Una búsqueda impenetrable Mito, revelación, búsqueda personal más que viaje iniciático. Cruce de culturas, descubrimiento, enigma, preguntas sin respuestas. Misterio, un gran misterio. La película de Inés de Oliveira Cézar (El recuento de los daños) explora en la vida de Cassandra, enviada con el visto bueno de su editor-jefe (Alan Pauls) a la zona del Impenetrable chaqueño, con la intención de escribir una nota periodística y de investigación que revelerá (o no) otra clase de sensaciones. En Cassandra la voz en off es la de Alan Pauls describiendo los pasos de la protagonista (Agustina Muñoz) en esa nueva geografía, constituida por una cultura diferente. El personaje entrevistará a algunos habitantes del lugar, reirá con ellos, entenderá sus reclamos sociales que, por suerte, se alejan de la corrección política de un informe televisivo. Es que Cassandra es el personaje, el punto de vista del relato donde se fusiona el documental con la ficción, el film-reportaje y el paisaje extraño, envolvente, misterioso del Impenetrable. Oliveira Cézar, que ya concibiera un recorrido de aguas parecidas en Extranjera (2007), sobre Ifigenia de Eurípides, construye un relato donde el sujeto-narrador es desplazado por el sujeto-actuante, el personaje activo, el que carga con la acción y el misterio que se desarrolla en el film. En ese sentido, una película hermética y democrática como Cassandra, conformada por diálogos y textos que no disimulan sus pretensiones literarias, donde el paisaje se mimetiza con el personaje (a la manera de los films de Rossellini con su actriz-pareja Ingrid Bergman), reclama un espectador atento, invadido por el misterio, dispuesto al enigma antes que a la respuesta inmediata sobre un determinado conflicto.
Aventuras de la preadolescencia Siempre es un desafío la transposición al cine de un texto original, pero semejante pasaje se problematiza aún más cuando se trata de un relato infantil y juvenil. Es el caso la obra de María Inés Falconi, con diez libros muy bien vendidos, que cuentan las vicisitudes escolares de un grupo de alumnos de séptimo grado. La tensión entre la literatura y el cine, en el momento de la adaptación, es más que riesgosa, no sólo por el hecho puntual de la fidelidad o no, sino también porque se trata de dos lenguajes en permanente oposición, con sus códigos de identificación y pertenencias. El cine argentino, en ese sentido, construyó una serie de programas de televisión sobre el tema –desde los años '70 hasta estos días– donde la mirada es superficial, ingenua, penetrada por tonterías de ocasión y personajes que parecen sacados de un mundo perfecto, sin dobleces, invadido por tonterías y lecciones que rayan con una moralina nada cuestionadora. Caídos del mapa pelea con estos trances, obteniendo victorias y derrotas parciales en su edificación de un mundo misterioso, protagonizado por cinco personajes que deciden visitar los sótanos de la escuela para no concurrir a clase. La descripción de los personajes es elemental, con marcados contrastes en sus características que, por momentos, rozan la obviedad y la falta de matices. Federico, Paula, Graciela y Fabián, más el agregado de Miriam, la olfa-nerd del grado, deciden esa aventura por lugares prohibidos, en tanto los "mayores", integrados por padres, empleados, la malísima y simpática Foca (buena labor de Karina K.) y la directora (la excelente actriz Tina Serrano) plantean la búsqueda y los dilemas de un grupo que no comprende, por lo menos en las apariencias, las decisiones tomadas por los menores. Pero lo importante de Caídos del mapa es lo que ocurre debajo de las aulas, y allí es donde la película entrega sus mejores momentos, arriesgándose a las referencias cinematográficas de los años '80 como espejo temático (Los Goonies, Los exploradores) y a jugar con los tópicos del género de aventuras. En esas pequeñas situaciones, el film encuentra su centro, su propósito de no tratar a los chicos como si fueran un grupo de púberes marcados por una rebeldía efímera. En esas relaciones que se establecen en instantes de riesgo y en el crecimiento que marca la aventura emprendida por el grupo –pese a que la trama requería de un mayor índice de misterio– Caídos del mapa representa una película diferente sobre el tema. Acaso poco original por su oposición entre mayores y menores, pero bastante auténtica y genuina en la descripción de una etapa determinada de las vidas de cinco chicos que, por suerte, poca relación tienen con algunas criaturas de edades parecidas de la televisión local.
