Adicción sexual y hedonismo sin retorno Un personaje introvertido y de pocas palabras es el centro de una historia donde el sexo pasa a ser el tema central. El discurso psicologista se completa con una excelente banda de sonido. Brandon (Michael Fassbender) mira, seduce y no necesita esperar demasiado para tener sexo con una mujer. Observa un par de veces y logra su objetivo: otra mujer más, un rato de sexo, un polvo efímero. Es un ganador en potencia y nunca un maratonista del sexo como Giacomo Casanova, sino un adicto voraz en el terreno que más conoce. Pero no sólo su compulsión sexual se limita a compartir el deseo con alguien, sino que Brandon es un sujeto hedonista, que le rinde culto al sexo en todos los órdenes. Es un observador y voyeurista sin salida, mirando películas pornos, masturbándose, viviendo su adicción como necesidad imperiosa, también egoísta y construida desde la autosatisfacción. Pero Brandon tiene una hermana, la frágil Sissy (Carey Mulligan) que invade la privacidad inviolable del macho cabrío y desde ese particular reencuentro el edificio hedonista empezará a resquebrajarse, a mostrar cimientos no aclarados del pasado a través de recuerdos y relaciones inconclusas que derivará hacia un descenso sexual y moral teñido de culpa, pecado y redención. Luego de Hunger, McQueen y Fassbender, su actor fetiche, toman al sexo desde el placer a corto plazo, invitando al espectador a sumergirse en la psiquis de un personaje complejo, introvertido, de pocas palabras. Sin embargo, una de las virtudes de Shame es que no se está frente a la conformación de un discurso psicologista que presenta a un personaje conflictivo y supuestamente feliz imposibilitado de construir una relación de pareja duradera. Y en este punto resulta fundamental el personaje de Sissy, que actúa como contrapeso de la adicción de su hermano. Sissy y Brandon (memorables interpretaciones de Fassbender y Mulligan) son dos criaturas opuestas pero sutilmente complementarias, dócil y al borde del suicidio ella, frío y maniático él. En ese sentido, la escena en la que Sissy canta al borde del desgarro corporal una versión de “New York, New York”, mientras su hermano y su jefe miran extasiados y sorprendidos la performance, describe con astucia e inteligencia hacia donde se dirigen las intenciones de Shame. Siempre de manera sutil, jamás enfatizando las características que vinculan y separan a los hermanos. Probablemente, el citado descenso a los infiernos de Brandon, donde la banda de sonido de Harry Escott sustituye las palabras, resulte la zona menos feliz y más subrayada de la película, ya que daría la impresión que en esos últimos 20 minutos el director decide juzgar los ciclotímicos comportamientos de sus personajes. Sin embargo, los últimos planos permiten deducir que la historia volvería a empezar. O que, tal vez, Shame trate sobre una interminable masturbación entre sueños del adictivo Brandon.Nada más y nada menos que eso.
Un film con las mejores intenciones El cine como propósito didáctico explorando una historia compleja donde el autismo que padece Pilar (Ana Fontán) repercute en una familia. El cine buceando en el territorio de la medicina y escarbando en un drama familiar de acuerdo a las ideas y vueltas de los padres de Pilar (Eduardo Blanco y Patricia Palmer) y en la alterada paz interior de su hermano menor (Tupac Larriera). Una película como El pozo, opera prima del platense Rodolfo Carnevale, no merecería discusión alguna si no se tratara, simplemente o más que eso, de una película, una representación cinematográfica sobre un tema por primera vez abordado en la pantalla nacional. Es que la puesta en escena de El pozo es refractaria de la televisión de los años ochenta (los ecos de Nosotros y los miedos y Compromiso resuenan con bastante fuerza) donde los conflictos aparecían “afuera” para ser analizados por un espectador/televidente presto al debate y la discusión. En ese sentido, el personaje de Pilar “actúa” en un mundo paralelo, exhibido de manera enfática y sin misterios por la película, un universo ajeno al de la descomposición familiar y a las decisiones que tomarán sus padres. En efecto, ese mundo propio y personal de Pilar está mostrado de manera “realista” porque así es el autismo, donde la película no deja ningún enigma suelto a través de imágenes y contenidos que se subrayan como si se tratara de un manual de medicina avanzada sobre un tema tan doloroso y de imposible curación. Por lo tanto, en la segunda mitad de El pozo desfilarán los guardapolvos blancos y las internaciones para la protagonista y hasta la posibilidad de que Pilar encuentre a un semejante. El pozo, intenciones aparte, articula su discurso desde los lugares comunes y las secuencias de inmediato impacto, emotivas y repletas de didactismo médico y familiar. Tan cerca de la verdad absoluta, tan lejos del lenguaje cinematográfico.
