La Navidad de los locos Christmas Llena de detalles infinitesimales y con un guión que aprovecha hasta el último rincón para meter toda clase de chistes, acotaciones y observaciones, la producción del sello británico Aardman avanza a toda marcha y sin distracciones. La Navidad viene cada año más apurada. Con un mes de anticipación se estrena esta película de animación producida por el sello británico Aardman, creadores de Wallace & Gromit, Pollitos en fuga y otras joyas de la animación. Menos libre que aquéllas, más atada por el lastre que representa reproducir por millonésima vez la mitología tradicional navideña –el barbudo, la nieve, el carro volador, los renos, los elfos, etc.–, Operación regalo (Arthur Christmas, en el original) se las arregla para parafrasear, ironizar y renovar esa colección de clichés nórdico-globales. Aunque no llega a subvertirla, claro: es como si la película coescrita y dirigida por la debutante Sarah Smith, producida entre otros por el gran Peter Lord (creador de W & G) y David Sproxton apuntara al mismo tiempo a un público tradicional y otro más “piola”, tanto de niños como de sus papás. Todos obtendrán su regalo. Un Polo Norte con banderas de países angloparlantes y una Navidad en la que los elfos se comportan como miembros entrenadísimos de un grupo SWAT, comandado por un milico de uniforme camuflado, hacen temer lo peor, al menos en términos ideológicos. Las banderas quedan, pero el milico –que es también un tecnócrata cuadrado y obsesivo– no será el malo de una película, que no los tiene, pero sí lo más parecido a un objeto de burla. Suspiro de alivio, y a seguir. Más allá del costado tecno-moderno (una nave madre como la de Encuentros cercanos, en lugar de carro tirado por renos; equipamiento como de Misión: Imposible; base de control como la de Star Trek), lo más interesante de Operación regalo, por el modo en que acota un poco la figura-cliché del gordo de barba y gorro rojo, es que papanuel es acá miembro de una familia, los Christmas, que son como una dinastía real. Interesante no tanto por su esposa, típica ama de casa británica, sino por la latente disfuncionalidad que la familia Christmas alberga. El Santa en ejercicio acaba de cumplir setenta años en el cargo, ya no quiere saber más nada con el uniforme colorado y su hijo Steve (el milico tecno) se desvive por sucederlo, ante las crueles cargadas del abuelo, que lo odia, y la no menos cruel segregación de Arthur, hermano menor, a la burocrática función de respondedor de cartas de niños. Un error de Steve pondrá entre paréntesis su ambición sucesoria y llevará al abuelo (típico viejito piantado) y a Arthur –fóbico, desvalorizado y sensible, no por nada es el héroe de la película– a intentar una reparación. Para ello el abuelo desempolvará el viejo equipo (el carro, los renos, el polvo mágico para levantar vuelo) y junto con Arthur y una elfa, convencida de que no hay problema que no se resuelva con un buen packaging, deberán llegar hasta Trelew (pero Trelew en Cornwall, Inglaterra) en tiempo record, para entregar un regalo faltante antes del amanecer del 25. Siempre y cuando Grand Santa emboque la ruta correcta y no vaya a parar a México o el Africa ecuatorial, que es lo que en verdad sucede. Llena de detalles infinitesimales y con un guión que aprovecha hasta el último rincón para meter toda clase de chistes, acotaciones y observaciones, Operación regalo avanza a toda marcha y sin distracciones. Casi como la militarizada operación de entrega de regalos inicial. Si ese avance incesante y la obsesión por el detalle la asemejan a una película Pixar, la batería de chistes –llamada a producir un feedback ininterrumpido entre platea y pantalla– la aproxima al modelo Dreamworks. Pero difícilmente una película Dreamworks tenga escenas tan buenas como una del comienzo, en la que todo el operativo de reparto queda pendiendo de un hilo –culpa de un niño despierto, cuando no debería estarlo– o ideas tan excéntricas como la de reemplazar un reno caído con uno de metal, arrancado de un cartel. La evidente intención de darle a la película una hipervelocidad hollywoodense tiende a generar, en algunas escenas de acción, un atropellamiento de planos tan cortos que –como en Transformers y otras de Michael Bay– en ocasiones se dificulta la comprensión de las escenas. Voces tan icónicas (y británicas) como las de Hugh Laurie, Jim Broadbent, Bill Nighy e Imelda Staunton quedarán, con suerte, para la edición en DVD: en cines argentinos, Operación regalo se estrena en 35 mm y 3D, pero sólo en castellano.
