La escatología como primer recurso Una comedia escrita por los guionistas de ambas ¿Qué pasó ayer? y dirigida por el director de Los rompebodas sonaba bien. Pero claro, además de ¿Qué pasó ayer?, Jon Lucas y Scott Moore escribieron Navidad sin los suegros y Los fantasmas de mi ex. Y David Dobkin dirigió Shanghai Kid, Enemigo en casa y Fred Claus. La lección que deja Si fueras yo es que a la hora de los pálpitos previos conviene tomar en cuenta todos los datos, no uno solo. Cruce de Hay una chica en mi cuerpo con la reciente Loco y estúpido amor, tan lejos de la celebración del caos de ¿Qué pasó ayer? como del espíritu subversivo de Los rompebodas, esta comedia de intercambio de identidades vuelve complementarios dos facilismos opuestos: la moraleja del viejo choto y la fijación escatológica del infante de meses. Para hacer funcionar esta clase de premisa se requiere un par de estereotipos, que puedan formar un sistema binario. Suelen ser siempre los mismos. Un yo y un ello, para decirlo en términos freudianos. Por un lado, el padre de familia tradicional, que quisiera tirar sus responsabilidades al demonio. Por otro, el tiro al aire, el tipo que hace lo que se le canta, el Isidorito de turno. En este caso, un abogado (Jason Bateman) con esposa (Leslie Mann) e hijos (incluidos dos bebés mellizos), que vive tironeado entre cumplirle a la patrona y salir de parranda, y un actor (Ryan Reynolds) que en verdad no puede ir más allá de los comerciales y el llamado cine lorno (porno light). Son amigos, claro, y la noche que a ambos les da por hacer pis en una fuente parece que la fuente tenía algún poder mágico, porque es sacar el pito y salir con las personalidades trocadas. En las buenas comedias, el juego de equivocaciones da lugar al redescubrimiento. En las no tan buenas, redescubrirse es el paso previo a corregirse. Es el caso de ésta, donde ambos héroes se encaminan a ser versiones mejoradas de sí mismos. La peculiaridad de Si fueras yo es el modo en que llega hasta allí: con una verdadera fijación por el pis, la caca y el pito. No se trata aquí de una escatología subversiva, como las películas de los hermanos Farrelly, sino del simple recurso de arrancar risas (se supone) con el bebé que caga al papá, las referencias a cierto testículo malformado, un tatuaje vaginal, una electrocución de la misma zona, el ruido del sorete cuando golpea contra el agua del inodoro y así. Algún buen gag hay. El del bebé que tiene la costumbre de cabecear los barrotes de la cuna, como si fuera Zidane en la final del Mundial. El otro con bebés en una cocina, arrojando cuchillos y lamiendo enchufes, que parece una variante de cierta memorable escena de Gremlins. El de la ninfómana embarazada que se le tira encima a uno, con los piecitos del bebé sobresaliéndole de la panza. Sí, por lo visto todo lo que funciona en Si fueras yo tiene que ver con bebés. Salvo cuando cagan.
Un militar dividido en su conciencia El film expone las contradicciones de Fontana, sobre todo en su relación con los indios. De conquistador a humanista. El género histórico es uno lleno de ripios. Está el ripio del academicismo, la fiel y respetuosa reconstrucción de los hechos, como si tal cosa fuera posible. El de la película puesta monolíticamente al servicio de una tesis histórica, sea oficial o alternativa. O lo contrario: la película que se “pierde” en la inmensidad histórica, sin saber muy bien qué pensar de la Historia. Está también el ripio del reconstruccionismo, donde el trabajo de documentación y el de arte parecerían importar más que el sentido de la historia (y el de la Historia). El peligro mismo de las mayúsculas: la pompa, el almidón, la solemnidad y grandilocuencia. Biografía parcial y no lineal de un personaje histórico poco conocido, tan representativo de su época como incómodo en ella, Fontana, la frontera interior aborda el género con la cuidadosa, tal vez fatal decisión con que el personaje incursiona en el monte, el desierto y la planicie. En la Historia, finalmente. Como él, obtiene en el empeño victorias y derrotas. La aparición de Lucio V. Mansilla, en una escena de la película, no parece casual. Como el autor de Una excursión a los indios ranqueles, como un héroe de Joseph Conrad también, el mayor (teniente coronel, a la larga) Luis Jorge Fontana es un tipo dividido. Dividido entre su condición de militar y la de naturalista, de hombre de acción y sujeto instruido, de miembro de una corporación y hombre de familia. De conquistador y humanista. Típico exponente de la generación del ’80 (la película transcurre entre 1880 y comienzos del siglo XX), Fontana intenta conciliar su carácter de positivista liberal con la misión, encargada por el gobierno y sus superiores, de abrir caminos, conquistar territorios, fundar ciudades y consolidar fronteras. De fundar, si se quiere, un proyecto de país. Con guión propio, Juan Bautista Stagnaro aborda a su héroe en cuatro momentos, que en su