Vodevil francés, ridiculización española Si nada para destacar, el film de Phillippe De Guay es puro efecto de guión al que Buñuel hubiera destruido desde la primera toma. La comedia standard francesa tiene sus adeptos y defensores incondicionales. Con su rancio estilo originado en el vodevil que establece sus características con una puesta en escena teatral, diálogos funcionales y personajes arquetípicos, la tradicional comedia gala, lejos de la concretar un discurso que se aproxime al cine, continúa acumulando espectadores en forma masiva. Poco tiempo atrás fue Las mujeres al poder (Potiche) del sobrevalorado Francois Ozon, que proponía una placentera manera de vivir los conflictos al articular un argumento donde se reconciliaban las ideas marxistas de un líder obrero con la esposa del dueño de una fábrica, claramente tipificada como la burguesa triunfante luego de la posguerra. Mirtha Legrand, a finales de los ’80, encarnó en teatro el rol que le correspondería a Catherine Deneuve en la cinta de Ozon. No es casual que nuevamente durante los años sesenta se materialice la historia de Las mujeres del sexto piso, dando la impresión que el Mayo Francés, la toma de la Sorbone y las prédicas de Sartre sobre el marxismo no existieran para la comedia vodevilesca francesa. Se dirá que no es necesario pedirle demasiado a una mirada sobre el mundo que soluciona los conflictos sociales y políticos a través de una serie de equívocos y situaciones que transcurren entre cuatro paredes. De acuerdo, está bien. Sin embargo, ni aquel film de Ozon ni este de Phillippe De Guay se caracterizan por su impacto humorístico ni por la originalidad de su historia, ya de por sí, inverosímil y bastante superficial, tan sabrosa como una gelatina bajas calorías. De ahí que sorprenden las cifras exitosas del combo fílmico en su país de origen, aun cuando se entienda que se trata de un cine que necesita toda industria para sobrevivir, pero con una manera de hacer películas concebidas a reglamento, que ya tenían su fecha de vencimiento en los primeros años del sonoro. Las mujeres del sexto piso es puro efecto de guión donde se muestra el contraste entre un matrimonio al que Buñuel hubiera destruido desde la primera toma, en oposición a un grupo de españolas que huyeron del franquismo, trabajan como mucamas y son expertas en el arte culinario. Con este conflicto la película adopta una postura que, aun siendo subliminal, adquiere un tono pedante y presuntuoso desde la mirada francesa hacia las vulgares mujeres españolas. Los chistes son obvios en relación a la preparación de las comidas, y la caracterización de los arrogantes franceses y la simpatía forzada de las hispánicas buscan su lugar en el mundo. Por momentos, la historia parece escrita por el fantasma de De Gaulle con la aprobación de Sarkozy pero tampoco es necesario buscarle demasiadas vueltas al asunto. Como comedia a secas que se precie de tal, Las mujeres del sexto piso –más allá de los esfuerzos de un buen actor como Fabrice Luchini- es menor, vacua y de olvido inmediato.
Casi una parodia al cine aventuras Siempre que surge una película con príncipes y reyes recorriendo la arena del desierto se invoca el recuerdo de Lawrence de Arabia de David Lean, uno de sus clásicos gigantescos de décadas pasadas en duración y pretensiones. El francés Annaud, responsable de una impersonal obra quién sabe porqué motivos sobrevalorada (El oso; El amante; En nombre de la rosa y la descartable Siete años en el Tíbet) pretende retomar el clasicismo de antaño y las peripecias entre jeques y herederos junto a algunas batallas por el trono y, claro está, la muda presencia de un centenar de camellos igualmente desganados como la mayoría de los intérpretes. El príncipe del desierto sorprende, antes del inicio, por la decisión de cambiar el título original, ya que el oro negro –una de las tantas subtramas que el director no decide explorar–, allá por los años ’20, es el motivo principal de disputa entre los clanes. Pues bien, la película anuncia que tratará el tema tradición versus progreso pero lo abandona rápido. Más tarde, se dedica a contar una historia inexpresiva entre los nada carismáticos Tahar Rahim y Freida Pinto (muy linda y sólo eso). Luego, viene la media hora que le corresponde a Antonio Banderas, el malo de la película, haciendo piloto automático como estrella internacional de excelente remuneración. Por si fuera poco, El príncipe del desierto cita, como si fueran frases de manual, textos de la tradición arábiga en un contexto poco creíble que parece provenir de un producto Disney previo a la Edad de Piedra. La ineptitud de Annaud, en ese sentido, enfatiza aun más las carencias: el film intenta sin suerte rememorar a los clásicos de aventuras del viejo Hollywood pero sólo lo hace desde la superficie, convirtiéndose sin desearlo en una parodia de aquel cine en donde el verosímil no importaba con tal de que se construyeran personajes heroicos que quedaban en la memoria del espectador. En este caso, el único heroísmo posible es superar las más de dos horas de una película tapada por la arena y el nulo talento de su director. Y dejen en paz a Lawrence.
