Extasis y caída del amor loco Narrado en dos planos –el pasado como paraíso perdido, el presente como purgatorio–, el film de Breitman, realizado bajo la sombra del cine de Hitchcock, es a la vez un melodrama y una teoría sobre las razones que llevan a consumirlos. Las historias de amor (loco) son cosa del pasado. Eso es lo que La quise tanto pone –literalmente– en escena. Más que algo que se vive, esas historias son algo que se cuenta: parecería que sin un público atento quedan inconclusas. En La quise tanto, la historia de amor (loco, absoluto) irrumpe en medio de las cosas de golpe, en crudo, sin aviso previo, arrastrando por igual al que la vivió y la cuenta y a quien tal vez haya vivido la suya y la perdió. Por eso, porque la perdió, la que oye, la espectadora, interrumpe todo lo que está haciendo, todo lo que le pasa –la neurosis, el llanto, el duelo, el ombliguismo, la sensación de que se le vino el mundo abajo–, para entregarse por completo a la escucha. A la embriaguez que genera el enamoramiento en estado arrebatado, al deseo de ser llevada a un mundo en que el amor sea más grande que la vida. Narrada en dos planos, La quise tanto es un melodrama y una teoría sobre las razones que llevan a consumirlos. Como una Psicosis de las historias de amor, La quise tanto transcurre, durante su primer tercio, en el mundo de la normalidad, hasta que el amour fou cae sobre él como cuchillazos. Adaptando una novela, la realizadora y coguionista Zabou Breitman (ésta es su tercera película) narra esa introducción de modo elíptico, como entre puertas entornadas. Un sesentón llamado Pierre, que da la impresión de cargar con el doble de edad (el siempre infalible Daniel Auteuil), lleva a una cabaña alejada a su nuera (Florence Loiret Caille, de rostro largo y triste) y los dos hijos de ésta, después de que el marido los abandonó. A él se le nota la culpa, ella se ocupa de que así sea. En busca de alivio, Pierre comienza a contar la historia de un amor extramatrimonial, sucedida mucho tiempo atrás. Esa historia tuerce, invierte o refracta la de Chloe, devolviéndola a un lugar más ansiado que la mera realidad. En esa historia dentro de otra surge la figura de Mathilde (la rubia Marie-Josée Croze, la asesina de Munich, la enfermera de La escafandra y la mariposa), condensación del éxtasis amoroso que recuerda, otra vez, a Hitchcock. Al Hitchcock de Vértigo. Hay momentos muy precisos (la primera vez que Pierre ve a Mathilde, antes de una reunión con empresarios hongkoneses; el modo inexorable en que avanza hacia ella, en subjetiva, en el bar del hotel; algún ralenti posterior) en los que la puesta en escena, calcando la de la obra maestra de Hitchcock, logra expresar el arrebato amoroso mediante una gramática visual específica. Como toda historia de amor loco, La quise tanto es la historia de un éxtasis y su caída. Caída que preexiste, que tal vez sea la condición misma de ese éxtasis: de entrada, Pierre anuncia a Chloe que la que va a contarle es la historia de un amor perdido. Como Lo que no fue, a la que La quise tanto también recuerda. Como todo melodrama. Excesivamente compuesta cuando le toca estar en el mundo “real”, Marie-Josée Croze da la impresión de transfigurarse al desnudarse, al clavar la mirada sobre Pierre, al encerrarse con él en una habitación con cama matrimonial. Lo de Auteuil es más maratónico. No sólo porque se ve obligado a extremar emociones de un modo quizás inédito, sino porque debe representar a dos Pierre opuestos. Uno al que el amor emboba y atraviesa; otro al que el recuerdo del amor perdido parece sumarle años, canas, cachemires de abuelo. Son tres los Pierre de Auteuil, en verdad, teniendo en cuenta el Pierre laboral y matrimonial. Un señor del que uno no esperaría que se tome un avión a Hong Kong, para pasar un par de días con la mujer que ama, y volver. Junto con él, el relato entero viaja del presente al pasado, de la normalidad al arrebato, del pico amoroso a la pérdida. Zabou Breitman logra hacer de esas transiciones un continuo, aun al precio de rozar a veces el chiche digital, como cuando en el mismo plano hace coexistir tiempos disímiles. Pero es que en ese pasaje, en esa coexistencia, se condensa la idea misma de La quise tanto: la del pasado como paraíso perdido, la del presente como purgatorio.
