Tres años después del último lanzamiento de la saga Dragon Ball es cierto que no hay nada nuevo bajo el sol, pero al menos algo de coherencia se ha recuperado para esta nueva entrega luego del fiasco “Dragon Ball: la resurrección de Freezer”, (crítica puede encontrar en http://www.elrincondelcinefilo.com.ar/critica.php?id=51113) Esta vez, pensando siempre en los deseos de los millones de fanáticos, los productores de la franquicia creada en la década del ochenta por Akira Toriyama, decidieron ir a por un personaje emblemático y de culto, con poca aparición a lo largo de más de treinta años, pero dueño de una mística especial dentro de este universo. Así se justifica el estreno de “Dragon Ball Súper: Broly” Hace muchos años, el Rey Vegeta desterró injustamente a Broly, cuando era chico, conminándolo a un planeta lejano. Rescatado por Frieza, el villano insólitamente resucitado en la entrega anterior, Broly es entrenado como un arma super-rencontra-cósmica-mortal-letal y que, por supuesto, ha de enfrentarse al guerrero Goku y al propio Rey Vegeta. Como siempre, las leyes de la física no aplican aquí y el imaginario del animé, sólo pasa por el guión ya que, excepto por las mejoras técnicas a lo largo de los años, la estética permanece intacta La película de Tatsuya Nagamine tiene, respecto de su inmediata antecesora, el decoro para tomarse unos diez, doce minutos, para hacer un resumen concreto y conciso sobre el universo de éste manga japonés como para que ningún espectador se quede afuera. Máxime considerando la gigantesca producción, hasta hoy día con más de 20 producciones no necesariamente concatenadas. Y así como esta virtud se puede agradecer, tal vez resulte empalagosa la gigantesca parafernalia desplegada en la batalla que todos quieren ver. Casi treinta minutos de combate final con destellos brillantes y efectos sonoros que seguramente dividirán las aguas entre los fanáticos ortodoxos y los iniciados que puedan sentir, no sin razón, que es demasiado.
Es imposible decirlo porque nunca jamás vamos a poder contar nuevamente con el factor de la sorpresa, la novedad, el toque que le da originalidad, pero sacándolo de la ecuación y quedándonos con el contenido en sí mismo como elemento principal para su redefinición, podemos decir que “Wifi Ralph” es una de las pocas excepciones a la dudosa regla: “Segundas partes nunca fueron buenas” Continuación de “Ralph, el demoledor” (Rich Moore, 2012), este estreno no solamente decide abandonar la estética que le dio origen (la de un viejo video juego de Arcade plano y unidimensional) es decir, cortar el cordón umbilical que le da anclaje en un lugar seguro; sino también apostar por la entrada consciente a la vida digital, o tal vez la digitalización de la vida. Es más, en este aspecto se puede hablar de una ampliación de la temática planteada hace casi exactamente seis años. En aquella oportunidad, Ralph (voz de John C. Reilly, doblado por Mario Filio) renegaba de su condición de villano pues no se sentía aceptado por el hecho de serlo. Esa lógica no atravesaba el mensaje pues la impronta de la moraleja, en el contexto de un video juego pero aplicable a cualquier circunstancia, era la de aceptar que cada uno cumple un rol en un engranaje, y que cada rol potencia al otro dentro y fuera de cada ámbito. Las circunstancias lo mostraban como héroe al ayudar a Venellope (Sarah Silverman, doblada por Liliana Barba Meineck, reemplazando a María Antonieta de las Nieves - la Chilindrina en El Chavo del 8 -), una niña rebelde que se metía en problemas en otro videojuego. Bien, pasado el tiempo cada uno ya ha aceptado el rol que le toca jugar y van cobrando vida cuando el dueño de la tienda, Mr Litwak (Ed O’Neil, doblado por Paco Mauri) abre su local para que los chicos sigan disfrutando del viejo entretenimiento. previo a la era de la Play Station. Pero Venellope se sigue quejando de lo rutinario de su cometido “Siempre la misma pista de carreras”. Su héroe invade ese videojuego y arma otra pista (de alguna manera “rompe” las reglas de la programación informática), lo cual deriva en la ruptura de una de las piezas en la vida real. Ante la amenaza de tirar el juego a la basura por el elevado precio del repuesto, Ralph y la niña se meten, literalmente, en el mundo de internet para tratar de conseguirlo. Aquí, a los doce minutos de película, comienza el reinicio de toda la idea superadora de la original y que ahora está codirigida por Phil Johnston junto al ya mencionado Rich Moore. No solamente por el planteo estético en donde “Internet” se presenta como una gran ciudad inabarcable (al estilo Tokio) de trafico de información, con los spam, Pop Ups, bugs, firewalls, cookies y caché como habituales e innumerables transeúntes, o sea todo aquello que hace que la web ande (bien o mal) transformado en personajes. Ambos van en busca de sitios de internet en donde poder adquirir la pieza que necesitan, pero en este viaje en particular ella descubrirá, y aquí es donde la apuesta del guión sale bien, su lugar de pertenencia, su manera de entender y descubrir el mundo y,por supuesto, el equilibrio entre felicidad y tristeza a la hora de aceptar la ruptura de viejas estructuras para soltarlas a favor de los nuevos desafíos. Lateralmente el guión juega saludablemente bien con esas presencias y menciones de sitios conocidos por todos, y mucho de eso es un gag en sí mismo, pero tal vez lo mejor de todo este conjunto de adornos graciosos sea la escena completa en la cual se juntan todas las princesas históricas de Disney, haciendo un ejercicio de necesario despojo de los antiguos paradigmas esquematizados que sometían a los personajes femeninos a “esperar por el príncipe azul”. Este momento de autoconsciencia es sencillamente hilarante y hasta podría ser un corto en sí mismo. “WiFi Ralph” amplía su público al usar un lenguaje amable para referirse al mundo que retrata de manera tal que nadie se quede afuera. Será seguramente un éxito de taquilla y habrá que ver si no le hace sombra a la firme candidata al Oscar de este año, “Los Increíbles 2” pero, yendo más al grano, es una muy buena película animada para todos.
