La risa, ese gran elemento terapéutico Seth Rogen, Rose Byrne y Zac Efron se lucen en una de esas películas en las que no hace falta esforzarse para encontrarle diversión, con la base de un conflicto imposible de resolver entre un matrimonio y sus salvajes vecinos fiesteros de high school. Buenos vecinos es una película divertidísima. Una de las más divertidas en bastante tiempo. Eso tiene que ver con varias cosas. El enfrentamiento que plantea, entre un matrimonio con una nena de meses y los veinteañeros que acaban de mudarse a la casa de al lado, viviendo de fiesta en fiesta (a cuál más ruidosa), es básico, pero también fatal. No hay solución, y eso comunica a la película la desesperación que sienten los protagonistas. Uno es Seth Rogen, uno de los pocos actores (ni qué hablar en Hollywood) capaz de transmitir la sensación de que no está actuando, sino que es él el que vive lo que le pasa, que suele ser incómodo, y dice las cosas que dice, que suelen ser graciosísimas. Y la dirige Nicholas Stoller que, aunque esta vez no escribió el guión, es un tipo muy gracioso, tal como demostró en la anterior The Five Year Engagement (2012) y sobre todo en Cómo sobrevivir a mi novia, uno de las mejores exponentes de la Nueva Comedia Estadounidense (Forgetting Sarah Marshall, 2008, ambas editadas en DVD). ¿Que Buenos vecinos es una película conservadora? Ese es otro tema, que enseguida se verá. “Parece un tipo diseñado para gays”, dice Mac (Rogen), cuando junto con su esposa Kelly (Rose Byrne) espían desde la ventana a Teddy, uno de sus nuevos vecinos (Zac Efron). “Tu torso es como una flecha que parece señalar hacia tu pija”, completa más tarde. Rodeado de decenas de chicos y chicas que descargan un camión entero provisto de cantidades industriales de six packs de cerveza (idénticos al six pack que a Teddy se le dibuja en el torso torneado), el ex High School Musical es, notoriamente, el líder de esa fraternidad. Fraternidad que, como todas las de los high schools, lleva por nombre letras griegas. Alfa Delta Pi o algo así. Cuando pongan el cartel identificatorio en la casa que acaban de comprar, al lado de la de Mac y Kelly, debajo del nombre pondrán su distintivo: una planta de Cannabis sativa. Los pibes (y pibas, aunque la película hace más hincapié sobre ellos que sobre ellas) hacen todo un culto de la historia de wild parties de la fraternidad, que incluye el invento de vomitar-y-tomar, vomitar-y-tomar. Historia que en la fiesta de todas las fiestas ellos aspiran a honrar mediante tachos estratégicamente ubicados, en los que se queman kilos de yerba, para aromatizar el ambiente. La mecánica de Buenos vecinos es muy sencilla: los chicos hacen fiestas salvajes todas las noches hasta cualquier hora, y Mac y Kelly, que ya de por sí duermen poco por cuestiones de amamantamiento (una escena en la que Kelly le pide a Mac que la “ordeñe” es para ver), necesitan que los chicos la corten. Primero intentan la vía diplomática, que incluye participación en una de las fiestas. No hay caso: a la noche siguiente, vuelta al quilombo. Denuncia anónima a la policía, que se convierte en pública, por culpa del agente a cargo. Recrudecimiento a full de las hostilidades. Denuncia ante la decana del high school, a cargo de una no muy lucida Lisa Kudrow, que explica que mientras la cosa no derive a escándalo nacional no piensa mover un dedo. Intento de vender la casa, con agente inmobiliaria que explica, con la mayor impasibilidad, que los únicos que pueden comprar una casa que tiene por vecinos a miembros de una fraternidad son... los miembros de otra fraternidad. Buenos vecinos es parejamente desternillante. ¿Que es conservadora? Puede entenderse así, teniendo en cuenta que los héroes de la película son un matrimonio middle class: desde su punto de vista se organiza la narración. Hay más de un atenuante. El primero es que lo que defienden Mac y Kelly no es el american way of life, sino el derecho al sueño. El segundo es que, en tren de promover identificaciones fáciles, los chicos de Alfa Delta Pi no están cargados de elementos negativos. Son fiesteros y promiscuos, con algún atisbo de homoerotismo asomando por ahí. No son jodidos, ni perversos, ni idiotas, ni malos bichos. O sea que conservadurismo, hasta ahí nomás. Y diversión de punta a punta.