Más cerca del rock star que del superhéroe Publicado en los años ’30 en la revista de relatos pulp Weird Tales, Conan el bárbaro fue en sus orígenes una fantasía desmelenada, típica de una época pródiga en folletines y seriales. A comienzos de los ’80, cuando el imaginario reaganiano fabulaba restaurar un poder perdido, el realizador y guionista John Milius (asumido como “fascista zen”) reinterpretó al héroe de Robert E. Howard como übermensch nietzcheano en esteroides. Tres décadas más tarde, el nuevo Conan –más próximo a una rock star que a un superhombre– no parece en condiciones de restaurar una fe malherida. Visto el despliegue sangriento-anabólico que el alemán Marcus Nispel dispuso para esta nueva versión, su función, bastante más modesta, tal vez consista en devolver a la generación tecno a un mundo en que el músculo no se usaba sólo para apretar el mouse. “Una dulzura, el nene”, comenta la señora del asiento de atrás, cuando un Conan de unos once años le entrega a su padre, líder del clan, las cabezas de cuatro especie de orcos que intentaron hacerse los vivos con él en el bosque. Ubicada en un tiempo y espacio míticos (en Cimeria, durante la era Hiboria), la de Conan es la historia de un héroe nórdico (el hawaiano Jason Momoa) que para vengar la muerte de su padre (el gran Ron Perlman, casi irreconocible bajo un matorral de pelos) deberá enfrentar, ya de mayor, a otras tribus bárbaras. Sobre todo a Khalar Zym (el especialista en villanos Stephen Lang), despiadado reyezuelo y responsable de esa muerte. Acompañado de su hija hechicera (Rose McGowan, semipelada), Khalar Zym anda a su vez en busca del poder absoluto, que cierta corona legendaria le otorgaría. Cuando ambos vuelvan a enfrentarse, las espadas se partirán y los cielos se abrirán. Mientras tanto, el bárbaro se consuela con Tamara (Rachel Nichols), sacerdotisa virgen y de ojos celestes, cuya sangre pura podría devolver la vida a la esposa muerta de Khalar Zym. Más gritada que Esperando la carroza, esta nueva Conan (que se presenta en copias 2 D y 3 D, dobladas y subtituladas) carga el signo de un doble legado. Por un lado, la de esa apoteosis del “cine de hinchadas” que fue 300. Por otro, la de lo que da en llamarse “cine de pornotortura”, en referencia a películas como El juego del miedo, Hostel & cía. De 300 viene el culto del rugido, el decibel y la fuerza bruta, que convierte gran parte de la película en algo parecido a una final entre los All Blacks y Los Pumas, con mazas y hachas en lugar de óvalo. De la pornotortura hereda las brutalidades en plano detalle. No ya la mera espada clavándose en el vientre o los degüellos al paso, sino la cesárea de apuro que el padre de Conan practica a su mujer desfalleciente, la olla de hierro fundido que cae sobre uno, el hachazo que deja la nariz de otro peor que la de Michael Jackson... ¡y el hundimiento de un dedo, años más tarde, dentro de ese mismo hueco! Esto último tal vez sea el único rasgo de humor de una película que carece por completo de ese sentido. Tanto como el de la aventura, la maravilla o el disparate, componentes esenciales de un cuento que, allá en tiempos inmemoriales, empezó siendo pulp.
Un almodovarismo de segunda mano En la última escena de No fumar es un vicio como cualquier otro la pareja protagónica se relaja, respira hondo, se distiende. En ese momento se los siente finalmente como dos personajes, entendiendo por tales a seres con vida propia. Hasta entonces han sido meras entelequias, abstracciones, vehículos de ideas que se quiere transmitir. Esta tendencia a usar la materia ficcional como el titiritero a la marioneta era perceptible ya en Animalada (2001), ópera prima como realizador del muy reconocido novelista y dramaturgo Sergio Bizzio (Ramallo, 1956). Si allí Bizzio recurría a la farsa estridente, el grotesco de pretensión feroz, la sátira de munición gruesa para narrar el amor loco de un estanciero por una oveja, No fumar es un vicio como cualquier otro representa un rotundo paso atrás, aun admitiendo que la rusticidad, el feísmo presuntamente provocador, la deliberada inconclusión sean deliberadas. Hay como un almodovarismo de segunda mano en este orbe episódico de escritoras de literatura infantil que para hacer unos pesos extra se ponen a escribir guiones para videos porno, gurúes antitabaco que no fuman en cadena, mafiosos acompañados de un “gato” de ocasión, viejas divas del cine cuya vida parece una telenovela, respetables señores que resultan ser asesinos seriales. El Almodóvar de Qué he hecho yo..., que cruzaba parodia y realismo. El de los tiempos de Kika, con el actor porno Paul Bazzo reemplazado por un proctólogo llamado Dr. Hondo. Proctólogo que practica un tacto rectal al asesino serial, en una de las varias escenas de la película que hacen pensar en un Hugo Sofovich releído, sin ayuda del ángel cómico de Porcel & Olmedo. Por pintar sus propios crímenes en granos de cereal (con ayuda de un microscopio), al asesino serial se lo llama asesino cereal. En su primer crimen, el hombre le mete su pistola en la boca a una chica como de Tinelli. La chica comienza un simulacro de fellatio, el tipo se calienta, le vuela la cabeza y luego dice, por si el espectador no entendió el símil: “Acabé”. En sus novelas más logradas (Era el cielo, por ejemplo), Bizzio logra amalgamar la sátira no particularmente sutil con la revulsividad, sin abandonar el compromiso con los personajes y hasta ciertos códigos de novela realista. Nada de eso es verificable aquí, hasta aquella escena final al menos. La luz dura, la indolente sucesión de sketches (algunos de ellos, dramáticos), el desfile de secundarios ocasionales, la sensación de gratuidad general y hasta la presencia de algún actor catódico: todo hace pensar en algunos de esos programas de televisión que se quieren de culto y terminan resultando más inexplicables que el más mainstream de los mainstream televisivos.