Otra lección de un gran maestro en cuya obra deberían abrevar las nuevas generaciones Recibido hace rato como el gran narrador de historias de nuestro tiempo utilizando la forma más tradicional del cine, Clint Eastwood no solamente sigue entregando relatos plenos de vitalidad hace casi cincuenta años, desde su debut detrás de las cámaras, además lo hace con una potencia humana de la que ya no se ve tan seguido en Hollywood. Por si fuera poco realizar dos películas por año en más de una oportunidad (en enero de 2018 vimos “15:17 tren a París”), el director dos veces ganador del Oscar abre nuestra temporada con “La mula”, su mejor película tal vez desde “Un mundo perfecto” (1994). Tiene 88 años éste notable artesano del cine, una edad parecida a la del personaje que interpreta él mismo. Earl Stone vive un momento de florecimiento (literalmente) a sus ochenta y pico. Se dedica a cultivar lirios participando, junto a otros horticultores, de grandes exposiciones de ésta especie. Es claramente su momento de felicidad en la huerta de su casa, tratando a sus ayudantes mexicanos como pares, y hasta hablando el español que puede en contraste con el continuo estado de abandono de su familia, a la cual ha dejado de cuidar con los años. Mary (Diane Wiest) su ex esposa y la hija de ambos Iris (Alison Eastwood) están escépticas de que algo vaya a cambiar, mientras que la nieta Ginny (Taissa Farmiga) todavía cree en el vínculo con su abuelo más allá de las evidencias. Por ejemplo, el mismo día en el cual gana el premio a mejor horticultor su impulso es el de festejar con todos en un bar, olvidando la boda de su hija. Earl es así. A la hora de decidir a quién ayudar a crecer eligió a las flores y no a los suyos. Los tiempos cambian. Los yuyos, el pasto crecido y el estado de deterioro general de su pequeña parcela (en una elipsis simple y contundente) cuentan no sólo que los buenos tiempos terminaron, sino que Earl se ha quedado sin casa. Discusión familiar mediante, el viejo hace contacto con gente que le ofrece una buena suma de dinero a cambio de llevar un bolso de un estado al otro. “Jamás me han hecho una multa en mi vida” dice, y eso es suficiente para iniciar esta changa que pronto empieza a solucionar sus problemas económicos y, por qué no, también los de su familia. Sin preguntar primero, consciente después, el hombre se convierte en la mejor “mula” para el cartel de Sinlaoa, mientras es seguido de cerca por Bates (Bradley Cooper), un agente del DEA, cuyo jefe (Lawrence Fishburne) anda necesitando arrestos para poder dar respuestas a sus superiores. El de Earl Stone, como muchos personajes en la filmografía del realizador, es también un viaje hacia zonas oscuras de la moral en el cual también encontrará un pequeño resquicio transformador y acaso su propia redención. Desde esa óptica también hay un paseo por la norteamérica desde el llano. Los barrios, los caminos, pedir un sándwich en una estación de servicio, o entrar a un negocio de los que todavía conservan campanitas que suenan cuando se abre la puerta, todo lo que conforma una mirada sobre el mundo sin necesariamente juzgarlo. A la citada “Un mundo perfecto” podemos agregar “El sustituto” (2008), “Río místico” (2003), “Crimen verdadero” (1999) y, por supuesto, la fundamental “Gran Torino” (2009). Nunca en sus películas se deja de observar lo coyuntural, el contexto, sociopolítico que podemos conocer frontalmente por virtud del guión, o a través de simples diálogos en donde deja claro qué lugar ocupa cada cosa en la vida de la gente. Earl no tomaría éste trabajo de transportar cocaína sino fuese por sentir la necesidad de aportar algo a su familia antes de perderla por completo, pues está literalmente en la calle con su vieja camioneta y sus cosas, sin lugar a donde ir y sin nada que perder. De alguna manera dice: en éste Estados Unidos de hoy hay gente desesperada, dispuesta a hacer cualquier cosa. Sin proponérselo tal vez, Eastwood se convierte en un cronista de nuestro tiempo, y en un historiador de otros no tan lejanos, porque la observación del mundo a través de su cine nos espeja lo mejor y lo peor de la sociedad. Junto con la de “Los imperdonables” (1992), el actor ofrece el mejor papel de su carrera en ésta película, y hasta tienen algún punto de conexión, porque tanto William Munny aquella vez como Earl Stone aquí son personajes que andan con poco rumbo, un pasado más o menos oscuro, y un presente que los obliga a tomar decisiones por dinero, aun cuando estas impliquen la puesta en marcha de un engranaje que afecta a todo el entorno social. Ninguno de los dos está desconectado emocionalmente, pero sí tal vez desorientados en sus valores al definirse estos por sus actos. Amigable con su entorno de empleados latinos, trata de hablar español, no como acto de empatía