Ópera prima y cosas de viejos Dos ejes temáticos se combinan en la trama de La sublevación, ópera prima de director brasileño y coproducción europea y latinoamericana. Por un lado, un establecimiento para ancianos, conformado por ciertos clisés temáticos, pero al que la astucia del guión no deja desembocar en golpes bajos y miserabilismos emotivos. Por el otro, el costado religioso de la historia, surcado por el delirio misantrópico a lo Subiela, donde se espera el arribo de Dios para curar el flagelo del sida. Entre esos mundos en colisión, el extremo realismo y la invocación a lo sobrenatural y divino. La sublevación también es una película de buenos trabajos interpretativos, luz tenue y mortecina, encierro y asfixia permanente. La primera escena impacta desde el aspecto visual: un auto deposita a una mujer –Marilú Marini– frente al geriátrico, sin necesidad de recurrir a los clisés cuando se trata el tema de la ancianidad maltratada por propios y extraños. Sus compañeros de lugar, cada uno con sus características, abarcan los tipismos recurrentes en esta clase de relatos (el charlatán, la casi demente, el silencioso y encerrado en su mundo) pero, otra vez, valiéndose de las suficientes maniobras de guión para no caer en la "lección de vida" o en una "mirada sobre la condición humana", pantanosas zonas que La sublevación escapa con suma inteligencia. Sin embargo, el personaje que queda al cuidado de los viejos, un joven jodido que necesita consumir éxtasis, somete a la película al subrayado sin vueltas. No caben dudas que La sublevación es un film extraño, curioso, riesgoso en su propuesta, inválido en varios pasajes, teñido de cierta originalidad desde la puesta en escena. Un punto aparte es disfrutar de dos estilos actorales: la sabiduría interpretativa de Marini frente al primitivismo realista de Luis Margani. Ambos son válidos y representan el ambiguo estilo que elige la película.
Castas familiares en tensión Con el sello de Tarantino, la ópera prima de RZA transcurre en China a finales del siglo XIX. En ella se cruzarán distintos personajes, en un divertimento sin muchos matices. La culpa la tiene Tarantino. Es que en El hombre de los puños de hierro, el responsable de Kill Bill invirtió plata como productor asociado, pero también inculcó más de una idea a la opera prima de RZA, amigo del susodicho y excelente compositor de música para cine. En este caso no hay novia con ansias de venganza, sino una historia que transcurre en China a finales del siglo XIX donde se cruzarán distintos personajes con objetivos comunes: el herrero Thaddeus (el mismo RZA como actor, sin matices en su interpretación), un forastero que parece salido de un spaghetti western (Russell Crowe, en plan aburrido) y un chino al que le asesinaron parte de su clan familiar. En efecto, El hombre de los puños de hierro es una película de clanes y castas familiares en tensión, en pelea permanente, en conflicto de poder. Pero esto no es Kurosawa reconstruyendo King Lear en Ran (1985) sino un film de acrobacias, chinos que vuelan por los aires, torturas, mutilaciones, cuerpos tajeados por objetos contundentes. Sí, la operación estética está calcada de las peleas de Kill Bill, especialmente de los combates de Uma Thurman con cincuenta o cien rivales. Violencia sofisticada y visceral, de matices historietísticos, referencial a Kill Bill pero también a El tigre y el dragón y La casa de las dagas voladoras, por si fuera poco, con la participación de Lucy Liu, en este caso, regenteando un prostíbulo. Un Tarantino auténtico aunque se trate de la ópera prima del rapero y cultor del hip hop RZA. Pero la película es chata, no tiene ese aspecto lúdico y eficaz de los mejores títulos del inquieto Quentin, ya que por momentos parece estar viendo una larga e interminable pelea entre héroes casuales y clanes voraces en su violencia física. Hay un personaje que representa los alcances estéticos de la película: un gigante de casi dos metros, encarnado por Dave Bautista (con un cuello similar al del músico Henry Rollins), un superguerrero, malísimo en sus decisiones, esquemático o menos que eso, acotado en sus gestos actorales, como un catcher de ficción de 100% Lucha. Pero está bien que existan películas así, al fin y al cabo, Tarantino es fanático de aquella montaña de celuloide de los '70 representada por templos Shaolin y numerosos Shogun en plan de intercambio cultural. Pero no es tan interesante que El hombre de los puños de hierro proponga una violencia eficaz pero también efímera, un divertimento sin matices inteligentes, una película invadida por esa dudosa palabra llamada "entretenimiento". Ah, la negra Pam Grier hace un pequeño papel en el film. Sí, la protagonista de Jackie Brown, tercer opus de ya se sabe quien. «
