El regreso del superhéroe adolescente Peter Parker está más teenager que nunca: más agrandado e irresponsable, más conflictuado y culposo. Y listo para combatir a un nuevo villano, aparecido por obra y gracia de un guión tan inconstante como su protagonista. Una precisa construcción de personajes, una cuidada arquitectura narrativa (pero sólo hasta que se descuida por completo), una resolución torpe y apurada y una decisión tan innecesaria como cuestionable marcan la nueva y dispar Hombre Araña. El más adolescente de todos los superhéroes, en El sorprendente Hombre Araña 2 Peter Parker está más adolescente que nunca. Esto es: más agrandado e irresponsable, más conflictuado y culposo, más obsesionado con la ausencia de la figura paterna. Al peso de una culpa que arrastra de la anterior se suma ahora la responsabilidad por una muerte mucho más cercana, tan brutal e inesperada como meramente funcional a la trama. Muerte cuyo duelo se supone inmenso, que dura apenas un par de secuencias. Tras él, el Hombre Araña está de vuelta en las calles de Nueva York, listo para combatir a un nuevo villano, aparecido por obra y gracia de un guión que empieza bien plantado y termina asesinando personajes por no saber qué hacer con ellos. ESHA 2 revela qué causó la muerte del papá de Peter, personificado aquí por el regresado Campbell Scott. Por un fino detalle de guión –coescrito por Alex Kurtzman, Roberto Orci y Jeff Pinkner, venidos de la escudería de J. J. Abrams y sumados los dos primeros a la producción–, en esta historia de ocultamientos (de la identidad del héroe; de las verdaderas intenciones de la corporación Oscom), antes de morir el señor Parker deja un secreto oculto en una oculta estación de subterráneo, usada en su momento para trasladar secretamente a Franklin Delano Roosevelt. Más acrobático que nunca, Peter (Andrew Garfield) no se muestra tan grácil a la hora de lidiar con su novia, Gwen Stacy (Emma Stone). Chica independiente como la que más, para después de su graduación Gwen tiene planes que no coinciden con los suyos. Un conflicto que se plantea y los propios guionistas parecen no saber cómo resolver. Vaya si no lo saben. En paralelo con ello, también la corporación Oscom tiene agenda propia, que no necesariamente armoniza con la de Harry Osborn, hijo y sucesor del fundador (adecuadísimo Dane DeHaan). Para no adelantar demasiado, anótese sólo que por un “rulo” temporal de la saga, la presencia de Harry, ex amigo de infancia de Peter, está llamada a entroncar esta quinta Hombre Araña con la primera. Mientras tanto, un accidente, el azar o el destino –arquitectos clásicos de la conversión de hombres comunes en superhéroes o supervillanos– harán de un modesto ingeniero eléctrico (Jamie Foxx) el nuevo némesis del héroe. Pero como no deja de ser el buen tipo que siempre fue –ahora capaz, como Hulk, de convertir su furia en un peligro para la ciudad–, Max/Electro no llega a encajar del todo en el papel del “malo”. Por lo cual ese rol vuelve a verse desplazado, como en la anterior, hacia la corporación. Por una suma que en verdad resta, El sorprendente Hombre Araña 2 cuenta con tres villanos, ninguno de los cuales lo es del todo. Uno genera un sentimiento más próximo a la piedad que al miedo. Otro sale de la manga del guión, nada más que para arrancar a Parker del duelo. El tercero no llega a tiempo de ser el villano de ésta, quedando para la próxima. Privado de ser una contraparte fuerte para el héroe, el morocho Max pasa de la caricatura (a medio camino entre Jerry Lewis y Jar Jar Binks) a la empatía, a partir del momento en que la corporación, abusando de su ingenuidad, hace de él poco menos que una marioneta con superpoderes. A propósito, es otro fino detalle que este hombre sin ningún poder se fascine por dominar la electricidad, que en inglés se dice power. Gracias a otro acierto de guión, en el momento de su presentación como superpoderoso el pequeño hombrecito queda maravillado con su hipervisibilidad, que los gigantescos carteles eléctricos de Times Square amplifican y multiplican. “No sos invencible”, se oye por allí, y ésa es la lección que deberá aprender Peter, muy pagado de sí mismo. La misma lección que viene aprendiendo desde siempre, pero parecería desaprender entre una película y otra. “Estás increíble”, le dice Peter a Gwen, y vaya si tiene razón. Tan rubia como en la anterior, pero con los ojos más grandes y redondos que nunca, la pelirroja Emma Stone está, efectivamente, increíble. Los guionistas deberían haber sido un poco más coherentes consigo mismos, con la chica y con los sentimientos del héroe, y no salir con un martes 13 como el que tienen reservado. Mazazo que, para peor, parecería afectar al héroe los minutos que tarda en aparecer, salido de la nada, un nuevo supervillano de puro relleno. Momento de volver a las andadas y dejar atrás el duelo, con más facilidad que lo que al eternamente adolescente Peter Parker le cuesta sacarse y ponerse el traje de superhéroe.