anti-xenófoba, sino porque no da la sensación de sentirse mejor que con nadie más, e incluso conociendo el rasgo discriminatorio que opera en la sociedad norteamericana a veces (la escena en la cual interviene entre la policía y sus cuidadores, por ejemplo). La construcción de su personaje, gracias a un brillante guión, juega a dos puntas en el sentido más lúdico de la expresión, porque Earl pasará de ser un jubilado sin ingresos a una suerte de Robin Hood, según los diversos destinos que le da al dinero mal habido que va ganando. No es inconsciente de lo que hace, pero lo redime ayudando a su familia o a la asociación de veteranos de la guerra en la cual también combatió. Por eso, tal vez, el cartel de drogas no representa un peligro real para él, o al menos uno que le genere demasiados temores. La historia luego se desprende para apoyarse un rato en los antagonistas. Toda la secuencia en la casa del capo, interpretado por Andy García, cuenta mucho más de lo que se ve realmente y sirve para que veamos al viejo en la faceta más cómplice de la situación. Clint Eastwood sabe de la simpatía del público por personajes así, sabe que el espectador ama a los ladrones de bancos como Bonnie and Clyde, Butch Cassidy, o todo el equipo de la saga “La gran estafa, y que ésta no será la excepción porque de alguna forma también representan el pito catalán al sistema o al establishment. “La mula”, basada en un hecho real, narrado en el “New York Times”, es una película que se agigantará con el paso del tiempo al igual que otras del director que, una vez más, apuesta por la redención de los que ya no tienen nada que perder, pero sobre todo porque apuesta por el buen cine
En este último tiempo podría decirse que la lista de estrenos cinematográficos en la argentina es realmente internacional. Pareciéramos empecinados en tener una de cada país antes que termine el año y si seguimos así no estaremos lejos. Claro que este factor no implica nada, pero en la coincidencia podemos encontrarnos con aburrido cine de animación de Brasil y de Ucrania, una buena comedia agria de Francia, pésimo terror de Corea, y la que nos toca hoy viene de Noruega y es una apreciable muestra de cine catástrofe. Está claro que cuando se estrenó “Terremoto” (Mark Robson, 1974) la fórmula que combinaba espectáculo y efectos visuales con solidez narrativa iba a sentar un precedente difícil de sortear a la hora de las referencias. No es que no se hubiesen hecho de este sub-género antes, pero nunca con este estilo de producción. Así se replicaron los guiones cambiando de “monstruo” pero manteniendo los lugares comunes de las historias que giraban alrededor. Ya sea un meteorito a punto de estrellarse contra la tierra, un tsunami, un huracán, aviones que se caen o trasatlánticos hundiéndose en el océano, los ejes dramáticos que atraviesan a los protagonistas son más o menos los mismos: una historia de amor que se consuma en medio de la vorágine, o la unión de una familia separada por las circunstancias (o divorcio mediane) que a partir de la debacle externa aprende a apreciar la vida y convivir en paz. Con esto establecido como cliché, tomar riesgos argumentales puede ser una aventura para los productores conocedores de su público. “La gente quiere ver edificios cayéndose en medio de una parafernalia sonora” podría ser la frase hecha. Razón no les faltará, pero si sólo pasa eso fracasa por ausencia de consistencia. En fin, todo esto es simplemente para explicar los buenos motivos para recomendar ver “Terremoto” esta semana. Probablemente no sea fácil de asociar pero en principio, si el espectador que vaya al cine tiene una sensación someramente familiar frente al protagonista es porque estamos frente a la secuela de “La última ola” de Roar Uthaug, estrenada aquí en 2016, y en la cual el geólogo Kristian Eikjord (Kristoffer Joner) hacía lo imposible para advertir y sobrevivir a un tsunami desproporcionado que azotaba los fiordos de Oslo. En las primeras tomas de ésta segunda entrega (y aún sino vio la anterior) todo funciona igual, lo que vemos son las consecuencias físicas y psicológicas que todavía hoy operan en Kristian, un hombre que ha visto y anticipado el horror y que todavía hoy convive con la culpa de no haber podido salvar más gente. Para la TV y la sociedad es un héroe, para él hay sólo traumas que vuelven una y otra vez a su mente en esa casa en la cual vive solitario y algo abandonado en su aspecto. La muerte de un colega despiertan en él primero un temor, luego la certeza de que se viene otro sacudón peor al anterior. Entre tanto debe lidiar con algo tanto o más difícil: la recomposición familiar. Recibe a su pequeña hija Julia (Edith Haagenrud-Sande) pero le es imposible vincularse. Lo mismo con su hijo y su mujer (Ane Dahl Torp), quien trabaja en el