El encierro y el duelo de tres hermanas En su debut como directora, Eugenia Sueiro retrata la historia de tres mujeres bien distintas que se ven obligadas a encontrarse tras la muerte de su madre. El claustrofóbico hogar es el escenario de este film de mínimos gestos. Tres hermanas, la casa en venta de la mamá fallecida, el duelo, el reencuentro obligado y resolver qué se hará con el hogar de origen. Peligro: se viene el psicodrama catártico sobre cuentas pendientes del pasado entre las tres mujeres. Un espacio único como protagonista de diálogos y situaciones en ese ámbito que trae recuerdos y hechos inconclusos nunca aclarados. Peligro, otra vez: se prevé una acumulación de símbolos y metáforas supuestamente necesarias para describir la psiquis de las protagonistas. Sin embargo, los temores previos no se manifiestan en Nosotras sin mamá, ópera prima de Eugenia Sueiro, reconocida directora de arte del viejo y del nuevo (a esta altura, también viejo) cine argentino. Teresa (Guerty), la más chica, no quiere la venta inmediata; Ema, la mayor, se vale de frases cortantes y muchos silencios, en tanto, Amanda, quejosa porque el mundo atenta contra ella, necesita la plata que marca la herencia. Tres personajes fuertes con diferentes características, obligados al reencuentro post mortem, construidos de manera elegante y sutil por Sueiro, quien jamás explicita los conflictos, dejando que el espectador complete la información que transmiten las imágenes. En ese punto el fuera de campo actúa como imperiosa necesidad estética: a Amanda le caen muchas cosas encima de los departamentos vecinos pero nunca se ve a los responsables; Teresa se protege más de una vez en el baño y se transforma en una sombra frente a sus hermanas mayores, en tanto, Ema juega con su ambigüedad sexual, más que transparente en alguna escena táctil y de un erotismo de caricias y a flor de piel. Son tres hermanas que dicen lo necesario pese a que Amanda habla más que a las otras dos. Son tres mujeres que podrían conformar un cuerpo único, el de la madre ausente (otro fuera de campo), pero la directora desconfía de los estereotipos teatrales, profundizando los espacios vacíos y la deconstrucción minuciosa de algunos pequeños acontecimientos, jamás alzando el tono de voz, nunca exaltando los conflictos. La casa, en efecto, es protagonista y el giro de guión lleva a las hermanas a estar encerradas durante unas horas –en tiempo no real pero construido como si fuera tal– permitiendo las pequeñas sociedades, las preguntas sin respuestas, los “tal vez” en lugar de las afirmaciones contundentes. Ese espacio aun gobierna, asfixia, se trate de los interiores con escasa luz o el único lugar al aire libre, ese “fondo de casa” descuidado con la piletita donde Teresa chapotea entre algunas sillas playeras. Film de detalles y mínimos gestos, intimista, diseccionador de tres personajes pero nunca psicologista con una directora debutante y tres notables actrices en roles que desnudan flaquezas y fortalezas por medio algunas palabras e incómodos silencios. El futuro es mujer, eso parece.
