Avatares de la distribución hacen raro éste estreno ahora en nuestro país aunque, claro, siendo producto de los grandes estudios y tratándose de una geografía con mucha nieve y frío es más lógico dado que en el otro hemisferio empezó el otoño. Así de fría y desangelada comienza “Pie pequeño”. El ritmo de animación, más allá de las virtudes técnicas, es algo lento, como si estuviese forzado a esa velocidad por un guión que necesita presentar al personaje, y esto provoca cierto alejamiento de lo que pasa. Uno podría preguntarse si los tiempos que vivimos nos malacostumbran como espectadores, pero el equipo artístico detrás de éste proyecto conoce bien el paño, y sobre todo al público al cual se dirige, así que no. Efectivamente es un comienzo a media máquina con una canción que intenta ser pegadiza sin lograrlo, destino que tendrán todos los temas que se escuchen aquí. Antes de empezar con esta parte de la crítica es menester decir que las preposiciones del idioma español conjugadas con el nombre del yeti protagónico pueden mover a risa. Luego de la introducción empezamos a conocer mejor a Migo - lo advertimos - un yeti que vive en los altos Himalayas, en una tribu bastante escéptica por influencia total del “Guardián de las rocas”, quien imparte las reglas a cumplir so pena de ser desterrados de no hacerlo. Este paralelo con el gobierno totalitario no es para nada sutil, y hasta alcanza a teñirse de discurso progre cuando avanza el relato, que propone a los chicos pensar por sí mismos y cuestionar las reglas cuando parezcan impuestas sin razón, pero el tipo de animación y la calidad banal de la mayoría de los diálogos, cuestionablemente necesarios para producciones de este tipo, ofrecen un contraste contradictorio a la intención del mensaje. Por supuesto que habrá gags relacionados con el mundo exterior negado al pueblo yeti (llamémoslo así ya que estamos), cuando vemos, por ejemplo, la resignificación de objetos de uso humano como papel higiénico o algún elemento de esquí. Nuestra existencia es un mito para los yetis (y viceversa, claro). Esto es corroborado por el personaje de Percy, un joven cuyo avión se estrella en la montaña y provoca el encuentro con Migo (¿ve?, otra vez). Hay que decir que el encuentro es muy gracioso, bien pensado y elaborado. Claramente lo mejor de “Pie pequeño”. A Migo (¡ufa!) no le queda otra que satisfacer su curiosidad natural y seguir a Percy, quien claramente representa, para él, el proceso de desmitificación de las leyendas de su pueblo. Es luego de este momento cuando el guión empieza a ser superado por la animación, y si bien va en desmedro del mensaje, o moraleja, que se desea instalar, al menos logra que la película levante un poco y sea más llevadera a pesar de las canciones cuya calidad no aumentará en ningún momento. La disociación de la que hablamos entre guión y animación probablemente es lo que delata mejor el hecho de ser una codirección entre Karey Kirkpatrick y Jason Reisig. En el caso del primero, ha escrito pequeñas joyitas como “La telaraña de Charlotte” (2006) o “Pollitos en fuga” (2000) pero (nunca mejor usada la conjunción adversativa), el segundo es un experto en animación con productos de alto ritmo y vértigo como “Kung fu panda” (2008) o “Shrek” (2001). Este es el defasaje de ésta realización, la dupla no parece ponerse siempre de acuerdo entre el qué y el cómo, dando la sensación de diferencia de criterios, y cuando esto sucede se lo percibe desde la butaca. Será Jason Reisig el encargado del final a todo trapo y en cuanto las consecuencias de cuestionar las reglas a riesgo de ser expulsado. Por Migo no se preocupe (me rindo), él va a estar bien.