centro de Oslo. Lo curioso de éste opus de John Andreas Andersen es la sutileza y dedicación con la cual construye el “monstruo” a través de la información que se va recopilando por virtud del protagonista. El guión de John Kåre Raake y Harald Rosenløw-Eeg tiene un tratamiento muy cercano al policial: Un geólogo derrotado sin nada que perder, pero que toma el caso que investigaba su colega a partir de su muerte con la clara idea de desenmascarar al “asesino” y redimir su muerte. Dígame si no hay un aroma a Raymond Chandler. Es tan claro el guiño que también será recién en el último tercio donde veremos la acción propiamente dicha, pero para entonces el miedo estará tan bien construido con los elementos clásicos del policial que la resolución cae (sin eufemismos) por peso propio. “Terremoto” es la historia de un villano natural e implacable cuyo daño sólo puede atinar a minimizarse con el conocimiento. Luego también, hay una familia por reconstruir que tal vez está viviendo su propio sismo a menos que se haga algo. Un trabajo sólido de todo el elenco, en especial Kristoffer Joner, aporta a una realización sin fisuras que prefiere usar los prodigiosos efectos especiales y el notable diseño sonoro como herramientas narrativas en lugar de espejitos de colores, y por eso la vertiente “policial” cobra ribetes novedosos para producciones de este tipo porque se logra que la construcción del caso sea tan atractiva como la resolución. Es cierto que el final sale por corte abrupto y carece de epílogo reflexivo, una variante que le hubiese venido bien para cerrar esta correcta y entretenida producción.
Parecía imposible que ocurriera con una saga que pese a haberse agotado argumental, estética y cinematográficamente, desde hace muchos años, pero el estreno de “Bumblebee” tiene cierto aire de frescura que en todo caso recupera el aire inocente perdido por completo desde aquella primera entrega en la cual, como en este caso, da la sensación que Steven Spielberg se dio una vuelta por el set durante el rodaje. Argumentalmente nos ubicamos antes de los hechos narrados en la original hace ya once años. Estamos en 1987. Cybertron, el planeta de estos robots, ha colapsado producto de la guerra entre Decepticons y Autobots, y en este contexto Optimus Prime (voz de Peter Cullen) envía al pequeño pero aguerrido Bumblebee (voz de Dylan O’Brien) a nuestro planeta para tratar de encontrar refugio. Es perseguido por Decepticons, pero finalmente logra esconderse “disfrazado” del tradicional, Volsk Wagen modelo “escarabajo, porque recordemos que al ser robots de la altura de un edificio de 5 pisos la forma que encuentran para camuflarse es transformarse en vehículos terrestres que van desde un camión a un jeep y desde un avión a una lancha. Pero esta introducción da paso a la verdadera historia que le da eje dramático a este tipo de aventuras. Charlie (Hailee Steinfled) es una adolescente que atraviesa el dolor por la muerte de su padre y el distanciamiento afectivo de madre. Autodidacta (la tiene muy clara con la mecánica y otras cuestiones) e inerme al mundo adulto que le es esquivo, la joven está también pasando por una “transformación” tanto de edad como de etapa de la vida. Cuando en el lote-depósito de su tío descubre un viejo “escarabajo”, le pide a su pariente la posibilidad de repararlo ella misma. Claro, al llegar a la intimidad del garaje de su casa el robot se manifiesta (al principio sólo para ella) y comienza la aventura de salvar la tierra, por un lado, y salvarse ella de la soledad. Esta relación, este vínculo entre dos seres que por distintas razones viven con miedos, es donde el guión de Christina Hodson (autora de “Mío o de nadie” estrenada el año pasado) hace hincapié y se vuelve mucho más interesante. Como si de alguna manera siguiese esos argumentos de la década del ochenta en los cuales niños o adolescentes se encontraban de repente con seres o universos fantásticos ante la incredulidad de los adultos, en “E.T”. (Steven Spielberg, 1982) como ejemplo universal y salvando las distancias, por supuesto. Aparecen el humor por contraste, situaciones insólitas, y por primera vez en esta franquicia la parafernalia de los efectos especiales dejan de ser la estrella. Un enorme trabajo de Hailee Steinfeld que tiene todo realmente para convertirse en una gran actriz y. sobre todo, una inteligente dirección de Travis Knight, el mismo realizador de la excelente “Kubo y las dos cuerdas mágicas” (2016) que el año pasado fue nominada al Oscar a mejor película animada. Cuesta pensar en esta como una saga sobre el simpático robot, porque además la historia queda casi pegada en tiempo a la que dio inicio a todo, pero al menos siembra esperanza para que si siguen adelante con la franquicia principal, se den lugar para escribir y dirigir mejor.