Aniversario de sangre Un clan de jóvenes directores se ha apoderado del cine de terror en los últimos años con películas como VHS 1 y 2, la saga de Actividad paranormal, la interminable serie de El juego del miedo, la más reciente Posesión infernal y varias cintas más. Son noveles cineastas que insertaron su cámara-bisturí de manera singular: dosis altísima de sadismo, fluctuaciones que combinan sátira y parodia, presupuestos bajos, construcción superficial de situaciones y personajes y, eso sí, mucho gritito histérico, persecuciones por escaleras, temores varios y algún susto justificado o no que se le trasmite al espectador. Es la nueva era del terror, o algo parecido, que vino para dejar sin laburo a auténticos creadores como John Carpenter, Brian De Palma o Wes Craven, o por lo menos, para convertirlos en parias que buscan plata por Europa o en viejos directores que –supuestamente– tienen poco para decir frente a esta oleada de "talentos" que hacen películas con varias cámaras livianas al mismo tiempo y que tienen al fuera de foco y a la imagen borrosa como primordiales elecciones de puesta en escena. Así están las cosas y acaso la gran culpable sea la ya vetusta bruja Blair de hace casi dos décadas. Cacería macabra reúne los ingredientes fagocitados en varios títulos anteriores: reunión familiar, los padres, cuatro hijos, caserón en medio del bosque, entuertos internos del clan, apariciones fantasmales (gente disfrazada con cabezas de animales), cuerpos destripados, planos detalles de extremidades mutiladas, sustos, gritos, pánico histérico, invasión de la privacidad. Este último punto –nada original–, que recicla momentos de la setentista Los perros de paja, y un cambio de punto de vista en la trama –las víctimas se convierten en victimarios– son los escasos aportes del film para evadirse de los clisés y las fórmulas precocinadas de antemano. Pero ninguno de estos "nuevos" creadores del género figurará dentro de diez años en la gran historia del terror. Para ellos se sugiere disfrutar de la gente con cabeza de conejo en la extraordinaria Inland Empire de David Lynch. Esos sí que meten miedo.
Un modelo conservador La "comedia alla italiana", que tuvo obras maestras en los años '50 y '60, pertenece a la gran historia del cine. Esos actores divos y los directores y guionistas construyeron una manera de ver al mundo –la Italia de la posguerra– donde se mezclaba comicidad y farsa en dosis similares. Ahí, los italianos pudieron reírse de sus propias miserias. Hace tiempo que se intenta volver a ese imaginario social, pero el mundo es muy distinto y el género quedó en manos de un bufón como Roberto Benigni. Un piso para tres es otro ejemplo más de comedia italiana con momentos felices pero teñidos de una dosis de miserabilismo y sentimentalismo que empalidecen los ocasionales logros. El punto de arranque no es original pero seduce por su concentración de espacio: tres tipos divorciados con hijos tienen que compartir un departamento. Ninguno está pasando su mejor etapa profesional y uno de ellos se atreve en exceso a la pastilla azul para potenciar sus deseos sexuales. Esa situación límite –termina internado– cambia el eje, ya que de allí en más el actor, director y guionista Carlo Verdone profundiza el aspecto sentimental y romántico de la trama, buceando en la posibilidad de la redención familiar y en los consejos didácticos para el trío. La presencia de una cardióloga (Ramazzotti), que enloquece al trío, también modifica el centro de la cuestión. Lejos quedaron esas comedias donde la mujer era objeto de seducción del macho italiano, desnudo en su patetismo. Aquí, en cambio, el propósito es meramente conservador, de grueso calibre televisivo, donde lo que termina importando es la institución familia, solo eso, nada más que eso.
