Casi otra comedia de vida palermitana Carla va y viene entre las expresiones arrogantes de su madre recién retornada de España, la ausencia paterna y las fiestas adolescentes palermitanas. Va y viene, también, buscando su sexualidad entre amigas y un introvertido pretendiente de cantante, empleado de su padrastro. Pero especialmente, Carla divaga en sus contradicciones internas, su búsqueda de un lugar en el mundo, su crecimiento y madurez personal y profesional. Carla es Florencia Otero, en un protagónico que carga con las virtudes y defectos de un desparejo film del dúo de directores, pero también rescatable por la gran interpretación de una actriz que disimula las zonas oscuras de la cinta. Desmadre tiene un tema principal (la tensa relación madre-hija) y múltiples subtramas que poco agregan al núcleo de la historia (el secuestro del padre, personajes secundarios sin peso dramático). Al mismo tiempo, se está frente a una, otra más, “comedia de vida” de carácter palermitano con algunos clisés ya vistos en esta clase de emprendimientos del nuevo siglo. A saber: unos toquecitos cool en las escenas de fiestas y en el uso del “look” (vestimenta, expresiones verbales), una mirada “dejà-vu” sobre el contexto, como si el mundo alrededor no existiera y los clásicos decorados afines a esta clase de películas (velas, música ad hoc, el infaltable cuadrito “Moulin Rouge”). Sin embargo, en Desmadre triunfa un personaje que sostiene las carencias narrativas y la acumulación de estereotipos. En ese punto específico, en la construcción de una criatura compleja y repleta de matices, la película se separa de los lugares comunes y de las recetas gastadas de las comedias palermitanas. En los encuentros íntimos vía charlas con sus pretendientes de diferente sexo y en las disputas verbales con la insoportable madre (Claudia Fontán), la película encuentra su centro, alejada del cotillón escenográfico y de una puesta en escena que, por momentos, le debe más a una televisión para adolescentes que al lenguaje del cine. En esa simbiosis perfecta de un personaje interesante y de un excelente trabajo actoral, Desmadre obtiene un significado único que la convierte en una película poco habitual. <
Entre cadáveres y recetas de manual Una vez más, el mundo del cine se inspira en la obra del gran escritor Edgar Allan Poe, en esta oportunidad con dirección de James Mc Teigue (V de venganza) y un elenco encabezado por John Cusack y Luke Evans. Imaginemos que Edgar Allan Poe resucita por un par de horas y se le da la chance de ver El cuervo, que ninguna relación tiene con la película de título homónimo dirigida por Roger Corman hace 50 años, basada en el poema del gran escritor. ¿Cuál sería su reacción? Acaso la indiferencia, ni la reprobación inmediata ni el visto bueno sin vueltas; tal vez, la nada misma. Es que El cuervo invoca a Poe desde la cita de manual dentro de una historia de investigación policial, donde un asesino serial decide sus crímenes de acuerdo a la pluma del escritor, quien presenta sus artículos literarios en un diario del lejano Baltimore de 1849. De allí que se establecerá una particular sociedad entre el jefe de policía (Luke Evans) y el escritor (John Cusack) con el fin de desentrañar los crímenes que parecen sacados de otros manuales, aquellos que escribieron de forma más original Jonathan Demme con El silencio de los inocentes y Tim Burton con La leyenda del jinete sin cabeza. Con semejantes invocaciones, citas, referencias y homenajes, El cuervo es un auténtico pastiche que acumula escenas gore, climas sórdidos y lúgubres, bailes de disfraces, persecuciones en bosques neblinosos y la siempre hábil y funcional reconstrucción de época. Pero la película, justamente por ese motivo, no es original en su tratamiento ya que al pecar de solemne y grave se aleja de sus prestigiosos referentes. Como varios títulos de un cine industrial acomodado a un target de público determinado, los crímenes de El cuervo –sanguíneos, explícitos– y determinadas escenas citan líneas de El entierro prematuro, Los crímenes de la Rue Morgue y de otros textos del gran Poe. Pero solo son detalles al pasar, ya que la operación argumental que concibe el ineficaz director James Mc Teigue (con los antecedentes de V de venganza yNinja asesino no se podía esperar demasiado) se parece a las visiones infanto-adolescentes de Letras prohibidas: la leyenda del Marqués de Sade (2001) y la más reciente Sherlock Holmes: juego de sombras. En efecto, en El cuervo el protagonista es Poe, pero podrían ser Holmes o Sade porque la concepción de este tipo de cine es similar, tomando como excusa a un personaje de la literatura exhibido a través de una biografía o de determinados hechos (reales o no) que transcurrieron en sus vidas. Un cine indiscutible desde su factura técnica, débil y perezoso en sus intenciones dramáticas, con un protagonista de prestigio a la cabeza (John Cusack encarna a Poe valiéndose de tics que llegan al exceso) y un argumento donde se acumula el todo vale. La conclusión tampoco amerita discusión: se trata de una manera de hacer cine tan eficaz y previsible como presenciar una naturaleza muerta.