Clase social y deseo Filmada con una decantación que no parece de debutantes, lo que da su ambigüedad a Los dueños es el manejo del punto de vista, que funciona por superposición de opuestos. El cine argentino es lo suficientemente vasto y extendido como para dar lugar a esta clase de abruptas irrupciones. De pronto, dos realizadores locales sin antecedentes filman la primera película realizada en Tucumán en treinta años y llegan a la Semana de la Crítica de Cannes, donde terminan ganando una mención. Vale aclarar que ese proceso contó con el respaldo del Incaa y la productora Rizoma, cuyo compromiso con el cine independiente de calidad puede verificarse desde Los guantes mágicos hasta Un mundo misterioso, pasando por Whisky y El custodio, entre muchas otras. Con seis obras teatrales a dúo en su haber, Ezequiel Radusky y Agustín Toscano (nacidos en 1981) son los realizadores y guionistas de Los dueños. En su abordaje sesgado y provocador del choque de clases en provincias, la ópera prima de Radusky-Toscano conecta, de distintas maneras, con una saga que lleva de La ciénaga a la reciente Deshora, presentada en Berlín 2013, apenas tres meses antes que Los dueños en Cannes. Como en ambas (sobre todo en Deshora), el deseo se cruza aquí con la pertenencia de clase, haciendo cortocircuito. Deseo que Radusky y Toscano mantienen de entrada bien escondido y van haciendo asomar de a poco e indefectiblemente (de modo semejante a lo que sucede en Atlántida, film cordobés que viene de presentarse en Berlín y el Bafici). Deseo escondido detrás del rostro de piedra de Pía, la ingeniera (Rosario Bléfari, en su segundo protagónico después de Silvia Prieto), que viene desde Buenos Aires para asistir a un casamiento. Su llegada a la vieja casa familiar produce un revuelo: al oír el motor del auto, dos hombres y una mujer, que dormían en la habitación matrimonial, se visten, acomodan todo a las disparadas y salen corriendo. ¿Quiénes son los intrusos? Ruben (el omnipresente Germán de Silva, protagonista de Las acacias), Sergio (Sergio Prina) y Alicia (Liliana Juárez), que desempeñan tareas varias al servicio de la familia. Incluyendo las del campo: los propietarios son dueños de un número considerable de piezas de ganado. Como los dueños no suelen estar (el patriarca vive en otra parte con su nueva novia yanqui, las hijas tampoco residen allí regularmente), esta familia alternativa aprovecha para hacer de okupas y tomar y comer todo lo que pueden. Pero es Pía quien marca el tono y la narración de Los dueños. A la medida de su gélido distanciamiento parece diseñada la planificación, hecha de tomas de duración media a larga, generalmente en plano americano, que permite un registro “ni de tan lejos ni de tan cerca”. La luz es pareja y difusa, como el propio rostro de Pía, a quien Ruben y los otros llaman despectivamente “la porteña”. En su seca altanería, ese rostro no deja pasar ninguna emoción. El trato con los trabajadores recuerda el de una gran dama con su séquito (Los dueños podría trasladarse sin modificaciones a la India colonial, por ejemplo) y hasta en la falta de música podría adivinarse una trasposición del espíritu de esta mujer pálida, huesuda y melancólica. Casi mortuoria. Sobre todo, por oposición a Ruben y Sergio, que muy al modo provinciano no dejan de meter de soslayo comentarios pícaros e intencionados, mientras continúan, como si nada, con sus “tomas” de la casa, cada vez que los dueños la abandonan por un día o medio. Pero ojo, que el de Pía es uno de esos casos en los que la procesión va por dentro. Procesión sexual, in crescendo y hasta el borde mismo de los límites de clase. Que si no se franquean no es precisamente por ella. Filmada con una decantación que no parece de debutantes (otro punto en común no sólo con Deshora y Atlántida, sino con otras películas argentinas de ahora mismo, como Juana a los 12 e Historia del miedo), lo que da una particular ambigüedad a Los dueños es el manejo del punto de vista, que funciona por superposición de opuestos. La película parecería mirar el mundo a través de los ojos de “la dueña” y, a la vez, a ella desde los de su personal, logrando sostenerse, de una punta a otra, en ese incómodo punto de sordo equilibrio. Salvo al final, cuando el guión parece apuntar a un desmadre al que la puesta no termina de entregarse, manteniéndose estable cuando debería ser al contrario. Más allá de esa inadecuación final, Los dueños representa, como todas las óperas primas aludidas aquí, una ratificación de que el futuro del cine argentino pinta sólido en su zona media. Esa que busca lugar propio entre la vanguardia y el mainstream.