Baya, un huracán de hormonas La actriz Sara Forestier le pone especial encanto a una comedia de altas ambiciones, en algún punto contradictorias. Sin embargo, la fórmula funciona por momentos muy bien. Es ambicioso lo que El significado del amor se propone: fusionar la comedia romántica clásica con la moderna, metiéndose con la clase de cuestiones con las que, se supone, a una comedia no le conviene meterse. Las secuelas de la Shoah, por ejemplo. Pero también la memoria histórica en general, el abuso infantil, la estigmatización étnica, la derechización de la sociedad francesa actual, la extranjería como condición esencial del ser humano y hasta la pregunta sobre una posible convivencia pacífica entre árabes y judíos. Convivencia erótica y amorosa, tratándose de una comedia romántica. ¿Logra consumar esas ambiciones la película dirigida por Michel Leclerc? Y si lo hace, ¿a qué precio, pagando qué costos? Son preguntas que parece pertinente hacerse ante un film que en Francia fue todo un éxito de boleterías y en Argentina, más allá de las diferencias de escala, está también en condiciones de serlo: en términos de comedia, El significado del amor funciona, muy bien por momentos. Como es frecuente en Woody Allen (a quien Leclerc reconoce como máximo referente), la película coescrita por el realizador y su pareja, Baya Kasmi, narra la relación entre un tipo grande y una veinteañera. Una de esas relaciones que, de acuerdo con la más pura tradición genérica, de entrada parece inconcebible. Después también. Descendientes lejanos de Grant & Hepburn en La adorable revoltosa, Arthur Martin (Jacques Gamblin), metódico científico cuarentón, trabaja en la Oficina Nacional de Epizootias, mientras que Baya Benmahmoud (Sara Forestier) es una suerte de revolución ambulante. Revolución sexual, sobre todo. Abusada de pequeña, Baya cree que no le quedaba otra que ser pedófila o puta: “Elegí puta”. Más precisamente, lo que ella llama “puta política”. Hija de un exilado argelino y una militante setentista, Baya –convencida de que en Francia hasta los negros son fachos– adhiere, por lo visto, a una variante promiscua de la evangelización, consistente en convertir derechistas encamándose con ellos. Prisionera del rigor de las simetrías durante por lo menos el primer tercio de metraje, a esa herencia familiar de Baya se contrapone la de Arthur. De niña, su madre (la veterana Michèle Moretti) sobrevivió a la Shoah, no así sus abuelos. La cerrada negativa de la señora Cohen a recordar su pasado da por resultado que, cuando el hombre les presenta a la nueva novia a sus padres, la chica no pueda mencionar que la carne la cocinó al horno, por ejemplo. ¿Banalización o legítimo tratamiento humorístico del tema? Cada vez que la madre de Arthur se queda con la mirada perdida en algún punto del pasado, la puesta en escena es como devorada por un agujero negro. Contrariamente, en más de una ocasión la sobrecarga de cuestiones históricas, políticas y existenciales de la mayor gravedad se siente como incrustada, en medio del loco entusiasmo que Baya contagia al módico Arthur y a la película entera. En una escena como de Milo Manara, Baya se pasea por París en pelotas totales, debido a que su distracción la hizo salir de casa sin ponerse el vestido. No es fácil conciliar esa clase de bienvenidos exabruptos visuales con las referencias a los campos de concentración o el propio abuso que sufrió la muchacha. Difícilmente el público masculino vaya a hacerse esa clase de cuestionamientos ante el arrebato hormonal llamado Sara Forestier. Conocida por Juegos de amor esquivo, la chica es un verdadero fenómeno, y no sólo físico. Dueña de una presencia cinematográfica de esas que aparecen muy cada tanto, es una lástima que ella, el realizador o ambos hayan considerado necesario reforzar su seducción a fuerza de mohínes. Visto en Laissez passer, de Tavernier, y Bellamy, de Chabrol, Jacques Gamblin está, en cambio, perfecto, en el papel del circunspecto epidemiólogo. Sobre todo en una escena en la que debe cargar todo el peso de un cisne muerto, en el preciso momento en que le comunican un deceso bastante más trágico y cercano.