La decisión de contar de otra manera Con un notable trabajo de Pablo Cedrón en el papel protagónico, la película se esmera en evitar la empatía fácil con el espectador. E introduce un matiz no tan habitual en el cine argentino de estos tiempos, relatar a partir de las acciones. El pulovercito claro da la voz de alarma. Poco antes del final de Boca de pozo, el protagonista, trabajador petrolero que no da pie con bola y hasta entonces apareció vestido siempre con ropa oscura, se presenta en familia, sonriendo junto a su esposa e hijo, con un pulovercito claro. Alarma de símbolo: ¿significa el pulovercito que Lucho resolvió sus problemas, se le aclaró la vida de golpe? Por suerte, Boca de pozo, ópera prima de ficción del neuquino Simón Franco (1968), no es Las acacias o cualquier otra película por el estilo. No termina con la súbita buenificación del (anti)héroe, de modo de complacer a su majestad el espectador, siempre tan deseoso de identificaciones positivas. Lucho no se abuena ni deja de hacerlo: Boca de pozo es un simple corte en el tiempo, que termina donde termina. Después del final, la vida de Lucho sigue. El espectador nunca sabrá si bien, mal, mejor o peor. El pulovercito claro no era un símbolo: era un pulovercito, nomás. Como Algunos días sin música tiempo atrás, Boca de pozo es una “tapada”. Llega al estreno sin un notorio paso previo por festivales (Pantalla Pinamar en este caso, Mar del Plata en el otro, sin mayor repercusión de ninguna de ambas), sin ese runrún que suele acompañar las películas que hay que ver (incluso las que no hay que ver), sin recomendaciones y casi sin que se conozcan nombres y antecedentes del director. Matías Rojo, realizador de Algunos días sin música, era un debutante. Simón Franco no. Pero para recordar que tiene una película previa (el muy premiado documental Tiempos menos modernos, 2011) se requiere un pequeño esfuerzo. No se requieren más que dos o tres planos para advertir, de entrada, que el director de Boca de pozo sabe qué quiere contar. Dónde poner la cámara, cuánto hacer durar cada plano, qué clase de elipsis utilizar para que la narración fluya sin perder misterio. Boca de pozo responde al modelo de “película patagónica”, impuesto, más allá de las gigantescas diferencias, por films como Nacido y criado, Liverpool y La reconstrucción: historias de trabajadores manuales, enfrentados al viento y el frío en una soledad que presupone el corte de previas relaciones familiares. Como Diego Peretti en la última de ellas, Lucho (Pablo Cedrón) trabaja en la industria petrolera. Pero Peretti era ingeniero, y Lucho la yuga desde temprano allí donde indica el título: en las torres de Comodoro (el realizador vivió largos años allí), vigilando que el pistón entre y salga del pozo. Tiene un amigo. O tal vez sea sólo su compañero de tráiler. Es Gary (el chileno Nicolás Saavedra, a quien lo único que se le entiende es la palabra “culeao”). Gary es más joven que él, cenan juntos comida precongelada, ven la tele o juegan a la play. En el medio, Lucho trata de estudiar para un curso de capacitación. Mucho no puede. “No me entra nada –dice–. Leo y leo y no me queda.” A la play juegan por plata y Lucho siempre pierde, frente a un rival más joven y más rápido. El juego, la plata y perder parecen elementos capitales en la vida de Lucho. Tiene una deuda de juego que no puede levantar, para levantarla pasa números de quiniela o va al casino, pierde más y agranda la deuda. Igual, en la vía no está. En Comodoro tiene casa, mujer (Paula Kohan) e hijo. Es dueño, además, de un “BM”. Pero lo quiere hacer plata para saldar la deuda. Mientras tanto chupa, toma merca, fantasea con irse a Neuquén con una chica que no está muy claro si es una amante o una puta a la que visita regularmente. Sobre un guión del que participó Salvador Roselli (que intervino en El perro, Liverpool y... ¡Las acacias!), Simón Franco no cae, en relación con su protagonista, en el desprecio, el miserabilismo o la romantización de la derrota. Lo mira hacer. Sin juicios, sin pretender llevarlo a ningún lado. Boca de pozo no es lo que el cine es cada vez más seguido –una fábula moral–, sino lo que está en inmejorables condiciones de ser y es cada vez menos: un relato de acciones. Acciones físicas, concretas: los pistones que suben y bajan, los hombres que hablan poco y se guardan cosas, un paro gremial en la planta, una borrachera en un karaoke, la vista perdida de Lucho en medio de un polvo. “Me perdí”, dice Lucho durante el karaoke, tratando de seguir la “melodía” de La vuelta del Matador, de Cacho Castaña. Esto es cine. Eso quiere decir que las acciones físicas pueden ser, también, metafóricas. Los émbolos, que no dejan de repetir la misma mecánica al infinito, tal vez estén diciendo algo sobre la angustia de Lucho. La narración es seca y directa, y la actuación de Pablo Cedrón, áspera, lacónica, reconcentrada. Cargada de un cansancio que quizá sea algo más que físico.