Ascenso, apogeo y caída de un tucumano Por su ambición, duración (120 minutos, infrecuente para una película argentina) y arco dramático-temporal (la historia atraviesa casi medio siglo), Gato negro, escrita y dirigida por el debutante Gastón Gallo, tiene todas las características de una superproducción. Pero por el presupuesto puesto en juego, que no excede lo mediano, no lo es, más allá de contar en su elenco con nombres de primera línea. Esa desfase genera un efecto de incomodidad, cierto extrañamiento dramático. La historia es la de un antihéroe, un individualista que comienza comportándose como un rebelde y termina haciéndolo como un arribista sin escrúpulos. Su recorrido, marcado por un punto de vista moral que el curso de la película va haciendo cada vez más evidente, es asimilable, en su ascenso desde la pobreza y posteriores apogeo y caída, al de un film de gangsters: cualquiera de la Warner de los años ’30 y ’40, la Scarface de Brian de Palma o Buenos muchachos. Con una diferencia: la correspondencia, que el film busca, entre el antihéroe y la historia argentina, desde tiempos de la Revolución Libertadora hasta los del menemismo. Desde chico, Tito siente que el horizonte tucumano le queda corto. Ante ese límite, de pequeño es capaz de reaccionar con descontrolados arrebatos de violencia y una rebeldía que terminará con él en un reformatorio. Allí conoce a Pirata, un pibe que se las sabe todas y le enseñará unas cuantas. Cuando salga partirá directo a Buenos Aires, donde en los años ’60 e interpretado por Luciano Cáceres, no tendrá problema en “carnerear” una huelga, ganándose la confianza del encargado de la hilandería. No así de unos chorros que viven en el mismo conventillo que él, liderados por un Luis Luque al que parece haberle caído un flequillo sobre la cabeza. Se planea el robo a un banco, Pirata (Favio Posca, a esa altura) interviene, Tito se borra y la cosa sale muy mal. Tito empieza otra vez de cero, hasta que su buscada amistad con cierto coronel de la dictadura (Pompeyo Audivert) le permita encumbrarse con chanchullos de patria financiera, deviniendo nuevo rico, dueño de terrible mansión y con una esposa de esas que a los poderosos les gusta mostrar (Leticia Bredice). Gato negro acierta más en lo colateral (los ambientes de época, el habla marginal o arrabalera) que en lo global, donde peca de obviedad en el carácter emblemático del protagonista con relación a los tiempos históricos que se toman como hitos. El realizador debutante Gastón Gallo reparte de modo sumamente desigual los tiempos dramáticos: la infancia de Tito se hace excesivamente larga, la fase crucial de su parábola (la del salto de vendedor de alfajores a industrial peso-pesado, con contactos ídem) está contada a los saltos, de modo apurado y entrecortado. Parecidas disparidades se registran en las actuaciones: mientras que Luciano Cáceres anima con fiereza al protagonista, Leticia Bredice parece como perdida, no por desorientada sino porque apenas se la ve, y Lito Cruz tiene la mala fortuna de hacer de fantasma por segunda vez en su carrera (la primera fue en Sur). Por no dar con el tono justo, el final, que redondea su subrayadísima moraleja mediante el cumplimiento de una leyenda tradicional del noroeste (la de La Salamanca), bordea lo calamitoso.
Tres chicos y las cosas como son En esta historia sencilla, la mirada del cineasta mendocino evita romantizar, idealizar o victimizar a tres pibes que, por un incidente con la profesora de música el primer día de clases, continúan su “veranito” y salen a buscar aventuras en una bicicleta. “Mi familia es como cuando jugamos a la pelota y elegimos equipo: yo elijo a los que quiero que jueguen de mi lado”, dice Guzmán, el pibe morochito, uno de los dos amigos que se hace Sebastián el primer día de clase. El otro es Email (sic), un gordito que intenta disimular sus inseguridades haciéndose el forzudo. Todos con situaciones más o menos problemáticas en sus casas, Sebastián, Guzmán y Email conforman la familia electiva de Algunos días sin música, ópera prima del mendocino Matías Rojo, que además de cineasta es sociólogo. Y que constituye, en verdad, el cuarto integrante de esa familia: su mirada sobre los chicos, su cámara, son de las que se paran a la misma altura y tratan de ver las cosas como son. Tan inocentes para algunas cosas e irritantes para otras como un chico de 10 u 11 años puede serlo, Sebastián, Guzmán y Email no son “chicos de cine”: no están idealizados, ni romantizados, ni forzadamente victimizados. Ni, sobre todo, usados como coartada para mostrar lo lindo o feo que puede ser el mundo. Parte de la Competencia Argentina del último Festival de Mar del Plata, proveniente de una provincia como Mendoza, que hasta el momento no ha llamado la atención en términos cinematográficos (salvo que allí nació nada menos que Leonardo Favio), la breve Algunos días sin música es una de las películas más sencillas del mundo. Tan sencilla como la vida cotidiana de los protagonistas, que el primer día de clases se quedan sin clases, por cierto incidente insólito sucedido en el acto de apertura con la profe de música (de ahí el muy buen título). Incidente con el cual Sebastián, Guzmán y Email tienen mucho o nada que ver. Se sabrá disculpar el intríngulis, teniendo en cuenta que lo que sucede es de esas cosas que no conviene contar. El hecho es que por ese albur desafortunado (no tanto para ellos) a los chicos de la escuela les cae del cielo una suerte de posveranito, durante el cual Sebastián, Guzmán y Email harán lo que hace un chico de provincia en el verano: saldrán en busca de algo parecido a una aventura, los tres subidos a una única bici y disfrutando del sol mendocino, que ni en marzo afloja. “¿Enemigo o aliado?”, se preguntan Guzmán y Email cuando conocen al “nuevo”. Reflejo del contemporáneo, el de estos chicos es un mundo dividido. Los adultos muy aliados no son. Véase el caso de Guzmán. Presuntamente abandonado por unos padres chorros, el chico no sólo es tratado horriblemente por la abuela, que le recrimina ser hijo de quien es, sino que además, una noche en que el padre se aparece, lo echa a puteada limpia. Lo que da interés a la situación es el “presuntamente”: jugando muy bien con el punto de vista, Rojo sólo da del padre la versión que transmite la abuela. De modo que al espectador le resulta tan imposible como al chico conocer “la verdad”. Otro adulto repulsivo, más incluso que la abuela de Guzmán, es la mujer a la que cuida la mamá de Sebastián: una suerte de escuerzo a punto de estallar, a quien Ana María Giunta convierte, a fuerza de maltratos, ronquidos y puteadas, en un ogro de cuento de hadas. No todo es sórdido en Algunos días sin música, porque el mundo nunca lo es del todo. La mamá de Sebastián es de lo más amable con él (el papá está demasiado preocupado por su situación laboral como para prestarle demasiada atención) y otro tanto sucede con el papá de Email, extraño cruce de devoto religioso con dueño de telo (La Catedral del Placer, se llama). Lo más interesante de él es no sólo su carácter de analfabeto (aunque el tipo físico del actor da más intelectual que analfabeto), sino el hecho de que, invirtiendo roles, sea el hijo el que lo instruye. “Vamos a estudiar, hace mucho que no me das clase”, le dice el papá a Email, en la escena que a este crítico le resultó más conmovedora. La agresividad del presente se manifiesta también en el modo en que la chica que le gusta a Sebastián lo trata. Así como en la escena en la que, con tanto desparpajo como gratuidad, los tres chicos “forrean” a la directora de la escuela, un día que van a su casa. Lo dicho: Sebastián, Guzmán y Email no son como a los adultos les gustaría que fueran los chicos. Son como son, nomás.