Viejos trucos que vuelven a funcionar A mediados de los ’80, La noche del espanto supo encontrar una variable al ya remanido cine de terror. Por eso son tan valiosos los méritos de esta remake, que tantos años después consigue ponerle chispa y encanto al antiquísimo cuentito de los vampiros. Tan gastados están los viejos mitos del terror, tan reproducidos en serie, que lo que a esta altura importa no es tanto el efecto (¿alguien puede asustarse aún con un zombie, un monstruo, un vampiro?), sino el modo en que se los usa, el contexto, las variaciones que se practican con ellos. A mediados de los ’80, Fright Night (estrenada aquí como La noche del espanto) arrancaba a los chupasangre de sus polvorientos castillos góticos para incrustarlos en el lustroso mundo contemporáneo. Un mundo de total escepticismo ante cualquier entidad sobrenatural, juvenilismo cultural, música disco y sociedad del espectáculo. No se trataba tanto de asustar como de parafrasear. La cosa funcionaba. Y vuelve a hacerlo ahora. Filmada en 3D, como manda la época (una vez más la tridimensionalidad no está muy justificada), la nueva Fright Night –estrenada, ahora sí, como Noche de miedo– reproduce los logros del original, devolviendo su carácter funcional a lo que un cuarto de siglo atrás se sobredimensionaba: los efectos especiales, que hacían abrir las bocas a los vampiros hasta tamaños dignos de Graciela Alfano. Todo tiene lugar en el típico barrio residencial estilo maqueta. Allí vive Charley, un chico de secundario (Anton Yelchin, que como su nombre lo indica nació en la Unión Soviética, meses antes de su caída), junto a su madre (la infalible Toni Collette) y mucho no se sabe del padre. A mamá la tienta Jerry, vecino que acaba de ocupar la casa de al lado (Colin Farell, desplegando testosterona). Aunque a la mujer le llama la atención que después de una semana el tipo siga llenando un volquete con paladas y paladas de tierra. “¡Es un vampiro!”, le grita a Charley su ex amigo, el pesado de Ed (Christopher Mintz-Plasse, el anteojudo de Supercool). Charley no le cree, pero cuando Ed engruesa la creciente lista de desaparecidos del cole, revisa sus cosas y encuentra una grabación en la que Jerry llega de noche a la casa, estaciona su 4 x 4 y se baja... pero no se lo ve. Mientras tanto, el tipo, que suele castigar musculitos en musculosa, no puede dejar de olfatear a Charley, a la vez que se relame por su mamá y su novia (Imogen Potts, una inglesita que ya había llamado la atención en Un hombre solitario). Charley no, pero la mamá y la novia se relamen también por el nuevo vecino, a quien los colmillos se le salen de la vaina. Noche de miedo no apuesta al misterio, al suspenso o el susto, porque todos saben de antemano que si es una de vampiros, vampiros tiene que haber, y además ya se vieron tantos colmillos clavarse en tantos cuellos que nadie va a andar impresionándose por ello. Por suerte, tanto o más que los espectadores todo esto lo sabe el director Craig Gillespie, que antes había dirigido una indie bastante enfermita (Lars y la chica real, editada aquí en DVD, donde el protagonista se enamoraba de una muñeca de goma) y una comedia mainstream bastante mala (Enemigo en casa, con Billy Bob Thornton y Susan Sarandon). Que no apueste al susto no quiere decir que Gillespie descuide el factor genérico: la escena introductoria es bastante impresionante, hay alguna muy buena combustión instantánea y el resto no desentona. Lo que no hace Gillespie es exagerar el factor ¡bu!, queriendo asustar cuando no da, palito que hasta John Carpenter pisa en Atrapada. En lugar de eso y ayudado por un elenco magnífico, construye personajes con vida propia, pone cartas a la tensión sexual, echa leña al fuego del escepticismo (“¿Dónde viste un vampiro que se llame Jerry?”, pregunta Charlie) y le saca todo el jugo al que ya en la original era el mejor personaje. Pariente notorio del ocultista de El día de la bestia, Peter Vincent es un showman de Las Vegas que posa de cazador de vampiros y a quien Charlie va a consultar, suponiendo, en su credulidad adolescente, que el tipo es lo que representa. Lo que encuentra es una suerte de rock star decadente que se rasca los huevos, prepara un traguito de su bien surtida bodega y se despega la barba, la peluca y el bigote, mientras la chica-Tinelli que lo acompaña en su fortaleza kitsch le echa en cara que no se la curta como es debido. En La noche del espanto, Peter Vincent era el veterano Roddy McDowall. Aquí lo hace el escocés David Tennant, casi un clon del gran Steve Coogan (¿qué se hizo de la vida?). El truco es, claro, que el tipo no cree en vampiros ni nada de eso... salvo que lo convenzan de que hay uno merodeando por Las Vegas. En eso caso se calzará el equipo completo de cazavampiros y partirá, ballesta al hombro, a hacerle la pata al héroe en peligro. Por más que sea más cobarde que Coraje, el perro del dibujito animado. Es que cuando se trata de ir a la aventura, no hay escepticismo o cobardía que valgan.
