En busca del premio perdido Además de su virtuosa fotografía, son tan extraordinarias todas las actuaciones de Nebraska, desde la de Bruce Dern como ese viejo testarudo hasta la del último granjero que aparece por allí, que las palabras quedan chicas. “Vos también serías alcohólico si vivieras con tu madre”, le dice Woody Grant a David, que de sus dos hijos es el que le tiene más paciencia. Más paciencia que el hijo mayor, que quiere meter ya mismo al viejo en un geriátrico, y desde ya que más paciencia que su esposa Kate, que vive recordándole que es un borrachín, un perdedor, un viejo chocho que se olvida de todo, está en la luna y ya casi no oye. Todo lo cual es estrictamente cierto, como todo lo que dice, siempre en su estilo de cirugía mayor sin anestesia, mamá Kate. Como Las confesiones del Sr. Schmidt (2002), Nebraska es una clase especial de película de caminos, a la que podría denominarse road movie geriátrica. Con las variaciones del caso, aquí, como allá, el camino funciona como agente catalizador del pasado (y su revisión), de reconocimiento de la propia identidad y de reencuentro familiar. ¿Que todo esto suena a fórmula? Sí, suena. Pero como suele suceder con las películas de Alexander Payne (recordar la propia Sr. Schmidt, Entre copas, Los descendientes), Nebraska es una de esas películas en las que todo posible artilugio de guión queda en un segundo plano, imponiéndose algo más grande y valedero: la verdad cinematográfica que la película entera respira. Woody Grant (Bruce Dern, en un regreso a toda gloria) sale al camino, de a pie nomás en la primera escena, con la intención de ir a cobrar lo que supone es un premio de un millón de dólares. Se trata en verdad del truco publicitario de una editorialita de tres por cuatro, cuya verdadera intención es vender suscripciones. Además de todo lo que la pequeña Kate (June Squibbs) le echa en cara con su sinceridad brutal, Woody es un obcecado que no escucha a nadie, no entra en razones y encima ahora, pisando los 80, está senil. Así que vayan a convencerlo de que nunca va a cobrar ese millón de dólares. Consciente de que si alguien no lo acompaña se va a largar solo a la ruta, David (Will Forte, de las huestes de Saturday Night Live) se arma de paciencia, pide unos días en el empleo y sienta a papá al asiento del acompañante de la 4x4... aunque papá está convencido de que podría manejar él perfectamente. Los Grant vive en Billings, Montana, y para “cobrar el premio” deben trasladarse a Lincoln, Nebraska: una distancia casi equivalente a la que hay de Buenos Aires a Neuquén. Truquito de guión, camino a Lincoln, en el pueblito de Hawthorne, nació y pasó buena parte de su vida Woody. Lo cual dará ocasión a que vengan, más que los recuerdos (a Woody, la nostalgia le importa un pito, como todo), el pasado mismo, en la figura de su ex socio en un taller mecánico (el gran Stacy Keach, otra reaparición para festejar), de una ex novia de la cual nadie sabía nada (una actriz memorable llamada Angela McEwan) y la vieja granja familiar, que irán a visitar en contra de los deseos de Woody. Granja que recuerda mucho, en su estado ruinoso, a la de La mujer deseada (The Lusty Men, Nicholas Ray, 1952), donde cumplía la misma función dramática. “Qué cuentas, Woody”, pregunta, por compromiso, el hermano (¡mayor!) de Woody cuando se reencuentran. “Nada”, contesta el otro. “¿Y tú?” “No mucho”, responde el otro, y él sus hijos con aspecto de escuerzos siguen viendo la tele. Todas las escenas familiares de los Grant (ese primer encuentro, la presencia de los primos ultra white trash, el encuentro familiar ampliado con todos los hermanos viendo la tele en silencio) están entre las más geniales escenas cómicas que este cronista haya visto en mucho tiempo. Porque, claro, como todo film de Alexander Payne, Nebraska es una tragicomedia. Como las películas de John Ford, pongámosle. Hay mucho de John Ford en la combinación de acidez anglo y sensibilidad irlandesa, en el humanismo disfrazado de sequedad, en el Cinemascope en blanco y negro que Phedon Papamichael maneja de modo magistral, en los espacios abiertos y desolados y en el rigor de la puesta en escena. Son sumamente escasos, y reservados sólo para las escenas emotivamente más cargadas, los primeros planos de Nebraska. Predominan planos generales en los que la figura humana parece perderse en el paisaje, y planos americanos, que tienden a realzar tanto la interacción entre personajes (el tamaño permite que entren varios en el encuadre) como la distancia. Una distancia que más que espacial parecería temporal (materialización del pasado que pesa sobre el presente de Woody) y humana (el distanciamiento familiar propio de los Grant). ¿No piensa hablar el crítico de las actuaciones? No, porque son tan extraordinarias (todas, desde la de Bruce Dern hasta la del último granjero que aparece por allí) que las palabras quedan chicas. Apenas decir que pocas veces se vio en cine a alguien tan perdido como Bruce Dern aquí, un hijo tan bancador como el que compone Will Forte y un flashazo tan fuerte como el que supone descubrir, de un solo golpe, a la hasta aquí desconocida June Squibbs, metro y medio de dinamita pura.