Evasión y amor Hay dos clases de historias de evadidos en busca de refugio. Están las de los que fugan en patota, tomando a sus anfitriones de rehenes. Caso paradigmático: Horas desesperadas (1955), donde Bogart y sus compinches aterraban a la familia americana encabezada por Fredric March. Cuando el que se evade lo hace solo, pasa otra cosa, del todo distinta. En primer lugar, va a parar a una casa donde vive una mujer, sola o eventualmente con algún hijo. Pero además, y esto es lo básico, después de los primeros temores, recelos y sospechas, el ama de casa y el evadido entablan alguna clase de relación erótica o amorosa. Es lo que sucedía, por ejemplo, en El evadido (La veuve Couderc, 1971), donde sobre novela original de Georges Simenon, Alain Delon le caía del cielo a una Simone Signoret ya bastante veterana. Basada en una novela de Joyce Maynard, Aires de esperanza pertenece a esta segunda categoría. Un día de 1987, Frank Chambers (Josh Brolin, siempre con gesto bronco) se aparece con una herida en el estómago ante Adele (Kate Winslet, tan sublime y tan rotunda como de costumbre) y su hijo Henry (Gattlin Griffith). Darle alojamiento en la algo derruida granja suena a una de esas ofertas que no pueden rechazarse. “Creo que lo que deprimía a mamá no era tanto la separación como la certeza de que no volvería a enamorarse”, recuerda Henry, en off, varias décadas más tarde. Más que deprimida, Adele parece estar sufriendo un ataque de pánico hecho y derecho: cuando sale de casa le tiemblan las manos, se sube al auto y se queda inmóvil frente al volante. Hijo único, Henry es su sostén, el que siempre está a su lado para ayudarla. Prefiere eso, antes que vivir con su estereotípico padre (Clark Gregg, conocido por la serie The New Adventures of the Old Christine) y su nueva familia. En el papel de Henry, Gattlin Griffith es todo ojos. No porque los tenga particularmente bonitos, sino que son tan expresivos como el sudor que le hace brillar la frente, un poco por el calor de la zona y otro poco por el de la adolescencia. Henry, y sobre todo sus ojos, son, más que el punto de vista de la película, una película dentro de ella. Una película más intensa, más regular, más confiable. No es que Labor Day (título original, que remite al fin de semana en el que transcurre todo) esté mal. En su tramo más parejo –los dos primeros tercios– es un sólido drama convencional. Algo así como una versión menor de Un mundo perfecto y Los puentes de Madison. Pero allí aparecen ya, como indicios de un virus, los primeros flashbacks de una serie que se irá desplegando en el curso del relato, y que tiende a justificar el crimen de Chambers. Justificación que orilla peligrosamente la de la violencia de género. Sobre el final la cosa vira a cierto suspenso (marcado por las dos trilladísimas notas de ese modo dramático) y después del final vienen varios finales más, a cual más tranquilizador y conformista. No hay duda de que Aires de esperanza es el film más convencional de Jason Reitman, realizador de Gracias por fumar, La joven vida de Juno y Amor sin escalas, quien depositó las dosis previas de bilis en un único personaje (una noviecita de Henry, encantadora maquinita de calcular), reservándose en lugar de ello un poco de sequedad y otro poco de sacarina.