Entre todas las películas, ninguna El tema con hacerse el canchero, o el pulp, o el zarpado, es que hay que hacerlo todo el tiempo, porque si no no vale. Típico caso de camaleonismo à la page, Sin límites se hace la canchera cuando le conviene. En otros momentos quiere pasar por alegoría seria (sobre las consecuencias del drogarse en exceso), drama íntimo (sobre un tipo que no hace una bien), thriller inteligente (sobre uno cuyo coeficiente intelectual le permite convertirse, de la noche a la mañana, en wise guy de Wall Street), cyberthriller (sobre un nuevo producto farmacéutico que te transforma en Superchico), peli de acción (con matones al servicio de un poderoso, mafiosos rusos y persecuciones) y así. Como de costumbre en estos casos, de tanto querer ser tantas cosas (cuestión de embocar todos los targets posibles), se termina por no ser ninguna. Basada en una novela y dirigida por Neil Burger (director, unos años atrás, de la exitosa-vaya-a-saber-por-qué El ilusionista), Eddie Morra (Bradley Cooper, galán de ambas ¿Qué pasó ayer?) es el típico escritor bloqueado, que consigue un anticipo para una novela pero no puede escribir una línea. Vive en un tugurio, pierde a la novia (la rubia Abbie Cornish), toma de más, anda hecho un desharrapado. Hasta que se cruza de casualidad con su ex cuñado, ex dealer que asegura no dilear más... y sin embargo le hace probar la NZT. Se trata de una pastillita experimental que cierto laboratorio aún no patentó y está en período de prueba. Jugado por jugado, Eddie descubre que la pastilla expande la capacidad cerebral hasta límites que sorprenderían al Don Juan de Castañeda. Gracias al NZT, Eddie termina la novela, recupera a la novia, se levanta a varias más en el camino y termina asesorando a un tiburón de las finanzas (De Niro, “sonambuleando una vez más su papel”, opinó un crítico estadounidense), mientras huye de la persecución de unos mafiosos rusos, de esos que si te agarran te dejan hecho una balalaika. El cancherismo de Burger y el guionista consiste en, por ejemplo, empezar la película in media res, con el protagonista a punto de tirarse por un balcón sin que se sepa por qué, para ir luego hacia atrás y explicar cómo se llegó a ese punto. O en ciertos efectos visuales campy, como una lluvia de letras que cae sobre la notebook, en el momento en que el tipo se larga a escribir. O en la multiplicación de Eddies, como signo de la nueva potencia que la pastillita le otorga. O en el elemental efecto lumínico de dar más luz, cada vez que el NZT le pega a Eddie en el cerebro. O en el reiteradísimo recurso del travelling (falso, porque es digital) hacia delante, como expresión visual del efecto de la droga. Pero la aparición de De Niro parecería sonambulizar la película entera, que pasa por su fase de drama de abstinencia, al estilo Días sin huella o Días de vino y rosas. Conseguida más droguita, viene la historia de ascenso del muchacho (Bradley Cooper está muy bien y es sin duda lo mejor de la película), como en una nueva Wall Street. Entre tantas películas posibles, lo que no aparece es una película posible.