La mente y el cuerpo, teoría y praxis La nueva producción del director David Cronenberg toma como disparador un tema que le gusta mucho: el psicoanálisis. Los personajes principales son Jung y Freud, aunque resulta fundamental el rol de Sabina Spielrein. Vaya desafío el que se impuso el gran David Cronenberg con esta película dialogada, que tiene como eje las discusiones sobre psicoanálisis entre Jung y Freud, allá por el inicio del siglo XX y en un paisaje bucólico y pictórico que sirve como telón para una minuciosa batalla dialéctica. Dos sabidurías en colisión, dos ideas enfrentadas sobre la ciencia, dos miradas sobre un mundo donde aún no resuenan los ecos de la Primera Guerra Mundial, en aquella Viena iluminada por el gran director de fotografía Peter Suschitzky. Desafío como pocos, el de Cronenberg, director notable, acostumbrado al riesgo sin rodeos como declaran sus incursiones en JG Ballard (Crash) y William Burroughs (Naked Lunch), dos adaptaciones que se agradece cayeran en manos del cineasta nacido en Toronto. Sin embargo, Un método peligroso puede llamar a engaño. En la superficie, sí, recorre la imposible amistad y las interminables conversaciones de Jung y Freud, ambos encarnados por Fassbender y Mortensen en trabajos gélidos y distanciados, irónicos en sus mínimos gestos, seguramente como deseaba Cronenberg. Pero la película va más allá de un enfrentamiento de ideas para transformarse en un film clásico del director, farragoso en palabras, pero de una complejidad intimidatoria. Desde el mismo inicio, se presenta una joven, Sabina Spielrein (Keira Knightley, estupenda), el vértice ideal para el menáge a trois afín al cineasta, tal como lo mostraba en Pacto de amor con los ginecólogos gemelos y la paciente con una vagina de tres cavidades. Pero en Un método peligroso a Cronenberg no le importa el cuerpo extraño, tampoco las cicatrices y heridas ni mucho menos los granos, forúnculos y pústulas viscosas que constituian sus películas de los años ochenta e inicios de la década siguiente. El sexo se ha convertido en algo mental, reflexivo, invasivo en la cabeza del otro, nunca en el cuerpo. Poco y nada se observa desde lo sexual en las imágenes de Un método peligroso, ya que lo genital ha sido sustituido por la teoría y el combate dialéctico de ambos científicos, explorando en la mente de la paciente, convirtiéndola en un objeto de deseo intangible, manipulable para ambos, indescifrable frente a la catarata de palabras que invade (casi) toda la película. Por eso Sabina Spielrein, a futuro una reconocida terapeuta, es el gran personaje del film, desplazando a la mordacidad de Freud y a las idas y vueltas matrimoniales de Jung. Es que Cronenberg toma como disparador al psicoanálisis para retomar el tema que más lo complace: un terror mental, frío, cerebral, donde el cuerpo (la praxis) es remplazado por la cabeza (la teoría). Film de tesis, ambiguo y desconcertante, de múltiples facetas e interpretaciones, “pesado” por sus apabullantes ideas, molesto e incómodo de ver. Por esas mismas razones, Un método peligroso es una película a la que no se debería darle el alta.
El futuro del sálvese quien pueda Construida para público adolescente, a partir de la trilogía literaria de Suzanne Collins, la película reúne aventura, romances y traiciones. Una competencia similiar a un Gran Hermano virtual donde sólo sobrevivirá el más fuerte. Es indudable que Los juegos del hambre está construida para un público adolescente desde los rostros juveniles protagónicos, la transposición del libro inicial de la trilogía de Suzanne Collins y una historia que reúne similares dosis de aventuras, romances, traiciones y formas de supervivencia. También es indiscutible que Hollywood sabe qué botón tocar cuando se trata de una trama futurista pos apocalíptica (es decir, distópica) al planificar una película de elevado presupuesto que prevé una inmediata recuperación. Pese a estos supuestos, nunca condenables pero sí previsibles, Los juegos del hambre, aun con sus grietas narrativas y su cálculo permanente, es un film que tiene sus virtudes. El primero de los temores también era lógico: la comparación con los vampiros anoréxicos de la saga Crepúsculo y su acumulación de erotismo lavadito con estética póster enamorados. Sin embargo, el mundo que describe Los juegos del hambre es atroz y de supervivencia cotidiana desde un Capitolio dirigido por el presidente Snow (Donald Sutherland en versión hippie sobreviviente de Woodstock) quien todos los años propone un juego mortal entre chicos de 12 y 18 años. Hacia allí se autodesignará la joven Katniss (Jennifer Lawrence) preparada para la ocasión y aconsejada por Haymitch, un antiguo ganador (Woody Harrelsson en vertiente reventado simpático). Toda la competencia, claro está, será transmitida por la televisión para un consumidor que desea acción, tensión, suspenso y muertes horribles. Las comparaciones, al mismo tiempo, son odiosas y lógicas: Los juegos del hambre es una especie de Big Brother virtual, las invocaciones a otros films de tónica similar no se ocultan en ningún momento (Batalla real, de origen japonés; la vieja y la nueva Rollerball) y el discurso “importante” que se trasmite en algunas escenas roza la obviedad y el lugar común. Más aun, la zona más flaca del film está en la competencia misma, poco innovadora al respecto. En cambio, la recreación de un universo pos apocalíptico, donde la televisión es Dios y el día después le pertenece al poder, convence por su sustancia cinematográfica. Son esos momentos donde los elegidos se preparan para la faena, el kitsch conductor televisivo que encarna Stanley Tucci diserta sobre la competencia y Jennifer Lawrence demuestra que es una buena actriz. Luego vendrá “la ley del más fuerte” (e inteligente) del que saldrán un par de ganadores (¿o sólo uno?) con veintidós cadáveres atrás. Y acá está el problema mayor: en una película donde las muertes cobran protagonismo, el minucioso y pudoroso montaje omite cualquier atisbo de sangre y excesos. Allí, en esas escenas que parecen construidas por el trío lánguido de la saga de vampiros y hombres lobos, el film aclara su voracidad marketinera y su destino de consumo para un target bien determinado.