Una película rellena de nada En la edición 2013 del Festival de Toronto, en septiembre pasado, el realizador canadiense Denis Villeneuve no presentó una, sino dos películas. Una de ellas se llamaba Prisoners y se estrenó aquí a fines del año pasado, con el título La sospecha. La otra es ésta, Enemy en el original. En ambas actúa Jake Gyllenhaal. Por duplicado, incluso. En la edición de Página/12 del 28 de noviembre de 2013, Luciano Monteagudo calificó al thriller existencial La sospecha de pretensioso, infatuado y sobrecargado de sentido. Basada en la novela El doble, de José Saramago, El hombre duplicado empieza con la siguiente frase: “El caos es orden aún por descifrar”. El espectador que ante semejante frase no sienta que está frente a una obra “importante” será porque estaba distraído. Parece claro que Villeneuve (cuya previa Incendios amuchaba sin problemas masacres palestinas con revelaciones familiares de culebrón venezolano) es un realizador coherente. El caos al que se enfrenta el profesor de historia Adam Bell (Gyllenhaal) consiste en conocer a un hombre que es su doble exacto. Y a eso se reduce El hombre duplicado, que parece apostar todas sus fichas al aire de importancia y a lo que podría llamarse “estado de inminencia metafísica”, que el tema del doble implica de por sí, con sus posibles derivaciones sobre la identidad, la singularidad, la labilidad del yo. Derivaciones que el guión del español Javier Gullón se ocupa esmeradamente de no desarrollar, aunque a Saramago le haya llevado una considerable cantidad de páginas hacerlo. En La sospecha, cada personaje estaba claramente definido, en su presencia, psicología y actitudes, no fuera cosa que al espectador se le ocurriera querer hacerlo él. Aquí sucede lo mismo, pero con un solo personaje: ya en la primera escena, mientras da clase a sus alumnos (sobre el tema del control que las dictaduras ejercen sobre el individuo, obviamente), a Adam Bell se lo ve abrumado, con el aspecto descuidado, barba crecida, maletín, andar pesado y expresión desconcertada que paseará en el resto de la película. El pretendido “quiebre” (que no es tal) tiene lugar cuando, mirando en su casa una película cualunque, al fondo del cuadro Adam descubre a un actor que es igual a él, pero sin barba. A partir de allí, lo previsible: la obsesión, la investigación por Internet, la constatación de que el actor y él son dos gotas de agua, la verificación de que no se trata de gemelos separados al nacer, el conocimiento mutuo, la angustia de ambos al enterarse de que no son el único “yo” que anda por ahí en el mundo... y nada más. De modo asombroso, El hombre duplicado no avanza más allá del planteo, la exposición, aquello que debería ser el punto de partida y no una playa de estacionamiento dramático. Para peor y como se anticipó, el único personaje (sobre)definido como tal es el de Adam, que encima tiene nombre de primer hombre sobre la Tierra. El resto (su chica, interpretada por Mélanie Laurent, la francesita de Bastardos sin gloria; la chica del otro y el otro mismo) carecen hasta del mero rol de funciones dramáticas. No son nada, son puro relleno. ¿Relleno de qué? De nada. Hasta que de pronto, en el último plano de la película, Villeneuve decide convertirse, sin previo aviso, en el doble de su compatriota David Cronenberg, en tiempos de La mosca.
En un barrio de mala muerte La ópera prima de Luis Ziembrowski refleja un país decadente, sin ley ni instituciones a la vista. En un rincón urbano indefinido, el protagonista –un resto en sí mismo– vive un encierro interno y externo, siempre a punto de implotar. Presentada en la última edición del Festival de Mar del Plata, la ópera prima como realizador del conocido actor Luis Ziembrowski es lo que muchas se proponen y no logran, otras lo son sin proponérselo y a algunas les importa un bledo serlo: una película bien argentina y bien popular. ¿Argentina y popular porque se reciclan estereotipos costumbristas, se calca la lengua callejera, se babea por la identificación del espectador, se exaltan las grandes épicas nac & pop? No, por todo lo contrario: porque refleja un país decadente, derruido, sin ley ni instituciones a la vista. Un país cerril, hecho de habladurías, maledicencia y mala leche. País de violencia larvada y permanente, que se va recargando en cada palabra y cada gesto. Una Argentina de ciertos barrios y cierta clase: la clase media venida a menos, que sobrevive mal y se siente condenada a vivir peor. Antropología jodida de barrio practicada por un conocedor (Ziembrowski nació y vivió buena parte de su vida en Villa Crespo), Lumpen puede verse como trasposición porteña del conurbano sureño de Campusano. Ambos espacios coexisten, dialogan, habitan el mismo presente, y en ninguno las cosas están bien. Allá se trenzan a cuchillo, como los indios del siglo XIX o los compadritos palermitanos del XX. Acá alguno anda calzado, pero el arma que más lastima es el rumor, el “buleo”, la mirada torva, la sonrisita socarrona. En ese caldo se macera la cotidianidad de Bruno (Sergio Boris), a quien ya en el primer plano de la película se lo ve abrumado, rumiado por gusanos silenciosos e internos. En el asiento de adelante, el remisero (Gabo Correa, gran secundario) cuenta con lujo de detalles cómo una pasajera le chupó la pija. El problema es que en el asiento del acompañante viaja Damián (Alan Daicz, el chico de Bomba), que es el hijo de Bruno y es menor. Por lo cual Bruno sale momentáneamente de la arltiana nube que lo cubre, para pedir un poco de discreción. Bruno vive, junto a Damián y Ruth, su actual pareja (Analía Couceyro), en un rincón urbano que Ziembrowski hace muy bien en no “airear”. Se trata de lo contrario. De generar una sensación de encierro húmedo y sofocante, que en el caso del implosivo Bruno es tanto exterior como interno. Bruno es un resto de sí mismo. Alguna vez fue o quiso ser cineasta, y aún conserva, en algún rincón de su feúcha casita de barrio, la súper-8 con la que hoy en día filma las “sociales” de la zona. El cumpleaños del hijo del vecino, cosas así. Que Damián va a la escuela se sabe sólo por el delantal. Allí empieza y termina toda referencia a la institución educativa: en casa se lo ve más pendiente del cuerpo de Ruth que de libros o cuadernos. Cuando se juntan a ver tele, lo que ven es un canal o programa pirata, en el que una vecina pasa viejas películas soviéticas, inflando su discurso de utopías socialistas. Abotagado, Bruno no recuerda bien qué pasaba en Octubre, de Eisenstein. El barrio se reduce a un almacén de mala muerte, atendido por un paraguayo que habla en guaraní, una fábrica abandonada en la que vive un okupa al que llaman Cartucho (que no se sabe muy bien si está un poco loco), la mujer de las transmisiones soviéticas (que sí está un poco loca) y los empleados de la remisería San Tropes (entre ellos, ese otro notable secundario que es Daniel Valenzuela), que responden a la peor imagen que puede tenerse de un tachero. Verduguean a Cartucho por ser homeless, cargan a Bruno por la lata rodante que acaba de comprarse y piropean de arriba abajo a Ruth, como si no tuviera hombre al lado. Ese rincón del mundo es una caldera que se pudre de tanta herrumbre y por algún lado se va a rajar. Se va rajando, en verdad, gracias al runrún permanente. Lleno –como si fuera una de Berlanga, en versión feísta– de voces que no paran de musitar, cruzarse y superponerse, creando un logradísimo malestar sonoro. El realismo sucio de Ziembrowski tiene la gran lucidez de no querer ser imitativo. Por el contrario –teniendo tal vez como modelo a más de un Fassbinder–, esas fachadas derruidas, esos afiches de Fantástico Musical, esas veredas poceadas han sido enteramente reconstruidas artificialmente (aplauso para el director de arte Federico Mayol), cuestión de ser más reales que la realidad. Lumpen no carece de alguna situación resuelta de manera confusa u oscura (incluyendo un dato revulsivo y central), alguna otra insuficientemente desarrollada (la extraña sordera de Bruno, la “acusación” de trosko que se oye por ahí, en una única línea de diálogo) y una Ruth que parece limitarse a la calentura y la lentitud mental. Pero por su voluntad de tirar en la cara la papa caliente de un país poco bonito y el acierto de puesta en escena con que lo hace, el conjunto es del más alto valor ético y estético.