Dosis de terror en San Clemente Dos años después de su presentación en el festival Buenos Aires Rojo Sangre se estrena esta ópera prima de Sergio Mazurek. Hay en verdad más drama familiar –con toques fantásticos– que sangre en esta fábula, que funciona casi como ejemplo de la cita de Freud (tomada de Schelling) que le sirve de acápite: “Lo siniestro es aquello que debiendo permanecer oculto se ha manifestado”. Filmada casi íntegramente en una San Clemente del Tuyú de playas despobladas, la historia de fantasmas y maldición familiar, coescrita por el realizador junto con dos colaboradores (uno de ellos, el crítico Nicanor Loreti, ex director de la revista La Cosa, acaba de ganar un premio en el Festival de Mar del Plata por su ópera prima, Diablo) trae el recuerdo de la saga japonesa The Ring, aunque sin VHS de por medio. Víctima de frecuentes pesadillas en las que se le aparece una niña, Clara (Paula Siero, demostrando ser bastante más que dos bellos ojos) parte a la casa de infancia tras la muerte de su madre, víctima de un extraño accidente. Allí, en medio del bosque y cerca del mar, descubrirá un secreto familiar largamente escondido, que le dará la clave para un segundo secreto, más profundamente enterrado. Explicación de sus pesadillas y, también, de que Clara haya borrado de su memoria todo lo relativo a su infancia. Un policía (Luis Ziembrowski, que ya cumplió ese rol en Chicos ricos y vuelve a hacerlo en Diablo) intentará desentrañar junto a ella el pasado de muerte, culpa y locura familiar. En una subtrama de carácter más realista, que tiende a correr a la película de su eje, el marido de Clara (Carlos Echevarría), resulta ser un enfermo de celos persecutorio, abusador y golpeador, todo ello consecuencia de la frustración que le produce su infertilidad. Básicamente un ejercicio de estilo, lo más interesante de Lo siniestro es la idea de fusión temporal, que provoca que Clara experimente, como si estuviera ocurriendo en el momento, aquello que tal vez haya sucedido en el pasado. Mazurek maneja con habilidad esa cronología alternativa, desarrollando durante casi una hora una segunda línea narrativa, con unas niñas que sufren un accidente en la casa de San Clemente, sin que se sepa exactamente cómo encaja con la línea principal del relato. A diferencia de la historia del marido celoso, encaja bien. Menos convincentes y algo más forzados son algunos vericuetos de la trama, que incluyen a un investigador excesivamente cariñoso. Con una clásica estructura circular y un no menos clásico final sorpresa, aun con las limitaciones presupuestarias propias de su carácter indie, algunos efectos especiales están bien logrados (una mancha de sangre que recula) y otros, no tanto. El envejecimiento de Laura Bove, sobre todo: la peluca demasiado obvia y las arrugas demasiado cavadas hacen quedar a los zombies de George Romero, por comparación, como obras maestras del maquillaje de género.
Una mujer que se aventura en la noche Con un estilo visual que por momentos semeja los cuadritos de una historieta muda y una impecable labor de Carmen Machi, la película dibuja una historia atrapante en una Madrid hostil, que justifica la Concha de Plata obtenida en San Sebastián. “Es hora de vaciar la estación”, dice el guardia de seguridad, mientras despierta a los durmientes de la Terminal Sur. Incluida Rosa, la depiladora, que unas horas antes cortó de un tajo la rutina matrimonial, metió algunas cosas en una valija, se puso una peluca y salió a la calle. “Deme el primer pasaje que tenga”, le dijo al señor de la boletería. Pero el primer pasaje era para la mañana siguiente, así que Rosa debió pasar la noche haciendo tiempo en la calle. Y Madrid de noche no es sólo tragos y diversión. En algunas zonas –como la Terminal Sur– puede volverse un no-lugar, una ciudad tan vacía como un pueblo fantasma. En el vacío urbano tiene lugar la aventura que la depiladora Rosa decidió vivir. Aventura que tal vez represente un nuevo comienzo. Pero sólo tal vez: La mujer sin piano termina un instante antes de que pueda saberse. Como si quisiera darle al espectador la posibilidad de elegir su propia aventura. Su propia aventura de Rosa, la depiladora. Ganadora de la Concha de Plata al Director en San Sebastián 2009 y estrenada en Argentina en el degradado formato de DVD ampliado, La mujer... narra, de modo impresionista, esa noche en la vida de Rosa. Pintando detalles, brochazos, antes que peripecias precisas y delineadas. Es así como Rebollo concibe sus historias: a partir de alguna imagen que impresionó su retina, o de fotos que alguien le alcanza. O de cuadros, habrá que pensar, teniendo en cuenta hasta qué punto el opus 2 de Rebollo da la impresión de ser un Edward Hopper puesto en movimiento. Las mismas calles vacías (aunque sean otras), los bares casi sin parroquianos, las habitaciones de hoteles al paso. La misma tristeza de la ciudad, que está pero no se subraya: por poco hospitalaria que sea, la Madrid de La mujer... se halla a años luz de distancia de ese salón de tortura de almas buenas que es la Barcelona sórdida y miserable de Biútiful. La mujer sin piano es incluso más piadosa con sus criaturas que Lo que sé de Lola, ópera prima de Rebollo. Allí, un solitario atado a su madre, al borde del freakismo, espiaba a una pobre inmigrante española en París, a