diversidad geográfica parecen querer abarcar la Nación misma, en su inmensidad: el monte chaqueño y la ciudad de Formosa (que Fontana fundó, a instancias de Mansilla), el intento de abrir una carretera que atravesara el Impenetrable, su paso como gobernador de Chubut y el destino final en medio de la desolación sanjuanina, donde escribe sus memorias. Stagnaro se propone bajar al personaje del monumento, mostrar sus contradicciones, hacer de él un hombre. Sobre todo, en relación con los indios, a quienes Fontana alternativamente padece (de entrada, en una escena que parece una cita a Apocalypse Now!, flechan la barcaza que atraviesa el Pilcomayo; más tarde lo hieren gravemente en el hombro), combate (“finalmente se portó como un militar”, lo elogia un superior, después de haber arrasado un rancherío) y socorre. Eso es lo que hace –ante la desconfianza de sus subordinados– con una wichí a la que encuentra estaqueada. Por otra parte, los fragmentos de sus diarios y memorias, que se dejan oír en el off, dejan claro que el hombre no era un milico cualquiera: vive haciéndose preguntas y sabe cómo hacerlas por escrito. No por nada Mansilla, arquetipo consumado del militar ilustrado, en cuanto lee un par de cartas le elogia la prosa. Encarnado por Guillermo Pfening (Nacido y criado, El último verano de La Boyita) con su habitual nobleza vulnerable (de más grande lo hace Jorge D’Elía), esta humanización del personaje da por resultado que, por momentos, pareciera que en lugar de participar de la Conquista del De-sierto el hombre fuera una especie de Humboldt extraviado. Pero el principal problema de la película es que, por más que el subtítulo (La frontera interior) sugiera lo contrario, la voluntad de humanización se detiene justo antes de dejarse llevar por la subjetividad del héroe. Más que por vía visual o de la propia experiencia, el carácter dividido de Fontana se transmite por medios verbales (se lo dice a una maestra muy fordiana, en el episodio galés de Chubut) o literarios, mediante sus propios escritos. En lugar de encarnar su voz, la película –magníficamente fotografiada por Diego Poleri y montada por Luis César D’Angiolillo– prefiere observar la episódica peripecia del héroe desde la cuidada, mesurada, académica distancia de la tercera persona.
Retrato al modo fragmentario de Francis Bacon Advirtiendo que la autora de “Volver a los 17” no hubiera soportado la celebratoria linealidad de una biopic convencional, el realizador de Machuca optó, a la hora de traerla a la pantalla, por hacerlo de manera rapsódica. “Escriban como quieran, usen los ritmos que les salgan, prueben instrumentos diversos, siéntense al piano y destruyan la métrica, griten en vez de cantar, soplen la guitarra y tañan la corneta, odien las matemáticas y amen los remolinos.” Mesuradamente atonal, matemática en su construcción de remolinos narrativos, menos violenta que violentada por la figura que evoca, Violeta se fue a los cielos abraza, en su forma e intención, algo de la libertad que Violeta Parra reclamaba de quienes la sucedieran. Advirtiendo seguramente que la autora de “Volver a los 17” no hubiera soportado la celebratoria linealidad de una biopic convencional (“la creación es un pájaro sin plan de vuelo que jamás volará en línea recta”), el realizador santiaguino Andrés Wood optó, a la hora de traerla a la pantalla, por hacerlo de modo rapsódico. Wood pinta el retrato de Violeta como lo hubiera hecho Francis Bacon: de a pedazos, aunque éstos no encajen. Más aún, si no encajan, mejor: ésa sería la mejor manera de dejar testimonio de un arte y una personalidad que tienden a huir, a fugar, a contradecirse a cada paso o cada nota. ¿Quién fue, quién es Violeta Parra? Modelo para armar, telar tejido como los que ella misma hacía, la película de Wood presenta a una niña en patas, de rostro picado de viruela y boca embadurnada de moras, en medio de la aridez del norte chileno. Una nena tímida o intimidada por la figura del padre, maestro primario y músico, que cuando se le va la mano con el alcohol es capaz de armar un desastre. Una joven artista de la legua, recorriendo minas y aserraderos junto a su hermana Hilda y los respectivos maridos. Una musicóloga que recorre Atacama libreta en mano, relevando músicos populares antes de que se extingan para siempre. Una Neruda en versión femenina, celebrada por juventudes soviético-polacas. Una artista plástica que expone tapices y arpilleras en el Louvre. Una trágica, con una bebé que se le muere a la distancia. Una amante posesiva hasta el ahogo, a partir del momento en que conoce a un músico suizo que termina devolviéndola a la tragedia, antes de llegar a los 50 y tras haber intentado cumplir, por última vez, su vocación de difusora folklórica a gran escala. Pero todo eso junto y revuelto, en el desorden de la memoria. Como en Frida, naturaleza viva –una película que parecería haber sido todo un referente–, la estructura de