Caer por el peso de un guión excesivo A diferencia de La separación, esta película del ganador de un Oso de Oro en Berlín y el Oscar a la película extranjera opera con una acumulación de hechos que, más que atraer, se convierte en un rompecabezas al que le terminan sobrando piezas. Con La separación (2011), el iraní Asghar Farhadi (Isfahan, 1972) conoció su consagración internacional. La película –que no era la primera suya, sino la quinta– empezó ganando el Oso de Oro en Berlín, a fines de año aparecía en casi todas las listas de las mejores de la temporada y en marzo siguiente ganó el Oscar al Mejor Film Extranjero. Organizado según la figura del espiral, ese film arborescente planteaba al espectador una serie de dilemas, que no dejaban de reproducirse. Y que eran, a la larga, irresolubles: eso hacía de ella, en algún punto, una película-límite. En términos de tema y, en cierta medida, de estructura y planteo de problemas, El pasado –siguiente film de Farhadi, presentado en Cannes 2013– guarda lazos inocultables con La separación. Pero ahora no se le ofrece al espectador un rompecabezas ético para armar o desarmar, sino uno que ya viene armado y empaquetado. Y en el que aparecen piezas que al comienzo no estaban. El disparador es, otra vez, el divorcio de una pareja. Marie (la argentina-francesa Bérénice Bejo, ganadora de la Palma de Oro a Mejor Actriz por este papel) ha pedido a su ex marido, el iraní Ahmad (Ali Mosaffa), que se venga a París, para firmar los papeles de divorcio. Aunque para evitar problemas Ahmad amaga ir a un hotel, Marie lo convence de que, tratándose de unos días, no hay drama con que se quede en su casa. “No hay drama”, suena más que irónico, teniendo en cuenta lo que sucederá de allí en más. Marie vive no sólo con las dos hijas de su primer matrimonio (Ahmad es su segundo marido), sino con su nueva pareja y el pequeño hijo de éste. Hechos de los cuales el recién llegado se desayuna de golpe. Bastante forzada (por el guión) resulta ya la convivencia entre quienes se están por divorciar, que además debe sumársele la previsible batalla de machos entre Ahmad y Samir (Tahad Rahim, protagonista de Un profeta) y la existencia de dos hijos problemáticos, a falta de uno (Fouad, el de Samir, parece dispuesto a tirar la casa abajo; la adolescente Lucie vive desapareciendo). Last but not least, la anterior pareja de Samir está en coma, tras un intento de suicidio, motivado según parece por el hecho de que aquél la dejó por Marie. Cartón más que lleno. Debe reconocerse que Farhadi narra este superculebrón con contención, cierto distanciamiento y un tempo pausado. Tanto que no lo parece. Funciona un poco como el propio Ahmad, que asumiendo el rol de mediador se la pasa tratando de que las cosas no desborden. Marie es, en cambio, un personaje mucho más complejo e indiscernible. Se abruma ante un cuadro familiar que la supera. Como queda a la vista en la escena en la que persigue por toda la casa a los dos más chicos, a los que, totalmente sacada, zamarrea violentamente. Pero Marie también esconde secretos, sentimientos de culpa, alguna que otra posible manipulación. ¿Como Farhadi? No puede dejar de apuntarse que Bérénice Bejo, que en El artista parecía poco más que un bonito muñequito móvil, se entrega a su personaje con técnica y corazón, exhibiendo un rango dramático amplísimo. Ahora bien, lo que en La separación se resolvía cinematográficamente, con una carga de verdad que la hacía parecer casi un documental, aquí cae, en más de una ocasión, en el teatro filmado. Teatro filmado, no tanto por el encierro entre cuatro paredes ni la preeminencia de la palabra –aspectos que perfectamente pueden trabajarse desde lo cinematográfico–, sino al peso de lo escrito en el guión. Que no sólo lleva a poner acciones y sentimientos en palabras, sino que además impone soluciones forzadas a la puesta. Véase, por ejemplo, la escena en que Ahmad reprocha a Marie una organización maquiavélica de los acontecimientos. Faceta de Marie que guarda muy poca relación con lo visto, con lo cual el espectador queda en ascuas. Ni qué hablar cuando a puro golpe de guión, en el tercer acto se devela El Gran Secreto, que pone el tablero entero patas arriba, con total arbitrariedad. Otro “golpe de guión”: el remate de la película. Que no sólo quiere resolver todo lo planteado en más de dos horas con una última baraja salida de la manga, sino que además esa baraja –que se juega semitapada, o tapada del todo– no define en verdad el juego, como se quiere hacer creer, sino apenas una mano. Si es que la resuelve.
La mujer ideal es un sistema operativo Samantha sería la mujer perfecta... si no fuera que no es mujer. Graciosa, amable y siempre bien dispuesta, acompaña al triste héroe de la nueva película del director de ¿Quieres ser John Malkovich? a todas partes, en forma de adminículo portable. “No me interesa lo que sé cómo resolver de antemano”, aseguraba Spike Jonze en la entrevista publicada ayer en Página/12. Nominada a cinco Oscars –de los cuales ganó el de Mejor Guión Original– y rankeada entre las mejores del 2013 por casi todas las asociaciones de críticos estadounidenses, Ella es la mejor prueba de que el realizador de ¿Quieres ser John Malkovich? y El ladrón de orquídeas no miente ni exagera. En los papeles, una historia imposible: la love story entre un señor y un sistema operativo con voz de mujer. Imposible no tanto de creer (cualquier cosa puede creerse, si el ilusionista sabe cómo practicar su ilusión) como de representar (uno de sus polos es un smartphone, o minitablet, o algo así) y, tal vez, imaginar: ¿cómo se concreta, qué forma tiene ese amor entre hombre e inteligencia artificial? Spike Jonze ha dado la batalla y aunque no es seguro que la haya ganado del todo, las armas puestas en juego son genuinas y coherentes. Productivas, en