No debería de extrañar el estreno de “Slender man” a sólo nueve años de su creación. Es más, podríamos decir que esta será la primera de varias adaptaciones de las famosas “creepypastas”. Ya lo sé, usted acaba de frenar en seco y pasarse de largo como esos dibujos de Tex Avery que de tan rápido que iban el frenazo los sacaba fuera del fotograma. Vamos por partes, así lo ponemos en tema. Las creepypastas son pequeñas historias de terror inventadas por un grupo de internautas. La mayoría de ellas no tienen pies ni cabeza en su construcción, y hasta podríamos decir que son la versión moderna de leyendas urbanas o suburbanas al estilo de “la luz mala”. Al ser productos creados por fanáticos de internet su éxito se basa en la cantidad de seguidores que estas publicaciones logran. La más famosa de estas es, precisamente, Slender Man. David Knudsen, su creador (usando el seudónimo de Victor Surge), editó un par de fotos del campamento estudiantil, agregándole a estas una figura larga, sin rostro y con tentáculos, mimetizada entre los árboles de un bosque. Una suerte de presencia fantasmal y maligna a la cual le inventó ciertos poderes pero, en especial, su propósito de ser una entidad que se alimenta del secuestro de niños y niñas. Todos estos elementos sirvieron luego para crear un video juego, luego otro, y otro. Millones de fans han seguido, y siguen, descargándolo, sumados a otros millones de “me gusta” en YouTube. Fanáticos queriendo saber más del personaje para ampliar el universo. Ahora sí volvamos a la primera frase: No debería de extrañar el estreno de “Slender man” a sólo nueve años de su creación. Está claro que arranca con un público cautivo, ávido de algunas revelaciones extra de lo que ya conocen y, en este sentido, los fans tendrán varias razones para llenar las salas. Pero no olvidemos que estamos frente a un producto cinematográfico. Una historia que en términos clásicos necesita ser narrada como pide el género hoy en día: suspenso, sustos con la banda sonora y mucho efecto especial. Hay que reconocerle a Sylvaine White una intención clara de tratar de evitar estos elementos demasiado Hollywoodenses, y por largos pasajes logra trocar los efectismos por un argumento hilvanado en el sufrimiento de los niños. Es decir, “Slender man” está en sintonía con productos como la serie “Stranger things” (2016 / 2017, Netflix), “Súper 8” (J.J. Abrahams, 2014) o “It”(Andy Muschietti, 2017), en los cuales los chicos son los protagonistas y los miedos de la edad los verdaderos antagonistas. La historia es la de cuatro amigas-compinches en plena secundaria que deciden juntarse una noche en casa de una de ellas. Hallie (Julia Goldani Telles), Chloe (Jaz Sinclair), Katie (Annalise Basso) y Wren (Joey King, que de haber nacido varón y argentino le hubiese competido al chico Ferro que hace de Robledo Puch en “El Ángel”) están charla va, charla viene hasta que sacan “el tema”. Entre todas las cosas que hacen en las redes sociales le dan cabida a la invocación vía video a un tal Slender man. Hay que seguir algunas instrucciones estrambóticas (cerrar los ojos, escuchar campanas, etc) pero en definitiva quedan conectadas. Como siempre uno de los secretos está en el casting, porque estamos en plena presentación de los personajes y la empatía con el público es fundamental. Las cuatro chicas están realmente bien, pero un viejo conocedor ya se da cuenta que de seguir adelante y elegir bien, tenemos en Annalise Basso y Joey King un futuro tremendo. Cada una en su registro, fresco, desprejuiciado y espontáneo, tiene con qué destacarse. La invocación da resultado y a partir de aquí habrá algunos sustos bien producidos y un in crescendo correcto para un género que no pide más que eso. Desde el punto de vista de la creatividad el asiduo al cine de terror encontrará reminiscencias de varias fuentes. Los lugares comunes seguirán siéndolos siempre. Nadie prende la luz, los bosques están filmados con el filtro azul de costumbre, las sombras, las pesadillas que parecen reales, etc. Por suerte hay una apuesta por algunos silencios y por estirar al máximo los clímax de cada escena. La dirección de arte, banda sonora, y fotografía logran extrapolar el universo del personaje ya instalado en las redes y darle verdadero juego cinematográfico, con lo cual se puede hablar de una buena adaptación de un formato a otro respetando la esencia del personaje, sí, pero además otorgándole la necesaria consistencia para ningún espectador se quede afuera.
