Jugando al poli-ladron en los años ’50. La investigación de Petrecca revisa todas las historias relacionadas con su personaje: la del cana mítico, la del comic mítico sobre el cana y la de la construcción del mito Evaristo. Nacido en 1907 y fallecido en 1992, el comisario Evaristo Meneses fue lo más parecido a una figura mítica que haya dado la historia policial argentina, del lado de la policía (como sucede en el “poli-ladron”, donde siempre hay más candidatos a “ladron” que a “polis”, son muchos más los mitos del otro lado). La historieta Evaristo, escrita por Carlos Sampayo y dibujada por Francisco Solano López, publicada en la revista Fierro y editada años más tarde en forma de libro, relanzó su fama. Incluso para quienes jamás habían oído hablar de él. Dirigido por Mariano Petrecca, Evaristo –el documental– revisa todas esas historias: la de Evaristo, el cana mítico, la de Evaristo, el comic mítico sobre el cana, y la de la construcción del mito Evaristo. “No se parece a mí”, les avisa un Meneses largamente septuagenario a Sampayo y Juan Sasturain, director de Fierro, cuando van a visitarlo, con la intención de que de algún modo bendiga la historieta. Se refiere al dibujo de Solano López y se queja de que el Evaristo dibujado es más alto y más gordo que él. Sin saberlo, “el Pardo” Meneses alude con ello a un tema central que el documental de Petrecca trabaja: el juego de reflejos y refracciones que se da entre los hechos y su representación a través de los medios. Desde el posperonismo de mediados de los años 50 hasta el precamporismo de los primeros 70 habría tenido lugar una Edad de Oro de la delincuencia argentina, representada, según el especialista Ricardo Ragendorfer, por grandes bandas de golpes muy audaces. Frente a ellas se yergue la figura de Meneses, jefe de la División Robos y Hurtos de la Federal desde comienzos del 57 hasta el 61. Tiempos del hiperrepresivo plan Conintes de Frondizi, como el propio Ragendorfer se ocupa de recordar. Dueño de un gran olfato según algunos de sus ex ayudantes (uno de ellos, más tarde militante del Modin de Aldo Rico, atención), temido por los chorros, con fama de incorruptible, apodado por algunos “el Eliot Ness argentino”, Meneses habría tenido una alta eficacia en la detección y detención de los malandras. Las revistas Así, Casos y sucedáneas, que a la luz de esa Edad de Oro también vivieron la suya, tuvieron en este duro criollazo su propio héroe, de cuyo aura también el público se habría apropiado. Pero donde empieza el mito terminan los hechos. “Atrapó a 1100 delincuentes”, dice un periodista de la época. “Capturó a 1500 bandas”, asegura otro. En la historieta de Fierro, el comisario caga a trompadas a unos subordinados porque los encuentra aplicando la picana a un detenido. En la realidad, en 1959 Meneses y el subjefe de la división estuvieron presos 42 días, denunciados por recurrir al invento del inefable Polo Lugones. Fueron sobreseídos. Pero ¿dónde se vio una autoridad policial condenada en Argentina? Según algunos testigos que prestan testimonio en el documental, el instrumento del que echaba mano Meneses en sus interrogatorios era… un lapicito. Tras consumar su más famoso operativo, la resolución de un robo internacional de lingotes de oro gracias a una azafata que habría hablado (“la clave para resolver los casos eran siempre los buchones”, precisa Ragendorfer), Meneses dejó de prestar servicio de modo misterioso, cuando se hallaba en plena gloria. Según dicen, tenía tantos enemigos dentro de la policía como afuera. De allí en más se puso como investigador privado. Dejó un libro llamado Meneses contra el hampa, que le valió el reconocimiento de J. Edgar Hoover. Habría que ver si eso es un mérito o una condena. Cuando salía a recorrer boliches nocturnos, en busca de información, se acodaba en la barra y pedía… ¡un vaso de leche! Lo mismo hacía James Garner en Víctor Victoria cuando quería agarrarse a trompadas, ya que el resto de los parroquianos lo tomaba como una provocación. ¿Por qué lo haría Meneses?