Complicada madeja de hilos argumentales A pesar del buen oficio del realizador a la hora de narrar, su película propone una superabundancia de historias que terminan complicando el relato y confundiendo al espectador, que no termina de tener claro a quién de los personajes seguir. Si Tutti i santi giorni fuera una sola película sería mejor de lo que es. El opus 10 del toscano Paolo Virzì (de quien el año pasado se conoció La prima cosa bella) hace foco en una pareja de la que no está muy claro si su principal problema es estar desde hace demasiado tiempo juntos y no casarse (no por nada viven enfrente de la sede vaticana), querer tener un hijo (ella, más que él) y no poder, tener talentos desperdiciados, ser una especie de freak encantador e inofensivo (él; ella no), haber sido otros en su pasado (ella; el pasado de él no parece haber sido distinto de su presente) o gozar de unos padres abominables (ella; los de él son un amor). Uno solo de estos temas daba para una película, y es posible que hubiera sido buena, porque Virzì demuestra saber narrar con fluidez, naturalidad, liviandad, sentido del humor, alguna audacia visual y verdadero cariño por sus personajes. Tal vez los guionistas hayan sido demasiados (Virzì + 3) y eso haya dado por consecuencias muchos ejes y poco foco. Conserje de un hotel NH, en la primera escena Guido (Luca Marinelli) les habla a media docena de rubias azafatas en una suerte de alemán old fashioned, que las hace morirse de risa. Amable, conciliador, caballeresco, con algo de científico distraído, Guido es todo un personaje. Tiene tanta cultura clásica encima que es capaz de recitar, todas las mañanas en el desayuno, vida y milagros del santo correspondiente a ese día. ¿Por qué, entonces, a sus treinta y pico, trabaja de conserje en un hotel? Perché gli piace: dice estar muy cómodo allí, tener tiempo para leer hasta por los codos (leer es la actividad más importante de su vida) y disfrutar de un ambiente que tiene por música funcional a Beethoven y otros clásicos (que de tan repetidos y conocidos llegan a hartar al espectador). Difícil de creer, tanta conformidad de Guido, cuando admite haber rechazado ofertas para dar clases en universidades extranjeras y envidia a su hermano, asesor financiero de Obama (¡!). Conflicto latente que el film no resuelve. Algo equivalente sucede con Antonia (la cantante conocida como Thony). Cantautora con pasado en grupo de rock, Antonia es una especie de Cat Power latina: le bastan una guitarrita y una vocecita para cantar unos temas fenómenos. En lugar de eso trabaja como recepcionista en una agencia de autos de alquiler. Cuando después de insistirle mucho decide tomar la guitarra, lo hace en lugares inadecuados. Durante una fiesta con unos vecinos que son la galería completa de la grasada italiana (machistas abominables, señoras con más cirugías que una argentina, rubias que parecen salidas de Infama) o en un boliche donde mesas de varones borrachos se ríen a gritos. Pero si algún conflicto manifiesta Antonia no es ése sino el hijo que no tiene. Conflicto que da lugar a todo un eje narrativo que incluye consultas con ginecólogos, terapias alternativas y fertilización asistida. Dos cuestiones tan de fondo son demasiadas, y el espectador no termina de saber muy bien cuál hay que seguir. Para peor, la cosa empieza como comedia y de pronto deriva a un melodrama que aumenta el desconcierto. Virzì se maneja mejor con la digresión ocasional que con esa clase de dispersiones centrales. Los espectadores que piden “una de Vasco Rossi”, por ejemplo, un pasajero japonés al que le da lo mismo que el hotel provea de chicas o el conserje lo masturbe, una masturbación de Guido (por análisis espermático) en la que no puede evitar recordar al japonés haciendo el gesto característico, el horrible padre de Antonia (miembro de la Camorra, para más datos), el rocker ultranarciso con el que ella formó, años atrás, el grupo Rebeldía Global, la buenísima escena de los varones que, para poder fecundar a tiempo el estimulado útero de sus esposas, deben correr una carrera desesperada en medio de un sanatorio, la imaginaria incursión de Guido al útero de Antonia. Como consecuencia de esos méritos y deméritos, Tutti i santi giorni es una película sumamente agradable, ocasionalmente muy divertida, en la que no se sabe muy bien qué hilo seguir.