Relaciones desparejas pero no peligrosas Basado en una historia real, el film acompaña a una mujer que decide ir en busca del hijo que le arrancaron cuando era novicia. En ese recorrido encuentra un aliado de hierro en un hombre, a priori, muy distinto. El peligro de derrape sensiblero está, pero no se concreta. Historia (¡verdadera, faltaba más!) de una mujer huérfana, a quien unas hermanitas de la caridad le arrancaron de las manos el hijo que tuvo siendo novicia –y que tras silenciar el asunto durante medio siglo decide ir finalmente en búsqueda del que ya será un cincuentón–, en manos de cualquier amanuense de Hollywood Philomena hubiera sido exactamente lo que uno entiende por “una de Hollywood”, haciendo un gesto de resignación. Un amuchamiento de sensiblería, golpes bajos, identificación fácil y actuaciones de esas que remueven el corazón como si fuera un guiso. Coescrita y coproducida por Steve Coogan (el genial comediante de 24 Hour Party People), dirigida por Stephen Frears (el de Relaciones peligrosas, The Grifters y Alta fidelidad, entre muchas otras) y protagonizada por Dame Judi Dench, a quien no costaba nada creer en el papel de una despiadada M en la última de Bond, Philomena cuenta con el factor ácido que le permite regular el ingreso de glucosa a su organismo. Aunque no bloquearlo del todo, por cierto. Basada en un libro del periodista Martin Sixsmith, hay también algo de buddy movie en esta película que sabe qué botones apretar y cuándo y con cuánta presión. Vaya a saber cómo fue la historia real. No por nada está nominada a cuatro Oscar: Película, Actriz Protagónica, Guión Adaptado y Banda de Sonido. Lo que desarrolla la película es la desparejísima relación entre Sixsmith (el propio Coogan) y Philomena Lee (Dench), que tal como indica el decálogo de las buddy movies terminarán siendo aliados de hierro, contra todos los males de este mundo. Ex jefe de prensa de un ministro en tiempos de Tony Blair, a Sixsmith acaban de echarlo porque “habló de más”. Desempleado, deprimido y pensando en escribir un tratado de historia rusa (su especialidad), aunque la película no lo dice claramente, el hombre, que tiene muy buen pasar, en algún momento se habrá planteado que con la historia rusa no iba a llegar muy lejos en materia económica. El hecho es que por una de esas casualidades de biógrafo (¿pero cómo, no era una historia real?), Sixsmith se encuentra con la hija de Philomena, que justo, justo estaba trabajando como camarera en un ágape al que él concurrió. Ahí la chica le larga en seco, como quien sirve champán sin preguntar primero, si no quiere escribir la historia de “una persona que conoce”, a quien las monjas le robaron el hijo. De aquí en más, Philomena coquetea con la metalingüística, porque el culto Sixsmith se niega a escribir esas “historias de vida” de las que vive tanto periodismo. Y medio Hollywood, claro. Es como si la película dijera: “Ojo, que nosotros sabemos que éste es un crowd-pleaser, una hecha para gustar”. Y también: “La vamos a hacer igual, pero como somos autoconscientes queda más fino”. Jugando en varias mesas al mismo tiempo, Philomena apuesta al dramón en los flashbacks de juventud de la protagonista, a la historia de búsqueda –con el consecuente suspenso– a partir del momento en que Dench & Coogan salen al camino y a la buddy movie en todo momento. En ese terreno, Coogan tiene camino expedito para sacar a relucir su timing de comediante, tan justo como un tren inglés en el cumplimiento de los horarios. “¿Usted es graduado en Oxbridge?”, le pregunta Philomena, que no es precisamente una mujer instruida. Siguiendo con la metalingüística, es imposible no imaginar a Sixsmith como intento de autorrepresentación por parte de Stephen Frears, cineasta que llegó al cine popular proviniendo de otro más indie (Ropa limpia, negocios sucios) o exquisito (Relaciones peligrosas). El paralelismo director/personaje se acentúa cuando, conmovido por la historia de su “sujeto”, Sixsmith deja de lado su máscara cínica e intenta bajarse del proyecto. Pero su insensible editora (léase Hollywood, el negocio, el sistema, lo que sea) se lo impide. Un paralelismo bastante tramposillo, por cierto. Que se sepa, ni este proyecto ni el de La reina (la película más exitosa de Frears) fueron encargos de alguna gran compañía, sino ideas surgidas de Frears y sus socios creativos. Nada indica que Frears, Coogan & Co no hayan filmado la película que quisieron. Que podría calificarse de “una para llorar” sin grasadas de por medio. Y que no recula ante el clero ni ante Dios, cosas que Hollywood jamás hubiera permitido.