Matrimonios y algo teatral La más reciente producción del famoso director Roman Polanski reafirma su paso hacia propuestas estéticas diferentes. Por un lado, cuatro actores prestigiosos, premiados o nominados al Oscar, con notable trayectoria en los ejemplos de Foster y Winslet, más perfil bajo en Reilly, recordable por encarnar al nazi de Bastardos sin gloria en el caso de Waltz. Por el otro, el nombre Yasmina Reza, dramaturga, escritora y novelista trasladada a las tablas argentinas en Art y La dieu du carnage, ahora en la versión cinematográfica que nos ocupa. Rodeado por la calidad apriorística de semejante quinteto, el veterano Roman Polanski, saliendo de la personal El escritor oculto y acaso recordando mejores épocas, aquellas de Rosemary, vecinos satánicos, bailes de vampiros e historias oscuras que transcurrían en Chinatown. Por último, el cuadrilátero se completa con la puesta en escena que elige el director: caja cerrada, único espacio, dos matrimonios, cuatro personajes, una agresión física de un chico a otro (hijos de las parejas) como disparador argumental y la conjunción de diálogos picantes, situaciones inquietantes y momentos catárticos tal como corresponde a un modelo de packaging teatral y cinematográfico. En ese orden. Ganan los actores, aunque sus trabajos en Un dios salvaje no están entre sus mejores performances. Cada uno tiene su momento “unipersonal” para el lucimiento, su estallido emocional, su frase rimbombante. Winselt y su vómito, Waltz y su celular, Reilly y su borrachera, Foster y su histeria cool están allí, colocadas para el disfrute desde el actor hacia el espectador. Y sólo eso. También la victoria le pertenece a la autora, desde la palabra importante, la frase sentenciosa, la marca teatral por encima del cine, la decoración funcional, los objetos como entidades dramáticas. Y sólo eso, aumentado por un texto previsible, académico, liviano y banal en similares dosis. ¿Y Polanski? El gran derrotado, el que no puede saltar los obstáculos de un libro asfixiante, dispuesto para el elogio ajeno, construido como un mecanismo de relojería funcional, ajeno a los fantasmas, los personajes enajenados y “el detrás de las paredes” que atemorizaba en los mejores exponentes de su filmografía (El bebé de Rosemary; Repulsión; El inquilino; Perversa luna de hiel). Aclaremos: no es condenatorio que Polanski en los últimos años se haya desplazado hacia otras propuestas estéticas, desde el vacío academicismo de El pianista hasta el liviano retrato de la infancia de su versión de Oliver Twist. Pero las imágenes de Un dios salvaje transmiten desgano, falta de rigor e interés cinematográfico, personalidad. En todo caso, el triunfo definitivo le pertenece al lenguaje teatral, acaso la derrota más dolorosa para un director que hiciera del fuera de campo una marca identificable que exclusivamente le pertenece al cine. Y al suyo propio, allá lejos en el tiempo.