A las películas de acción cuya justificación de existencia es tomar premisas archiconocidas (grupo de ex boinas verdes en misión de rescate, un solo policía contra toda una mafia, o un solo tipo sobreviviendo balaceras y convirtiéndose en héroe, etc), parecen quedarle un sólo camino posible al dirigirse irremediablemente a ese callejón sin salida de la obviedad: tener guión bien escrito y dentro del mismo una construcción perfecta del personaje central (acá es crucial el casting). Sin eso, por más que se suba el volumen, aumenten las explosiones y se potencie el diseño sonoro, no hay nada. “Milla 22: El escape” hace apuesta por el protagonista y le sale bastante bien. James Silva (Mark Whalberg) ha sido un niño dotado de una inteligencia superior a sus pares, lo cual derivaba en una conducta disruptiva y a veces violenta. Hoy ya es grande y ha canalizado su energía convirtiéndose en el líder de un grupo comando de táctica, estrategia y performance perfecta. Así lo quiere él y sino sale de esa manera bueno, digamos que uno no quisiera estar en el medio. Frío, decidido, intrépido, despótico, algo soberbio, obsesivo… las tiene todas éste muchacho. Ese manojo de nervios controlados le cabe a la perfección a Mark Whalberg. Un papel similar al de Matt Damon con Jason Bourne. Más que hecho a su medida, da la sensación que el personaje fue quien encontró al actor. Y así le responde en el set. Entregando todo. Generando en el espectador el mismo nivel de empatía que de rechazo, la misma cantidad de risas que de broncas, y esto se debe a un guión (de Graham Roland y Lea Carpenter) ocupado en tener al líder constantemente al borde de un ataque de nervios. Al tener al espectador concentrado en como James Silva se vincula con el mundo y con sus pares, el hecho de tomar (o calcar) los argumentos de “Ruta suicida” (Don Siegel, 1977) y de “16 calles” (Richard Donner, 2006), pasa casi desapercibido. En aquellas referencias un policía decide ir contra todos los obstáculos y cumplir la orden de trasladar a un prisionero de un lugar a otro, pese a que son sus propios superiores quienes por conveniencia necesitan que el objetivo no se cumpla (además de un chivo expiatorio). En este caso la tensión y circunstancia política de un país del sudeste asiático hace que este grupo de elite tenga que trasladar a un posible desertor que pide asilo político a cambio de delatar dónde se encuentra una gran cantidad de químicos que sirven para detonar una hecatombe nuclear. Peter Berg dirigió su mejor película en 2008, se llamaba “Hancock” y la protagonizaba Will Smith haciendo de un super héroe que renegaba de serlo convirtiéndose en el arquetipo de anti-héroe. “Milla 22: El escape” quedaría ahí nomás sino fuese por su poca originalidad, pero donde falta imaginación sobran diálogos picados y picantes, acción sin pausa, brillantemente filmada y compaginada, con un personaje que se pone al hombro todo esto y lo justifica. En este sentido la química delante y detrás de cámara funciona como nunca. Se conocen mucho y se nota, ya que es la cuarta producción que hacen juntos. Berg y Whalberg (hasta en los apellidos se mimetizan un poco), vienen de hacer primero “El sobreviviente” (2013), luego “Horizonte profundo” y “Día del atentado” (2016), el estreno que nos ocupa. y ya preparan una quinta para el año que viene. Es una de tiros que tiene el ritmo de esta época, pero también remite a viejos artesanos del género. Tal vez habría que definirla como esas épocas: Acción bien filmada que no le da respiro al espectador.
