cooper) después, y en el bello cruce de miradas entre ambos mientras cada uno canta su canción es donde buscamos y descubrimos de qué se va a tratar todo esto. Una lección de actuación frente a cámara son esos primeros 10, 12 minutos, pero también de cómo el cine puede ser sutil, sensible y potente a la vez utilizando los elementos básicos. Por más que uno haya visto las versiones anteriores, la profundidad con la cual todo el elenco trabaja en pos de la construcción del vínculo entre los personajes cautiva desde el comienzo hasta la toma final, pero en esa primera parte, si el lector mira bien, frustración, adicción, resignación, enamoramiento, melancolía disfrazada en sonrisas y acaso admiración, son el conjunto de sensaciones que aparece y sirve como timón de proa de un viaje simbiótico entre el ascenso y la caída. El desarrollo de la historia transita por andariveles clásicos pero a su vez éstos son lo suficientemente flexibles como para esquivar las versiones anteriores con otros argumentos dramáticos que, sin salirse del libreto original, logran tener vida y entidad propia. Tema aparte es la música con una selección que arranca con una demoledora versión de “La vie en rose” por Lady Gaga. De ahí en adelante cada tema que suena tiene su razón de ser y resultan igual de hipnóticos. “Nace una estrella” es el romance amargo por antonomasia, apuntalado en este caso por la música. El tiempo dirá cuanto tendrán de clásicos renovados para esta generación pero lo cierto es que si la emoción aflora difícilmente tenga su base en una impostación acaramelada. Más bien surge de la profundidad del corazón. Allí donde se juntan todos los abismos para hacer surgir lo poco que queda de uno y empezar una construcción distinta. Si hay o no redención para Jackson, habrá de descubrirlo el espectador, y vaya que valdrá la pena el recorrido.
Otra de Marvel. Sabemos de su estreno porque el plan de los estudios es tener al menos tres por año, así que la lista es larga y las nuevas propuestas también, si tenemos en cuenta las dos o tres series bajo la tutela de Netfilk. Esta vez es el turno de un personaje singular que junto a Hulk, son como los dos bastiones de la historieta con reminiscencias de Dr Jekill y Mr Hyde, en tanto según convenga a la historia uno u otro ejerce el poder sobre el otro. En el caso de Venom, creado por Todd McFarlane en los ochenta, podemos sumar la relación simbiótica, pero vamos por partes. Olvide aquella lejana aparición en 2007, en “Spider man 3” (Sam Raimi). Vamos de cero. Eddie Brock (Tom Hardy) es un periodista de investigación comprometido con la denuncia de casos de corrupción, abusos, etc. Su popularidad se basa justamente en hacer de la corrupción un escrache público. A su vez Carlton Drake (Riz Ahmed) es un multimillonario dueño de una enorme corporación volcada a la investigación científica, quien anda detrás de un proyecto de mimetización entre un ente o sustancia extraterrestre (cuya forma y tamaño el lector deberá imaginar como un pequeño moco salido de la nariz de King Kong). Salvo que hay asido en una línea de dialogo perdida en la vorágine del montaje, o por alguna escena post créditos en una de Marvel anterior, no se explica cómo obtuvo estas muestras alienígenas, pero lo cierto es que necesita encontrar un ser vivo de nuestro planeta al cual se pueda acoplar y constituirse en un ser superior mientras dure en dicha carcaza. A pedido de su redactor en jefe Eddie accede a realizar un reportaje cuyo objetivo es enaltecer la figura del científico, también dueño de la cadena de noticias, pero no puede con su genio y termina preguntándole por sus experimentos secretos con su consiguiente despido. Será mejor perdonar algunas traiciones al verosímil si quiere aceptar la manera en la cual Eddie ingresa en el laboratorio y es invadido por el bicho para transformarse en Venom. De esta manera se puede disfrutar mejor el trabajo de Tom Hardy que, por supuesto, pone todo al servicio de esta producción. La vuelta de tuerca es más anunciada que el resultado de las elecciones en Brasil, pero ese no es el principal problema de “Venom”. La dificultad reside en anunciar, o amagar a desarrollar, los aspectos más interesantes como la personalidad reprimida, la relación simbiótica o parasitaria entre una moral que se traiciona a sí misma, la manipulación de los medios, para luego esquivarlos olímpicamente hacia la corrección política llevando todo a un plano más inocente, quedando Eddie/Venom como el-los únicos personajes con crecimiento dramático. Al lado de lo escrito por su creador, este antagonista devenido en antihéroe está más cerca de Heidi que de Spawn (la más oscura de sus invenciones) No obstante, el prodigio de los efectos especiales y la pericia de la compaginación hacen que “Venom” tenga algunos pasajes que mantienen el interés. Espejitos de colores que funcionan bien como tales (la persecución por las calles hacia la mitad de la trama, el enfrentamiento final, algunos gags con la voz en off, etc), aunque sean una simple tangente. La dirección de Ruben Fleischer (que la rompió con aquella interesante “Zombieland” en 2009) es lineal en la más tradicional de las formas. Como si cumpliese con la tarea asignada en lugar de jugar a otra cosa como en sus tiempos de cine independiente. Por supuesto hay pistas no muy sutiles que instalan la continuación, pero esto será otra historia, por ahora es el nacimiento de un producto meramente entretenido con sensación a oportunidad de desarrollo desperdiciada