Destilar la gota de miel más (agri)dulce. “El tiempo del luto terminó”, le dice Wenceslao a su mujer, que le cose en su camisa blanca una cinta negra que se había aflojado. Pasaron seis años desde que el hijo de ambos se cayó de un andamio, pero ella sigue de duelo, y de hecho ese día no va a ir a lo de su hermana, donde la familia se junta a celebrar Año Nuevo. Wenceslao se va solo, llevando unos limones y unas brevas que arrancó del limonero del fondo. Ciclos: El limonero real comienza cuando despunta ese último día del año y termina a la madrugada del día siguiente, cuando el nuevo año comenzó. Pero para la mujer de Wenceslao, de quien no se sabrá el nombre, nada cambió. Para ella, el tiempo del luto no terminó y tal vez no termine nunca. Para el propio Wenceslao quizás tampoco haya terminado, aunque él mismo no lo sepa. En una de esas de eso trata El limonero real, aunque eso –la continuidad del duelo– no esté a la vista. De lo que está y no está a la vista se ocupa el cine, y eso es algo que Gustavo Fontán debe haber tenido muy en cuenta a la hora de adaptar El limonero real (1974), novela de Juan José Saer que es pura literatura. Pura literatura, antes que nada por el peso que la descripción tiene en ella. El cine no necesita describir: le basta con dejar ver el entorno unos segundos más de lo habitual. Fontán lo hace por decantación, al adoptar la misma cadencia pausada que pauta sus películas desde El árbol (2006), la película que marca la definitiva refundación de su carrera. Aunque declara haberse enamorado de la novela de Saer desde la primera vez que la leyó, recién salido de la adolescencia, a la hora de la trasposición Fontán no tuvo compasión con el original: arrasó prácticamente con la estructura del libro, dejó de lado experimentos literarios, frases maratónicas y cambios de voces narrativas y se concentró pura y exclusivamente en el corazón del asunto. Como quien extrae de un panal sólo la gota de miel más (agri)dulce, la que en 77 minutos y con las armas cinematográficas más esenciales pudiera expresar, sin hacer alusión directa a ello, aquella idea, la persistencia del duelo y la ausencia, corroyendo con ella el duro limonero de lo real. “¿Mi hermana no viene?”, pregunta, molesta, Rosa (Eva Bianco). Wenceslao (Germán De Silva) baja la cabeza avergonzado, como si fuera un poco de él la responsabilidad de que su esposa (Patricia Sánchez) sea una mater dolorosa. Es una doble ausencia la que pesa sobre él: la del hijo muerto y la de la esposa ausente. Ausente porque no está y porque hace seis años que se declaró en estado de ausencia. Wenceslao no habla del tema, y eso no dicho es lo que está presente en su silencio, en su aire entre reconcentrado y resignado, en la simbólica sumersión en el río, uno de los contados momentos en los que la narración pasa de la tercera a la primera persona (los otros son unas breves subjetivas desde el bote, en el viaje de ida hacia lo del cuñado Rogelio). Allí, cuando se sumerge, por instantes el cuadro cinematográfico es ganado casi por completo por el negro, algo que sucede en un par de momentos más (el último de ellos es al final, cuando Wenceslao vuelve a su casa). Parecería que esos momentos transpolan el célebre cuadro negro de la novela, cuando Wenceslao pierde brevemente el conocimiento, en ambos casos una referencia a escala a la negrura que lo cerca. Otra opción de Fontán, de muy diversa índole, es la del pudor en lugar de la crudeza expositiva. Wenceslao no hace caca en medio de los pajonales, no se baña desnudo sino en calzoncillos, a la pareja a la que espía no llega a vérsela en pleno trajín fornicatorio, no se asiste al carneo del carnero. A cambio de eso, El limonero real de Fontán brinda una suave sensorialidad, dictada por el peso mismo del silencio (que en cine es muy fuerte), un largo travelling lateral mostrando los árboles desde el bote, la luna llena en medio del cielo y, sobre todo, el momento más lucido estéticamente, el baile del 31 mostrado casi en silencio, como en medio de la bruma o del sueño. La notable fotografía de Diego Poleri, que difumina el sol de día y le arranca tonos plateados a la noche, tiene mucho que ver con esto.
Ese truco de la carrera de cuadrigas. La versión siglo XXI de la historia del esclavo judío y el traidor romano no termina de sostenerse del todo bien, pero cumple con aquello que se convirtió en un clásico... y que hasta oscurece el detalle de la crucifixión de Jesucristo. Ben-Hur: A Tale of the Christ es la novela que el estadounidense Lewis Wallace publicó a fines del siglo XIX, y que conoce hasta el momento cuatro versiones cinematográficas y una miniserie. Ben-Hur: un cuento de Cristo, sería la traducción, reveladora de hacia dónde este autor desde hace rato ignorado quería llevar el sentido de su novela más vendida. Arte del espectáculo, espectáculo eminentemente kinético, el cine hizo su propia lectura del best seller confesional de Wallace. Ya la primera versión, un corto mudo de 15 minutos de 1907, consistía casi exclusivamente en lo que de allí en más haría famosa a Ben-Hur: la carrera de cuadrigas, relegando a Cristo a una crucifixión de compromiso. Dirigida por el kazajo Timur Bekmambetov –cuyos antecedentes en Hollywood consisten en las desfachateces pulp Wanted, con Angelina Jolie como superkiller de cuero negro, y Abraham Lincoln, cazador de vampiros, título que exime de comentarios– la versión siglo XXI de la fábula del esclavo judío y el traidor romano pone toda la carne en el asador del Coliseo, haciendo de Jesús una suerte de empleado supernumerario de la compañía. Que Judá Ben-Hur (Jack Huston) sea un príncipe judío de familia rica que vive con gran lujo en un palacio de Jerusalén en tiempos del Imperio Romano, da un poco de escozor (sobre todo si no se recuerda muy bien la versión de 1959, la más conocida). Cuando, traicionado sin mucha razón por su medio hermano Mesala (Toby Kebbell), romano adoptado por su familia desde pequeño, termina en las galeras de un barco imperial, remando durante un lustro y recibiendo latigazos, uno se queda más tranquilo: no hay rastros de antisemitismo aquí. Mucho menos en esta versión, en la que los guionistas Keith R. Clarke y John Ridley sugieren paralelismos entre la represión de los centuriones contra los judíos y la de la policía estadounidense contra los afroamericanos. Por otra parte cobran nueva relevancia los zelotes, secta combativa que se proponía derribar por las armas al Imperio Romano. Esos elementos salpimentan una historia que varios de sus pilotes no sostienen muy bien, desde un elenco subestándar (con la única excepción de Morgan Freeman en maestro espiritual y jeque árabe de dreadlocks) hasta unas motivaciones escasamente justificadas, pasando por relaciones reducidas a la pura convención. Pero lo que todos están esperando es la carrera de cuadrigas y la carrera es larga, tensa y muy bien montada. En películas previas, que incluyen unas de acción muy exitosas filmadas en Rusia, Bekmambetov había mostrado una mano muy pesada y derroche clipero, que daban para esperar aquí un show de planos de duraciones infinitesimales, entre chorros de testosterona y ralentis estilo 300. Por suerte Bekmambetov se puso súbitamente clásico, alternando planos largos sobre las cuadrigas, planos más cortos sobre los rostros, planos detalle sobre las ruedas y caballos, incidentes bien dosificados (un empujoncito por acá, un despiste por allá, una rodada completa más allá), cortes para dar intensidad y un sentido general del ritmo y el crescendo dramático bien sostenido, redondeando una pièce de résistance que no era de esperar. Después vienen Cristo, la crucifixión, el milagro y todo eso. Como para cumplir con el mandamiento que lo exige, nada más.