Dicen que no es tan fácil encontrar piedras preciosas, aproveche entonces ir al cine pues esta es una de ellas. Dicen que no es tan fácil encontrar piedras preciosas, aún en las áreas más prolíficas para ello. La duración de los tres o cuatro planos panorámicos de la inmensidad de Texas al comienzo de éste estreno revelan la intención detrás de ellos. Mostrar la inmensidad del desierto y su estado de perseverancia inclaudicable. En el último de este conjunto de planos se produce una ruptura narrativa entre los cerros y cactus desérticos porque casi en el medio del encuadre, abajo, una tortuga se desplaza con paciencia de derecha a izquierda hasta desaparecer. En esa pequeña compaginación no sólo estamos instalados en el espacio de la acción, sino que además sabemos que nos van a hablar un rato sobre el tiempo, el paso del mismo, las huellas que este deja y la relatividad con que se lo mide. ¿Qué otra cosa representa una tortuga sino? Es orografía viva. También intuimos que será abriendo el corazón la mejor manera de disfrutar lo que se viene. El hombre, bastante entrado en años, se despierta, prende la radio y un cigarrillo, se lava las axilas, hace ejercicio y sigue fumando. Toma un vaso de leche, se cambia y sale de su casa en una pequeña y aislada comarca de Texas. Cuando vemos el rostro de Harry Dean Stanton, con sus 89 años, en un primer plano con el cielo de fondo comienzan las emociones. El primer gran homenaje que recibe éste inmenso artista es que los títulos dicen: “Harry Dean Stanton is Lucky”. Sí, en la pantalla se lee el nombre del actor protagónico, el de su personaje y la vez el de la película; pero también dice claramente: Harry Dean Stanton es suertudo. Lucky tiene una rutina claramente establecida, lo metódico de su comportamiento en casa, también lo es afuera. Entra al bar, saluda al dueño (se adivina) de la misma manera que desde hace años. Se sienta, hace palabras cruzadas con ávido interés por cada una, y luego de ese desayuno irá al almacén a comprar leche para colocar en la heladera junto a los otros dos cartones en orden de fecha de vencimiento. Luego verá la televisión, y más a la nochecita va a un pub a tomar su trago de siempre y encontrarse con los parroquianos de casi toda la vida. La sensibilidad de John Carroll Lynch para contar todo esto es de una sutileza tal que uno no puede dejar de sentir que cada palabra del guión fue pensada, digerida, y escrita para poder contar la historia de este hermoso ser humano. Todo lo que ocurre luego de este día en su vida irá resignificándose, a partir de un leve accidente doméstico que sirve como disparador para hablarle al espectador de muchos temas que se desprenden de las reflexiones que surgen de la mente de un hombre que empieza a hacer carne el hecho de estar recorriendo los últimos tramos de su vida. “No es lo mismo estar solo que ser solitario”. “Si el pucho me pudiese matar ya lo habría hecho”, y cosas por el estilo, son algunas pinceladas de humor en éste hombre parco y de pocas palabras. Para recortar y poner en un cuadro la última escena del bar. Cuando se hable de la compañía y de la amistad estará Howard (David Lynch, quién extraña a su amiga tortuga que se le escapó y no la puede encontrar, pero también en este y todos los personajes secundarios hay un dejo de resignación que operan en “Lucky”de manera dispar. Tal vez lo mejor de esta obra reside en la sencillez con la cual está narrada. No tiene una sola toma, diálogo o secuencia que sobre, y en ese virtuosismo para filmar precioso sin preciosismos ni pretensiones es donde “Lucky” se convierte en un verdadero tratado de cine y de reivindicación de la experiencia vivida. Inolvidable adiós a un grande que falleció meses después del estreno pero, sobre todo, una pequeña gran película. Dicen que no es tan fácil encontrar piedras preciosas, aproveche entonces para ir al cine pues esta es una de ellas.
Shane Black es, sin ninguna duda a esta altura, uno de los más sólidos guionistas del cine de acción y comedia de Hollywood, sino el mejor, y tiene dos coincidencias respecto del estreno de esta semana que lo remontan a 1987: como actor fue parte del elenco de la primera “Depredador”, lo cual le da ventaja extra a la hora de entender la esencia. Como guionista, ese mismo año estrenó “Arma Mortal”, otro tanque que instaló un nuevo lenguaje en las películas de “antagonistas-que-luego-se-hacen-amigos” con esa dupla tremenda que armaron Mel Gibson y Danny Glover. La acción con tintes de aventura, el humor, tanto negro como de diálogo, y el vínculo entre los personajes que escribe son sus mejores virtudes y las explota al máximo. Ahora le tocó relanzar o “renovar la sangre” de aquella emblemática saga que tuvo como protagonista al astro de acción Arnold Schwarzenegger. Precisamente de esto, de estrellas, es de lo primero que prescinde el director para abordar una nueva entrega. Se podría