La ecléctica filmografía de Gus Van Sant tiene un nuevo fascículo con el estreno de “No te preocupes, no irá lejos”, y cuando decimos ecléctica no hablamos sólo de la diversidad temática a lo largo de más de 30 años, sino también estética, y acaso narrativa. Entre “Mi mundo privado” (1988), “Todo por un sueño” (1995), “Milk” (2008) y éste estreno, hay distancias abismales. El problema para los “GusVanSantistas” ortodoxos, como para cualquiera que se adueña pasionalmente de un artista, es seguir midiendo con la misma vara de antaño, transformándola, por definición, en una vara obsoleta que alienta la disconformidad. Esta es la historia de un hombre llamado John Callahan cuya historia personal sirvió de puntapié inicial para hablar de las adicciones en general, y del alcoholismo en particular. La forma elegida, más allá de los flashbacks, en tres tiempos distintos no es episódica formalmente, pero sí lo es de manera tácita a partir de cambios anímicos durante los famosos doce pasos para terminar con la dependencia del vicio. Desde un presente actual, John Callahan (Joaquin Phoenix) se apresta a dar un discurso frente a una audiencia repitiendo un chiste con el cual además resume su historia. El centro dramático se genera cuando John tenía veintitantos de años nada más y un constante estado de ebriedad. Una suerte de limbo sedante para no ver lo que en realidad le sucedía. En una de esas noches conoce a un compadre que luego de tremenda juerga vuelca con su auto y nuestro protagonista queda cuadripléjico. Desde ese momento y en adelante el director juega a dos puntas usando (o contando mejor dicho) el dolor de la sanación para ver como ésta se transforma en una inquietud, luego en un oficio, y posteriormente en una forma de vida. Como una suerte de redención en la cual el humor negro y políticamente incorrecto lleva a Callahan a convertirse en un humorista gráfico que cuenta el dolor sin filtros. De hecho, para que el título de ésta producción tenga sentido, el espectador deberá imaginarlo en forma de diálogo debajo del dibujo de una silla de ruedas vacía en un camino y un alguacil diciéndole eso a su compañero. Este es el tipo de humor que ayudó a exorcizar los demonios junto con otros dos pilares que aparecen en el guión, coescrito por el propio Callahan basado en su libro: Donny (Jonah Hill), una suerte de mentor, gurú con métodos poco ortodoxos en esto de grupos de autoayuda y Annu (Rooney Mara), esa suerte de ángel de la guarda terrenal y necesario en este tipo de historias. Como siempre con los integrantes de este elenco los trabajos actorales son de muy buena factura, jugados en todos los casos hacia una exploración personal en la cual se toman riesgos, incluso hasta el de caer en la caricatura, pero esta tampoco es la primera vez que el realizador asume la responsabilidad de hacerlo. En todo caso, lo que sí atenta contra la verosimilitud, o al menos demanda un esfuerzo de concesión extra por parte del espectador, es aceptar que Joaquín Phoenix y Jack Black, casi sin cambios a como se ven hoy, representan personajes con veintipico de años de edad. Por lo demás, “No te preocupes, no irá lejos” es un relato bien contado y con pinceladas que todavía dan lugar a la sorpresa.