Nueva y vitriólica visita al Maestro. El opus tres del flamante joven maravilla del cine indie estadounidense parece inspirado en la primera novela del ciclo Zuckerman de Philip Roth, con su descripción del feroz encuentro entre un engreído escritor en cierne y un autor consagrado, ambos perfectos canallas. ¿Todos los escritores son monstruos narcisistas, que se relacionan con quienes los rodean como cosas a las que se puede tirar a la papelera de reciclaje? ¿O sólo algunos de ellos? En la escena inicial de Analizando a Philip (título para consumo local de Listen Up Philip, “Escuchá, Philip”, en una película en la que no aparece ni media referencia al psicoanálisis), el protagonista se encuentra con una ex novia para, créase o no, NO regalarle su nueva novela. Philip Lewis Friedman cruza media New York (ya su forma de andar por la calle, adelantándose al resto de los peatones con molestia, como si el resto del mundo estuviera compuesto de una manga de imbéciles a los que hay que dejar atrás bufando, revela su personalidad por completo) para esperar a la chica en un bar, reprocharle su llegada tarde, dejarle ver la novela como al descuido, echarle en cara que si por ella fuera él jamás la hubiera escrito e irse. Con ustedes, Philip Lewis Friedman, treinta y pico, dos novelas publicadas y parecería que no son malas. Lo malo es todo lo demás. Estrenada a fines de 2014, Listen Up Philip es el opus 3 de Alex Ross Perry, flamante wonder boy del cine indie estadounidense, sector Costa Este (Pensilvania, 1984). Admirador entre otros autores de Thomas Pynchon (su ópera prima, Impolex, 2009, estaba inspirada en El arco iris de la gravedad), la energía predominante hasta ahora en el cine de Perry es de carácter entrópico: azarosa, aleatoria, desordenada (aunque su próximo proyecto es ¡una versión con actores de Winnie Pooh!). Catherine, la protagonista de Queen of Earth, película posterior a ésta (2015, vista en el Bafici), está, por ejemplo, mucho más loca que Philip. Volviendo a Listen Up Philip, después de dejar boquiabierta a su ex (y después también de un maltrato a un discapacitado, digno de algún episodio de “Seinfeld”), el siguiente desplante de Mr. Friedman (Jason Schwartzman, miembro estable de la troupe Wes Anderson y elección inmejorable para el papel) es ir a la editorial que lo publica y avisar que no piensa hacer giras promocionales, ni dar entrevistas, ni ninguna de esas paparruchadas a las que se rebajan los mortales. La gente de prensa de la editorial, que lo conoce, se intercambia miradas, refrenando seguramente la sarta de insultos que tienen para obsequiarle. En eso están cuando Ian Zimmerman (Jonathan Pryce), leyenda viviente de la novela americana, les hace saber que leyó las novelas del muchacho, le gustaron mucho y quiere conocerlo. Hay que abrir un paréntesis para señalar que otro de los autores favoritos de Perry es Philip Roth, y que el protagonista y alter ego de muchas novelas de Roth se llama Zuckerman, la primera de la cuales se titula La visita al Maestro, donde un joven escritor de futuro promisorio es invitado a pasar una noche en la casa de un autor famoso. Zuckerman... Zimmerman: demasiado parecidos para ser casualidad. Algún episodio vinculado con el personaje parece inspirado en el libro de memorias en el que Claire Bloom, ex esposa del autor de El lamento de Portnoy, lo escracha: se separaron muy mal. Hasta aquí el chimenterío literario. Philip y Zimmerman se conocen, simpatizan (¿Simpatizan? Ninguno de los dos es de andar mostrando sentimientos positivos por nadie) y Zimmerman, que tiene publicadas una veintena de novelas pero atraviesa una seria crisis creativa, invita a Philip a su casa en las afueras, donde “tiene una chica” que resulta ser una pariente cercanísima. Así es como él y su inminente protégé se relacionan con los seres queridos. Zimmerman, está claro, es lo que sería Philip si Philip llegara a los 70 y pico, escribiera más de veinte novelas y fuera venerado: la relación entre los dos es egoísmo al cuadrado. Con hombres así, las mujeres son botines de guerra. Para no serlo, a sus mujeres sólo les queda reaccionar con la clase de desprecio que genera el despecho. Como Ashley, la novia más reciente de Philip (la fabulosa Elizabeth Moss, conocida como la secretaria de Don Draper en Mad Men). O salir corriendo, como hace –¡literalmente!– otra ex novia. O tragar veneno y segregarlo en gotas, como la hija de Zimmerman (Krysten Ritter, protagonista de la serie Jessica Jones). El problema con la película de Perry es que no hay contradicción, ambigüedad o matiz: Philip es un pequeño canalla, Zimmerman un gran canalla, y así lo son desde el comienzo hasta… No, no hasta el final. Por algún extraño motivo, después de haber desparramado vitriolo, en última instancia el realizador ha resuelto acudir a la buena y vieja magia, que todo lo sana súbitamente. Un relato off omnisciente, literario, deliberadamente ampuloso refuerza lo que cuentan las imágenes. Tampoco parece la mejor decisión. Hay un detalle raro en la película de Perry. Si bien nada hace suponer que transcurra en una época que no sea ésta, ambos escritores no escriben con PCs sino con máquinas de escribir. O bien es parte de su manía (¿pero manía compartida?), o el relato tiene lugar en el siglo pasado, o en un tiempo impreciso que es éste pero no del todo.