rompecabezas no es un capricho formal, sino la manifestación de una imposibilidad: la de darles un sentido unívoco a tantas Violetas. ¿Cómo es que la que fue una chica tímida, acomplejada por sus pozos de viruela, en cuanto ve al suizo le echa el ojo y se propone “meterlo en la cama y sacarle todo el jugo”? ¿Cómo la invitada a cantar en la embajada termina su presentación sin la menor diplomacia, escupiéndole “sordo de mierda” al embajador y, de paso, a todos los invitados? ¿Cómo puede esa mujer enterarse que se le murió una beba y seguir de gira? ¿Cómo conciliar el humanismo de “Gracias a la vida” con el protopunk de “Maldigo del alto cielo”? Lúcidamente, Violeta se fue a los cielos no pretende homogeneizar ni conciliar nada. Por el contrario, pone al espectador frente a pedazos que no encajan, o se despegan y se salen. Tal vez a esa inestabilidad o fragilidad de la estructura se deba el ruido de goznes que funciona como leitmotiv sonoro. Ese chirriar se oye desde antes de las primeras imágenes hasta el momento mismo en que la carpa levantada en las afueras de Santiago, pensada como Universidad del Folklore, tiembla en la tormenta y parece a punto de derrumbarse. En ese momento, cuando el amante se fue para siempre y los músicos y espectadores también (espantados por la tremebunda letra de “Maldigo del alto cielo”), Violeta se mantiene en pie a pesar del alcohol, con la guitarra y la hija por únicas compañías, entre los truenos y la lluvia que entra. Habrá quien vea en ella una resistente, una mártir, una mula, una narcisista perdida o, más simplemente, una mujer que encalló y no sabe cómo salir. Al devolver todos esos reflejos, el espejo roto de Violeta se fue a los cielos alcanza una entereza que no hubiera sido posible de no mediar la presencia de la hasta aquí desconocida, de ahora en más imborrable, Francisca Gavilán. Que no sólo da vida a este puzzle humano, sino que hasta se da el gusto de relevarla en la voz, casi sin que se note.
Devastadora e iluminadora Correalizada por el chileno Patricio Henríquez y el canadiense Denis Côté, lo que hace el documental que a partir de hoy se verá en la sala Leopoldo Lugones es volver público lo secreto, traer a la luz aquello que los medios mantienen oculto. El núcleo de A Ud. no le gusta la verdad: 4 días en Guantánamo –que tras su exitosa presentación en el DocBuenosAires, la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín pone en pantalla hasta el domingo– son una serie de videos secretos, grabados por las cámaras de seguridad de la prisión de Guantánamo. Sospechado de haber dado muerte a un soldado estadounidense en Afganistán en 2002, el ciudadano canadiense de origen árabe Omar Khadr fue retenido en Guantánamo hasta el año pasado, sin que mediara acusación oficial ni la consecuente defensa. El hecho de tratarse de un menor, a quien, se supone, las leyes internacionales deberían proteger (Khadr tenía 15 años en el momento del arresto), sumado a un régimen de detención como el de Guantánamo –que no respeta ni siquiera las leyes estadounidenses–, así como el desinterés mostrado por el gobierno canadiense ante el arresto de un ciudadano al que nunca parecieron dispuestos a defender, dieron al caso de Omar Khadr un relieve infrecuente, a partir del momento en que su detención se hizo pública. Correalizada por el chileno Patricio Henríquez y el canadiense Denis Côté, lo que hace A Ud. no le gusta la verdad... es justamente volver público lo secreto, traer a la luz aquello que los medios mantienen oculto. Al tanto de que siete horas de grabaciones de cámaras de seguridad de Guantánamo habían sido desclasificadas, Henríquez (de quien en una edición previa del DocBuenosAires se había visto El lado oscuro de la Dama Blanca) y Côté utilizan esas imágenes como eje del documental. La pantalla, dividida en cuatro, reproduce lo que los monitores de Guantánamo habrán mostrado al personal de la prisión. Uno de los cuadros se mantiene en negro. Los otros ofrecen encuadres distintos del prisionero, vestido con su uniforme anaranjado, así como de la habitación donde el interrogatorio se lleva a cabo. Ciertas intervenciones de las autoridades de la cárcel sobre el material, vinculadas con medidas de seguridad, necesariamente se mantienen: círculos digitales tapan el rostro de los interrogadores y en algunos momentos se producen deliberados cortes sonoros. Luego de que una sucesión de textos introductorios ponen al espectador en contexto, A Ud. no le gusta la verdad... sigue el día a día de los cuatro interrogatorios a los que personal de seguridad canadiense sometió a Khadr, en busca de incriminarlo. Algo que el gobierno de ese país intentó desmentir, motivo de la total falta de apoyo oficial al documental. Primero, los interrogadores (a los dos canadienses se les suma una agente de la CIA) intentan ganarse la confianza del prisionero, aprovechando que éste, en su ingenuidad, los recibe como salvadores. Pero al segundo