Bueno, realmente con tanta importación de productos cinematográficos de toda índole, género, calidad y país, ¿por qué no recibir una de terror oriunda de Rusia? Total, la peor de éste género que traigan igual va a ser negocio para las distribuidoras en desmedro de la cuota de pantalla de cine argentino así que ¿por qué no probar? Más allá de estas cuestiones de políticas culturales, hay algo insoslayable: la globalización vuelve acerbas las ideas. Cinematográficamente hablando, el deseo de hacer algo medianamente aceptable pero que sobre todo haga fluir el dinero como objetivo principal, termina por generar fórmulas que se repiten hasta el hartazgo (porque funcionan bien), pero le quitan identidad cultural a su forma según la aldea donde se pinte. A veces anda la cosa. A los tumbos, pero anda. Así es “La Sirena” que se estrena esta semana. Según la leyenda del comienzo, narrada por una voz femenina casi infantil, hace unos años una mujer (Sofia Shidlovskaya), despechada porque su prometido la abandonó para casarse con otra, mató a los amantes y luego se ahogó en un lago mientras huía de la gente que la quería linchar. Presa del dolor su fantasma anda separando parejas literalmente. Secuestra novios y prometidos y sólo a cambio de algo que la novia de marras ame mucho procederá a la liberación. En nuestros días el problema lo van a tener Roma (Efim Petrunin) y Marina (Viktoriya Agalakova). En una noche de fiesta estilo despedida de soltero, organizada en la cabaña del lago por un grupo de amigos del colegio muy bien entrenados en natación, el agraciado novio es encantado por la fantasma y de ahí en adelante sufrirá el derrotero habitual hasta que todos empiezan a entender qué demonios (o sirenas mejor dicho) está pasando. Todo el desarrollo es convencional, pero hay algo que el director Svyatoslav Podgaevskiy maneja bien como director: la tensión dramática y la pulsión narrativa, y aunque no esté inventando la pólvora, se las arregla para pegar un par de buenos sustos a la platea, especialmente por el diseño de arte y maquillaje que juegan un papel fundamental. Aplausos a los responsables porque la fantasma es realmente espeluznante potenciado por un diseño sonoro estridente, pero efectivo. El guión de Natalya Dubovaya, Ivan Kapitonov y Svyatoslav Podgaevskiy nunca levantará el vuelo de la originalidad. Es simplemente tan efectivo como predecible tanto en la historia como en el la construcción de los personajes que son salvados por un elenco que cumple bien con el trabajo. Tal vez aquellos acérrimos fanáticos de la saga “El conjuro” y “La monja” (estrenada hace unos meses) encuentren una razón medianamente aceptable para ir confiados, aunque (y en esto sí uno puede estar agradecido) no se instale ninguna posibilidad de secuela. De Rusia nos llega “La sirena”, pero lo único ruso es el idioma original de esta película. Veremos que nada, absolutamente nada, aquí parece ruso o tiene siquiera la más mínima influencia o referencia al cine de ese país. Es más, probablemente esta sea la producción más yanqui de todas las rusas de la historia, de manera tal que desde el punto de vista cinéfilo vaya buscando por otro lado. Ahora bien, para los amantes del género del terror se van a encontrar con la sensación de un buen producto. Repetido, pero bien hecho.
Hay dos formas de ver el estreno de “Había una vez un deadpool” desde el punto de vista conceptual. La primera es: una engaña pichanga por el hecho de tratarse de un recauchutado de “Deadpool 2” (mayo 2018), cuya única excusa es llegar a un público más pequeño, en edad, sacando algunas escenas que son claramente fuertes para ciertas edades y redecorando el producto final con escenas adicionales en tono auto paródico en las cuales está incluido Cary Elwes, otrora protagonista de “La Princesa prometida” (Rob Reiner, 1987) como excusa para completar el título. La segunda es: un hallazgo para ultra-fanáticos que, a todo lo visto en momento de su estreno, se le agregan cuatro o cinco gags realmente muy graciosos, en los cuales el personaje interpretado por Ryan Reynolds se despacha con mucho más verborragia satírica y paródica sobre la Fox, los superhéroes y otras yerbas de la industria. El agregado sería que justamente Cary Elwes también hace lo mismo y genera una gran química con su partenaire. En cuanto a la producción, hay que decir que es la misma “Deadpool 2” que vimos este año, con lo cual seguimos pensando lo mismo. El tema es cuánto se justifica una reposición cuando tenemos una cartelera atiborrada y desbordada, problemas con la cuota de pantalla, pérdida de identidad cultural por esa razón, etc, etc. Todo este contenido tiene mejor ubicación en los extras de un DVD como cosa curiosa, pero en la cartelera vernácula será sólo para fanáticos