La desintegración en proceso Leonardo Sbaraglia y Celeste Cid se lucen en el largometraje de Berneri que va haciendo del conflicto de la pareja protagónica parte de un continuo indiscernible. No importa cómo se resuelve, sino que surge, se desarrolla y crece, hasta la propia violencia física. Para “entrar” en Aire libre se requiere un esfuerzo de disociación, para identificarse con gente cuyo mayor problema parece ser mudarse de una casa preciosa a otra que, una vez que la diseñen a su pleno gusto, hasta en sus más mínimos detalles, promete ser más preciosa todavía. Es que Lucía es arquitecta y Manuel, ingeniero civil. Por lo cual, saben perfectamente lo que quieren y hasta dónde les da el bolsillo. Y el bolsillo les da, por lo cual aquel espectador a quien le cueste llegar a fin de mes, o viva privándose de minucias que necesita o desea, no se le hará fácil meterse en la piel de este matrimonio de clase media-alta, que los fines de semana se reúne a tomar whisky con amigos, en una casa a orillas del Delta. Es a partir del momento en que la relación de pareja empieza a crujir que sus asuntos pasan a ser más compartibles, por universales. Allí queda claro que su mayor problema no era mudarse de una casa preciosa a otra más preciosa aún. En su ópera prima, Un año sin amor (2005), Anahí Berneri (Martínez, 1975) ingresaba en un mundo, el del sexo gay-heavy de la cultura leather, que le era ajeno. Podría pensarse que –a diferencia de Por tu culpa, 2010, proyección de experiencias y fantasías muy personales– en Aire libre hace algo semejante, asomándose esta vez a un planeta de gente que dejó muy atrás las urgencias económicas. Como en ambos casos se trata de viajes de ingreso, los dos films recorren, en el terreno de la puesta en escena, un camino que va de cierto distanciamiento a una forma de empatía, ya sea con el escritor portador de HIV de la primera o, en este caso, con la pareja que conforman Lucía (Celeste Cid) y Manuel (Leonardo Sbaraglia). Hay un desencuentro en la cama, una discusión por un modelo de canilla para la cocina, una desafortunada visita a un famoso hotel alojamiento junto a la Panamericana, donde Manuel prácticamente viola a Lucía y se va. Es difícil precisar en cuál de esos momentos la relación entre ambos empieza a desintegrarse, por la sencilla razón de que esa desintegración es un proceso, que algún espectador advertirá en algún momento y otro algo más tarde. Esto tiene una razón: es notable, y sumamente infrecuente, el modo en que Berneri –que escribió el guión junto a Javier van de Couter, con asesoría de Sergio Wolf– va haciendo del conflicto de la pareja protagónica parte de un continuo indiscernible, una corriente subterránea de la que, de modo casi inadvertido, van surgiendo signos, indicios, tenues alarmas. Lucía y Manuel no se separan, entendiendo esto como un corte marcado, un momento preciso, una decisión de uno o de ambos, una serie de discusiones sobre el tema. Se van separando, como llevados por los hechos y sin que ellos mismos lo decidan o perciban. Como la casa nueva la están haciendo y eso lleva tiempo, como de la anterior se mudaron, Lucía y Manuel “se ven obligados” a vivir en las casas de sus respectivas madres. A la de Lucía la encarna, en el que si la memoria no falla es su debut cinematográfico, Fabi Cantilo. Que hace no sólo de mamá de Celeste Cid sino de abuela, porque Lucía y Manuel tienen un hijo de unos siete u ocho años, Santi (impecable debut de Maximiliano Silva). A la de Manuel la encarna Marilú Marini, que hace de abuela bián. Lucía se instala en lo de mamá, Manuel va y viene en moto, a una velocidad que acrecienta la sensación de huida. Del mismo modo elíptico en que va profundizando, con gran cuidado y dosificación, la grieta que se abre entre ambos, Berneri insinúa sendas posibles aventuras extraconyugales. De Lucía, con un músico, compañero de banda de su hermano menor. De Manuel, con la mujer de un albañil accidentado (Lorena Vega). La película termina in media res, a lo Cassavetes, dejando toda posible resolución del conflicto en estado de suspensión. No importa cómo se resuelva. Lo que importa es que surge, se desarrolla y crece, hasta la propia violencia física. El de Berneri es, desde Un año sin amor en adelante, un crecimiento sostenido en cuanto al manejo de la forma cinematográfica. Aire libre es, en ese terreno, su película más consumada. No sólo por su pulimento, del que es tan responsable el notable director de fotografía Hugo Colace (que entre muchísimas otras iluminó El lado oscuro del amor, La ciénaga e Historias mínimas), que llena el cuadro de brumas y semioscuridad (y, en una escena en una disco, de puro neón), como la montajista Eliane Katz y el sonidista Catriel Vildosola, que dan cuerpo a cada corte preciso y cada pequeño sonido. Si Aire libre es una película formalmente consumada, se debe a su justísima puesta de cámara (que tiende a privilegiar la distancia media que el plano americano facilita), la exacta duración de cada plano, la precisión de cada encuadre, el dominio de las elipsis narrativas y, sobre todo, un ritmo pausado pero indeclinable, con un “aire” narrativo que hace honor al título. Desde ya que Leonardo Sbaraglia y Celeste Cid están inmejorables. En el caso de él, no es novedad. En el de ella, tal vez algún prejuicioso se sorprenda. Será alguien que no haya seguido su carrera, desde Resistiré en adelante.