La guerra interminable Romeo y Julieta. Así se llama la joven pareja enamorada al principio de la película, pletóricos ambos de felicidad ante la llegada de Adam, el niño deseado o no. Sin embargo, el corto prólogo inicial había mostrado a una madre y a su niño de ocho años a la espera de una atención sanatorial. Pues bien, Declaración de vida –"La guerra está declarada" hubiera sido más acorde– será una batalla interminable de Romeo y Julieta frente al peor diagnóstico de salud que se le declara al purrete Adam. Pero ojo, no se trata de una película de golpes bajos y lágrimas fáciles, ya que la directora Donzelli propone una serie de riesgos y formulaciones cinematográficas que de poco conforman un corpus extraordinario de ideas originales desde la puesta en escena. Donzelli, también desde el guión junto a Elkaim (su pareja ficcional y real) construyen un relato libre, pleno de fugas y matices para paliar el dolor que recorre el relato. Las comparsas que integran ambas familias, la compañía y consejos de médicos, la forma en que se transmiten los textos con buenas y malas noticias, son algunos de los logros de un film libre, lejos de ataduras y clisés, a años luz de fórmulas y tratados sobre medicina en relación a chicos cerca de la muerte. Pero Donzelli va más lejos e inserta canciones, recurre al uso de una voz omnisciente y descriptiva de la pareja central y hasta se atreve a jugar con las imágenes, por momentos, bordeando un peligroso manierismo autocomplaciente. Sin embargo, se trata de un film que va al frente y sin culpas, emotivo y divertido, romántico y original por sus elecciones formales y temáticas. Se trata de una gran película, repleta de ideas, con un estupenda pareja protagónica que le pone el cuerpo al infortunio y al dolor, dispuesta a librar una guerra límite para que Adam continúe siendo el hijo que ambos se merecen. Por el bien del cine, ojalá que nunca se haga un remake en Hollywood.
Colmillos y sangre del pasado El film de Darío Argento revive el mito del vampiro en una invitación a viajar en el tiempo. Drácula, Bram Stoker, Van Helsing, ataúdes, colmillos, Transilvania y el retorno del signore Dario. Y en 3D y con Asia, hija de maestro del giallo italiano, aquella mirada sobre el terror germinada en los años '60, con mucha sangre y cuchillos bien afilados como protagonistas. El banquete está servido y presenta su mejor menú: Stoker en manos del creador de Suspiria, Rojo profundo e Infierno, los tres títulos por los que siempre se recordará a Darío Argento. Pero al signore Dario no se lo ve tan cómodo en una historia archiconocida, que respeta la iconografía vampírica, aun en sus mínimos detalles, pero que en buena parte adolece de un gesto propio, una mirada personal sobre un personaje legitimado por la literatura, el cine y el teatro. El Drácula de Argento carga con un problema –no menor– en cuanto a la construcción de climas: omite la tensión, el suspenso, el fuera de campo, la elegancia pictórica en los encuadres que caracterizan al cineasta. La primera media hora del film, con los iniciales ataques del conde camaleónico (como el vampiro encarnado por Gary Oldam en la versión de Coppola, pero acá en clave medio berreta) aclaran la cuestión, ya que a Argento le importa más la referencia e invocación prestigiosa antes que una vuelta de tuerca sobre el tema. Sin embargo, este Argento en clave menor, aun cuando el recurso del 3D resulte demodé, y aunque suene paradójico, tiene sus propios atractivos visuales y sonoros. Plantarse frente a este Drácula implica hacer un viaje en el tiempo hacia el género de los años '70, cuando todavía los efectos digitales eran una definición desconocida. Ver las debilidades actorales de algunos intérpretes, neutralizadas por la autoridad de Rutger Hauer como Van Helsing y un grupo de chicas exhibidas a través de generosos desnudos (giallio=sangre más tetas) también manifiesta una mirada personal sobre el terror. Fuera de tiempo, acaso vetusta, pero honesta y sincera, como si se estuviera viendo al oriundo de Transilvania en el viejo espacio de televisivo de Cine de Súper Acción, provisto de unos anteojitos de los años del clásico Museo de cera. Argento hizo eso y resulta suficiente.