día Omar ha advertido que sus presuntos salvadores son en verdad socios de sus carceleros, no mostrando, de allí en más, la misma disposición a colaborar. A partir de entonces no hay diálogo posible. Como sería algo excesivo que los agentes torturaran a un compatriota (por mucha ascendencia árabe que tenga), los miembros del CSIS intentarán arrancarle información “por las buenas”. Esto es: manipulándolo psicológicamente, hasta el punto de provocarle una regresión mayúscula. En el momento de mayor debilidad, el muchacho asume una posición fetal, llamando a su mamá. Omar no es torturado durante estos interrogatorios, pero lo fue antes, en la base estadounidense de Bagram, tal como él recuerda y corroboran no sólo ex compañeros de prisión, sino hasta algunos ex carceleros. En uno de los testimonios más poderosos, uno de ellos, apodado “El Monstruo” y “El Rey de la Tortura”, asegura que cuando llegó a la base, Omar tenía en el pecho “un agujero por el que cabía una lata de cerveza”. Sostiene además que la acusación de asesinato es tan improbable como indemostrable. Algo que una investigación periodística ya había demostrado antes, como admiten también un par de oficiales del ejército estadounidense. Incluyendo el testimonio del psiquiatra argentino Raúl Berdichevsky, que trabaja en un centro de Toronto especializado en la atención de víctimas de torturas, A Ud. no le gusta la verdad... representa una exposición, completa y detallada, de cómo y para qué se instrumenta un interrogatorio ilegal. El interrogatorio al que se somete a Omar Khadr, como cualquier interrogatorio realizado bajo coerción, no aspira a la verdad, precisamente. De allí el título, tomado de lo que en un momento el propio Omar afirma a uno de sus interrogadores. La suma de indefensión y lucidez del muchacho, la comprensión de que no podrá salir de allí en tanto no confiese lo que sus carceleros quieren que confiese, su conciencia de ello, el modo en que la maquinaria que lo aprisiona busca aniquilarlo, lenta e inexorablemente: todo ello hace que, antes que un mero “caso de estudio”, el documental de Henríquez y Côté represente para el espectador una experiencia emocional devastadora e iluminadora.
El miedo recién llega al final Como la primera de la serie, la nueva Actividad paranormal asusta recién cuando está terminando. La primera planteaba la presencia de alguna clase de entidad maléfica en casa (en el cuarto, habría que decir) de los protagonistas. La segunda desplazaba el asunto hacia la hermana de la protagonista y su hijo, al que aquella fuerza ansiaba poseer. Esta tercera empieza poco antes que la segunda, con Kristie embarazada, y de allí da un salto hasta fines de los ’80, cuando Kristie y Katie se topan por primera vez, de pequeñas, con ese enigma de otro mundo. A diferencia de la segunda, que lograba sostener una tensión pareja, aquí el espectador pedirá a gritos ser asustado, mientras es obligado a presenciar, durante casi todo el metraje, una especie de Gran Hermano con elenco reducido. Y sin sexo. Aunque en un momento éste se anuncia, para interrumpirse enseguida. Ni calenturas ni sustos (al menos hasta casi el final de la película) para el impávido espectador de Actividad paranormal 3. Creada y dirigida por un ex programador de computadoras, la primera AP demostraba que no cualquiera dirige una película. Algo que la segunda, puesta en manos de un director de cine, confirmaba por la contraria. Y la tercera –dirigida por los desconocidos Henry Joost y Ariel Schulman– ratifica. Estamos ahora en 1988, en casa de los papás de Kristie y Katie, la hermana que al final de las anteriores era poseída y armaba cualquier desbarajuste. Hermana menor, Katie tiene ahora un “amigo imaginario” llamado Toby, posible responsable de los ruidos raros que se oyen en casa a la noche. Ruidos raros primero, revoltijos y sacudones más tarde, desapariciones de muebles después, alguna arrastradita por el piso en el peor de los casos. Poca cosa para asustarse. Sobre todo cuando todo lo que se ve es una cama matrimonial, un matrimonio durmiendo y los minutos transcurriendo lentos en el timer de la cámara de video. Sí, la de Actividad paranormal es una saga de monitoreadores obsesivos, hecha tal vez para dar miedito a técnicos de compu. Eso, hasta unos cinco, diez minutos antes del final, cuando el guionista, de puro aburrido tal vez, decide patear un poco el tablero, recurriendo a alguna fuente de miedo probada y comprobada. Una bruja, pongamos. Mejor todavía: varias brujas reunidas, practicando uno de sus siniestros rituales. No es que se vea mucho, pero lo poco que se ve alcanza para parar algunos pelitos: la del mal es una idea atávica, y a la hora de reflotar atavismos, cuanto más viejos mejor. Las brujas son uno de los más viejos. Tal vez por eso, por más que sepamos que no existen, cuando las vemos nos convencemos de que haberlas, las hay. Y por una vez nos asustamos, Belcebú sea loado.