Cuando la copia es mejor que el original. A lo largo de su historia, el cine argentino dio lugar a unas cuantas remakes. Entre ellas, dos películas de Marcos Carnevale, Elsa y Fred (2005) y Corazón de León (2013), que dieron origen respectivamente a una versión homónima con Shirley MacLaine y Christopher Plummer y a dos rendiciones, una mexicana y otra francesa, ambas de este año. Lo raro son las remakes argentinas de películas extranjeras. Por una extraña curiosidad le toca al propio Carnevale estar a cargo de esa rareza con Inseparables, una de dos versiones de la comedia dramática francesa Intouchables, la más vista en la historia de esa cinematografía y que aquí se estrenó cuatro años atrás, con el título Amigos intocables. Una de dos: la otra es una película india llamada Oopiri y estrenada a fines de marzo pasado. La segunda rareza es que por una vez la remake es mejor que el original. Mucho no se requería, se podrá argumentar: Amigos inseparables chorreaba melaza, fórmulas, clichés y golpes bajos. Más allá de alguna trampita dramática y el fantasma de la tipificación, Inseparables es una dignísima película dirigida a público masivo, que tiende a superar sus propias debilidades. Basada, como el original, en una historia real a la que es fiel sólo hasta donde los requerimientos dramáticos lo toleran, Inseparables es una fábula de amistad interclasista entre un hipermillonario tetrapléjico aquí llamado Felipe (Oscar Martínez) y su nuevo asistente, el “pibe guachín” Tito (Rodrigo de la Serna). Igual que en la versión francesa, al hacer un casting de candidatos Felipe desecha a los que parecen más capacitados y en cambio elige a Tito, que aparece como el más impresentable. Tito es maleducado, mal hablado, prepotente, agresivo, visiblemente violento y no tiene el menor respeto, ni por él, ni por su clase ni por nada. Por eso lo elige: no quiere que le tengan piedad. Como la francesa, la película escrita y dirigida por Carnevale es una buddy movie: reúne a dos personajes que no podrían parecer más inconciliables, para ir encontrando entre ambos los puntos de encuentro. Que pasan, en este caso, por el goce vital. Este aspecto, que en el original daba lugar a una mensajería de poster sobre el amor a la vida y etcétera etcétera, aquí está tratado de modo puramente funcional, con el vital Tito arrastrando a su patrón a “bailar” la cumbia “Bombón asesino” en silla de ruedas, a correr en su BMW a 200 x hora, a fumar porro y a contratar el servicio de un par de escorts, que darán placer a Felipe en sus orejas, la zona erógena que le queda. Por momentos, sobre todo al comienzo, Tito –que vive con su familia en un barrio de monoblocks– recuerda un poco demasiado a Minguito Tinguitella, en versión pesuti. Cuando afloran el dolor y la dureza, ese fantasma en buena medida se disipa. Hay cierto gato por liebre en la simpatía tribunera de un personaje claramente golpeador, tal como muestra en la relación con sus hermanos (varón y mujer), el aspecto más discutible de la película. Rodrigo de la Serna no desaprovecha ni una sola escena de un personaje servido para su lucimiento de una punta a otra, incluyendo desubicaciones varias en el mundo high class, puteadas de cancha en el Teatro Colón, intentos de levante a diestra y siniestra y la referida escena cumbiera, a la que el actor que fue San Martín le saca todo el jugo. Oscar Martínez no sólo está excelente sino que su (necesariamente) contenido, pero crecientemente pícaro Felipe, representa el contrapeso justo con respecto al desbordado Tito. Alejandra Flechner y Carla Peterson, como sus secretarias, no sólo están magníficas sino que además incorporan personajes con volumen propio, lo cual se agradece. Como se agradece la narración fluida, no empantanada en un mero plano/contraplano de origen televisivo, del que hasta ahora a Carnevale le había costado deshacerse.