el sentido de que producen cosas en el espectador. En términos de diseño de producción, el opus 4 del videoartista favorito de Björk y los Beastie Boys se parece a Shame, del Steve McQueen que no es Steve McQueen. Los Angeles parece aquí una superproducción minimal: un paisaje de edificios y plazas secas con mucho vidrio, ventanales y neón, donde todo son líneas rectas y grandes espacios, en los que la gente circula como mónadas, cada cual en lo suyo. Escritor dedicado a la redacción de bellas cartas a pedido, en un sitio de Internet ad hoc, Theodore Twombly (Joaquin Phoenix, actuando de adentro hacia afuera) es un hombre gentil, solitario y tristón. Camina, attaché en mano, con los hombros algo caídos. Llega a su casa y juega con unos hologramas o practica sexo telefónico, con el paradójico resultado de que la que goza parecería ser la operadora sexual, no él. Tras divorciarse de Catherine, su amor de toda la vida (Rooney Mara), Theodore está en un típico estado de desolación post separación. Hasta que da con Samantha. Samantha (la voz ronroneante de Scarlet Johansson) sería la mujer perfecta... si no fuera que no es mujer, sino sistema operativo. Es graciosa, amable, siempre bien dispuesta. De un nivel de erudición obviamente fuera de toda comparación, acompaña a Theo a todas partes, en forma de adminículo portable, con el que él habla por la calle (como habla la gente hoy en día, por celu sin manos). Y, claro, detallecito importante, Twombly (apellido que suena a “desplomarse”) se conecta y desconecta cuando se le canta. Se podría pensar que Samantha es la mujer ideal del tipo que no quiere tener problemas con las mujeres, como en una envenenada discusión Catherine le echa en cara. Sin embargo, el que más se enamora, y se pone celoso, y sufre, es él. ¿El operativista operado, acaso? No parece que la fábula vaya por ese lado, ya que toda la puesta está armada en función de la empatía con el protagonista, que es lo más bueno que hay. Retomando la comparación con Shame, en términos de punto de vista Ella es el opuesto por el vértice a la película de McQueen. Quien curiosamente viene, como Jonze, de las artes visuales. Pero éste no sólo no tiene, como su colega, la menor intención de “hacer pagar los pecados” a su héroe, sino que la película, al contrario de la del latiguero McQueen, más que una posición prefijada parece ir desarrollándose a medida que organiza su puesta en escena (modo de trabajo que Jonze asume como propio en la entrevista mencionada). ¿Peca Ella, por el contrario, de exceso de naïveté, al hacer de Twombly una suerte de Bambi del inmediato futuro? (No hay precisiones temporales, pero el mundo que la película muestra es como éste, dentro de unos añitos.) Puede ser, pero conviene tener en cuenta que en el momento en que la película lo aborda, Theodore le suma, a un trabajo degradado (es un escritor que escribe cartas de amor), una reciente ruptura, que lo dejó devastado. De allí la tristeza y vulnerabilidad que transmite. Que es inmensa, tanto por la extraordinaria actuación de Phoenix como por la muy sensorial puesta en escena. ¿Que es un mundo muy de diseño el de Ella? Bueno, sí, ése es el recorte social y ambiental que Jonze decidió practicar. Sería un defecto (gravísimo) si la película transcurriera en un ambiente pobre o miserable. No es el caso. ¿Que la película recula ante la posibilidad de que el hombre y la máquina sean felices for ever after? No recula. Simplemente no cree que, a la larga, eso sea posible. ¿Por qué pedirle a Jonze que sea Cronenberg? Jonze cree, por lo que la película deja ver, que durante cierto tiempo un hombre solitario puede tener la ilusión de haberse enamorado de su compu. Pero que ese “amor” tiene límites. Por eso, si algo queda son dos personas solas y abrazadas, en medio de una suerte de nada. Por muy tecnos que nos hayamos puesto, tal vez sigamos necesitando, for ever after, esa fuente de calorcito que está en el otro.
Un vodevil que funciona como un juguete El director de Gotas que caen sobre rocas calientes y Ocho mujeres vuelve a hacer del cine un ejercicio lúdico, con la historia de un adolescente que turba la plácida rutina de un matrimonio bobo (bohemio-burgués, en la jerga francesa). Como buena parte de la obra de François Ozon, En la casa funciona como un juguete, un mecanismo lúdico que se puede desarmar para ver cómo funciona. Ya no se trata de narrar las distintas variantes de un triángulo amoroso, intercalando bailes y canciones (como en Gotas que caen sobre rocas calientes, 2000), de resucitar el policial à la Agatha Christie, con divas como de los ’40 y en medio de decorados de puro artificio (8 mujeres, 2002), narrar la historia de una pareja, de adelante hacia atrás y mediante una cantidad de hitos numerados (5 x 2, 2004) o ver qué pasa si una pareja común y corriente da a luz a un niño con alas (Ricky, 2009). Ahora es cuestión –a partir de una obra ajena, vale aclarar– de desplegar asuntos del más estricto campo teórico-literario: cuánto de real y de imaginado puede contener una crónica, qué clase de relaciones se establecen entre el que produce y el que consume un texto, entre maestro y discípulo, entre el escritor de ficciones y el teórico. El truco es hacerlo como juego de salón o vodevil intelectual. Juego que entraña también, como caramelo envenenado, una sorda guerra de poder. Para que quede claro hasta qué punto esto es un juego, un artificio insolente, el protagonista se llama Germain Germain (Fabrice Luchini, magnífico comediante a quien Eric Rohmer convocó en repetidas ocasiones). Casado con Jeanne, una de esas señoras a las que suele calificarse de “estupendas” (Kristin Scott Thomas, más pícara que de costumbre), Germain Germain, autor de una única novela que ni él ni su mujer valoran, es profesor de literatura en un colegio