Una historia de obsesión y fracaso Con un juego permanente entre realidad y ficción, la ópera prima de Turturro va y viene en el tiempo, cruzando la vida del artista Juan Fresán con la de Orélie Antoine de Tounens, el francés que en el siglo XIX se autoproclamó “rey de la Patagonia”. El asunto es fascinante, no sólo por los personajes involucrados, sino por la red de relaciones que el tiempo teje entre ellos. El realizador –el debutante Lucas Turturro– la lanza y recoge imágenes, fragmentos, cabos sueltos, intentando armar un rompecabezas al que, sabemos, deberán faltarle piezas: el quid del asunto es la inconclusión. ¿Por qué, entonces, este ensayo sobre cierto Quijote del siglo XIX (y sobre otro Quijote que un siglo más tarde le siguió los pasos) es entonces un film interesante, incluso de a ratos fascinante, pero no la gran película que pudo haber sido? Porque la red está bien armada, pero no todos los nudos bien atados. El espectador contemporáneo conocerá seguramente a Orélie Antoine de Tounens por La película del rey, ignorando tal vez que la ópera prima de Carlos Sorín le permitió conocer también a un segundo personaje, llamado Juan Fresán, que a comienzos de los años ’70 del siglo XX se obsesionó con él. Como un tal Alonso Quijano, a mediados del siglo XIX el francés Orélie se propuso encarnar sus fantasías librescas. Fantasías generadas no por los relatos de caballería, en su caso, sino por los de viajes alrededor del globo, por aquel entonces todo un hit. Tounens hizo las valijas y se vino hasta un rincón inexplorado del globo, llamado Patagonia. Si Quijano soñó con ser caballero, el sueño de Orélie fue ser rey. Herzogiano, el 17 de noviembre de 1860 fundó, con anuencia de la población mapuche, el Reino de la Araucanía y la Patagonia, nombrándose monarca. Al enterarse de que el hombre se proponía declarar la independencia de la población indígena, poco más de un año más tarde el gobierno chileno dictó la orden de arresto. Un par de días más tarde una simple partida policial lo detuvo y destronó. Liberado por insania, Tounens fue devuelto a Francia. El hombre era tozudo: ahora como Colón, volvió tres veces a la Patagonia, con intención de refundar el reino. Murió sin corona, en septiembre de 1878. La idea de filmar Un rey para la Patagonia no fue producto de Orélie, sino de Juan Fresán. Diseñador gráfico y creativo, de los que en los ’60 hicieron de la publicidad local una de las mejores del mundo, en 1972 el padre de Rodrigo Fresán partió hacia Viedma. El objetivo: filmar una “superproducción subdesarrollada” sobre el francés loco, a la manera del propio Orélie: con una mano atrás y otra adelante, con más fe que fieles. Como La Nueva Francia de Orélie, La Nueva Francia de Fresán terminó disolviéndose entre el polvo y el viento. Unos años más tarde, Carlos Sorín, participante de aquel rodaje a medias, se inspiró en él para su debut como realizador, cambiando un par de nombres y poniendo a Julio Chávez a hacer de Fresán. Hasta tal punto se parecían el francés y el porteño, que poco antes de su muerte Fresán también intentó recuperar el reino perdido, rescatando de un armario los viejos rollos arrumbados. Trabajando sobre un guión del sociólogo Christian Ferrer, que también aparece como entrevistado, Turturro cuenta las tres historias en una. Lo cual es un acierto: todas son una sola historia de obsesión y fracaso. El realizador recurre a grabados y fotos de época, a una vieja entrevista que Tomás Eloy Martínez le hizo a un sucesor de Orélie (que conserva su título de nobleza y sus aspiraciones de reinar en la Araucanía), videos de Fresán en los últimos años, testimonios a cámara de quienes viajaron con él a Viedma (la diseñadora de modas Mary Tapia, entre ellos), usando además dos o tres actores que hacen de Orélie y sus lugartenientes y, a la vez, de quienes los encarnaron en la película de Fresán. Todo bien: las tres historias que son una, los quijotes que las protagonizan, el continuo realidad-ficción... Salvo que lo que funciona en este documental que recibió una mención especial en la última edición del Festival de Mar del Plata, aquello que verdaderamente “habla” en él, es, si se quiere, lo más tradicional: el material de archivo, las entrevistas a cámara, el off, cuando no se pone demasiado explícito o grandilocuente. Aquello que se pretende “moderno” –los fragmentos de reconstrucción ficcional, sobre todo– parecería no tener nada para decir, cumple la mera función de ilustrar lo que dice el off. Pocos vicios más tradicionales que ése, en un documental.