El terror en el espacio aún funciona Aunque utiliza el recurso introducido por The Blair Witch Project y desde entonces varias veces repetido, el film consigue asustar con poco y se sostiene en la clásica y muy dosificada progresión que lleva de la normalidad a lo desconocido. No temas a la oscuridad, Destino final 5 y ahora Apollo 18 hacen pensar que el cine de terror está pasando por una buena temporada, allá en Hollywood. En esta ocasión se trata de un nuevo caso de falso documental, vertiente ampliamente explotada por el género, desde que The Blair Witch Project demostró que se podía asustar con el truquito de “hagamos de cuenta que lo que estamos viendo es real”. Y se puede, aunque el pavo terror de alcoba de Actividad paranormal haya hecho pensar lo contrario. Pero el problema de Actividad paranormal (la primera, sobre todo; la segunda era más efectiva) es que pretendía asustar con dos o tres ruiditos, un par de sombritas y metros y metros del más aburrido video matrimonial. Producida por el kazajo Timur Bekmambetov (director de las horribles Guardianes del día, guardianes de la noche y Se busca) y dirigida por Gonzalo López-Gallego (¿a alguien se le ocurre de qué nacionalidad puede ser?), Apollo 18 no comete el error de querer asustar con nada. Asusta con poco, lo cual es muy distinto. Astutamente, el guión de Apollo 18 se monta sobre un hecho real, por inane que éste haya sido. A mediados de los ’70, la número 18 fue la única (además de última) expedición del programa espacial Apolo que se proyectó, pero finalmente se abortó. Los productores, no otros que los inefables hermanos Weinstein, pretenden que la película, en la que un par de astronautas yanquis se topan con unos monstruitos en la Luna, está enteramente montada sobre la base de lo que se conoce como found footage: material de archivo rodado por camarógrafos anónimos, hallado mucho tiempo después y montado para la ocasión. Obviamente, es toda una sarasa marketinera, cuando lo que importa es exactamente lo contrario: no que lo que la película muestra sea verdad, sino que la mentira funcione. Funciona. El comienzo, lleno de comunicaciones entre la nave Liberty, la estación espacial Freedom y la NASA, hace temer sin embargo algo así como Actividad paranormal en la Luna. Filmada con cámaras que se suponen de registro y disímiles texturas de video (algunas, propias de la tele de entonces; otras, de una calidad de definición imposible para aquella época), cuando el espectador supone que no va a haber mucho más que aburrimiento espacial, todo visto antes (ingravidez, diálogos a cámara, ronquidos nocturnos, purecitos de legumbres para el almuerzo, roger this y roger that en las comunicaciones con Houston), empiezan a pasar cosas raras. Primero, unos ruidos no identificados, después el descubrimiento de un módulo satelital soviético, cuyos tripulantes no sobrevivieron para contarlo, más adelante la desaparición de la star spangled banner, luego unas huellas decididamente no humanas y finalmente la aparición de unas especies de cangrejos lunares que primero se te meten debajo de la escafandra y después bajo la piel. Y te llevan a la locura. Sostenida en una clásica y muy dosificada progresión que lleva de la normalidad a lo desconocido, apelando a la larga a la idea de que “no hay peor enemigo que mi superior” (como sucedía en Enterrado, también dirigida por un español, y en tantas otras) y cerrándose como tiene que cerrarse, lo que uno termina preguntándose es, en tal caso, para qué filmarla como un falso documental, si se podía haber hecho como ficción. Pero claro, había que venderla y, por lo visto, el público estadounidense puede llegar a comprar la ilusión de que sí, lo que está viendo es, posta posta, lo que en diciembre de 1974 sucedió con la Apolo 18, llevando a cancelar el programa entero para siempre.
Alcohólicos, vagos y pendencieros Suerte de comedia de borrachos, en la película de Van Groeningen hay, en lugar de sordidez, condena y castigo, una simple naturalización de la disfuncionalidad, con buenas dosis de humor y empatía para con estos feos, sucios y malos. Que una película cuyo título en francés es La merditude des choses se estrene con el título La vitalidad de los afectos debe marcar, seguramente, un record histórico de infidelidad, aun en un terreno tan permisivo en este aspecto como es el de la titulación cinematográfica. Igual, tampoco es que La merditude des choses sea el original: esta película belga, hablada en flamenco, se llama en verdad De helaasheid der dingen. Que vendría a ser algo así como El infortunio de las cosas. Valga como consuelo el título con que se estrenó en España: La lamentabilidad de las cosas. ¿Pero cuál es ese infortunio o lamentabilidad? Tal vez el haber nacido en una casa en la que a un padre alcohólico, vago y pendenciero se suman tres tíos alcohólicos, vagos y pendencieros. Por suerte el director toma todo esto más como el John Ford de las comedias de borrachos que como el mexicano González Iñárritu. Por lo cual en lugar de sordidez, condena y castigo hay una simple naturalización de la disfuncionalidad, con buenas dosis de humor y empatía para con estos feos, sucios y malos. Si es belga tiene que haber ciclismo y cerveza. Hay y para el campeonato. Literalmente: tres de los picos de excentricidad de la película dirigida por el treintañero Felix Van Groeningen son una carrera ciclista con competidores desnudos y un par de torneos por el record internacional de litros de cerveza bebidos al hilo. Por supuesto que uno de ellos lo gana uno de los tíos del protagonista. Basada en una novela, De helaasheid der dingen (más vale evitar traducciones), no carece de tics clásicos de las películas-europeas-basadas-en-novelas: el formato de relato de iniciación, la obsesión por confrontar infancia y adultez del protagonista, la narración como memoria, el relato off en primera persona. Lo que permite al realizador desordenar ese férreo orden cinematográfico-literario es, justamente, el desorden. El desorden existencial de los Strobbe (a los que el protagonista califica de tribu) y el desorden de puesta en escena con que Van Groeningen traduce, acertadamente, ese de-sarreglo existencial. Todo es caótico en casa de los Strobbe. La cohabitación de cuatro tipos adultos (todos separados de sus mujeres, todos sin empleo a la vista), la abuela y el nieto, en un espacio reducido; la desa-tención por si el chico concurre o no a la escuela; la ocasional promiscuidad (cuando llegan con alguna mujer, los tíos no se fijan si lo hacen o no en la cama de al lado) y el eventual castigo físico del padre al hijo. El mayor acierto de Van Groeningen reside en la elección del punto de vista, que no condena ni se escandaliza de esta suerte de hooliganismo de entrecasa. Pero tampoco celebra una vida en pelotas, cantando canciones de borrachos. En lugar de eso, Van Groeningen mete la cámara entre ellos, filmándolos a la misma altura (en sentido literal y figurado) y llenando el cuadro de gente, muebles y objetos, utilizando angulares para que todo eso entre en cuadro. “Los Strobbe son así”, parece decir la película, sin que ello implique resignación o fatalismo. “Se puede ser un Strobbe y no ser así”, dice también, en la figura de ese chico en quien lo hereditario y lo adquirido andan a las piñas, como su padre y sus tíos en el pub de la vuelta.