Más que robots, hacen falta héroes La versión del director carioca conserva el carácter satírico que tenía la original de Paul Verhoeven. Y también como en la película de 1987, el poder de la corporación que inventó al robot policía es mucho más grande y temible que el de cualquier hampón. Curiosa carrera la del carioca José Padilha (1967). Debutó con uno de los documentales más conmocionantes en mucho tiempo, Omnibus 174 (2002), donde practicaba una crónica visceral de cómo la policía llega a ejecutar a un chico de la favela. De ahí pegó un salto mortal del otro lado de la cerca, para narrar la formación de un bien intencionado miembro de la policía especial de Río, desde su punto de vista, en Tropa de elite (2007) y Tropa de elite 2 (2010). Ahora cierra ese círculo dando otro salto gigante. O varios. Como consecuencia de la repercusión internacional de la primera Tropa de elite, Padilha accede a Hollywood, filmando, en inglés y con actores anglohablantes (algunos, de primerísima línea), una película clase A. ¿Qué película? La remake de RoboCop, claro. Hollywood piensa de esta manera: si este tipo filmó con pulso firme una historia de policías, démosle a él otra de policías, pero de mayor tamaño. La película y los policías. Un detalle no menor es que tanto la original (Paul Verhoeven, 1987) como ésta son películas dirigidas por extranjeros. Como sucedió en su momento con Ernst Lubitsch, Fritz Lang, Alfred Hitchcock o Billy Wilder, en ambas RoboCop el origen foráneo de sus hacedores les permite observar a la sociedad estadounidense desde una mirada algo corrida, entre extrañada y sarcástica. La de este futuro indeterminado, pero nunca muy lejano, es una sociedad en la que Raymond Sellars, presidente de una megacorporación (Michel Keaton, inmejorable), hace lobby para convertir su línea de robots policías en demanda social. Pero el Parlamento, dominado por esos puercos liberales, no quiere saber nada y el proyecto de ley, que tiene como principal ariete a un tal Pat Novak, imperdible conductor facho de televisión (Samuel P. Jackson, una “gozada”, como dirían los españoles), no logra alcanzar la mayoría necesaria. Ningún bobo, casi un estudioso cultural, Sellars comprende que el público estadounidense no va a comprar un robot, sino un héroe. Y un héroe tiene que ser humano: hay que meter a un tipo adentro de un robot. Es allí donde tras el ataque de un hampón, el agente Alex Murphy (el sueco Joel Kinnaman, cuyo verdadero nombre es Charles Nordström) queda reducido a un rostro, un par de pulmones, un corazón y parte de un brazo. Eureka: el doctor Norton (Gary Oldman, cuanto menos loco mejor) se ocupará de rellenar lo que falta con prótesis y chirriantes piezas de metal, haciendo unos ajustes en los chips cerebrales para anularle las emociones, que le impiden ser el policía perfecto. Ahí sí, el primer RoboCop sale de fábrica listo para masacrar malvivientes, sin que le tiemble una sola neurona. La situación es básicamente la misma que la de la RoboCop original. Como allí, el poder de Omnicorp es mucho más grande y temible que el de cualquier hampón. Incluso el que atenta contra Murphy, que no es ningún nene de pecho. Lo otro que la versión Padilha mantiene de la de Verhoeven es el carácter satírico, depositado sobre todo en el payasesco Pat Novak, cada una de cuyas intervenciones funciona casi como separador cómico, levantando un interés que en la segunda mitad tiende a amesetarse. Las diferencias fundamentales entre ambas versiones son dos, y ambas ayudan a que Murphy esté menos solo que en la original (lo cual hace de ésta una versión menos desesperada). Murphy cuenta con dos aliados, ambos de ley: el doctor Norton, que trabaja a disgusto a las órdenes de Sellars, y su esposa (la australiana Abbie Cornish), que tiene aquí un peso fundamental en la trama. Es ella (¡macha!) la que pone el cuerpo ante la megacorporación en pleno, cuando percibe que algo raro está pasando, y es gracias a ella que Sellars y sus ayudantes muestran su verdadera cara. Que no es linda. Otros que ayudan a mantener el interés son Jay Baruchel, secundario de la nueva comedia estadounidense, cuyo “soy un ejecutivo de marketing” recuerda al “no peguen, soy Giordano”; el pequeño Jackie Earle Haley, que a la hora de los malos es de los mejores, y el propio Kinnaman, a quien, por suerte, el músculo no le anula la expresión.
Sexo y poder, en creciente tensión La ópera prima de la salteña tiene su estreno comercial aquí, tras su paso por la Berlinale y el Bafici. Los personajes encarnados por Luis Ziembrowski, María Ucedo y Alejandro Buitrago componen un inquietante triángulo, que se manifiesta de un modo lento y paciente. “Abrí más las piernas”, le dice Ernesto, dueño de la finca, a Joaquín, el recién llegado. Se las abre él mismo, golpeándole los pies con su bota. Le está enseñando a disparar, por lo cual se halla a sus espaldas, tomándolo del brazo derecho. En algún momento, cierta tensa sorpresa en la expresión de ambos da a pensar que la presión de Ernesto a espaldas de Joaquín fue más allá de lo necesario. Hasta que lo que circula entre los dos tiene tanta carga que, para liberarla, Ernesto grita, de modo visiblemente excesivo para un simple entrenamiento de tiro: “¡Dispará!”. De esa clase de subyacente tensión sexual y de poder (en ocasiones no tan subyacente) está hecha Deshora, ópera prima de la realizadora salteña Bárbara Sarasola-Day (1976), que tras pasar por la sección Panorama de la Berlinale 2013 lo hizo también por el Bafici, estrenándose ahora con un lanzamiento llamativamente modesto: sólo dos copias, en los cines Gaumont-Km 1 y Cosmos. En un punto, Deshora es una suerte de Teorema, de Pasolini, reducido al mínimo. La situación es básica, primaria incluso. Hace años que Ernesto (Luis Ziembrowski) y Helena (María Ucedo) viven en medio del agreste noroeste, manejando un establecimiento de producción de tabaco. El desgaste que hay entre los dos no es muy distinto del de toda pareja que arrastra varias décadas de convivencia, a lo cual se suman dos elementos particulares: 1) por lo visto, Ernesto es la clase de tipo que en la cama no tiene muy en cuenta los deseos de su mujer, y además 2) tienen problemas de infertilidad. Que él, por supuesto, le achaca a ella. Bastaría que apareciera un tercero, de ser posible joven y seductor, para que lo que está faltando se vuelva exceso. Ese tercero aparece. En la primera escena, para ser más precisos. Recién salido de alguna clase de centro de rehabilitación, Joaquín, primo de Helena (el actor colombiano Alejandro Buitrago), es depositado por su madre (Marta Lubos) al cuidado del matrimonio. Cuidado deberá tener el matrimonio, para que el matrimonio no se les vaya al demonio. En un punto, Deshora es una suerte de Teorema (Pasolini, 1968) reducido al mínimo. No se trata aquí de la seducción de una familia entera por parte de una rara mezcla de ángel y demonio, sino de la de ambos miembros de un matrimonio, a cargo de un muchacho despojado de referencias místicas. Pero cargado de alusiones sexuales. En su mirada pícara, su semisonrisa ladeada, su