Retorno al pasado setentista Se veía venir otro alegato políticamente correcto de Robert Redford detrás de cámaras, ahora buceando entre el pasado de un grupo de extrema izquierda y un presente de ocultamientos y nuevas identidades. Redford es Grant, tres décadas más tarde, luego de comandar el grupo Weather Underground, aquel progresismo antisistema post Woodstock, dedicado a algunas acciones ilegales como asaltar bancos o tomar rehenes. Otros compañeros, también viviendo nuevas existencias acomodadas al triunfalismo siglo XXI, serán motivo de la pesquisa periodística del joven Ben Shepard (LaBeouf), quien desea construir la investigación de su vida. Redford cineasta compone con cierta destreza narrativa el pasado de los personajes, profundizando en sus dudas existenciales y en las razones de su accionar de tiempo atrás. Grant, por su parte, será el sujeto actuante de la historia y el hilo conductor desde el cual se conocerá la actualidad de sus ex compañeros ilegales. Son los momentos donde Causas y consecuencias deja lugar al placer de ver a buenos actores (Susan Sarandon, Nick Nolte, Brian Gleeson) en pequeños papeles, hasta que la ex compañera fiel o no del cansado Grant, interpretada por la inglesa Julie Christie, modifica el punto de vista de la película. En esa segunda mitad del film cobran importancia el personaje del periodista y los aspectos personales de los miembros del grupo, razones por las que Causas y consecuencias se convierte en una didáctica mirada sobre las responsabilidades o no de la militancia setentista en Estados Unidos. En esos momentos, la película muestra su hilacha reaccionaria, observando de manera crítica y perezosa aquel pasado de ideales, más adelante transmutados al mea culpa y al conservadurismo de ricos y famosos. En este punto, y más allá de su solidez narrativa, el film gira hacia la investigación periodística, centrándose en la mirada del joven reportero que hasta podrá encontrar a la chica de su vida en la hija del arrepentido Grant y de su compañera de lucha militante. En fin, otro ejemplo de film contado desde la pseudo izquierda norteamericana que termina descansando en una simple historia de amor que mira a un futuro de caminatas por el Central Park.
Humor y tibieza a miles de pies de altura Pedro Almodóvar vuelve a la comedia en esta película de delirantes personajes que se desarrolla adentro de un avión. Simpática y desenfrenada por momentos pero contenida por el guión, no logra hacer equilibrio en el ritmo. Está bien que Almodóvar haya retornado a la comedia luego de las zonas oscuras que transitara en Hable con ella y Los abrazos rotos y a la definitiva mutación de la carne en las perversas y terminales imágenes de La piel que habito. Mas aun, el mismo director había declarado que, luego de aquella maravillosa y turbia resurrección de la piel de hace un par de años, necesitaba retornar a la ligereza genérica y al festival del desparpajo de antaño. El retorno es bienvenido, pero los resultados son discutibles, por lo menos, en el tono que Almodóvar elige para contar Los amantes pasajeros. Película de encierro, que casi en su totalidad transcurre en un avión que se dirige a México, el nuevo Almodóvar –toda una marca de fábrica o cartel de neón– propone un doble desafío al espectador. Por un lado, comparar su nuevo film con aquellos desbordes de sexo, drogas y libertad de hace tres décadas (Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón; Laberinto de pasiones, Entre tinieblas) cuando España se movía con la música de Alaska y los Pegamoides y el travestismo del dúo Almodóver & McNamara. Por otra parte, volver a comparar y recaer en Mujeres al borde de un ataque de nervios, comedia más sofisticada que aquellas y primero de los catálogos para todo público del realizador manchego (el otro, años después, sería Todo sobre mi madre, ganadora del Oscar). Los amantes pasajeros, agradable, simpática, desenfrenada pero controlada por el guión, con pronunciadas caídas de ritmo y momentos en que el metraje se hace extenso, queda encerrada entre los dos ítems anteriores. No es sucia y desprolija como los films iniciales ni correcta y casi perfecta en lo suyo como aquella película de fines de los '80. Los personajes se presentan en el avión a través de pequeños trazos y pocos matices. Por un lado, están los tres "azafatos" que tendrán su momento de gloria cuando bailen un clásico de The Pointer Sisters. A ese trío –acaso lo mejor del film– se le suman otras criaturas, como la relectura de ex chica Almodóvar que interpreta Cecilia Roth, ahora cínica y pedante; los miedos y premoniciones que comunica Lola Dueñas, quien desea probar y ver cómo es tener sexo en el avión; una pareja de recién casados, y otros ocupantes que poco agregan como personajes, más allá de pertenecer a la clásica fauna del cineasta. Ocasionalmente, al principio de la historia, cuando aparecen Banderas y Penélope Cruz, y luego un breve segmento sin gracia con Paz Vega de protagonista, la cámara sale del avión. Pero más que nada son "cameos elegantes" que sólo restan a este tibio recreo donde la celebración en sí misma se impone al posterior desarrollo de la fiesta. «