decir que estamos frente a un elenco prácticamente desconocido para el público corriente, lo cual resalta aún más la figura principal: el extraterrestre que llegó a la Tierra como cazador con tecnología de camuflaje que lo hacen casi invisible y un arsenal de armas blancas y de fuego como para aniquilar un ejército entero. Hay un tole tole en algún lugar de la galaxia. Una nave va persiguiendo a otra y en ese escape dan con nuestro planeta. Uno de esos aterrizajes forzosos termina interrumpiendo la acción de un grupo comando en México de la cual Quinn (Boyd Holbrook) sobrevive y se escapa, no sin antes hacerse de algunas pertenencias alienígenas que le acarrearán varios problemas. Desde allí envía todo eso por correo a la casa de su ex, en donde también vive su hijo Rory (Jacob Tremblay, el prodigioso actorcito de “La habitación”, 2015), que padece trastornos mentales dentro del universo del autismo, aunque esta condición también viene acompañada por una inteligencia superlativa capaz de descifrar lenguajes extraterrestres. Por supuesto que “El depredador” obedece a su mística de asesino implacable que va eliminando uno a uno, pero ésta producción se apoya por un lado en el humor como factor disuasivo de la trama, como si todo no fuese tan importante y solemne, y por el otro, en la inclusión de un niño de facultades asombrosas quién además termina siendo la llave que desencadena todo. Es más, hasta hay un lugar precioso (dentro de este contexto, claro) para no solamente bajar un mensaje contra la discriminación, sino para elevar la condición de chicos con características especiales al “siguiente paso de la evolución”, factor que además resulta en el nudo de toda esta cuestión. Esta película no da lugar a respiro. Desde el comienzo en adelante va subiendo la intensidad, incluso cuando se van agregando personajes a la trama. Olivia Munn como una científica en el campo de la genética, y un grupo de soldados con trastornos de toda clase que terminan uniéndose para la batalla. Un grupo que, salvando las distancias y cantidad, remite a esos locos lindos de “Doce del patíbulo” (Robert Aldrich, 1967), aunque es cierto que están dibujados con brocha gorda, sin tiempo para desarrollar la riqueza que proponen. Por supuesto que hay referencias de todos los colores para los más fanáticos. Aquellos que han seguido la historia podrán encontrarse con perlitas como un científico de apellido Keyes interpretado por Jake Busey (el hijo de Gary Busey, quien fue agente de la CIA en la segunda parte y ostentaba el mismo apellido de ficción) y varias más así. Entre un buen elenco que cumple su rol, la figura agigantada del alien con rastas y un manejo de recursos técnicos bien dosificado, “El Depredador” se convierte en un buen hallazgo de esta temporada, con posibilidades de seguir adelante por este camino que el argumento expande como esquirlas (en conflicto en el espacio, el niño que descifra el lenguaje, los artículos que quedan en nuestro planeta, etc). Así es, parece ser que renace la saga, aunque los más viejos sigamos esperando que reaparezca Arnold algún día.
Está claro que en la Argentina hay un gran mercado para el género del terror, tanto que llegan productos de todos los colores como si fuesen un muestrario de variedad de facturas en una panadería y ya se sabe: según el gusto de cada uno hay una preferida, tres o cuatro que nunca fallan y el resto es del montón o descartable. Vamos a dejar bien posicionada a “Historias de ultratumba” en el segundo grupo con varios puntos destacables. El Profesor Philip Goodman (Andy Nyman) es un investigador que está detrás de los embaucadores de almas en pena, y se llaman así mismos psíquicos. Un escéptico conductor de un programa de TV llamado “Engaños Psíquicos” que tiene por objetivo ir por la vida probando que lo de ver fantasmas y comunicarse con el más allá es una gran mentira. El mentor de este hombre es Charles Cameron (Leonard Bryman), quien en los ‘70 se dedicaba a lo mismo y nunca más se lo volvió a ver. Adivine de quién recibe carta nuestro buen hombre Goodman (chiste), claro, Cameron, quien lo invita a su casa para hablar de estos asuntos. “Como todo el mundo supuse que estaba muerto” “¿Cómo sabe que no lo estoy”, contestará el viejo. Su admirado predecesor ya está “curado de espantos” (si se permite el término) así que le entrega al protagonista tres expedientes con tres casos cuyo desafío es explicarlos. “Si usted me logra explicar estos eventos, entonces yo estoy equivocado respecto a su trabajo” Esta propuesta argumental servirá como columna vertebral de “Historias de ultratumba”, columna cuyas costillas serán precisamente las tres historias con las cuales Philip debe conectarse para encontrar donde está la trampa, si es que hay tal cosa. Mejor no anticipar de qué la va cada una porque, de todos modos, estamos frente a otra antología de cuentos de terror como