El inesperado tropiezo de una saga diferente Tropiezan los X-Men. Un poco de historia: tras las dos primeras entregas, dirigidas y supervisadas muy de cerca por el nada tonto Bryan Singer (realizador de la recordada Los sospechosos de siempre), la tercera X-Men cayó en manos del amanuense Brett Ratner, que se las ingenió para convertir esta saga distinta en una de superhéroes del montón. En vista de ello y en su carácter de productor y autor de la idea original, Singer tuvo el buen tino de convocar al británico Matthew Vaughn para la siguiente. Guionista y director de Kick-Ass, Vaughn imprimió a la cuarta X-Men (2011) una desfachatez pop que la roció de aire fresco. Lástima que no lo dejaron seguir: ahora Bryan Singer se limitó a contratarlo para colaborar en la escritura de la historia de base de la quinta entrega (ni siquiera el guión), retomando él el comando del asunto. Contra todos los pronósticos, X-Men: Días de futuro pasado está más cerca de la de Brett Ratner que la de Matthew Vaughn. La rueda vuelve a girar alrededor de ambos líderes: el estratégico Xavier (Patrick Stewart) y Magneto (Ian McKellen), partidario de la “línea dura” en la lucha de los mutantes por ganarse un lugar en el mundo. Vuelve a haber, como en la anterior, un viaje en el tiempo. En X-Men: Primera generación, la que viajaba era la narración, que recorría la historia de ambos, desde la infancia hasta el momento mismo en que peleaban para siempre. ¿Para siempre? Ante la amenaza misma de extinción y cercados en un futuro próximo por unos robots asesinos llamados Centinelas, en Días de futuro pasado los veteranos shakespereanos se alían para enviar a Wolverine (Hugh Jackman) al pasado, gracias a los poderes de una joven discípula (Ellen Page), que mediante la aplicación de manos puede hacer viajar a donde (o cuando) sea el espíritu de quien se le ponga delante. El año elegido para depositar el espíritu de Wolverine es 1973, cuando la guerra de Vietnam está a punto de desbarrancar definitivamente para el imperio. El lobizón deberá impedir que Mystique (Jennifer Stewart) ejecute al creador de los Centinelas. Que es el primer enano fascista literal de la Historia. Como que lo encarna el pequeño Peter Dinklage, conocido sobre todo por su papel de Tyrion Lannister en Game of Thrones. Buenísimo el nombre del tipo acá: Dr. Bolívar Trask (¡!). Wolverine tiene que contactar a los jóvenes Xavier (James McAvoy) y Magneto (Michael Fassbender) y convencerlos de que deben unirse. Lo cual, se supone, no ha de ser fácil. Dejando de lado lo que hace interesantes a los X-Men (su condición de “distintos”, de segregados, de discriminados), Días de futuro pasado recurre a las mismas armas que cualquier tanque hollywoodense: espectacularidad (Magneto suspendido en el aire, con ese casco de cuero medio retro, conduciendo un ejército de Centinelas voladores), efectos especiales a la manera de fuegos artificiales, retorcimientos de la trama, despliegue de subtramas que da una falsa sensación de complejidad a lo que es una mera máquina encendida. Eso, para no hablar de la aparición del peor Nixon de la historia del cine: un tipo que se le quiere parecer y no puede.
Lugares comunes del macho “americano” Quizá lo mejor de la nueva película del director de Crazy Heart sea el hallazgo de algunas actuaciones, que le ponen distinción a una historia de líneas repetidamente sanguinarias. Pero Forest Whitaker y Woody Harrelson cometen sendos pasos en falso. Película “de hombres”, en la que se pelea por plata, se caza, se mira torcido y, sobre todo, se lastima, se muere y se mata, con La ley del más fuerte pasa lo mismo que con Crazy Heart, la anterior del mismo realizador, Scott Cooper. Ambas son sólidas y eficientes, y si no fuera por algunas metáforas demasiado obvias y una seriedad excesiva podría decirse que están “bien narradas”. Sin embargo, lo único que hacen ambas películas es volver a contar las mismas historias mil veces contadas, retomar los mismos lugares comunes, reciclar la misma mitología. En el caso de Crazy Heart (la del cantante country alcohólico que le dio finalmente el Oscar al gran Jeff Bridges) era el mito del talentoso en lucha con sus demonios, al que el destino (¿o será Dios?) le concede una oportunidad de redención. Tampoco faltan los sobretonos religiosos en La ley del más fuerte, en la que el mito a reciclar no es uno, sino muchos, algunos de ellos esenciales a ese virus llamado “cultura oficial estadounidense”. Los hermanos opuestos en carácter, el veterano de guerra al que su país da la espalda, el hombre de paz obligado a la violencia, la violencia como fatalidad, la venganza como forma de justicia, la justicia por mano propia. “La acería está por cerrar, con el acero chino no se puede competir”, le avisa alguien a Russell Blaze (Christian Bale). Russ y su hermano Rodney (Casey Affleck) viven en la zona conocida como Rust Belt (“cinturón oxidado”), por la decadencia postindustrial que arrastra desde los ’80. El Rust Belt se extiende desde el estado de Nueva York hasta el norte de Illinois, y ver a Russ echando acero al horno (Out of the Furnace es el título original, algo así como “salido del horno”) es como ver a un Hombre de Cromagnon, pintando figuras de animales sobre las paredes de la cueva. Todo esto, claro, no es más que el telón de fondo para el drama que va a venir, y que es bastante más