La isla de los deshauciados del mundo. Apelando a las prescindentes herramientas del documental de observación, el director de Sacro GRA confronta la realidad de los migrantes de Africa que ingresan a Europa a través de la isla siciliana de Lampedusa y la vida cotidiana de los habitantes de ese enclave. El Oso de Oro ganado por Fuocoammare en el Festival de Berlín, a comienzos de este año, le permitió al realizador Gianfanco Rosi –nacido en 1964 en Eritrea de padres italianos, trasladado a Roma a los 13 y con estudios de cine en Nueva York, hasta que se radicó definitivamente en Italia– igualar al austríaco Michael Haneke en una marca que sólo éste había alcanzado en el siglo XXI: alzarse con los premios mayores de dos festivales de cine top, para el caso los de Venecia y Berlín. De Venecia, Rosi se había llevado el León de Oro en 2013 por su documental previo, Sacro GRA, que cuenta también con su propio record, el de ser el primer documental que gana la competencia principal de ese festival. En Argentina, Rosi era conocido por un pequeño grupo de cinéfilos duros gracias a un tercer documental, Sicario’s Room (2010), que presentó en su momento el DocBuenosAires y consistía en el espeluznante y sereno relato a cámara del sicario de un cartel mexicano, que desde la habitación de un motel rutero contaba con lujo de detalles su carrera criminal. En Fuocoammare Rosi confronta, apelando a las prescindentes herramientas del documental de observación, la realidad de los migrantes pobres de África y Medio Oriente que ingresan a Europa a través de la isla siciliana de Lampedusa, y la vida cotidiana de los habitantes de ese enclave. El de Fuocoammare es un relato escindido, en el que por decisión del realizador y a diferencia de lo que sucede en la realidad, ambas instancias no se rozan ni interactúan. Salvo por unas pocas figuras especializadas, representantes de los servicios de seguridad, salud y asistencia pública. Además de la escisión, Fuocoammare se presenta signada por el desbalance. Un largo cartel inicial da cifras que confirman el carácter problemático del tema de la migración: 400.000 arribados a Europa en los últimos 20 años; 15 mil de ellos embarcaron y no llegaron. Las preguntas surgen solas: de dónde vienen y en qué condiciones llegan, cómo fue el viaje desde sus países, de qué manera sobrellevan los sobrevivientes las muertes ocurridas en el trayecto, cómo es la convivencia con los lugareños en caso de que la haya, qué hace el Estado italiano con toda esa gente, dónde la aloja y por cuánto tiempo, cuál pasa a ser su estatus civil y laboral. Poco preocupado por el testimonio clásico (pero por qué meterse entonces con un tema que lo pide a gritos), recién en los últimos minutos de película Rosi –que no tiene relación de parentesco con el famoso Francesco Rosi (1922-2015)– se acerca un poco más a esta pobre gente que llega exhausta, enferma o muerta a un país que no conoce y en el que no sabe si la van a aceptar, respondiendo sólo de manera tangencial, somera y casual las menos de esas preguntas. El metraje no es precisamente breve (114 minutos) y, sin embargo, al concentrarse en la vida de los isleños –la línea del relato preponderante, habría que ver si la más interesante– el enfoque de Rosi privilegia lo pequeño, lo nimio y pasajero. El que podría considerarse protagonista de la película es Samuele, chico típicamente avispado, como salido de una película neorrealista, hijo de un pescador. Samuele suele andar solo o con amigos. ¿Por qué va solo al médico y no lo acompaña la mamá? ¿O es la abuela esa señora que vive con él y llama a la radio local para pedir canzonettas, que dedica al marido y al sobrino? ¿Por qué, si Samuele va a la escuela, Rosi lo muestra en clase en un único plano? Con un pausado, paesano tempo interno de cada plano como gran mérito estético y narrativo, Fuocoammare presenta dos grandes momentos. Uno de ellos viene, en verdad, por duplicado, y Rosi tiene la habilidad de fotografiarlo de noche y con brillos en el cielo, lo cual multiplica su aura fantasmagórica. Se trata de la estación de rescate, dentro de la cual se encuentra el helicóptero que acude a los pedidos de auxilio de las barcazas que traen a los inmigrantes. En ese contexto primario, esa estación parece una nave alienígena, bañada en tonos flúo y emitiendo voces metálicas. El otro momento es dramáticamente impresionante. Una balsa ha llegado y los muertos ascienden a medio centenar. Los equipos de rescate se ajetrean con los cuerpos, en la cubierta de una nave de prefectura. De pronto, corte a un plano general que deja ver, sobre cubierta, varias bolsas con cierre y tres agentes de seguridad, parados rígida y solemnemente. Lo que hace a la escena sobrecogedora es el silencio absoluto, que en cine goza siempre de una elocuencia superior. Puede ser que esos momentos no justifiquen por sí solos el Oso, pero tienen una potencia visual y dramática infrecuente. Incluso para la propia película que los contiene.