secundario llamado, faltaba más, Gustave Flaubert. Sin hijos, la vida de los Germain es tan plácida, al borde mismo de lo aburrido, como la de todo matrimonio bobo (bohemio-burgués, en la jerga francesa). En medio de protestas por la escasa propensión de sus alumnos a la lectura y/o escritura, Germain da una tarde con la mosca blanca, un tal Claude García (referencia no tanto a un jugador de Racing y Huracán como a la nacionalidad española del autor de la obra original). Claude no sólo escribe fluida y copiosamente, sino que es capaz de detectar, casi como un zoólogo, el “típico olor de la mujer pequeño-burguesa”. Germain y Jeanne levantan las cejas ante la observación (primer detalle ligeramente perversón, Jeanne lee junto a su marido todos los escritos de sus alumnos) y más lo hacen cuando la redacción termina con un “Continuará”. “¿Puso ‘Continuará’?”, le cuesta creer a Jeanne. Segundo detalle perversón, la señora pequeño-burguesa que protagoniza el folletín por entregas de Claude es la mamá de un compañero (Emanuelle Seigner), a quien el retorcidillo se ofreció a ayudar en Matemáticas como mera excusa para entrar en su casa. Más que un simple curioso, Claude es un voyeur que pasa al acto, un sofisticado intrusor de vidas ajenas. ¿El equivalente de un espectador de cine, de un escritor o de ambas cosas? De aquí en más, las asociaciones se multiplican, se enrarecen y ramifican, con Monsieur Germain funcionando como ávido lector cautivo de Claude, dispuesto a todo (lo cual le traerá serios problemas), pero también como instigador, como autor en las sombras, mientras su alumno empieza a escribir para él. ¿Para conquistarlo, para aprender de él o para atraparlo? Y el espectador de En la casa, ¿qué papel juega en este meta-vodevil? Juega varios, algunos más placenteros que otros. Por un lado, y a la manera de los films de Hitchcock, el de cómplice de un seductor tal vez carente de toda moral, Claude. Papel que en ocasiones calza cómodo (no es difícil reírse con Claude de los dos Rafaeles, su compañero y el padre de éste, por el nivel de elementalidad-promedio que representan) y en otras no tanto (¿qué derecho tenemos a reírnos de ellos?). Por otro lado, queda para el espectador el rol de receptor pasivo de una mecánica que no carece de arbitrariedades, cartas tapadas, subhistorias no del todo pertinentes, derivaciones algo forzadas. Pero a la larga, como todo vodevil guiado con guante blanco, En la casa invita a dejarse llevar. Producto del ritmo fluido de su decurso, el multiplicado interés de sus asociaciones, la dinámica precisa de sus actuaciones, la falta de otra pretensión que no sea la de jugar. Aunque mientras nosotros lo hacemos una araña teje su red, silenciosa, paciente y letal.
Como si el Rat Pack hubiera mutado en Art Pack Operación Monumento empieza con el clásico cartel (que ya harta) de “Basada en hechos reales”. Después de verla uno piensa que se quedaron cortos. Debieron haber agregado: “Todo salió bien. Por eso, como ustedes verán, ni en las circunstancias más adversas nadie se hace demasiado problema”. La nueva película dirigida, coescrita y coproducida por George Clooney –junto a su socio de toda la vida, Grant Heslov– sí que está escrita de adelante hacia atrás, sabiendo cómo termina todo. Es como si se contara la crucifixión de Cristo como un jolgorio, porque el guionista sabe que va a resucitar, o la aplastante victoria de varias naciones indias frente al general Custer en Little Big Horn entre lágrimas, porque a la larga esos pueblos terminarán sojuzgados por el hombre blanco. Algo semejante sucede aquí con un par de muertos del lado “bueno”: es un poco que pase el que sigue, si total vamo’a ganar. El resultado de tanta falta de drama, de conflicto, de tensión, es el esperable: el opus 5 de Clooney debería llamarse Operación Monumento al Aburrimiento. El tema es el famoso oro nazi. O parte de él, al menos. Su parte pictórica y escultórica, básicamente. Aunque en un momento dado –no conformes con haber hallado el más grande tesoro artístico perdido por la humanidad– nuestros héroes encuentran, de taquito, pilas y pilas de barras de oro. Como si el dueño de la chancha y los veinte diera con la máquina de hacer chorizos. Clooney hace de historiador del arte, que, cuando ya el resultado de la guerra puede adivinarse, recibe el dato de que la jerarquía nazi, de Hitler para abajo, viene acopiando desde la Madonna y el Niño de Miguel Angel hasta Rembrandt, Vermeers y siguen las firmas. Aunque el presidente Roosevelt no se muestra muy dispuesto a invertir esfuerzo bélico en la pavada de recuperar piezas de arte, con un par de sus sonrisas Clooney lo seduce, formando un pequeño batallón de arquitectos, expertos y eruditos, que responden a su llamado telefónico con la presteza de quien recibe la invitación para un asadito. Todos gente macanuda, a estos salvadores del arte no les resultará fácil convencer a la milicada de la importancia de su misión, optando por hacerlo por la propia. Las charlas distendidas, el cancherismo inherente a Clooney, las bromas entre éste y Matt Damon (¡que hace de restaurador eminente!) y las risas compartidas hacen pensar, en algún momento, en una del Clan Sinatra, que para la ocasión habría mutado de Rat Pack a Art Pack. Pero no: ahí está Clooney poniéndose serio y mandándose un speech de cinco minutos sobre la importancia del arte y la cultura para el presente y futuro de la civilización occidental, tanto como para recordar que ésta es una película seria, qué embromar. Apasionante en sí misma, la historia del rescate de ese tesoro invaluable es contada de modo tan desvaído que si a uno no le dicen que esos actores tan parecidos a Cate Blanchett, Bill Murray y John Goodman (¡que hacen de arquitectos!) son, en verdad, Cate Blanchett, Billl Murray y John Goodman, jamás lo creería.