visto. Como Cristo –paralelismo explicitado por una escena en la que asiste a un sermón en la iglesia–, Russ cargará con una culpa ajena, yendo a prisión por homicidio involuntario, tras un accidente cuya responsabilidad fue enteramente del otro chofer. Rodney no es Caín, sino apenas un muchacho que se niega a trabajar en la misma acería que llevó a su padre a la cama de hospital donde agoniza, cuidado por el tío Red (Sam Shepard). Ante la falta de trabajo, sólo quedan las apuestas ilegales, la deuda con Petty, prestamista local (Willem Dafoe), el enrolamiento en el ejército. Cuatro veces va Rodney a Irak (¡!). Cada vez que vuelve está igual, pero peor. Para condonar la deuda con Petty, Rod deberá pelear para él, en las peleas por apuestas que se hacen en la calle. Allí, lo que se le pide no es ganar, cosa que perfectamente podría hacer, sino perder. Pero el demonio de esta fábula no es Petty sino Harlan DeGroat (Woody Harrelson), verdadera bestia salvaje, rey sin corona de una zona de los Apalaches en la que lo más parecido a la civilización son él y sus sicarios. Habrá una muerte, y de allí en más La ley del más fuerte deviene la historia de venganza en la que la única legalidad que vale es la del título en castellano. La historia de siempre: te guste o no, a la larga deberás tomar las armas, si quieres ser un hombre, hijo mío. Con un elenco de oro en el que la única mujer es Zoe Saldanha –que como corresponde traiciona al héroe, aunque en el fondo sea buena; la traición es más fuerte que ella–, hay una forma de reconocer a los que actúan bien de los que no en La ley del más fuerte. Los primeros (Bale, Affleck, Dafoe, Shepard, uno de esos secundarios soñados llamado Tom Bower) hablan y se comportan con naturalidad. Los segundos (Forest Whitaker, que hace de policía inútil, pero sobre todo Harrelson, en un ostentoso paso en falso) enronquecen la voz y posan de duros, de malos malísimos, de villanos más grandes que la vida.
Lánguidas criaturas de la noche Presentada el año pasado en la sección Vanguardia y Género del Bafici, la ópera prima en solitario de Martín Desalvo (codirigió, junto con Vera Fogwill, Las mantenidas sin sueños) trabaja sobre uno de los mitos fundacionales del terror literario y cinematográfico. Sin embargo, no se la puede categorizar como film de terror, en tanto su propósito no es asustar, ni siquiera conmocionar al espectador. En ella la temática del vampirismo se presenta siempre aludida, difuminada, fusionada incluso con elementos disímiles, como es la atracción entre dos chicas, y tratada mediante una estética muy asimilable con la de cierto cine independiente. Heterodoxia digna de ser saludada, aunque los resultados no sean del todo logrados. Nomás aparecer Anabel –el cabello negrísimo, la piel pálida, un aire general de tristeza– se comprende a qué refiere la oscuridad del título. A Anabel (nombre que resuena a la fúnebre Annabel Lee, de Poe) la trae en brazos un desconocido, que la deposita a las puertas de una cabaña. Ubicada en medio de un bosque y cerca del mar, en un paraje que se adivina sureño, allí vive, junto a su padre médico, Virginia, prima de Anabel. El padre de Virginia acudió al llamado del padre de Anabel, cuya otra hija ha enfermado gravemente. Virginia (Mora Recalde) da refugio a la prima (Romina Paula), la atiende y acompaña. No se ven desde hace tiempo, son casi dos desconocidas, y pronto se instala entre ambas una tensión no por asordinada menos perceptible, que no es difícil vincular con lo sexual. Mientras tanto, cosas raras empiezan a suceder: Anabel desaparece de su cuarto por las noches, la ventana abierta de par en par, y en las inmediaciones mueren primero desangrados algunos animales, más tarde algunas vecinas. La referencia a Poe no es casual: hay un aire melancólico en El día trajo la oscuridad, que cuenta con guión de Josefina Trotta. Anabel tiene la tristeza de quien se sabe maldita o condenada. Como en Poe, como en todos los románticos, el ambiente la acompaña: cielos encapotados, oleajes nocturnos, el desolado bosque, lúgubres despeñaderos que caen al mar. Densamente filtrada, de modo de oscurecer ese ambiente todo lo posible, la fotografía de Nicolás Trovato hace lo suyo. Se esparcen, de modo clásico, signos de lo sobrenatural: las huidas nocturnas de la forastera, un pajarito desangrado en el bosque, el relicario “sagrado” que la dueña de la despensa (Marta Lubos) le entrega a Virginia como defensa, las noticias de chicas que aparecen “secas” de sangre en el pueblo. En paralelo, la lenta ceremonia de acercamiento entre las primas: las miradas, un vino nocturno, un tema en el tocadiscos, un baile, los rostros que se rozan. El problema es que todo eso (donde se percibe también, como influencia mayor, el clima desolado del film sueco Criatura de la noche) no termina de cuajar. Quizá por exceso de elipsis, El día trajo la oscuridad cae en una languidez en la que se extrañan la presencia de la sangre, el salvajismo, la brutalidad. Componentes todos de la naturaleza dual de la mujer-vampiro. No se hace pie en el acontecimiento sangriento (la persecución, el ataque, el mordisco), pero tampoco se hace denso un clima que apunta a serlo. Bien filmada, editada y planificada, la ópera prima de Martín Desalvo no está, finalmente, bien actuada. Los actores parecen librados a su suerte, sobreactuando alguno, subactuando otra.