Un vértigo histórico y también humano. Al documental le cuesta decidir de qué modo organizar sus materiales, a pesar de lo cual éstos son lo suficientemente poderosos para terminar constituyendo una experiencia emocional de infrecuente intensidad. Documental desparejo, daría la impresión de que a Monumento le cuesta decidir de qué modo organizar sus materiales, a pesar de lo cual éstos son lo suficientemente poderosos para terminar constituyendo una experiencia emocional de infrecuente intensidad. El film dirigido por Fernando Díaz (cuyo trabajo más conocido es la ficción Plaza de almas) se ordena en relación con dos ejes, ambos relacionados con la memoria de la Shoá, tal como se la vivió en la Argentina. Uno de esos ejes es la construcción del Monumento Nacional a las Víctimas del Holocausto Judío, aprobado por el Congreso Nacional en 1996 e inaugurado el 26 de enero de este año en la Plaza de la Shoá, ubicada en Avenida del Libertador al 3800. El otro es el Proyecto Aprendiz, llevado adelante en el Marco del Museo del Holocausto y consistente en la vinculación entre sobrevivientes directos y jóvenes descendientes de sobrevientes de la Shoá, suerte de pase del testigo que corre contra el tiempo. Con buen criterio, Díaz decidió narrar en paralelo ambos hechos, que hallan en la preservación de la memoria su lazo en común, aunque la narración no siempre halla la fluidez necesaria entre uno y otro plano del relato. La construcción de un monumento no es algo muy carismático en términos cinematográficos. Contrariamente, que todavía existan sobrevivientes de los campos de concentración del nazismo, que además viven entre nosotros y que no suelen aparecer en los medios (más allá de alguna excepción como Jack Fuchs, columnista de este diario) pide a gritos que el cine documente su experiencia. Que aparezcan aquí varios de ellos con la suficiente lucidez, cierto distanciamiento de la tragedia vivida, una dosis sorprendente de vitalidad y hasta de sentido del humor parecía una oportunidad única para poner la cámara a su servicio, algo que por la estructura elegida Monumento hace sólo en parte. Eso basta para que una de ellas diga a la distancia, aquilatando la vida vivida y las generaciones dadas a luz: “¡Tomá, Hitler, acá estoy!” O para que otra recuerde, con llamativa calma, de qué modo su padre la sacó en forma clandestina del Ghetto de Varsovia y cómo, después de años de vivir negando la existencia de sus padres, cuando se reencontró con ellos ya no pudo volver a llamarlos papá y mamá. O la que rememora al tío gracioso que cuando llegó de Polonia a Argentina sin saber una palabra de castellano, le dijo en una fiesta que al servir a los invitados tenía que decirle a cada uno “tomá, boludo”. Por el lado de la construcción del monumento, a cargo del arquitecto y escritor Gustavo Nielsen y su socio Sebastián Marsiglia, lo más interesante es la discusión suscitada el día de la presentación del proyecto en el Museo del Holocausto ante un grupo de sobrevivientes e hijos de sobrevivientes, donde muchos reaccionan airados ante lo que por distintos motivos sienten como poco representativo de lo que significó la Shoá. Un inesperado salto en el espacio, que simbólicamente también lo es en el tiempo y que produce una sensación de vértigo histórico y humano, permite dar también un enorme salto emocional a toda Monumento cerca del final, revalorizándola por completo. La conexión táctil de una sobreviviente con el monumento, a través de él con su propia memoria y en definitiva con la memoria de la humanidad en pleno, cierra la película en un alto plano emocional.
Fábula del abogado y los pibes chorros Alrededor de la figura del abogado defensor García Kalb, con un caso de robo a una peluquería como eje, Los cuerpos dóciles sigue a su personaje logrando una confianza tal entre la cámara y aquello que filma que arroja al espectador a una realidad en crudo. Cuando presenta un caso en tribunales, los jueces se dirigen a él como “doctor García Kalb”. Pero sus defendidos lo llaman Cacho. No hay mejor manera de definir a Alfredo García Kalb, abogado penalista especializado en la defensa de pibes (y no tan pibes) chorros, que suele usar el pelo largo y la barba crecida, es baterista de rock, fuma porro y en los 90 estuvo un tiempo en cana. Cacho cobra por su trabajo, tiene una buena casa y tres hijos rubios. Pero también es uno de ellos: festeja el Día del Amigo con varios de sus defendidos –que le están súper agradecidos, y si es así por algo será, estos muchachos no se chupan el dedo–, los trata de igual a igual, comparte sus códigos y, si pierde un juicio, se viene tan abajo como ellos. Alrededor de la figura de García Kalb, con un caso de robo a una peluquería como eje, gira Los cuerpos dóciles, que como toda muestra de cine directo sigue a todas partes a su personaje, logrando una confianza tal entre la cámara y aquello(s) que filma, que la cámara parece no existir. El resultado es que el espectador se ve arrojado, sin intermediación aparente, a un pedazo de realidad en crudo. Una realidad con la que decididamente no está familiarizado. Salvo cuando le toca vivirla del otro lado del mostrador social. “Ese es el rol que vos tenés que interpretar”, le dice García Kalb a un cliente, sin cuidarse de hacerlo en voz alta, en medio de un juicio. Ganadora de tres premios en la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata (Premio DAC a Mejor Dirección, Premio Argentores al Mejor Guion, Premio Especial del Jurado Oficial de la Competencia Oficial), Los cuerpos dóciles no se permite el facilismo demagógico de hacer del abogado y de sus defendidos unos angelitos. Los dos pibes reconocen que entraron calzados a afanar a la peluquería, y además tienen antecedentes. “Estábamos re en pedo”, dice uno de ellos. “Estábamos tan empastillados que ni me acuerdo