otrora lo fueran “Los ojos del gato” (Lewis Teague, 1985), “Creepshow: el festín del terror” (George A. Romero, 1982) o Las crónicas del miedo (Adam Wingrad, 2012, aunque en este caso había varios directores) Pero tal vez, al ser una producción inglesa hay cuestiones que están más cuidadas, empezando por una concatenación más orgánica de los cuentos, aun cuando estos sean episódicos y tengan nombre y apellido. La impronta de este estreno encuentra un antecedente en aquella “Al morir la noche” (Alberto Cavalcanti, Charles Crichton, Basil Dearden y otros, 1945), y hasta parece filmada en esa época. Es decir, el tono pomposo, escéptico, irónico y a la vez melancólico que tiñe todo como un manto omnipresente deja lugar al humor, pero sin abandonar nunca el género al cual pertenece, y habrá sustos de los buenos. El mismo protagonista es quién dirige con una habilidad muy precisa para apostar a un momento de tensión que va in crescendo, sosteniendo el pulso dramático y de suspenso a base de cámara en mano y lo que esta encuentra cuando se vuelve subjetiva y vertiginosa, pero también cuando encuadra para dejar en evidencia lo que quiere mostrar. Esto y el registro actoral es lo que mejor funciona. Herramientas genuinas que ademán no necesitan de efectos de la banda sonora o estridencias innecesarias. Jeremy Dyson y Andy Nyman parecen sincerarlo todo, como si sus miedos de chico estuviesen al frente en el guión, y ante esa clase de sinceramiento a la hora de escribir, hay menos riesgos de fallar. Todo es creíble, bien instalado y de un trabajo técnico que se apoya en los elementos de la escena y su indefinición en la oscuridad para hacerlos funcionar. El realizador no le miente al espectador con los efectos de sonido, en todo caso lo engaña bien con el volumen. Sobrio trabajo del elenco que parece haber entendido a la perfección la propuesta. Es cierto que está lejos del efectismo y la parafernalia de It o la saga de El conjuro, pero Este estreno tiene con qué encantar a los seguidores del estilo y, por qué no, imaginar que estamos frente a una suerte de versión inglesa mezcla de Warren y Sherlock Holmes.
No le quedarán dudas al espectador al término de la proyección de este estreno: el título es mucho mejor que la propuesta. En efecto, lo que sugiere “Latidos en la oscuridad” es definitivamente más interesante que su desarrollo porque a priori la premisa despierta interés. Sean (Robert Sheehan) y Derek (Carlito Olivero) son un par de pungas de poca monta, se aprovechan de su trabajo de valet parking de un restaurante, para tecnología del auto mediante, ir a la casa de los eventuales clientes para robar pequeños botines. Todo bien hasta el primero encuentra en una de ellas a una chica secuestrada, atada y amordazada, a la cual no puede rescatar. Todo ese momento (si bien genera dudas en la credibilidad) será el pico más destacado de esta producción. Desde ahí en adelante, el verosímil es traicionado una y otra vez al punto de convertirse en rebelde de sí mismo. Un ejemplo de ello es la casa. Ultra moderna e inteligente, conectada y monitoreada a través del celular de su dueño Cale (David Tennant), excepto, claro, cuando el atropello de la trama necesita que no sea tan así. Lo mismo sucede con la intervención de la policía: su accionar es de mucho reglamento pero pocas luces, hasta que en un momento sacan una conclusión de la galera que haría pasar vergüenza a Hércules Poirot. Es cierto que “Latidos en la oscuridad” no decae en ritmo y que el director Dean Devlin, culpable de “Geo-Tormenta” (2017), se las ingenia con las bondades de la compaginación y la banda sonora para tratar de saltar las vallas de las torpezas del guión, escrito por Brandon Boyce (autor de la notable “El aprendiz” en 1998). La peor es la de la ventana de la casa cuyo mosquitero es abierto con una navaja y su resolución posterior. De la mitad hacia adelante este thriller intenta descansar el peso dramático en la composición del villano pero, entre el rictus facial de David Tennant (cuyas mandíbulas apretadas se habrá tenido que operar luego de esta producción), y la justificación psicológica de su accionar; llevan toda la producción al desbarranque. Donde debería haber tensión y nerviosismo, hay risas movidas por el ridículo. Se suele decir que malos guiones no se salvan con nada y que eventualmente el par de estrellas que forman el elenco justifican la entrada por su presencia (o algo así). Son como esos malos partidos de fútbol en los cuales la hinchada reclama el reemplazo por otros jugadores sin darse cuenta que el problema es el planteo y su forma. Sólo Robert Sheehan intenta (y logra) sostener emocional y físicamente el tránsito de su personaje, pero parece, ya que hablamos de deportes, esos virtuosos corredores del fútbol americano que se mandan y corren y corren hasta que se les acaba la cancha esperando recibir un pase que nunca llegará.