Una comedia de terror, negra y salvaje Quien conozca a David Koechner advertirá, en cuanto lo vea, por dónde viene esta quinta Destino final. El tal Koechner es un pelado cuyos papeles no se caracterizan por su fineza, sutileza o delicadeza. Hace de borracho en la versión estadounidense de la serie The Office y suele aparecer, diciendo groserías jurásicas, en las películas de Will Ferrell, Adam McKay, esos tipos. Koechner no cayó aquí por error o casualidad: está claro que el director de Destino final 5 lo eligió porque sabía que lo que estaba filmando no era tanto una de terror como una comedia. Una comedia negra y salvaje, gore y bestial, como las de Ferrell o McKay. Quizá más todavía las de Ben Stiller, si se piensa en Una guerra de película y sus atrocidades cómicas. En eso, en una atrocidad cómica matemáticamente puesta en escena, halla esta cuarta secuela de la serie iniciada hace once años su muy contagiosa fuente de goce. Escrita por un tal Eric Heisserer (guionista de la última Pesadilla y de la próxima remake de El enigma de otro mundo) y dirigida por Steve Qualen, que se formó junto a James Cameron, Destino final 5 lleva al extremo lo que siempre caracterizó a esta serie: la concentración en una serie reducida de elaboradísimas escenas de ejecución, con todo lo demás (argumento, actores, personajes) como mero relleno. La Muerte cumple aquí el papel que para ella había imaginado el Medioevo: una guacha con guadaña que viene a castigar a la gente, llevándosela del otro lado. Con la diferencia de que aquí no tienen por qué ser guadañas: cualquier cosa que corte, atraviese o aplaste es bienvenida. En esta ocasión, la excusa es un grupo de jóvenes (la Muerte de Destino final se babea por los sub-25) que durante un viaje recreativo se salvan de un tremendo accidente gracias al sueño profético que tiene uno de ellos. Estaban destinados a morir y la Señora no perdona un despecho: de allí en más empezará a liquidar, de a uno y con la mayor saña, a cada uno de los que se le escaparon. Olvídense de los no-actores, los diálogos de telenovela, las love stories de cartón y las feas rinoplastias. Concéntrense en aquello que a la película le interesa: las set pieces de duración y detallismo maratónicos, en las que se comparte con el espectador la infinitesimal preparación e inexorable ejecución. Quale filma los preliminares a la manera de Brian de Palma: con una serie de eróticos y precisos planos detalle, en los que un tornillo se afloja, un charco de agua se acerca a un cable pelado, un vientito arrima una llama a una cortina. Las ejecuciones las filma, queda dicho, alla Ben Stiller en Una guerra de película. Una atleta patalea en el aire y queda con las piernas donde deberían ir los brazos y viceversa; a un gordito insoportable (gran personaje) lo clavan con agujas de acupuntura, después se prende fuego y finalmente un Buda al que había ofendido le cae en la cabeza. Y así. Ojo, nada que ver con El juego del miedo y esas cosas de pornotortura: lo que proponen estas escenas es un juego compartido, en el que no hay sufrimiento masoca, sino puro disfrute cómico y cinematográfico. En plan bestia, eso sí, si no dónde estaría el gustito.