susurro, el permanente subtexto físico que maneja, aun en las situaciones más banales. El deseo se mantiene ambiguo. Hay un momento en el que Joaquín se masturba en el baño. Lo que no sabe es si lo hace pensando en Helena (a quien claramente va envolviendo, como la araña a la mosca) o en Ernesto. Más tarde las cosas quedarán más claras, al menos en ese punto. Quedará más a la vista también que la erótica que circula entre los tres circula entre los tres, y no tanto de a dos, a partir del momento en que se vuelva más evidente que lo de Joaquín pasa más por mirar que por hacer. En ese momento y como movidos por un pacto tácito, Ernesto y Helena pasarán a actuar para él, hallando en su mirada el goce que hasta entonces se les hacía esquivo. El mérito de Sarasola-Day no pasa tanto por aportar novedades en lo temático –esta clase de triángulo aceptado puede hallarse hasta en el lejano film japonés La llave (Kon Ichikawa, 1959, abaratado décadas más tarde por Tinto Brass), mientras que la vinculación entre naturaleza salvaje y pasión erótica goza de una tradición aún más larga y vasta, tanto en cine como en literatura– como en el modo lento, paciente y alusivo con que va haciendo crecer la tensión sexual. Sexual y de poder, como queda dicho: el carácter de “patrón de estancia” de Ernesto marca todas sus relaciones, incluidas las que tiene con su esposa y el visitante. Obviamente que en una película centrada casi exclusivamente en tres personajes, los actores resultaban fundamentales. Los tres están magníficos. Ucedo da una mezcla infrecuente de tristeza y sexualidad. Buitrago tiene, más que del buitre que anida en su apellido, algo de halcón. Aunque tal vez en el fondo sea una paloma: no olvidar que sale de un centro de rehabilitación. En cuanto a Luis Ziembrowski, no podría imaginarse un actor más adecuado para este patrón, obsesivo hasta lo persecutorio, que cuando se lanza sobre su mujer en la cama parece un jabalí dando cuenta de una presa frágil.
El drama llega a una casa de familia Basada en una obra de Tracy Letts –que aquí fue dirigida por Claudio Tolcachir, con Norma Aleandro y Mercedes Morán–, la película es otra muestra cabal de teatro filmado, sin escapar de ciertos convencionalismos. Pero el elenco, notable, se lleva todos los aplausos. ¿En qué consiste el teatro filmado? En una película, basada o no en una obra teatral, que tal como sucede en el teatro convencional (no en el de vanguardia) se construye a sí mismo siguiendo al pie de la letra lo que está escrito, a falta de libreto, en el guión. El guión del teatro filmado transcurre las más de las veces (aunque no sólo) en interiores, y se atiene no sólo a los cuatro actos aristotélicos (introducción, desarrollo, nudo y desenlace), sino que puede incluir alguna vuelta de tuerca “inesperada”. Por supuesto que la puesta en escena prácticamente prescinde de cualquier otro elemento expresivo (encuadres, montaje, sucesión de planos, dramaturgia fotográfica) que no sean los propios del teatro: el trabajo del actor, sobre todo, pero también el valor dramático de los elementos del decorado. El teatro filmado puede considerarse, a esta altura, toda una tradición cinematográfica, aunque muchos discuten, no del todo sin razón, su adscripción al cine. Basada en una obra de Tracy Letts y candidata a dos Oscars, Agosto es una muestra cabal de teatro filmado. 253 Alguna vez hace mucho tiempo, el colega Luciano Monteagudo, inusualmente furioso, tronó contra cierta película dirigida por el australiano Bruce Beresford, diciendo que no era teatro filmado, sino “mal teatro, mal filmado”. Puesta en su momento en la Argentina por Claudio Tolcachir, con Norma Aleandro y Mercedes Morán en los protagónicos, Agosto no es una mala obra de teatro. Pero tampoco una particularmente innovadora. Se atiene, como queda dicho, a la sistematización aristotélica, y en el último tercio de película (de obra) echa mano del poco noble recurso del gato encerrado, un dato que se había guardado como el fullero el as, sin darle al espectador ninguna clave y con el solo objeto de tomarlo por sorpresa. Dirigida por John Wells, entrenado en programas como E. R. y con un largo previo no estrenado aquí (The Company Men, 2010), Agosto está mal dirigida sólo en las escenas de mayor dinamismo, cuando parecería que Mr. Wells se abatata, llegando tarde a cada corte y cada plano. Al resto puede atribuírsele una corrección profesional, que tiene incluso la bondad de prescindir del defecto más común del género teatro filmado: el abuso del plano-contraplano. La excusa dramática es, también, tradicional. Ante cierto hecho primero preocupante, poco más tarde trágico, la familia Weston se reúne en casa de mamá Violet (Meryl Streep, con peluca azabache), tras la huida de papá Beverly (Sam Shepard). Detrás de la hija menor, Ivy, que es la que vive más cerca (Julianne Nicholson), vienen la hermana mayor, Barbara (Julia Roberts, con peinado alisado), con su esposo e hija, y la del medio, la cabeza hueca de Karen (la reaparecida Juliette Lewis, que no lleva muy bien la edad) con “su novio de ese año”, Steve (el siempre magnífico Dermot Mulroney). También vienen tía Mattie Fae (Margo Martindale, excelente), su marido, Charlie (el infalible Chris Cooper) y, más tarde, el hijo de ambos, Little Charlie, a quien su “querida” mamá parece haber condenado a un destino de torpeza e inseguridad (el británico Benedict Cumberbatch, a años luz de sus temibles papeles en El Hobbit y Star Trek: en la oscuridad). Todo esto tiene lugar en la casa familiar de Oklahoma, en pleno agosto, cuando la temperatura puede llegar a escalar, como si nada, a 42 grados. Volviendo al comienzo: Agosto es, sí, el más puro teatro filmado. Pero los personajes principales tienen los suficientes matices para ser interesantes, los diálogos (escritos por el propio Letts) son como flechas envenenadas y, sobre todo, el elenco es inmejorable, con cada actor lanzado de cabeza a su papel. Sí, es verdad que Violet, con su cáncer terminal, su lengua viperina (no por nada el cáncer lo tiene en la boca), sus manipulaciones, sus temibles intuiciones, sus miradas de cañón y el efecto gagá que le produce el sobreconsumo de pastillas, es uno de esos personajes servidos para que una actriz superdotada haga de él un show. Nominada al Mejor Protagónico, Mrs. Streep no desaprovecha, claro, la oportunidad. Pero, ojo, porque la Streep es una actriz de gran nobleza y aquí lo confirma, no poniéndose nunca delante del personaje. En el otro rincón, también nominada –a Mejor Actriz Secundaria–, la Srta. Roberts, la peor enemiga de mamá y, a la larga, tal vez su mejor espejo. A los 47 años, la Mujer Bonita sigue siendo mucho más que eso: cada primer plano sobre ella parece la construcción de una catedral. Intensa, visceral, vulnerable y todo eso sin el menor subrayado, la otrora princesa de Hollywood se confirma como dotadísima actriz dramática. Entonces, y por más que esto sea puro teatro filmado, ¿por qué no relajarse y gozar de semejante entrevero de grandes actuaciones, que además tienen el enorme mérito de funcionar en equipo?