cómo me fui”. Como para todo abogado, a “Cacho” no le importa si son inocentes o no, sino que logren sacarla lo más barata posible. Para eso hay que hacer lo que hacen los abogados: representar roles, amañar datos, acomodar los hechos en beneficio de sus representados. Que estos pibes sean el piñón flojo del sistema económico y social es un tema que queda fuera del encuadre del documental, que se ciñe estrictamente a la figura de García Kalb y aquello que le es más próximo. Lo más cercano a una crítica más general es el momento en que el abogado hace mención a “los que creen que la cárcel sirve”, abriendo, para quien quiera hacerlo, una posible reflexión sobre otras formas de tratamiento del delito. El modo en que ambos realizadores, Matías Scarvaci y Diego Gachassin (el primero es abogado y discípulo de Ricardo Bartis; el segundo, correalizador del magnífico documental Habitación disponible), logran instalarse dentro del medio que filman es al que todo realizador de cine directo debería aspirar. Scarvaci y Gachassin registran confesiones íntimas, como esa en la que los pibes le cuentan al abogado qué sucedió en realidad, tanto como los diálogos entre el abogado y sus defendidos en medio del juicio, cuando las papas queman. “Estamos hasta la pija”, repite García Kalb, intentando convencerlos de que admitan un grado de culpabilidad, para que les disminuyan la pena. “¡Mentiroso!”, le grita la madre de uno de los acusados a un policía que declara (falsamente) haber visto a su hijo con un arma en la mano. Los realizadores de Los cuerpos dóciles (un título enigmático) filman a García Kalb jugando Grand Theft Auto con su hijo (“¿cómo hago para robar la caja?”, le pregunta) y reuniéndose con clientes con el rostro cubierto, que lo vivan. Lo muestran hiperventilando en el tribunal y agarrándose la cabeza, tras haber perdido un juicio. Después se suben al asiento trasero de su auto y en un plano cinematográfico de gran belleza visual encuadran el espejo retrovisor. “Estoy cansado de toda esta realidad”, dice Cacho, menos abogado que nunca, y prende un porro, con la actitud inconfundible de quien necesita fugar por un rato de allí.
Cuando la guerra empieza por la lana. Auténtica rareza en la cartelera porteña, la película islandesa transcurre en un paisaje de fría sequedad. Pero no por ello resigna la narración clásica, que tiene que ver con el enfrentamiento entre dos hermanos y su amenazado rebaño ovino. El cine islandés no es precisamente el más frecuente en las pantallas argentinas. Los memoriosos recordarán un par de películas independientes de ese origen, que llegaron una detrás de otra a comienzos de este siglo. Una era la comedia sexual 101 Reykavyk, que aquí se estrenó como Invierno caliente, en la que Victoria Abril se metía en la cama de un muchacho tímido y su mamá. La otra era Noi, el albino, también sobre un adolescente solitario, que se sentía encerrado en su pueblo nevado e intentaba fugar sin mucho éxito. La nieve aparece con un rol crucial al final de Rams, ganadora del Premio Un Certain Regard en Cannes 2015 y seleccionada por su país al Oscar, aunque no nominada finalmente. En todo el resto de la película la nieve incide incluso cuando no está presente, determinando el atávico aislamiento de la pequeña comunidad pastoril que la protagoniza. Hombres, ovejas y eso es todo: así como transcurre en medio de la desolación islandesa, Rams podría tener lugar en algún paraje irlandés, mongol, centroafricano, de la Tundra o la Patagonia. En cualquiera de esos ambientes serían concebibles dos hermanos solteros de la tercera edad que viven en casas vecinas y no se hablan desde hace cuarenta años, como sucede con Gummi y Kiddi. Tanto como sería imaginable la clase de calamidad representada por una pandemia que asolara a las ovejas del lugar, única economía de la zona. En el caso de Rams se trata de lo que el subtitulado español traduce como “tembladera”, y que la información de un noticiero de televisión –introducido por el guionista y realizador Grimur Hákonarson a manera de una Wikipedia portátil– aclara que ataca el cerebro y médula espinal, y que es incurable. Cuando Gummi descubre un carnero muerto en el terreno de su hermano empieza a sospechar, y cuando hace la denuncia estalla Troya entre ellos. Entre ellos y al interior de la comunidad, cuando el servicio sanitario confirma que las sospechas de Gummi eran correctas y avisa que hay que sacrificar hasta al último ejemplar y esperar un par de años para empezar a introducir ovejas nuevas. Rams es un cuento clásico, narrado con la sequedad que el ambiente y la gente imponen. Hákonarson no se entretiene con el paisaje. Sabe que con plantar la cámara una o dos veces en exteriores será suficiente para transmitir la sensación de inmensidad, que los cielos plomizos comunicarán agobio por sí solos, que tanta pradera vacía habla de soledad. En su segunda película de ficción, el realizador no hace cine de observación. Narra hechos, aunque sean nimios y cotidianos. Sigue una línea dramática clásica, con un conflicto que aparece ya en la primera escena, con el primer carnero muerto, y se continúa de allí en más, aunque resulte casi imperceptible, con la competencia entre hermanos por el mejor carnero, la idea del linaje ovino (que va a interrumpirse para siempre si se ven obligados a sacrificar a toda la hacienda), las distintas reacciones de Gummi y Kiddi ante la medida sanitaria, la resolución final incluso. En el marco de una narración tan austera como el estilo, Hákonarson se permite tres o cuatro guiños de humor o extravagancia, como el modo ajustadísimo en que se define la competencia, el baño de un carnero en la casa, un perro pastor que hace de ágil correo entre los hermanos o el uso de una grúa para recoger a un enfermo indeseable y depositarlo a las puertas de un hospital.