Solemos desear que si se aborda nuevamente una obra ya escrita o filmada, o lo que sea, se tenga a bien salirse de la copia y ofrecer una lectura personal y distinta como desafío primordial, y vaya si “Cenicienta y el príncipe oculto” lo hace. Al mismo tiempo, en este caso, da para reflexionar si la utilización del nombre de Cenicienta no será un gancho engañoso porque del eje central del cuento no queda nada, y es reemplazado por otra cosa. Como sea, lo cierto es que la relectura del personaje aporta a estos tiempos una novedad saludable por partida doble: por un lado, una chica decidida a ir contra los mandatos corriendo riesgos (por amor) y enfrentándose a sus miedos; por el otro, el punto de vista desde el cual se cuenta la historia, masculino y de ponderación por el accionar de la mujer luchadora El argumento se despega y rompe la estructura original. Cenicienta está yendo al baile pero descubre, de alguna manera, que el príncipe no es quien dice ser y se las arregló para reemplazar al original, con lo cual ella saldrá decidida, junto a sus amigos ratones, a desentramar el artilugio y poner las cosas en su lugar. Más allá de la intención del guión de Alice Blehart, Stephanie Bursill y Russell Fung de hablar de la opresión, pero no desde un lugar sumiso y entregada, la realización también se aleja de la almibarada inocencia del clásico de Disney para dar lugar a una aventura animada hecha y derecha, con varios pasajes de acción y un humor rápido que mezcla algunas agudezas con lo físico Es decir otro hallazgo, pero aquí es donde lo técnico reclamaba otra cosa. La animación tiene algunas fisuras respecto del universo estético al cual pertenece, y aunque los animales, en especial los ratones, están mejor diseñados y trabajados no hay rebeldía en este aspecto. Más allá de lo dicho, la banda sonora, el color y el ritmo apunta a un público que no saldrá defraudado porque ya está en la misma sintonía que este siglo impone.
Punto geográfico: un océano (o mar). Cámara subjetiva que desde la profundidad se dirige rápidamente hacia un ser humano que flota. Subjetiva de qué. ¿Adivine? Y, claro, desde “Tiburón” (Steven Spielberg, 1975) que se viene haciendo igual (desde antes en realidad, pero en aquella oportunidad quedó patentado para siempre) Cuarenta y tres años y todavía no han podido, ni querido, inventar nada, y así hacer una película de tiburones está difícil. Muy difícil, y con grandes posibilidades de caer en lo burdo. Al comienzo de “Megalodón” se instala el verosímil necesario para justificar todo, este es el punto más alto del guion de Dean Georgaris, Jon Hoeber y Erich Hoeber, y no es gran cosa. En la introducción, Jonas (Jason Statham) intenta el rescate de un grupo de personas atrapadas en un submarino que ha sufrido, y sufre, choques múltiples de “algo muy grande ahí afuera”. No llega a rescatar a todos. Una escena convencional para instalar la culpa en el protagonista. En la siguiente escena se explica todo. Un grupo de científicos descubre que lo que parecía el fondo de esa zona en realidad es una especie de nube que una vez atravesada descubre un nuevo mundo de especies, entre las cuales, claro, hay un megalodón, tatarabuelo de los tiburones de hoy. Más grande, más peligroso y más hambriento, el bicho arremete contra todo lo que se mueve y tiene luz. ¿Quién baja a investigar? La ex de Jason que estaba en la primera escena (todavía se quieren). ¿A quién van a buscar para un nuevo rescate?... Bueno, todo en Megalodón es así de predecible, pero además hay una apuesta por un humor generado desde la confección de algunos personajes que está no sólo forzada sino pobremente actuada. Específicamente en el dueño de la torta, una suerte de villano corporativo con mucha plata y poca