Un corralito de tono costumbrista Bienvenido que el cine argentino recuerde el caos económico y social de 2001, con la gente en las calles, el corralito y los afanos de los bancos. Pero tales hechos merecían otra película, menos arqueológica y vetusta en su forma, más creíble y no tan eufórica en sus tonos y contenidos. Antonio Funes (Luppi), viudo y músico de prestigio, necesita insulina justo cuando aquellas medidas económicas deciden que los bancos retengan los depósitos. El indócil Funes, que oscila entre momentos depresivos y un transparente malhumor por la situación, provisto de una granada, se refugia en el maldito banco amenazando a todo el mundo hasta que le devuelvan los ahorros. Otras historias paralelas, adentro y afuera (un matrimonio que reclama por sus ahorros junto al gentío –por ahí anda Esther Goris con peinado new wave–; una pareja que necesita retirar la plata para la operación de su hijo sordo; el comisario puteador que encarna Garzón, recordando a Rodolfo Ranni y sus performances más estentóreas), se presentan como complementos del eje central de la historia. El verosímil ochentoso estalla en cada una de las escenas, acompañadas con música desbordante, golpes bajos, diálogos que tuvieron su fecha de vencimiento hace tiempo y un grupo de actores secundarios que no aprobarían la primera ronda de casting para una (mala) película. El tal Funes, héroe o antihéroe, como importa, articula un discurso obvio y rancio, con pocas dudas e incertidumbres, salvo cuando la película recurre a un par de penosos flashbacks en blanco y negro añorando su etapa de músico junto a su esposa (la española Ana Fernández). Luppi hizo grandes trabajos y podrá omitirse el de este viejo gruñón que pelea por una causa justa. Sin embargo, el aspecto más penoso de Acorralados es que sólo pasaron diez años del tema que aborda en su tratamiento, pero en cuanto a su concepción estética, da la sensación de que se está frente a una película prehistórica.
La trans militancia en el siglo XXI Este documental de Rodolfo Cesatti parte de la Marcha del Orgullo Gay de 2007 y recorre momentos clave de la política kirchnerista, con un estilo de noticiero urgente y sin recurrir a historias de vida ni un exceso de “cabezas parlantes”. Film de calles embarradas, mate, pizza de muzarella, barrios marginales y supervivencia diaria, Putos peronistas es pura militancia siglo XXI, parida a través de un par de carteles en la Marcha del Orgullo Gay de 2007 y gestada a través de estos años en momentos claves de la política kirchnerista. El testimonio es contundente y la cámara acompaña la gesta en la noche fría y feliz de la promulgación del matrimonio igualitario, en la gesta por la nueva Ley de Medios y en otros momentos sombríos, la muerte de Néstor Kirchner, aquel día del censo en que se decidió que jamás se enrollarían las banderas para pegar la vuelta a casa. Y es allí, durante esos hechos claves del nuevo siglo, donde Putos peronistas acompaña a los personajes centrales de la agrupación, anónimos, conocidos o algo conocidos, a esos habitantes de los cordones y los suburbios marginales decididos a construir un mundo más libre, menos arrogante mientras la opinión inquisidora y la discriminación de miles, esas sí, arriarían las banderas de las derrotas. De las derrotas legales, que son las que más duelen. El documental elige un estilo de noticiero urgente, sin recurrir en exceso a las cabezas parlantes ni tampoco a las “historias de vida”, donde descansaría un informe televisivo en su comodidad políticamente correcta. En efecto, Putos peronistas es un film de batallas ganadas a través del tiempo, con guerreras y guerreros que retornan a sus moradas de supervivencia, trabajando en la calle y viviendo el día a día para después, cuando la militancia lo requiere, ocupar su merecido lugar en la calle durante un acto o ya dentro de la Casa de Gobierno escuchando a Cristina. Esta nueva mirada sobre la militancia jamás disimula sus propósitos: recordar las recientes victorias, luego de los múltiples fracasos. Como si se reformularan los axiomas de los años ’70 y La hora de los hornos resucitara desde la óptica mirada trans, Putos peronistas es un documento de discurso directo gestado por una agrupación y un contexto político y social que va al frente sin miedos ni temores. Homofóbicos y rabiosos anti K, abstenerse.