Un cine físico, tan retro como actual Este film con Ryan Gosling y Carey Mulligan sigue la senda de un estilo creado por grandes como Samuel Fuller en los años ’50. En el cine estadounidense de los años cincuenta existía un cine “físico”, donde la violencia cobraba importancia no de manera gratuita sino lógica dentro de los parámetros genéricos de entonces. Samuel Fuller, un outsider dentro del sistema, forjó su trayectoria a través de la “fisicidad” de situaciones y personajes con títulos claves (El rata, El beso amargo, Casco de acero, El kimono escarlata) de su sólida filmografía. Los años ’70 y parte de los ’80 retomaron parte de esta postura (nunca pose) que concilia la “fisicidad” con la acción y las persecuciones automovilísticas (Bullit, Driver, La fuga del loco y la sucia) donde el auto traslucía como objeto fetiche y extensión del cuerpo que soportará momentos extremos. Dentro de esos códigos procedentes de un cine anterior se manifiesta Drive, mirando hacia atrás pero ubicándose en un presente del cine de acción entremezclado con una historia de amor. La pose, ahora sí, canchera, gélida y desganada del personaje sin nombre que interpreta Ryan Gosling, doble de riesgo y participante necesario pero secundario en atracos y robos, convive junto a la trama romántica encabezada por una madre soltera (Carey Mulligan) que tiene a su pareja en la cárcel. Entre ambos, surgen personajes secundarios de notorio peso encarnados, entre otros, por dos temibles rostros como los de Albert Brooks y Ron Perlman, este último a un paso de servir como ejemplo de la teoría de Darwin. Habrá un robo que no sale bien, una plata de por medio y algunas traiciones, es decir, un esquema básico dentro de las películas de chorros, mafiosos y supuestos culpables e inocentes. Sin embargo, además de su aroma retro, quien está detrás de las cámaras es quien conoce los códigos que identifican a esta clase de películas. El danés Nicolas Winding Refn, responsable de la trilogía Pusher (fisicidad sin vueltas), articula una estética añeja con una violencia seca y visceral que no tiene filiación con el cine de acción de estos días. En realidad, durante la media hora inicial, un par de secuencias de montaje pueden causar desconcierto a través de su visible dejà vu, pero con el devenir del relato y la aparición de personajes periféricos de peso (los mafiosos Brooks y Perlman, el esposo de la protagonista) alrededor del hierático Gosling, el cineasta danés monta su operativo de violencia sin escamoteos, en forma directa e impactante. En los últimos años, el cine dio dos ejemplos parecidos, aun con tramas diferentes: la extraordinaria Una historia de violencia (2006) de David Cronenberg, y la olvidada Revancha (1999) de Brian Helgeland, con un Mel Gibson aún soportable. Aun sin estar a la altura de las dos, por esos caminos se desarrolla Drive, una película retro y actual, pero también, romántica y violenta. A pura fisicidad, jamás entrañable sino dirigida a las entrañas.
Un rompecabezas de sutil engranaje La ópera prima de Nicolás Grosso, ganadora del Bafici, parte del cierre de una fábrica para construir su relato. Ganadora del premio principal de la competencia argentina del Bafici 2011, La carrera del animal, ópera prima de Nicolás Grosso, egresado de la FUC, jamás traiciona sus propósitos estéticos ni su formulación cinematográfica. Más aun, la película, a través de su puesta en escena austera, rigor fotográfico y funcional desde el blanco y negro, textos expresados cuando sólo resultan necesarios y una sobresaliente utilización del espacio off, desemboca en otros títulos nacionales de los últimos años de características similares. Como todo cine moderno que se precie de tal, la información no sólo es transmitida por el director, sino que parte de las respuestas definitivas (o algo parecido), terminan perteneciéndole al espectador. El pretexto argumental es el cierre de una fábrica, pero el conflicto no se narra desde la óptica de los perjudicados, sino desde la mirada de los hijos del dueño del establecimiento, quien nunca aparece en imágenes. Sin embargo, la construcción de relato que propone Grosso no debería intimidar a nadie: La carrera del animal tiene su propio ritmo interno, sus personajes misteriosos, sus diálogos conformados por un visible distanciamiento que remite a Brecht, pero también a los films de Hugo Santiago (responsable de la seminal Invasión, 1969), un nombre al que refiere el debutante director en más de una oportunidad. Como si se tratara de un rompecabezas que crece de manera pausada pero intrigante debido a pequeñas situaciones y extraños personajes que cobran interés con el transcurrir de los minutos, La carrera del animal muestra un paisaje desolador, gris, nada enfático, lejano del costumbrismo explicativo. En ese punto, también la película de Grosso rememora a aquellas calles empedradas de la mítica Invasión de Santiago, que contara con argumento original de Borges y Bioy Casares.