Obra de arte en tres cartas de amor en una: al cine, el recuerdo vivo y a Cleo Si algo está muy claro ya desde hace algunos años es que el nacimiento de NETFLIX cambiará la historia de la industria audiovisual para siempre, y es la razón fundamental para escribir sobre éste estreno que dividiremos en dos partes. Si quiere sólo saber de la película saltee la primera y vaya directo a la segunda. Primera parte: El nuevo contexto. Es que la empresa, nacida hace más de veinte años en USA, comenzó como un videoclub virtual con una página de internet mediante la cual se alquilaban películas que llegaban a domicilio. Ya no hacía falta ir al local a elegirla. El crecimiento fue tal que sacó de la competencia a la mítica cadena Blockbuster en todo el mundo, y muy pronto erradicaría el servicio de entrega a domicilio para transformarlo en una virtual plataforma en internet que (por una tarifa fija) da acceso al catálogo, dejando a la industria del DVD y del BLU-RAY frente a la inevitable desaparición y, dato no menor, redujo la piratería de manera notable. ¿Cuánto hace que no ve en la calle esa “alfombra” de títulos que más de un oportunista extendía por las veredas de Buenos Aires? Hay alguno todavía, sí. Pero cuando los aparatos reproductores de DVD dejen de existir el formato desaparecerá. Los tiempos cambiaron muy rápido y el negocio creció desproporcionadamente, porque para poder competir todavía más con los pocos videoclubes tradicionales remanentes, NETFLIX encargó en 2011 la realización de la serie “House of cards” (2013-2018) para ofrecerla como contenido exclusivo a sus suscriptores. Es decir, no solamente tiene los derechos para comercializar los lanzamientos cinematográficos por internet, sino también para decidir sobre sus propios productos. Hoy, la empresa produce sus propias series y sus películas al punto tal de digitar sus estrenos como se les antoje, porque total su número de espectadores no para de crecer. ¿Recuerda cuando un par de sus producciones no calificó para competir en Cannes el año pasado? Ni se mosquearon. El siguiente festival clase “A” los recibió con los brazos abiertos. ¿Consecuencia? Cannes se puso en marcha para inventar una nueva categoría que los incluya. Hasta ahora en “El rincón del cinéfilo” hemos abordado los estrenos en salas comerciales en el más tradicional sentido. Los tiempos cambian y como “Roma” es la primera producción de NETFLIX que tiene, no solamente las mayores chances de lograr varias nominaciones al Oscar sino de ganar un par como mínimo (película de habla no inglesa y dirección de fotografía). Una vez más la empresa rompe los esquemas y se coloca como un jugador con peso específico y poder suficiente como para hacer tambalear el mercado. ¿Qué pasaría si un día el CEO se levanta de mal humor y le dijese a Warner o a Fox, o a lo que queda de la MGM, que ya no quiere tener ninguno de sus productos en el catálogo? ¿Cuánto representaría en millones de dólares esa pérdida para el estudio por derechos de exhibición on line? Disney, a punto de adquirir la Fox, ya está detrás de su propio canal de internet. Pronto, hablaremos de los estrenos en salas, pero también de los que se produzcan en internet. La industria se fagocita así misma sin límites, pero esto es otra historia porque ahora nos toca hablar de la excelente película de Alfonso Cuarón que se ha estrenado (o no) la semana pasada. Segunda parte: La película Plano cenital de baldosas del patio cubierto de una casa. Balde con agua sobre la que se refleja el cielo y un avión que pasa en su altura. Pasa ese avión con la misma certeza con la cual sabemos que antes pasó otro y que habrá más después. Hay un tiempo de transición entre cada viaje, y este será la descripción de uno de ellos. Lentamente van despertando los sonidos externos e internos en la casa de una familia de clase alta en el barrio que refiere al título. Con la sutileza que da el arte, pero también con la precisión de un lápiz de arquitecto, escuchamos y vemos baldear ese patio. Una escena que, como tantas otras a los largo de poco más de dos horas, tendrán un sentido y se resignificarán luego. Es cierto que todo lo que veremos a continuación tendrá un tono autobiográfico ubicado, históricamente, en la infancia del autor. Para lograr una mirada externa sobre su propia vida, el guión cambiará el punto de vista porque la vida de esta familia la veremos a través de los ojos de Cleo (Yalitza Aparicio), la niñera de los cuatro hermanos y ayudante en los quehaceres domésticos que además sirve como botón de muestra de la enorme diferencia de clases en cualquier lugar del mundo, dándole a la película una universalidad temática conceptual. El recorrido lineal, sin embargo, presenta una conflictividad relativa en la vida de la familia, como la poca presencia del padre (Fernando Grediaga), algunos excesos por parte de la madre (Marina de Tavira), o la omnipresencia de la abuela (Verónica García). Centra su mirada