El mito que se fue al demonio Yo, Frankenstein cumple con todos las requisitos que se le exigen hoy en día a una de Hollywood. Historia del género fantasy basada en un comic, retoma un mito clásico para llevarlo al mismísimo demonio, tiene a un superhéroe por protagonista (la criatura inventada por el Dr. Frankenstein no sólo es aquí un forzudo, sino que goza de algunos poderes especiales), suma combates que parecen coreografiados por un descastado del Bolshoi, hace mucho ruido y, sobre todo, en las escenas culminantes se las ingenia para que se disparen unos fuegos artificiales que entretengan a la afición. Sin embargo, es difícil decir que es mala: si se aceptan esos presupuestos, habrá que convenir que durante hora y media (un acierto, la duración) el relato avanza. La criatura mantiene, del modelo clásico, el carácter solitario, culposo y torturado. Aquí no mata sin querer a una niña, pero sí a un ser inocente, lo cual lo lleva a un exilio que terminará en el mundo contemporáneo (uno de sus dones es el de la eternidad, lo cual da pie a un final en el que la saga amenaza con seguir eternamente). En algún momento cruza su camino con unos seres al servicio del bien llamados gárgolas, que para más datos viven en una iglesia (son las gárgolas del gótico edificio, que cobran vida) y, claro, su opuesto, unos demonios que sirven a Naberius, que a pesar de su nombre que mueve a cargada es el mismísimo Príncipe de la Noche. El contrario de Naberius es la princesa Leonore (la australiana Miranda Otto), más buena que un ángel. Y por si hacía falta, invocando a Dios cada dos por tres y poniéndole de nombre Adán a la criatura sin nombre. O sea, la eterna batalla entre Dios y el Diablo, pero en una tierra sin sol, sino pura oscuridad. Todo está absolutamente “puesto”: el dueño de un laboratorio (el encantador Bill Nighy, haciendo aquí un papel poco encantador) que busca la fórmula para dar vida a la carne muerta, con la intención de revivir a todos los demonios caídos en combate y armar con ellos un verdadero ejército de la noche; el bombón rubio que trabaja a su servicio, que se llama ¡Terra! (la también australiana Yvonne Strahovski), y que en cuanto lo ve a Adán se le caen los tubos de ensayo; el secuestro de la reina Leonore; el libro que dejó escrito el Dr. Frankenstein y que no debe llegar a manos de Naberius, etcétera. Lo más sorprendente es que ese actor magnífico que es Aaron Eckhart se ve que se cansó de actuar en películas como Gracias por fumar y Sin reservas y se dijo “Ma’sí, yo me pongo a hacer fierros, me vengo forzudo y me paso al otro equipo”. Aquí hace de la criatura más musculosa de la historia, ostentando un six pack que hasta Vin Diesel le envidiará. Lo que son las cosas.