Perdido y a los tumbos entre las lianas. Sin pizca de humor, esta enésima versión del hombre mono oscila entre el historicismo a contracorriente del original de Edgar Rice Burroughs, un serial por entregas que era puro pulp, y la ligereza de aventuras que en algún momento habrá querido ser y no fue. Sobretrajinada, la nueva versión de Tarzán (el sitio imdb releva cerca de un centenar, sólo en cine) pasó no sólo por muchas manos sino por los más diversos enfoques a lo largo de más de una década, y el resultado de tanto tome y traiga está a la vista. Los guionistas John August (Charlie y la fábrica de chocolate), Stuart Beattie (la primera Piratas del Caribe) y Craig Brewer fueron algunos de los que probaron suerte. El propio Brewer, Stephen Sommers (La Momia) y Gary Ross (la primera Los juegos del hambre) estuvieron entre los candidatos a dirigirla y en algún momento se mencionó que se seguiría como modelo la saga Piratas del Caribe. Tom Hardy (el último Mad Max), Henry Cavill (el último Superman) y el actor británico Charlie Hunnam (el próximo Rey Arturo) sonaron como posibles Tarzanes, y dos Emmas, Watson y Stone, fueron candidatas a Jane. Resultado final: el británico David Yates, director de las cuatro últimas Harry Potter, aparece al frente de un guion escrito por Brewer y un tal Adam Cozad, con el sueco Alexander Skarsgard (True Blood, Melancholia) colgándose de las lianas y la australiana Margot Robbie (El lobo de Wall Street) como la hembra que no es Cheeta (no hay Cheeta en la película, en verdad). Sin pizca de humor, esta Leyenda de Tarzán oscila entre el historicismo –a contracorriente del original de Edgar Rice Burroughs, un serial por entregas que era puro pulp– y la ligereza de aventuras que en algún momento habrá querido ser y no fue. El comienzo es historicismo puro. A fines del siglo XIX, las grandes potencias imperiales se reparten el mundo. Al Primer Ministro británico, interpretado por Jim Broadbent (aparece dos minutos al principio y uno al final) y a un tal George Washington Williams, enviado del gobierno de Estados Unidos (Samuel L. Jackson, con una peluca chata y bigote recto que le dan un parecido con Eddie Murphy) le llama la atención que el Rey Leopoldo de Bélgica, quebrado como está, se haya puesto a construir vías férreas allá en el Congo, país cuyo control la rubia Albión comparte con el vecino de Francia. Su Majestad necesita enviar un espía (ya se sabe cuánto le gustan los espías a Su Majestad) y no hay mejor espía que el que conoce la zona. Y quién la conoce mejor que John Clayton III, o Lord Greystoke, criado por los monos, a quien allá en la selva los nativos bautizaron Tarzán (Skarsgard, hijo del famoso Stellan, protagonista de films del Dogma danés y de la serie River, entre cientos de otras piezas). John no quiere ir pero Williams lo convence. John no quiere llevar a su esposa Jane, indómita rubia estadounidense (tiene que haber personajes de ese origen, y que sean tan heroicos como la audiencia de ese origen gusta verse, para que la película funcione allí), pero Jane lo convence de ir. John no quiere que lo llamen Tarzán pero en la selva va a estar Tarzán de acá, Tarzán de allá. Todos convencen a Tarzán, debió haberse llamado la película. Falta el malo y si alguien quiere un malo en la actualidad tiene que llamar a Christoph Waltz, el malo de Tarantino (del mundo Tarantino viene también Samuel Jackson, pero parece ser sólo una coincidencia). Waltz no hace de malo alemán sino de León Rom, malo belga, que trafica diamantes para su rey. Algunos de los diamantes que cierto rey negro le dio son a cambio de una presa codiciada: Tarzán, que no sabe nada del asunto y se dirige de cabeza hacia el ajuste de cuentas que el rey le tiene preparado. Waltz hace de malo perverso, capaz de degollar gente con la correa de un rosario. De malo refinado: es Christoph Waltz, y eso quiere decir que va a hablar saboreando cada letra como un caramelo envenenado. Que va a invitar a la víctima desprotegida (Jane) a una cena de lujo en su barco, con cubiertos de plata. Que es esclavista y conduce un ejército de mercenarios con el que se propone tomar el Congo. La fase pulp de La leyenda de Tarzán incluye furiosos gorilas digitales, saltos de liana en liana, elefantes amigos, amenazantes hipopótamos y cocodrilos, estampidas de búfalos en 3D y pilas de corrección racial (Williams, improbable diplomático afroamericano de fines del siglo XIX), histórica (Williams se arrepiente de las matanzas de la Guerra de Secesión) y genérica (la “macha” Jane se libera de sus carceleros tirándose de cabeza al agua llena de fieras, tanto como lleva de la nariz a su musculoso marido). Advertidos de la solemnidad imperante (Skarsgard es más serio que Palito Ortega), los productores intentaron hacer de Samuel Jackson el ladero cómico. No lo lograron. Se habrán consolado con su papel de noble diplomático estadounidense. Skarsgard es una figura rarísima: tiene rostro de ángel rubio, mirada melancólica y tórax de patovica en pleno abuso de esteroides.