En el laberinto de espejos Este film ultraindependiente inventa una ética y estética a las que podría definirse como “realismo idealista”. El protagonista es un muchacho del interior que perderá la inocencia al ingresar en un sistema, el de la política universitaria, que excede su propia ambición. Suele suceder que en el Bafici surja una película argentina que establece un nuevo paradigma, dicho esto tanto en términos de calidad como de enfoque, de concepción y modo de producción. Ocurrió en su momento con Mundo grúa y más recientemente con Historias extraordinarias. Pasó en la edición 2010, aunque tal vez de modo más secreto, con Los labios. En la última edición del festival porteño la película-hito fue, sin duda, El estudiante, que terminó ganando tres premios, entre ellos el Especial del Jurado, galardón que repetiría más tarde en Locarno. Se trata de la ópera prima en solitario de Santiago Mitre, quien en 2004 había coescrito y codirigido el film grupal El amor (primera parte), tras lo cual coescribió también para Pablo Trapero los guiones de Leonera y Carancho. Hay algo de la primera de ellas en El estudiante –ciertas técnicas de distanciamiento, sobre todo–, pero más de las otras dos, en tanto el film de Mitre representa, como ellas, una inmersión a fondo en un mundo con reglas propias. Producida en forma ultraindependiente (con aporte de las productoras de Pablo Trapero y Mariano Llinás) y filmada en HD digital, El estudiante investiga un mundo que no es el de la prisión o la accidentología lucrativa, sino uno que el cine argentino no abordaba plenamente desde Dar la cara (1962): el de la política universitaria. Tal vez también, por metonimia, el de la política nacional en su conjunto. Imponiendo un sobrio clasicismo ya desde el diseño y tipo de letra de los títulos, El estudiante es un relato de formación en el que el formado es tanto el protagonista como el espectador. Como el Zapa en El bonaerense –otra película con la que no faltan puntos de contacto–, Roque Espinosa (Esteban Lamothe, en actuación definitivamente consagratoria) es un muchacho del interior que perderá la inocencia al ingresar en un sistema que excede su propia ambición. Que no es escasa, por cierto. Como Ilich Ramírez Sánchez en Carlos, el ascenso de Roque Espinosa en el mundo de la política estudiantil parecería ir en paralelo con su magnetismo para con el sexo opuesto. No terminó la secuencia de créditos que el muchacho se está curtiendo ya, en su piecita de pensión, a Valeria (Valeria Correa), compañera de facultad, de allí en más rara combinación de noviecita tolerante, compañera de asados, amante matutina y locadora. Ejemplar en su concisión, edición (gentileza de Delfina Castagnino, realizadora de la reciente Lo que más quiero) y fluido manejo de los saltos temporales, a El estudiante le bastan unos pocos minutos para narrar la llegada del protagonista a la ciudad, su primer ingreso a la jungla de carteles, pancartas y pintadas de Sociales, su tímido asomarse al aula, su participación algo cohibida en las primeras discusiones políticas, su debut sexual porteño. Narrada como una subjetiva, ese punto de vista será la palanca narrativa del relato. Pero se trata de una subjetiva distanciada, que tanto se contagia de las maneras del héroe como se corre un paso para verlo en contexto. Que el contexto importa, que lo real también, lo indica el tiempo invertido por Mitre y sus asistentes en investigar la interna universitaria, así como el carácter documental con que registra reuniones, discusiones y asambleas, desde la entrada de Marcelo T. de Alvear al 2200 y a través del laberinto de pasillos, escaleras y vericuetos. Laberinto que, como se verá, no es solo espacial. Hay un grado de concentración, de intensidad y determinación analítica en ese modo de ver y de filmar que se corresponden con los del protagonista. La mirada de Roque y, en ocasiones, su modo de acechar al adversario, delatan al cazador. Aunque nunca antes haya militado, se aprecia que Roque es un animal político, tanto por la velocidad con que se integra a una agrupación (la ficcional Brecha) como en su capacidad para pensar en términos pragmáticos. En su primera acción “de guerra”, apela a la misma táctica que Sam Spade en Cosecha roja, cortando de un solo tajo lo que para sus compañeros más experimentados era un nudo gordiano. Pero en esa jungla hay un cazador más curtido, Acevedo (Ricardo Félix, actor de teatro, tan notable como el resto del elenco), capaz de reconocer en él la clase de animal que es. Y de domesticarlo, claro. Referente de Brecha en el olimpo de la alta política universitaria, Acevedo será pieza clave dentro de la red de intereses, eventualmente despiadada, que la elección de nuevo rector de la UBA intrinca aceleradamente. En medio de esa red asoma la sensible e inteligente Paula (Romina Paula, puro magnetismo), profesora y militante sobre la que Roque apunta su ojo de predador, y que quizá represente el centro moral de la película. El estudiante no comete el error de querer “copiar” la realidad, esa corta ambición costumbrista. Hace algo infinitamente superior: la recrea, la deforma, la reconstruye mediante un elaborado laberinto de alusiones. Laberinto de espejos: espejismo de ser y no ser lo que se refleja. Los otros palitos que la muy lúcida ópera prima de Santiago Mitre no se permite pisar son los que suelen minar el cine político: la denuncia moral formulada desde un lugar de falsa superioridad, el escepticismo descomprometido, el cómodo cinismo. Resuelta a mirar con los propios ojos, El estudiante inventa quizás una ética y estética a las que podría definirse como “realismo idealista”. Tal vez suene a oxímoron: es lo que sucede con todo nuevo paradigma.