Las complicaciones de un héroe novato Después de Alec Baldwin, Harrison Ford y Ben Affleck, ahora es Chris “Star Trek” Pine quien le pone rostro al héroe creado por Tom Clancy. Y el actor pone su mejor oficio para retratar a un espía en sus comienzos, lejos del típico superagente de sangre fría. Ahí vienen los rusos. El ruso, más precisamente. El ruso malo, al que Hollywood por lo visto extrañaba y recupera ahora como némesis de Jack Ryan, el agente bueno de la CIA, que tras más de una década de ausencia regresa también a las colinas de Los Angeles. Así como Bond supo ser el héroe de Ian Fleming y Smiley, el de John Le Carré, Jack Ryan es el de las novelas de Tom Clancy, ex agente de la CIA él mismo, fallecido meses atrás. En cine, Ryan parece cargar con el designio de cambiar de rostro. Primero lo encarnó Alec Baldwin, en la sólida La caza al Octubre Rojo (1984). Después, el nunca bien ponderado Harrison Ford, en Juegos de patriotas (1992) y Peligro inminente (1994). A Ford lo sucedió el troncazo de Ben Affleck, en la tampoco desestimable La suma de todos los miedos (2002). Ahora le toca el turno a Chris Pine, que viene siendo el capitán Kirk de la nueva versión de Viaje a las estrellas, y que, para cumplir con el mandato no escrito de toda saga durante la última década (incluida la propia Star Trek) interpreta al héroe cuando se inicia como tal. Con Código Sombra Kenneth, Branagh termina de sacar credenciales de director multitarget. Por una rara ucronía, debida tal vez a que Código Sombra es la primera de la saga que no está basada en una novela de Clancy, Ryan empieza a ser Ryan a posteriori de los Ryan previos. Más precisamente después del 11 de septiembre de 2001, cuando tras ver caer las Torres desde Londres, donde terminaba sus estudios de Economía, se alista como voluntario y va a parar como marine a Afganistán. Como para que quede claro que el hombre ya de pichoncito fue patriota. Patriota magnánimo, siempre dispuesto a sacrificarse por los cumpas, como demuestra cabalmente en su primera y única acción de guerra, a bordo de un helicóptero. Con el accidente que sufre, la biología indica que debería morirse. La dramaturgia no piensa lo mismo, por lo cual tras una estadía en un hospital, donde recibe los cuidados de la enfermera Cathy (no cualquier enfermera: la mismísima Keira Knightley), ya está listo para volver a la vida civil. Cosa que jamás sucederá. Es que al hospital va a buscarlo un oficial (de la CIA, of course) al que interpreta, magníficamente por cierto, Kevin Costner, que en su primera y ñoña aparición enseña qué es eso de tener presencia cinematográfica. La misión, si Ryan decide aceptarla, es actuar como agente encubierto, mientras funge como broker en Wall Street. Salto al presente, donde Ryan descubre unos datos que no cierran, el nombre de un tal Viktor Cherevin tras ellos y la info de que Cherevin es, prácticamente, el dueño de todas las Rusias. O sea, un mafioso de aquéllos, que se da el lujo de colgar originales del Louvre en su recontrasupercustodiado bunker, y que es capaz de moler a patadas a cualquier asistente por cualquier minucia, mientras escucha un aria de ópera. Está claro que Ryan deberá, por pedido de Harper, tomarse un vuelo a Moscú para intentar ingresar en el archivo informático del temible Cherevin. Mientras tanto éste tiene cierto plancito entre manos, relacionado con volver a darle a la madre Rusia el papel de director de orquesta que le cabe en el concierto mundial. ¿Misión imposible? Justamente. Uno de los dos guionistas de Código Sombra es David Koepp, que lo fue en la M:I de Brian de Palma (aparte de las dos primeras Jurassic Park y la primera El hombre araña). Film tan clásico en narración como en estilo, con Código Sombra Kenneth Branagh termina de sacar credenciales de director multitarget, viéndoselo bastante más afiatado que en Thor. Relato tan sólido como convencional, el interés de Código Sombra está sostenido sobre todo por el carácter no sólo de inexperto, sino de sapo de otro pozo del héroe (Chris Pine está muy bien, dicho sea de paso). El tipo es un economista con destino de académico, que a la hora de los tiros tiembla, transpira y se muere de miedo, como podría pasarle a cualquiera del público. Hay una magnífica (por lo sorpresiva, por lo brutal) escena de violencia en una suite de hotel, en la que el muchachito debe defenderse de un asesino calzadísimo, sin una maldita arma encima. Claro que antes de que termine la película Ryan se habrá encontrado con su destino de héroe armado, y a esa altura ya hace un rato que Código Sombra se convirtió en una más.
Un baile de máscaras Inspirada en un hecho real, la nueva película de David O. Russell prefiere seguir el camino contrario, el de la construcción de una ficción, con una magnífica reconstrucción de los años ’70. Frente al espejo, Irving Rosenfeld se acomoda el peluquín, dándole una rara voltereta, como para que el rulo cubra hacia la derecha después de desviar hacia la izquierda. Recién entonces, cuando lo tiene en la posición que quería, se lo adhiere al cráneo. Escándalo americano empieza igual que la Relaciones peligrosas de Stephen Frears, donde Glenn Close se embadurnaba con el más denso maquillaje, rematado con el lunar de rigor. Ambas dan inicio con la preparación de un simulacro, una falsificación, una puesta en escena. Esa escena introductoria resulta anticipatoria. En Relaciones peligrosas, del ajedrez en el que la Condesa de Merteuil y el Vizconde Valmont van a usar de peón a Mme. De Tourvel. En Escándalo americano (inapropiada traducción local de American Hustle, “jugarreta americana”), del simulacro que teñirá hasta la última pieza del elenco. El elenco en su totalidad es uno de los muchos aciertos de Escándalo americano. “Algo de esto realmente pasó”, bromea el cartel inicial, y David O. Russell, director y coguionista de Escándalo americano, confirma (ver entrevista) que ser fiel a la realidad le interesaba más bien poco. Claro, cómo le iba a interesar, si lo que perseguía era la idea contraria, la de la construcción de una ficción o falsificación. La realidad en la que se basa Escándalo americano –que domina, junto con Gravedad, la próxima entrega del Oscar– es lo que se conoce como The Abscam Affair, que tuvo lugar a fines de los ’70 y comienzos de los ’80. Ab por Arab, Scam por fraude. La trampa urdida por el