Primero campeones, luego el silencio El campeonato mundial de básquet obtenido en 1950 merecía una película. La historia, lamentablemente, excedió el marco deportivo, ya que aquellos jugadores fueron prohibidos y censurados por la Revolución Libertadora con el visto bueno de la Asociación de Básquet (o baloncesto) de aquel entonces. Tiempo muerto investiga la historia valiéndose de los testimonios de los sobrevivientes, entremezclando material de archivo (fotos fijas, portadas de diarios, el noticiero Sucesos Argentinos) e intentando explicar los hechos o, en todo caso, pretendiendo encontrar las razones por las que aquellos campeones quedaron en el olvido. El documental, en ese sentido, reúne convenciones del género, aferrándose a trazar un puente entre el grupo de 1950 y el seleccionado de los últimos años, con Ginóbili (quien aparece en el film charlando con los “viejos”) como líder. Los recuerdos del Club Palermo, el debate entre amateurismo y profesionalismo, la final con los Estados Unidos y la incidencia del primer peronismo en el deporte son algunos de los temas que se desarrollan en el documental. Sin demasiadas novedades desde sus elecciones estéticas, Tiempo muerto transmite cierta dosis de emoción en los relatos de Ricardo González, la voz principal del grupo, y en las idas y vueltas de ese seleccionado silenciado durante casi 60 años. En este punto, la película se decide por responsabilizar al sector dirigencial, eludiendo la fusión política-cine a la que tanto adscribían Perón y Evita, pero también, insinuando que los militares golpistas del ’55 no fueron los únicos culpables del hecho. Allí, en esas aseveraciones, el trabajo de los hermanos Tokman se convierte en un mero informe periodístico de denuncia sobre la eterna y coyuntural responsabilidad de los dirigentes deportivos. Por suerte, el himno del Club Palermo, entonado por los protagonistas, actuará como desenlace de aquella epopeya deportiva.
Flemáticos ingleses y serviciales hindúes La película dirigida por John Madden reúne un gran elenco que eleva la calidad de la cinta, que narra el viaje a la India de personajes arquetípicos que buscan vivir nuevas experiencias para sacudir sus acomodadas existencias. Pregunta: ¿hay sujeto más arrogante que un inglés en un país del Tercer Mundo? Respuesta: sí, dos ingleses en un país exótico descubriendo las tradiciones de un lugar desconocido. Ni hablar, entonces, como se cuenta en la película, si los ingleses son siete, tienen entre 60 y 70 años y recalan en un supuesto paraíso llamado Hotel Marigold. Ejemplo de principio a fin de comedia británica con actores de extensa experiencia en teatro, televisión y cine, que remite a la mordacidad de las películas de los años ’50 de los estudios Ealing (El quinteto de la muerte; Ocho sentenciados), El exótico Hotel Marigold presenta personajes arquetípicos que viajan a la India para vivir nuevas experiencias en las últimas curvas de sus acomodadas existencias. La mujer que acaba de enviudar (Dench), la señora que anda en silla de ruedas y espera operarse de la cadera (Smith), el señor que vuelve a la India luego de 40 años quizás buscando un viejo amor (Wilkinson) y la pareja inestable con el marido pusilánime y la esposa que toma decisiones (Nighy, Wilton), son algunos de los personajes-entidades que John Madden reparte durante la trama. Allí, en el nuevo país mirado de reojo y con chistes xenofóbicos, se producirá el consabido choque de culturas, o en todo caso, de acuerdo a la levedad del argumento, la conformación de un país “extraño” por medio de imágenes turísticas frente a la flema y la arrogancia inglesa, siempre dispuesto a manifestar su autoridad moral y económica. En el Marigold, como contrapunto, habrá personajes simpáticos, serviciales y colonizados que darán consejos y sugerencias al septeto arrugado que proviene del primer mundo. John Madden ganó el Oscar por una película horrible (Shakespeare apasionado) y luego concibió su versión en cine de una pieza teatral de prestigio (La duda). Esta incursión en la comedia dramática, donde se habla del paso del tiempo y de la búsqueda de la felicidad en el último rincón de la vida, es la mejor película de un cineasta menor procedente de la BBC televisiva. Pero, parafraseando a Borges cuando comentó un viejo film argentino, esto no implica que El exótico Hotel Marigold sea una comedia de un humor leve e inofensivo, sostenido en las frases graciosas de los “extranjeros” y la ingenua torpeza de los serviciales y atolondrados hindúes. Demás está decir que la tradición actoral británica del septeto protagónico eleva un poco la calidad general de la cinta.