Un florista convertido en Casanova ¿Qué tendrá el protagonista de Barton Fink para dejar felices y contentas a Sharon Stone, Sofia Vergara y Vanessa Paradis? En tanto actor y director, Turturro se da todos los lujos, entre ellos tener al viejo Woody como su cafishio. Woody Allen actúa muy raramente en películas dirigidas por terceros. No siempre elige bien. John Turturro –a quien el público identifica sobre todo por sus actuaciones en Haz lo correcto, Barton Fink y Quiz Show– cada tanto dirige alguna película. Esta es la quinta vez que lo hace. Woody hace de Woody en Casi un gigoló. Turturro, que además de dirigir, escribe y actúa, no hace de Turturro, porque a diferencia de Woody no hay un “personaje Turturro”. Como tampoco hay una línea, inquietud o estilo reconocible en las películas que dirigió (de las cuales en Argentina se estrenó sólo la primera, Mac y sus hermanos, de 1992). Que Woody haga de Woody en Casi un gigoló será una buena noticia para quienes aman el personaje Woody, aunque sea exactamente el mismo desde hace casi medio siglo. Para quienes hace rato se hayan cansado de tomar siempre la misma sopa, no. El librero Allen y el florista Turturro discutiendo el generoso ofrecimiento de Sharon Stone. Que Turturro no tenga un personaje propio es una buena noticia en términos actorales: el que hace en esta ocasión, que no tiene nada que ver con los anteriores, emana el misterio y el magnetismo de una esfinge. En su faceta de creador cinematográfico la noticia no es tan buena: si algo salva a Casi un gigoló del naufragio total es su personaje y actuación, eventualmente su química con Woody (para quien esté dispuesto a digerir la fórmula Woody, claro). El resto hace agua. Fioravante se llama el personaje de Turturro. Apellido de discutible gracia, teniendo en cuenta que el hombre es florista, y flor en italiano se dice fiore. Woody es Murray Schwartz, y es librero. Bah, está dejando de serlo, en el momento en que la película empieza. “Pensar que mi abuelo abrió esta librería, mi padre la agrandó y ahora a mí me toca cerrarla”, se lamenta en off, mientras su amigo Fioravante lo ayuda a hacer las cajas. Sin anestesia, de la nada y en medio de una banda musical que no para nunca, Murray comenta lo siguiente a Fior (así lo llaman los amigos): tuvo consulta con su dermatóloga, ésta le dijo que andaba con ganas de hacer un ménage à trois (por lo visto, sobra la confianza médico-paciente) y a Woody se le ocurrió que Fior podría ser el tercero en discordia. Todo a cambio de una suma (la dermatóloga tiene mucha, pero mucha plata) que se repartirían entre los dos. Por el lado de Murray, la propuesta puede entenderse, aunque no deje de sonar un poco prematura: el hombre se está quedando sin su trabajo de toda la vida, vio la posibilidad de un ingreso por ese lado y se tira a la pileta. Pero Fior, ¿por qué acepta? Vaya a saber. En Casi un gigoló todo es un poco así. También es un poco así que la dermatóloga resulte ser nada menos que Sharon Stone, que a los cincuenta y largos sigue estando... ¿Cómo decirlo? ¿“Buenísima” sería entendido como halago, piropo o abuso? O sea: uno es un simple florista del montón, y Sharon Stone, que vive en un piso que para qué, le ofrece mil dólares para que la haga gozar. ¡Encima uno (Turturro) la atiende tan bien que ella le da 500 más de propina, y lo recomienda a su amiga! ¡Que es la colombiana Sofia Vergara, que por más que sea una caricatura se supone que está fuertísima, y es tan ardiente como toda latina, y como también queda chocha con el servicio arma el mentado ménage à trois, con Sharon Stone y, claro, el semental Turturro! ¿Está un poco agrandado el tano de la narizota? Nooo, qué va, si al mismo tiempo se está levantando a una viuda jasídica y con seis hijos, que cuando saluda no da la mano, para no tener contacto físico con un hombre. Y sin embargo, cuando Fior la toca se pone a llorar de emoción. Y además es Vanessa Paradis, que por más que al cronista le parezca puro hueso está considerada poco menos que una diosa. ¿Pero entonces, si es tan imposible, qué tiene de misterioso y magnético el personaje de Turturro? No exactamente el personaje, sino la composición que el actor hace de él: Fioravante es un tipo callado y retraído, que contempla todo con serenidad casi zen y trata a las flores con la mayor sensibilidad y delicadeza. Con lo cual queda un poco más justificado su arrasador éxito con las mujeres, a las que trata de modo semejante. OK, aceptado. Pero igual, ¿no serán mucho Stone, Vergara y Paradis, todas en una hora y media? Por su lado, Woody parecería estar casado con una gruesa señora afroamericana, que cocina soul food y tiene unos cuatro hijos. ¿O no está casado, y sólo los visita? No está claro. Un policía jasídico (¡!) al que interpreta Liev Schreiber, perdidamente enamorado de la viudita, lo secuestra y lleva a juicio rabínico. Si algo no puede decirse de Casi un gigoló es que esté estructurada de modo precisamente convincente.