Una de misterio En su ambición de alcanzar a cualquier precio la meta soñada de que nada sea lo que parece ser, el thriller contemporáneo halló, en el truquito del narrador que resulta ser uno distinto del que él mismo cree ser, una suerte de llave dorada. Todo empezó con Sexto sentido y su morto chi parla y siguió con La isla siniestra, de Scorsese, y su piantado que se ignora a sí mismo. Ahora llega, como descarada sucedánea de esta última, Detrás de las paredes, una de esas películas tan sostenidas en su propia sorpresita que casi no se puede decir nada de ellas, a riesgo de develarla. ¿Será un nuevo artilugio para cerrarles la boca a críticos molestos? Si es así, vayan sabiendo que no nos rendiremos tan fácilmente. Will Atenton (Daniel Craig) es un escritor que decide renunciar a su puesto de editor, para dedicarse enteramente a la novela que tiene entre manos. En su nueva casa, donde Will y su familia acaban de mudarse, lo esperan su encantadora esposa (Rachel Weisz) y sus hijas. Pero un vecino de feo aspecto lo mira definitivamente mal, sin que ni Will ni el espectador tengan la más remota idea de por qué. ¿Y a qué se deberá la extraña conducta de la esposa del vecino (Naomi Watts), que parecería conocer a Will de antes, pero tiende a huirle? Lo cierto es que en esa casa donde ahora viven los Atenton, el anterior propietario un día enloqueció y asesinó a toda la familia, casi como si se tratara de Jack Torrance y los suyos. ¿Pero por qué unos chicos de la zona, cuando ven a Will, se ponen a gritar como si hubieran visto al cuco? Con una película llamada De médico y de loco todos tenemos un poco por antecedente más lustroso, el guionista David Loucka se mete en un berenjenal, del que parece haberse propuesto salir a como dé lugar. Metiendo a un personaje que se develará clave (Elias Koteas) en la escena más intrascendente del mundo, nada más que para después poder argumentar ante alguna comisión juzgadora de guionistas tramposos que no hizo trampa, que ya lo había hecho aparecer. No dándole al espectador la más mínima posibilidad de intervenir en el misterio, como si se tratara del alumno que tapa la prueba con una mano, para que los compañeros no se copien. Poniendo y sacando fantasmas de la imaginación, como si fueran... los de La isla siniestra, sin ir más lejos. Explicando todo lo que no se entendía (y sigue sin entenderse) en la escena final, cuestión de poder llegar a tiempo para dejar todo abrochado antes de que vengan los títulos. Director alguna vez de películas consideradas “políticas” (En el nombre del padre, The Boxer), el irlandés Jim Sheridan dirige con tan poco sentido del misterio, que si uno no supiera que Detrás de las paredes es una de misterio, jamás diría que es una de misterio.
“Killer” a sueldo, pero de buen corazón La película dirigida por el desconocido Gary McKendry convierte una historia real, digna de Graham Greene o de Ripley, en “una de Jason Statham”. Esto es: el mínimo indispensable de intriga y el máximo posible de corridas, tiros y patadas. Detrás de esta película de acción hay una historia fascinante. La de Sir Ranulph Twisleton-Wykeham-Fiennes, aristócrata fierrero y aventurero, primo de los actores Ralph y Joseph Fiennes y pariente de la familia real. Antes de cruzar la Antártida a pie y subir al Everest a los 65, en los años ’70 este oficial de las fuerzas especiales de Su Majestad –que estuvo a punto de ser Bond, antes de que Roger Moore remplazara a Sean Connery– combatió, durante la llamada “rebelión del Dhofar”, al servicio del sultán de Omán. Su libro The Feather Men, en el que se basa esta película, devela la existencia de un grupo paramilitar que en aquellos años emprendió, con la venia de los servicios secretos británicos, una serie de acciones encubiertas. Grupo del que Twisleton-Wykeham-Fiennes era miembro, obviously. Obvio es también que Asesinos de elite convierte esa historia –digna de Graham Greene o de Ripley– en “una de Jason Statham”. Esto es: el mínimo indispensable de intriga, el máximo posible de corridas y patadas. Lo cual no quiere decir que sea mala. Sólo que –como de costumbre, cada vez que aparece el cartelito “basada en una historia real”– tiene poco que ver con el material en que se basa. Conviene dar entonces a Sir Ranulph el lugar que la película le otorga (el de un tipito al que sobre el final el protagonista está a punto de mandar al otro mundo) y tomar a Asesinos de elite como viene. No viene mal, más allá de algunas “licencias” que más abajo se detallan, y ante las cuales no queda otra que hacer la vista gorda. Siempre con el rostro tan sufrido como el de Mariano