sobre la empleada que anda con un problema importante a resolver (por miedo) fuera de la casa donde trabaja. De este punto se aferra el realizador para hablar sobre el ninguneo étnico, la desigualdad de oportunidades y hasta de la identidad cultural. Cleo se resigna a que el mundo es como es, pero su mirada lo trasciende, lo interpela y deja su cruel miseria en evidencia Al tratarse de un texto con un noventa por ciento de recuerdos de la infancia, ubicados entre 1970 y 1971, la minuciosidad lograda tanto en lo evocador de los sonidos cotidianos como en el contexto político que se vivía entonces, el mexicano alcanza un nivel de sinceridad emotiva que traspasa la pantalla y se vuelve un vehículo hipnótico-sensorial hacia el pasado con anécdotas de todo tipo que no conviene revelar aquí. El otro prodigio, además del diseño y edición sonora, es la dirección de fotografía que esta vez es realizada por el mismo Alfonso Cuarón, ante la falta de su preferido, Emmanuel Lubezki. Virtualmente es como ver un álbum de fotos que funcionan como recuerdos familiares, pero también como una suerte de corresponsalía periodística de la época. En su conjunto, ver “Roma” es ser testigo de un gran monumento a la memoria emotiva y al recorte de un tiempo que nos pertenece a todos. Esos momentos en la historia individual que se marcan a fuego y precisan de una conexión expresiva para salir a la luz. Si se habla de prodigio, la cámara (y sus movimientos) tiene la virtud de estar, sin juzgar, como testigo presencial de las situaciones que se plasman. Se mueve a otro ritmo en el set, distinto del agua de una playa, de un auto, de un afilador en bicicleta y también del elenco, más allá de lograr un sinfín de encuadres que funcionan como homenajes al cine de todos los tiempos. “Roma” es tres cartas de amor en una: al cine, al recuerdo vivo que nos hace humanos y por supuesto, a Cleo. Una magnífica obra de arte.
No es de extrañar, al ser el cine mainstream de animación una máquina de generar billetes, que surjan curiosidades en la grilla de estrenos vernáculos. Por un lado porque ni Disney tiene la capacidad para hacer una de estas para abrir, en nuestro caso, cada jueves, y por otro porque también en la diversidad está el gusto, ¿no? O debería estarlo. La semana pasada se estrenó un aburrido producto ucraniano sobre princesas y guerreros, y esta semana nos toca ver algo de Brasil en tono de comedia. Ambas adolecen del mismo problema: pretender ser lo que no son. Ya en la confección del afiche de “Lino: una aventura de siete vidas” se adivina el tipo de público al cual se apunta: padres y madres que ya llevaron a los chicos a ver todas las del año y que no tienen otra idea para sacarlos a pasear. Viniendo del país pentacampeón del mundo en fútbol uno no puede pretender la maestría de Anélio Lattini Filho, Cao Hamburger o de Eliana Fonseca, destacados directores de animación de allí, con varios premios bajo el brazo, pero al menos algo que mínimamente tenga un equilibrio entre sus intenciones comerciales y su factura artística. Lino (voz de Selton Mello) es un tipo con mucha mala suerte. De todo le pasa a éste pobre tipo que dentro de su rutina cansina y desganada está su oficio de animador de fiestas de cumpleaños disfrazado de un gato. Los chicos le hacen la vida imposible. Le pegan, gritan, asustan, zamarrean, tironean, le pegan patadas, lo estresan a un nivel insoportable, etc, etc. Un planteo inicial interesante que podría ser efectivo si se profundizara, pero lentamente esta idea se irá convirtiendo en otra cosa, y si bien aporta a la justificación de las acciones posteriores, lejos está de querer decir algo respecto de temáticas como la depresión o el bullying. Lino decide acudir a alguien que lo ayude pero elige, coherentemente con el tipo de suerte que tiene en la vida: mal y aunque la única lógica para seguir adelante con este mago trucho sea la de ser un “oráculo” barato, comienza a sobrevolar en el espectador la sensación de estar “tirado de los pelos”. No sólo esa situación, sin otras del mismo tenor, aunque hacia el final (por insistencia forzada de la propuesta) uno pueda pensar que el guión levanta la vara y la moraleja aparezca. Es que casi todo será así en este estreno. “Lino: una aventura de siete vidas” respira pretenciosidad por todos sus poros porque sencillamente carece de personalidad propia en su concepción artística (aunque la gestualidad y movimientos de los personajes están bastante logrados), y el guión no ofrece un mínimo de rebeldía frente a esa circunstancia. Es probable que la película encuentre su público entre los más chicos, aquellos entre 5 y 9 años que todavía no han visto todas las grandes producciones y por lo tanto tendrán un lugar para reírse en el cine. A lo mejor es lo que pretenden los productores precisamente, pero eso no significa que queden todos contentos.