Supersticiones, miedos y jettatores Como comedia que se precie de tal, Una cita, una fiesta y un gato negro, opera prima de Ana Halabe, tiene un comienzo alentador con un montaje veloz que presenta situaciones y personajes, en especial el de Gabriela (Julieta Cardinali). Pero los gags eficaces languidecen luego de la primera aparición de Felisa (Leonora Balcarce), motivo central de la trama y de las obsesiones de Gabriela, ya que el reencuentro de las dos amigas en lugar de profundizar el tema central expande el argumento hacia otras zonas alejadas de la comedia de situaciones. De allí en más, las sospechas de Gabriela sobre la mala suerte que la persigue, supuestamente debido a su amiga, ingresan en un tono de comedia familiar e institucionalizada, con personajes estereotipados y de discutible interés, o en todo caso, que ya ocuparon una buena parte del cine argentino de los ’80. Más aun, Una cita…, por momentos parece una acumulación de remiendos argumentales que identificaron al género hace 20, 30 años, no sólo desde el guión sino también a través de una puesta de cámara que recuerda a la televisión en blanco y negro. Esa estética apolillada y vetusta viene acompañada por una banda de sonido invasiva y chirriante que acompaña las imágenes de manera enfática casi toda la película. Entonces, aquella originalidad del comienzo, en lugar de elegir un tono alocado, absurdo y hasta aferrado a tópicos del terror por aquello del personaje “yeta”, descansa en un criterio de puesta en escena demodé y de transparente fecha de vencimiento. Si las dudas de Gabriela por la infidelidad de su marido (Mirás) y los infortunios en su trabajo se vinculan o no con la súbita reaparición de su amiga Felisa, poco agrega a una trama narrada con poca prisa, mucha pausa y sin demasiados momentos felices emparentados con los códigos que identifican al género. Julieta Cardinali y Leonora Balcarce invierten todo el esfuerzo posible componiendo dos personajes desvaídos, como si pidieran a gritos un texto eficaz y contundente de inmediata transferencia al espectador.
Postales de una utopía inacabada El año pasado se estrenó La patria equivocada, precedente de las nuevas miradas sobre San Martín y Belgrano que narraban determinados hechos que entronizaron a ambos héroes y próceres. Las preguntas siguen siendo las mismas cuando las imágenes de La revolución es un sueño eterno invaden con su retórica pomposa y su mirada revisionista sobre el pasado, constituido por muertes, venganzas, fusilamientos, tomas de decisiones y gestas heroicas que se tradujeron en un batallón de cadáveres con la finalidad de construir una patria diferente a la de los inicios de 1810. ¿Cómo filmar la Historia sin caer en frases altisonantes y didácticas? ¿De qué manera esta clase de cine viene a oponerse a los biopics escolares de Torre Nilsson y su trilogía sobre San Martín, Martín Fierro y Güemes? ¿Cuáles son los recursos cinematográficos de los que se vale este revisionismo siglo XXI para alejarse de modelos anteriores? Es innegable que el saldo continúa en rojo, ya que el film de Juárez, sostenido en una estética televisiva de planos medios y primeros planos que manifiesta sus propósitos ideológicos a través de la mera vomitización del discurso, como si se estuviera oyendo un radioteatro sobre próceres y personajes importantes, no escapa a ciertas reglas establecidas por aquella trilogía, ya presente en los albores triunfalistas del cine de los estudios, con La guerra gaucha de Lucas Demare a la cabeza. El punto de vista elegido por Juárez, en un principio, es seductor y original: las ambigüedades e idas y vueltas de alguien olvidado por la historia como Juan José Castelli, aquel brillante orador del 25 de Mayo que moriría de cáncer de lengua. De allí, La revolución… narra a través de flashbacks algunos hechos históricos donde el personaje tuvo participación, destacándose las escenas de los fusilamientos, entre otros el de un Liniers seguro de sí frente al pelotón y un Monteagudo eufórico frente a la sangre derramada. Otros próceres, como Belgrano y Moreno, también tendrán su propia edificación marmórea. Las actuaciones, por su parte, en pocos momentos traicionan los aspectos estéticos elegidos por la puesta en escena.