Pavone, Statham es aquí Danny Brice, ex miembro de una organización de asesinos a sueldo. Arrepentido y retirado, Danny debe volver a la acción, cuando se entera de que su fiel amigo y mentor, el veterano Hunter (De Niro, luciendo por primera vez los casi 70 que tiene), ha sido tomado prisionero por un sheik de Omán. Para lavar su imagen antes de morir, el agonizante sheik necesita vengar la muerte de tres de sus cuatro hijos. Responsables de esa muerte fueron, años atrás, miembros del temible Secret Air Service británico, a quienes ahora Brice deberá emboscar, cazar y ajusticiar, como modo de comprar la libertad de su amigo. Influida tal vez por la época en que transcurre (fines de los ’70), Asesinos de elite tiene un aire old fashioned que le sienta bien. Es verdad que las escenas de acción están narradas con el estilo (planos cortos, mucho corte, escasa perspectiva) que la generación post MTV reclama. Es verdad también que la pintura que la película hace de su héroe roza el ridículo. Brice no sólo es un asesino a sueldo que tras haber dejado huérfano a un chico juró no matar nunca más a nadie, sino que además está enamoradísimo de una rubia preciosa que lo espera en la granja. Y encima se da el lujo de desechar –no se sabe en aras de qué moral– un botín de seis millones de dólares. A pesar de todo ello (y eso que es una larga lista de objeciones), la película dirigida por el desconocido Gary McKendry es tan seca, antiglamorosa y poco espectacular como podía serlo la serie Los profesionales, a cuyos actores con pinta de tipos comunes los secundarios de ésta recuerdan, indefectiblemente.
La represión, internalizada La mayor originalidad de la película de Muntean reside en el modo en que trata el tema menos original que pueda imaginarse: el triángulo amoroso de Aquel martes después de Navidad no reedita ninguno de los lugares comunes a los que el cine se había acostumbrado. Trátese de una muerte perfectamente evitable que la burocracia torna inevitable (La noche del señor Lazarescu), el aborto como única salida ante una violación (4 meses, 3 semanas, 2 días), la revelación de que una revolución no fue tal (Bucarest 12:08) o el aplastamiento de toda individualidad a cargo de la máquina institucional (Policía, adjetivo), el reciente cine rumano no se caracteriza por su visión idílica del país que Ceausescu les legó. Opus 4 del cuarentón Radu Muntean, hasta aquí desconocido en Argentina, Aquel martes después de Navidad practica, en relación con el grueso de las anteriores, un doble movimiento. Por un lado, las actualiza, en tanto hace transcurrir la acción, de modo muy notorio, en medio de la más moderna contemporaneidad. Por otro, de algún modo las profundiza, llevando la desesperanza al campo de los sentimientos más íntimos. La hunde, se diría, en ese campo: antes que aflorar, los sentimientos más hondos se mantienen aquí –salvo un único estallido– en estado de sumersión. Sin decirlo nunca explícitamente, la película de Muntean quizá esté sugiriendo que dos décadas después de la caída del dictador, la represión sigue allí, internalizada. Tal vez la mayor originalidad de la película de Muntean resida en el modo en que trata el tema menos original que pueda imaginarse. Como el propio realizador tiene claro (ver entrevista), el triángulo amoroso de Aquel martes... no reedita ninguno de los clichés habituales. No es que Paul, empleado jerárquico de una institución bancaria o financiera (Mimi Brânescu), tenga “la bruja” en casa y la amante afuera. Lo que le pasó fue que unos diez años después de casarse conoció a una chica (Maria Popistasu) y se enamoró. O eso puede suponerse, teniendo en cuenta lo bien que la pasa con ella, el hecho de que le haga una visita a casa de la mamá (institución prohibida cuando de relaciones “ilegales” se trata) y la decisión que toma, cuando comprende que no puede no tomar una. Sin embargo, aun en las peores circunstancias (después de una pelea con forcejeos incluidos), Paul no deja de cuidar a su esposa Adriana (Mirela Oprisor). O de llegar con ella a acuerdos, por dolorosos que resulten para ambos. Por rubia que sea, por más que Paul le lleve más de diez años, Raluca tampoco responde al estereotipo de la amante. Igual que Paul y Adriana, que es abogada, Raluca ejerce una profesión liberal, es odontóloga. Odontóloga de la hija de Paul, para más datos: peligroso cruce de terrenos que su amante permite, tal vez como modo de precipitar las cosas. Otro estereotipo al que Raluca no responde es al de la engañada, o ansiosa por la pronta separación de su amante. En sus conversaciones más íntimas, Paul y ella pueden hacer