sabiduría. El trabajo de Rainn Wilson (comediante de destacada participación en la serie “The Office”) está prácticamente fuera de registro y sólo termina funcionando cuando, por insistencia el film, pega un viraje definitivo hacia lo autoconsciente y paródico (sin haber querido serlo en los dos primeros tercios). Por suerte Jason Statham balancea todo porque si de algo entiende el actor irlandés es de este tipo de género. Gracias a la tecnología de hoy los efectos especiales de esta producción tienen; junto a la dirección de arte y diseño sonoro, algo apenas interesante para mostrar como la escena de una niña enfrentada cara a cara con el escualo, vidrio mediante. No mucho más. La nueva generación de espectadores no vio la original, y es una verdadera pena. La misma que causa ver este estreno.
Parece que andamos pobres de ideas, incluso para distribuir cine. ¿Qué hace esta película en nuestra cartelera? Seguramente habrá antecedentes de recaudación que amparen la decisión, porque de calidad o cualidades es de lo que “La pequeña traviesa” adolece por completo. Se han hecho infinidades de producciones con animales (reales y digitales), y esto no es novedad porque desde Esopo a esta parte el ser humano y los animales conviven en la ficción de formas diversas. La “idea” es reciclar (otra vez) la premisa de Dr Doolittle, el personaje (otrora interpretado por Rex Harrison, en 1957, y Eddie Murphy en 1998 y 2001) que tenía la capacidad de comunicarse con los animales y a través de ellos resolver algunas cuestiones respecto de su entorno. Aquí es una niña la que tiene esta habilidad, y le trae bastantes problemas a la familia que debe mudarse cada tanto para evitar ser señalados, por lo cual le hacen prometer a Lili que nunca más utilizará su poder. Esto funciona a medias porque enseguida se conecta con un elefante bebé y aparece un caso para resolver y ayudar a los animales del lugar al cual se han mudado. Hasta ahí tenemos una premisa del público al cual se apunta y el tenor de las actuaciones, gags y situaciones a presenciar. Todo queda en eso. Una premisa. Por empezar, todas las decisiones del director alemán Joachim Masannek son un cúmulo de desaciertos, desde el espantoso acabado del elefante digital hasta el montaje incoherente e ilógico, y desde un casting pobrísimo hasta una dirección torpe y errática. Lo peor de “La pequeña traviesa” es la confección del personaje central, porque a priori todo invitaba a lograr una empatía con Lili, la niña de marras cuyos conflictos estaban repletos de elementos para que chicos y adultos se lleven algo para reflexionar a través del humor y la aventura. Por el contrario, el trabajo de dirección sobre la joven actriz es de lo peor que se ha visto en mucho tiempo. A la pobre Malu Leicher (que obviamente no es responsable, es una niña) le hacen dibujar un personaje insoportable, caprichoso, rebelde por nada y egoísta, que genera, merced a un doblaje más espantoso aún, un profundo rechazo. Uno no pretendía a Laura Ingalls, pero tampoco a una Chilindrina malvada, pelirroja y enchufada a 220. El resto del elenco no le va en saga, pero es que es difícil remarla con diálogos y escenas así escritas. Efectos a los que se les notan las costuras (por momentos atados con alambre), música tan caprichosa como la nena (por momentos subraya y en otros parece de otra película), y gags escatológicos que no aportan y dan asco. Son con animales esos gags, es decir, son una bestialidad. Un doblaje mediocre que también parece disociado en intención respecto de lo que se ve y, en este aspecto, hasta la gráfica local es engañosa. Nada de esa inocente picardía que se intuye en el afiche. Es todo lo contrario. ¿Qué hace esta película en la cartelera vernácula? Aburrir y dar bronca.