Sólo se trata de sobrevivir Viejo zorro del gran cine polaco de los ’60 y ’70 y que más adelante tuviera difusión internacional a través de algunos títulos más que recordables (El alarido; Proa al infierno; Trabajo clandestino), Jerzy Skolimovski propone en Essential Killing un ejercicio de estilo donde las lecturas políticas, todas válidas de por sí, actúan de manera periférica y secundaria. En efecto, un soldado afgano (Vincent Gallo en otro logrado esfuerzo interpretativo) será perseguido por un ejército en un paisaje nevado, agreste y primitivo. Desde este mínimo argumento, Skolimovski narra un acoso permanente y una historia de supervivencia de un personaje relacionado a su paisaje, escarbando en la energía de Mohammed y en la obsesión de sus perseguidores. En principio, Essential Killing sólo es eso: un grupo de mercenarios siguiendo los pasos de un soldado que logró escaparse, por puro azar, de un destacamento de militares estadounidenses. Pero la película, aferrada a una única acción, se nutre de un par de escenas simbólicas, también válidas, para aligerar la concentración de espacio y tiempo que propone su ínfima historia. Simbolismos que atraerán a algunos y despreciarán otros y que tiene su máxima representación en la última parte del film cuando Mohammed se encuentre con una atractiva mujer sordomuda (Emmanuelle Seigner, esposa de Roman Polanski) donde el director se anima a construir un momento que atraviesa a La piedad en versión sexual y angustiante. En esos minutos finales, Essential Killing abandona su estupendo formalismo para arrimarse al terreno emocional, casi imposible de encontrar en una historia con un personaje solitario escapándole a la muerte. Multipremiada en festivales, incluyendo el galardón principal en la edición 2010 de Mar del Plata, las imágenes permiten intuir a Skolimovski en plena forma con sus 74 años a cuestas. Como si encarnara en un estudiante de cine, acaso el mejor, elaborando su propio ejercicio de estilo.
Primeras escenas de la vida conyugal Dolores Fonzi y Leonardo Sbaraglia interpretan a una joven pareja que con su pequeña hija se muda a una casa a reconstruir en el campo. Sutil estudio de los caracteres y de los conflictos del matrimonio en esta nueva geografía. Un matrimonio, una pequeña hija y un paisaje a descubrir que provocará extrañamientos, desencuentros, malentendidos, reproches y un volver a empezar en la aún joven pareja. Con sólo esos elementos, la segunda película de Hernán Belón (Sofía cumple cien años) construye una pequeña historia donde las palabras son remplazadas por los silencios y los subrayados que explicarían la crisis matrimonial se comprenden a través de juegos de miradas y escenas donde se prevé, pero pocas veces ocurre, la catarsis estentórea que borra todo enigma y pregunta sin resolver. A Elisa (Dolores Fonzi) y a Santiago (Leonardo Sbaraglia) se los ve satisfechos con su nuevo hábitat, alejados del mundanal ruido y con el afán de (con)vivir con ese paisaje a reciclar, como si se tratara de una nueva vida que está a punto de empezar. La pequeña hija de ambos –un año y medio– actúa como interrogadora de la pareja, observando el comportamiento de los padres que ingresan en una crisis que la película jamás enfatiza, esquivando los lugares comunes. En efecto, el paisaje a reconstruir es uno de los temas de El campo, y la presencia de la niña, fusionada a esa nueva morada, representa la vida que debería (re)comenzar entre Elisa y Santiago. En la intimidad sexual no se perciben malestares pero Elisa no puede acostumbrarse a ese lugar desolado y solo habitado por ocasionales vecinos, que viven lejos del caserón a reconstruir. Su esposo, en cambio, propone la espera, como si al día siguiente las tensiones que manifiesta Elisa pasaran al recuerdo. Por eso, El campo habla del renacer de una pareja con una pequeña hija que fluctúa entre la paciencia de Elisa y la calma de Santiago, entre los enojos de ella y la supuesta paz interior de él. Film sutil en cuanto al estudio de caracteres de dos personajes que se plantean interrogantes sin alzar la voz, la cámara de Belón invade con pudor a un joven matrimonio en crisis, acaso la primera en importancia, tal vez a raíz de la presencia de la pequeña hija. Sin embargo, nada más lejos que la exposición del conflicto a través de la interpretación psicoanalítica; todo lo contrario, valiéndose de dos buenos trabajos actorales, el director narra su historia fijando la atención en mínimos detalles, en aquellos pequeños momentos donde la crisis aflora por medio de una acción imprevisible. En ese sentido, la inesperada alegría de Elisa bailando en una ocasional fiesta del pueblo, mientras su esposo la observa con extrañamiento y curiosidad, sintetiza las decisiones de puesta en escena del director. Elisa baila, Santiago mira y Belón nos cuenta que algo anda mal en una pareja que hace un rato estrenaba con felicidad sus roles de padres en ese nuevo e inhóspito territorio.