mención a Mara, incluso a Adriana, sin que la incomodidad vaya más allá de alguna suave ironía. Parecería estar todo bajo control, pero no lo está. De hecho, de esa disociación entre lo íntimo y lo aparente (disociación eminentemente cinematográfica, entre lo que está a la vista y lo que no) es de lo que habla la película de Muntean. Sabemos que habla de eso al ver el rostro impasible de Paul, que siempre parece estar guardándose algo. Tanto durante sus juegos eróticos con Raluca como en las circunstancias más banales con Adriana. Como la de decidir qué tabla de snowboard le regalarán a Mara para Navidad. Algo le pasa por dentro a Paul. Pero tampoco en ese punto Muntean pisa el palito del cliché: por mucho que sus largos planos-secuencia estiren la tensión latente, no habrá explosión, catarsis y paroxismo, como indican los manuales más amarilleados, sino pura y silenciosa implosión. El minucioso estudio de la crasitud cotidiana (no necesariamente desde el rechazo, sino desde la simple admisión) y esos planos largos y sostenidos, con cámara fija, le dan a Aquel martes... carnet de socia plena del “club rumano” (aunque Muntean niega la existencia de una escuela ni nada parecido, ver entrevista). No se trata de una estética arbitraria sino, como explica el propio realizador, del mejor modo de equiparar el ritmo interno del espectador con el de los personajes. Así, en plural: es también característica del cine rumano la amplitud con que la lente se vincula con lo real. Dicho esto tanto en sentido figurado como en el más estricto sentido físico: los emplazamientos de cámara permiten tener siempre una perspectiva amplia de lo que sucede, en función de asumir todos los puntos de vista posibles. En lo que Aquel martes... se diferencia de los otros films rumanos conocidos hasta ahora es tanto en su luminosidad como en la modernidad de ambientes, modas, objetos, bien opuestas a la anticuada, abrumadora grisura ambiente de las anteriores. Rascando un poco detrás de las apariencias, es posible, sin embargo, que terminen hallándose los mismos tonos.
El amor en tiempos de capa y espada “Lo que me interesaba era capturar el alma de la época”, confió Bertrand Tavernier, en entrevista publicada días atrás en Página/12. No parece haberlo logrado. Versión de la novela homónima de Madame de La Fayette, si de algo sufre La princesa de Montpensier, presentada en competencia en Cannes 2010, es de exterioridad. Historia de amor en tiempos históricos, el realizador de Un domingo en el campo se propuso abordar ambos planos a partir de un doble punto de vista: el de la protagonista, típica heroína romántica, y el de uno de los hombres que la circunda, cuya lucidez política lo lleva al renunciamiento. Las intenciones de Tavernier no resultan visibles: el relato está narrado desde la misma e impersonal tercera persona que el grueso de los dramas históricos, no logrando transmitir la pasión amorosa de Marie ni la lucidez política de Chabannes. La historia tiene lugar en el marco de las sangrientas guerras religiosas del siglo XVII en Francia. Heredera de una de las más grandes fortunas del reino, la bella Marie de Mézières (Mélanie Thierry) ama al duque de Guisa. Su padre, el marqués, la fuerza sin embargo a contraer enlace con el príncipe de Montpensier, a quien Marie ni siquiera conoce. A poco de casarse el príncipe debe partir a la guerra, enviando a Marie a un refugio campestre. Allí la chica estará al cuidado del conde de Chabannes (Lambert Wilson, único rostro conocido del elenco), hombre ilustrado, a quien los horrores de la guerra llevaron a tomar distancia de católicos y hugonotes. A cargo de la instrucción de la muchacha, Chabannes no podrá evitar enamorarse, aunque guarde para sí el secreto. Dejará de hacerlo cuando al castillo lleguen, en breve tregua bélica, el duque de Guisa y su amigo, el duque de Anjou, futuro Enrique III. Allí serán tres los flechados por Marie. Los tres, duchos en el manejo de la espada... Es difícil discernir si es por limitaciones propias, de la neutralidad de la cámara o de ambas cosas que ninguno de los protagonistas (con la siempre poderosa presencia de Lambert Wilson como única excepción) logra comunicar los ardores que presuntamente los queman. Más allá de ser bonita (en el sentido más gélido de la palabra), resulta tan difícil adivinar los sentimientos de la heroína como la temperatura que eleva en otros. Rodeado de una aristocracia de conspiradores, envueltos en guerras de sangre cuyos motivos ni siquiera se plantean, es menos complicado comprender el carácter refractario de Chabannes, héroe (o mártir) casi contemporáneo.