FBI, en connivencia con un estafador de tres por cuatro, consistió en fraguar a un presunto sheik árabe, interesado en invertir sus petrodólares en América, para atrapar con las manos en la masa (en la masa de billetes verdes, dos millones en total) a media docena de políticos. Eso, el corazón de la trama, es lo que “realmente pasó”. Todo lo demás, en un metraje de dos horas veinte, lo que no necesariamente. Por su despliegue de raros peinados viejos, de solapas de camisa por fuera de las del traje, de tacones de medio metro de alto, de permanentes y escotes hasta el ombligo, la película de Russell recuerda a Boogie Nights, que transcurre más o menos para la misma época. Pensándolo bien, la película de Paul Thomas Anderson también hace eje en una falsedad, la del cine porno. Con la diferencia de que lo que más interesaba a Anderson allí, como en el resto de sus películas, era la visión de conjunto, el plano general. Mientras que lo que más interesa a Russell, al igual que en la previa El lado luminoso de la vida, es el modo en que los personajes interactúan. De allí su técnica de rodaje, explicada en detalle en la entrevista de al lado, consistente en que en el momento menos pensado la cámara puede vincular a un actor con otro. Como El lado luminoso..., como en buena medida en El ganador (2007), Escándalo americano es un film coral, en el que, como pedía Jean Renoir, cada personaje tiene sus razones. Razones cambiantes, con frecuencia impredecibles, ya que todas las criaturas de Escándalo... son opacas. Dejan ver lo que quieren que se vea o lo que les sale mostrar en el momento. De allí el lema/tema de la película, dicho en tres o cuatro ocasiones: “Cada uno ve lo que quiere ver”. Lema de ilusionista y por lo tanto también de estafadores, de actores, de artistas. Antes de la media hora se ha formado una pareja de hustlers: la integrada por Irving Rosenfeld (Christian Bale, notable, como siempre, aquí con una panza apabullante) y Sidney Prosser, de allí en más la británica Edith (Amy Adams, que además de confirmar que actúa con los ojos como nadie, está más linda que nunca, y sexy como jamás). Aprovechando que la economía estadounidense está en baja y los intereses en alza, lo suyo será ofrecer préstamos sobre un capital que jamás devolverán. Hasta que se crucen con quien no es el que parece (Bradley Cooper, con ruleros y permanente) y terminen enredados con quienes Irving no quería, porque sabe que es too much para él: congresistas, senadores, un intendente (Jeremy Renner, con un peinado que lo hace parecer Tony Curtis frente a un ventilador de piso), el FBI... y la mafia. A propósito: como mobster semicalvo de Florida, brazo derecho de Meyer Lansky, De Niro entrega la que es por lejos su mejor actuación desde... El lado luminoso de la vida. Ni qué hablar de la gran Jennifer Lawrence, como la esposa no precisamente fina de Rosenfeld, que cuando ve por primera vez a la amante del marido le dice, arrugando la boca en un gesto de asco: “Sé quién sos”. De sólo verla, como si la oliera. Película difícil de “agarrar”, porque parece de trama pero la trama es apenas el modo de poner en escena la necesidad que tienen los personajes de ser otros (de allí las máscaras de pelucas, peinados y maquillajes), Escándalo americano se parece poco a El lado luminoso de la vida. Al menos en la superficie. Si aquélla era deliberadamente crasa en lo visual, porque sus personajes lo eran, ésta es lujosa y sofisticada, porque es a ese mundo al que sus criaturas quieren acceder.
Los trucos y rellenos de un director vacío Desde hace casi un cuarto de siglo, la obra de Luc Besson (París, 1959) alterna entre la clonificación y la paráfrasis del cine de acción hollywoodense. Clones son las películas que produce, como la serie El transportador o el thriller truculento Los ríos color púrpura. Paráfrasis, las que dirige: una fría asesina, en lugar del clásico asesino macho del cine negro, en Nikita; un killer despiadado, pero de corazón de niño, emparejado con una niña-adulta, en El perfecto asesino; la ópera espacial devenida opereta, en El quinto elemento. Hablada en inglés, con elenco mayormente estadounidense y Robert De Niro como ex mafioso, Familia peligrosa ve a la paráfrasis reemplazada por el gastado jueguito intertextual, la vulgata cinéfila tardía, el chistecito poscinematográfico. Todo avalado por el mismísimo Martin Scorsese, que es uno de los productores. Bajo el alias de familia Blake, Giovanni Manzoni (De Niro) y los suyos llegan a un apartado rincón de Normandía, en el nordeste de Francia, donde el FBI les consiguió refugio. Sucede que Manzoni abrió la boca y dio nombres de miembros de la otra familia, la famiglia, por lo cual se halla ahora bajo el programa de protección de testigos. El chiste es simple y parece casi un eco lejano de Analízame: cómo va a hacer el mafioso para no dejarse llevar por sus costumbres y quedar expuesto como lo que es, atrayendo sobre sí al ejército de ejecutores de negro que algún capo mandó del otro lado del Atlántico. Cuando el agua de la vieja casa normanda que les consiguieron sale oxidada de las canillas, Giovanni, ahora llamado Fred, puede llegar a ponerse muy nervioso con el plomero y agarrarlo a batazo limpio. No sólo él: basta que alguien hable mal de ella en el súper del pueblo para que su esposa Maggie (Michelle Pfeiffer) derrame algo de nafta en el local y luego encienda un fósforo. Mientras tanto, los chicos Blake se comportan como un par de auténticos proto-wise guys en el liceo local. Como Besson es un director vacío, necesita rellenar. Aquí lo hace con presuntos homenajes a sus actores, que dan un poquito de vergüenza ajena, en tanto al hacerlo los hunde en el pasado, celebrando algo así como una versión cinemática de Grandes valores del tango. Los batazos de De Niro remiten a un famoso plano cenital de Los intocables; los flashbacks de Michelle Pfeiffer con mucho spray, taco aguja y pantaloncitos pescador, a Casada con la mafia. Quién otro podría ser el agente del FBI responsable de que los Blake sigan con vida que Tommy Lee Jones, tan seco y amargo como en Hombres de negro. El colmo de la vergüenza ajena es cuando Giovanni/Fred va al cineclub del pueblito a ver... Buenos muchachos. Y goza como loco, y les explica a los vecinos cómo es ser un wise guy en realidad. Ja, qué bueno, una para que nos riamos todos.