La singularidad de una señora escritora Correalizado por Agustina Massa y Fernando Krapp, el film tiene como núcleo el entrecortado monólogo que la autora –ganadora en 2007 del concurso de novela de Página/12, con Las primas– libra ante cámara, en el living de su casa. Triángulo de cuatro lados, la de la escritora Aurora Venturini es una figura que parecería responder a una lógica alterna. No develar sino desplegar el misterio que va con ella es tal vez el gran mérito de Beatriz Portinari, un documental sobre Aurora Venturini, escrito y correalizado por Agustina Massa y Fernando Krapp. Beatriz Portinari, nombre de la musa del Dante, es el seudónimo que Aurora Venturini eligió para firmar su novela Las primas, que en 2007 ganó el concurso Nueva Novela, organizado por Página/12. Periodistas culturales (Krapp colabora con el suplemento Radar de este diario), en 2008 ambos realizadores se pusieron en contacto con Venturini, que vive en La Plata, para hacerle una nota. Tres años más tarde le propusieron filmar un documental, propuesta que primero aceptó y terminaría rechazando de modo destemplado, quitándoles el saludo a sus responsables, por razones tan misteriosas como tantas otras decisiones. De resultas de lo cual es posible que Beatriz Portinari... sea el primer documental al que a sus propios directores se les denegó el acceso (en Marlene la Dietrich no se deja filmar, pero no echa de su casa al director, Maximilian Schell). Una de las curiosidades de Venturini es que su consagración tuvo lugar a los 85 años. Nacida en La Plata –hasta donde Massa y Krapp se trasladan con sus cámaras–, allí se graduó en Filosofía y Ciencias de la Educación. Siendo una jovencita, trabajó en los Centros de Rehabilitación de Menores, donde conoció personalmente a Evita, iniciando una relación de amistad. A fines de los ’40, un jurado presidido por Jorge Luis Borges premió su libro de poemas El solitario. Con la caída del peronismo se vio obligada a exiliarse. En París siguió cursos de posgrado en La Sorbona, trabando amistad nada menos que con Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, entre otros. ¿Una Munchhausen de la literatura? Imposible saberlo: en Venturini, el hecho y la fantasía sobre el hecho tienden a mancomunarse. Es indiscutible que Venturini publicó, a lo largo del tiempo y en ediciones de autor, la friolera de treinta libros. Estuvo casada con el célebre historiador peronista Fermín Chávez y accedió a las primeras ligas literarias con Las primas. La novela premiada en el concurso organizado por Página/12 está considerada de una singularidad absoluta, fue traducida a varios idiomas, llevada al teatro y seguida de varias otras, la última de los cuales se editará en semanas más. Con una voz en off (Rosario Bléfari) cuyo tono deliberadamente neutro recuerda al de las películas de Mariano Llinás & Amigos, el núcleo de Beatriz Portinari... es el entrecortado monólogo que Venturini libra ante cámara, en el living de su casa, muchas veces sin saberlo. “¿Estaban filmando?”, pregunta a las “vinchucas” (cariñoso seudónimo con el que bautizó a los miembros del equipo técnico), después de haber hablado sobre bueyes perdidos un buen rato. Tal como se la ve en Beatriz Portinari..., Venturini fusiona en sí la nonagenaria “normal” (peluca, aparato dental, aire más o menos ido, nostalgias del pasado, tecnofobia) y la excéntrica de reacciones inesperadas. Como cuando cuenta que entre sus animales domésticos se contaba una araña llamada Rebeca, con la que charlaba, y Ariadna, hija de Rebeca, que sabía leer. Un día, Ariadna se puso a leer un “Soneto de la Araña”, escrito por el suicidado poeta platense Francisco López Merino. Allí quedó para siempre, aplastada entre las páginas del libro. “Ahí la dejé”, dice Venturini. “A ver si la encuentro...” Y sí, ahí está Ariadna, caída en el ejercicio del placer (de la lectura). “No se comieron los cuernitos”, reniega Venturini, antes de leer su cuento “El duende”, en el que da cuenta del deslumbramiento que le produjo ver jugar a Lio Messi con la camiseta del Barça. “A Jean-Paul le gustaba sentarse en las últimas filas del cine a llorar con la película, se secaba las lágrimas con un pañuelo grande.” Jean-Paul es Sartre, claro. Amiga del padre Mancuso, que le practicó un exorcismo, Venturini cuenta su paso por el infierno (es católica ferviente). “Puede haber sido el efecto de las drogas”, contrapone el propio padre (Venturini llegó a estar en coma 4, tras un accidente doméstico). Pero Venturini insiste con que ninguna droga, ni alucinación, ni nada: eso era el mismísimo infierno, donde la tuvieron asándose sobre una parrilla. Si un punto débil tiene Beatriz Portinari..., es el mismo de tantos documentales sobre grandes personajes: daría la impresión de que la dirección queda en manos del absorbente protagonista, antes que de los asombrados realizadores.