Un amor excesivo, una tragedia clásica El encuentro entre las jóvenes Adèle y Emma da inicio a una historia de pasión de esas que ponen en juego razón, arrebato, cuerpo, hormonas, desencuentros y, a la larga, una infinita desolación. Y la actuación de Adèle Exarchopoulos es simplemente fabulosa. Ganadora de la Palma de Oro en la última edición de Cannes y del Premio Fipresci de la Crítica a la Mejor Película del 2013 (entre otros muchos galardones obtenidos de mayo para acá), firme candidata a la nominación al Oscar a Mejor Film Extranjero, La vida de Adèle logra lo que el cine (y la gente) ya no: construir una gran historia de amor. De esas que ponen en juego razón, arrebato, cuerpo, hormonas, desencuentros y, a la larga, una infinita desolación. Con un metraje de 179 minutos (absolutamente inusual para lo que nunca deja de ser un pequeño film intimista), está dividida en dos movimientos: el primero de ellos avanza hacia la plenitud, el desborde, la consustanciación con el otro hasta perderse a sí mismo; el segundo se corresponde, plano a plano, con un melodrama amoroso. En totalidad, el film del tunecino Abdellatif Kechiche (el de la magnífica Juegos de amor esquivo y la más formulaica Cous Cous) es una tragedia hecha y derecha. Una tragedia clásica, con una heroína ciega, incapaz de hacer corresponder deseo y destino. Los amores excesivos siempre fueron una de las especialidades de la french cuisine. Si un cineasta se abocó a ellos con verdadera fijación, ése fue François Truffaut, quien en una ocasión (1975) trasladó al cine La historia de Adela H, de Victor Hugo. Si no fuera porque la actriz que protagoniza La vida de Adèle se llama Adèle Exarchopoulos, uno juraría que esta muchacha de secundario debe su nombre a aquella pariente lejana del siglo XIX. Como la Adjani en el film de Truffaut, Adèle se enamora de quien no debe. La diferencia es, en tal caso, que mientras el teniente de Húsares rechazaba tempranamente a H., aquí nada indica, al comienzo al menos, que el amor de Adèle no sea correspondido. Es verdad que asoman diferencias que se tornarán insalvables. Pero, ¿cómo saber que lo son antes de hacer la prueba? Adèle se enamora de Emma (Léa Seydoux) en el instante mismo en que se cruzan por la calle. Adèle no es gay (Emma sí, desde el propio despertar sexual) e incluso acaba de levantarse, aun en su timidez, al compañerito que más le gusta. Pero desde que ve a Emma, es como si su vida entera fuera succionada por esta chica de cabello azul. Los héroes y heroínas trágicos no suelen registrar los datos que advierten del error de sus elecciones, y podría tomarse como tal el hecho de que ese día Emma vaya abrazada a una chica. Pero, ¿quién a quien alguien le guste mucho renuncia a él por el simple hecho de que esté en pareja? Lo que sí está claro desde un primer momento es que, de modo clásico, Adèle ama y Emma, que tiene el look y los modales del Brando de los ’50, se deja amar. Siempre y cuando por “dejarse amar” se entienda hacerlo con ferocidad: el cronista no recuerda cuándo fue la última vez (si es que alguna vez hubo una) que vio en cine escenas de sexo tan intensas y desesperadas, tan creíbles y transpiradas, tan absolutas como las de La vida de Adèle. Tan necesarias: no hay otra forma de transmitir el fuego que consume a las dos muchachas, que tirar la cámara a él. Pero es verdad que es Adèle la que busca en boliches gay a la chica que la deslumbró, la que fuerza el primer beso, la que sufre cuando percibe los primeros síntomas de descomposición, la que se deshace por dentro, la que intenta recuperar un amor que ya no está. La cámara la sigue todo el tiempo, con la misma obsesividad con que ella persigue a su objeto amoroso. La actuación de Adèle Exarchopoulos es simplemente fabulosa: véase cómo pasa del hermetismo al desborde emocional, de la pasividad a la fiereza (cuando las compañeras de colegio la “acusan” de tortillera), de la melancolía que la cerca a dejarse llevar por la sensualidad de un baile (gran escena), de la locura amorosa a la pasividad otra vez (la fiesta en el jardín, otra gran escena), o cómo hace coexistir máscara social y corazón partido, en la extraordinaria escena del baile africano. Cuando la implacable Emma la echa de casa, rompe desconsoladoramente en llanto, como una nena. “Antígona es una niña”, había remarcado la profesora de Literatura al comienzo de la película, cargado de referencias literarias. “Presten atención al carácter de predestinación que tiene el flechazo de la protagonista en Vida de Marianne, de Marivaux”, indica otro profesor. Más tarde vendrán, de la mano de Emma (¿Emma, como Bovary?), Sartre, el existencialismo y la idea del compromiso. Esas referencias, que puntúan de modo demasiado evidente lo que va a venir, son lo más flojo de La vida de Adèle, que desde el propio título busca el parentesco con Marivaux. Pero la de Kechiche es una de esas obras que, de tan grandes, arrollan sus propias debilidades gracias al torrente narrativo, emocional y subtextual que desencadenan. Para poner sólo un par de ejemplos de la rica alusividad de esos subtextos, se aconseja prestar atención al tema de las diferencias de clase y formación (motivo clásico de toda tragedia amorosa) y la manera en que la pareja de Adèle y Emma va clonando, de modo inconsciente, los roles masculino y femenino, en su acepción más tradicional. Dos puntas a seguir, en medio de un archipiélago de sentidos en el que se recomienda, fervientemente, perderse.