la que las cosas no le iban bien. Aquí se trata más de emigrados que de solitarios, gente en tránsito antes que perdedores. No sólo Rosa, exiliada de su vida de casada, sino también Radek, inmigrante polaco a quien Rosa conoce en la estación. Un tipo tan inocente que es capaz de decir que anda con mucha plata encima. Radek tiene algo de freak: tiende a monologar, repite ideas fijas (le encanta reparar objetos, no le gusta tirar nada que pueda arreglarse) y de tan obse es capaz de recordar el día exacto en que comió por última vez unos callos a la madrileña o una ensalada rusa. Como el pelirrojo de Lo que sé de Lola, ya no encerrado sino en la calle. Rebollo filma el primer tercio de La mujer sin piano –en el que la protagonista está como atrapada en sus pequeños ritos– de acuerdo a lo que podría llamarse estilo Custodio: con planos fijos que encierran a los actores en el encuadre, cortándolos eventualmente en pedazos. En el momento en que Rosa sale el cuadro se agranda y dinamiza, mostrándola en tránsito y en relación con el entorno. Entorno nunca amigable: en una estafeta postal no le entregan un paquete por una minucia burocrática; el boletero cierra en el momento en que Rosa se presenta; la empleada de la cafetería le dice que primero tiene que sacar el ticket y después es ella misma la que cobra, en una suerte de esquizofrenia burocrática. Amigable tampoco es el tiempo que a Rosa y Radek les tocó vivir: en la TV se ve a Bush, Blair y Aznar preparando la invasión a Irak. Pero amigables son Rosa y Radek, eso sí. Con dos grandes escenas, en ambos casos gracias a una certera utilización del fuera de campo (la que da sentido al título y la última), un tono de comicidad apagada que lleva la marca de Aki Kaurismäki y un estilo visual que por largos momentos asemeja los cuadritos de una historieta muda, no es que Rebollo haga todo bien. Algunas elipsis son tan amplias que no permiten entender bien lo que pasa, algunas resoluciones parecen excesivas, algunas ideas quedan descolgadas (un grupo de fumadores, mostrado como si se tratara de zombies) y en un par de ocasiones se salta ostentosamente el punto de vista. Otras decisiones son audaces y logradas, como la irrupción de una música de grandeur épico, que parecería querer mostrarles a los personajes que otra vida es posible. Desde ya que La mujer... es también una película de actores y en este sentido es tan admirable lo de Carmen Machi, comediante de TV devenida pálida esfinge con valija, como lo del checo Jan Budar, músico, cantante y bailarín que aquí no hace nada de todo eso.
Mucha coreografía para tan pocas ideas La segunda parte de Happy Feet da la sensación de que más que reunirse durante unos meses para elaborar un guión, los cuatro guionistas intervinientes (uno de ellos el propio director y productor de la película) decidieron, por cuestiones de comodidad, enviar sus ideas por mail, seleccionándose dos o tres del listado de cada uno y armándose lo que no hay más remedio que llamar “guión”. Que es en verdad un rejunte de distintas líneas narrativas, todas ellas embrionarias y con dificultades para hacer sinergia. El resultado es la película más floja en la carrera del australiano George Miller, realizador no sólo de la serie Mad Max –una de las más influyentes de las últimas décadas–, sino de las opulentas Un milagro para Lorenzo y Babe 2. Y, ciertamente, de la primera Happy Feet, que estaba mucho mejor que ésta. El tablero se dio vuelta: en la anterior, Mumble era el “distinto”, que a diferencia del resto de la comunidad era incapaz de cantar una sola nota. Pero bailaba como un Fred Astaire de frac. Ahora pasó el tiempo y en la colonia de pingüinos emperador, de Mumble para abajo todos se bailan todo (con predilección por el soul). Salvo... su hijo Erik, a quien el baile no le tira. Incómodo entre los suyos, Erik desaparece un día con un par de amigos, viviendo algunas peripecias dispersas (con un elefante marino que no los quiere dejar pasar, con los miembros de la colonia del gurú soul Lovelace, con un pingüino sueco y volador llamado Sven). Cuando vuelvan a la colonia, a esa altura ya junto a Mumble, encontrarán que, producto de un movimiento de placas, los emperadores quedaron aislados. Hora de que Erik demuestre lo que vale. Por allí hay también un par de krills que, hartos de ser el último eslabón de la cadena alimenticia, quieren dar un salto evolutivo. Y un pingüino latino llamado Ramón, que se babea por una congénere, cuyo bamboleo recuerda a la Mulatona de Clemente. Nuevo exponente de la utilización del 3D “porque sí”, la falta de cohesión de las distintas historias, y de interés intrínseco de situaciones y personajes, hace que a diferencia de las olas de alrededor, Happy Feet 2 no tenga un efecto de arrastre sobre el espectador, por mucho que se le quiera imponer una dinámica de vértigo. Tampoco se lucen demasiado los comic reliefs, estratégicamente plantados pero poco eficaces: los dos krills son parlanchines, pero no muy graciosos; Ramón, un puro estereotipo. El resto son muchos bailes y canciones, con los pingüinos (y pingüinas) haciendo unas coreos dignas de Broadway, debiendo soportarse alguna melosidad de repertorio en el rubro cantado.
Tercer capítulo de la movida del cine cordobés Tercera película de ese origen que se estrena en Buenos Aires en tres semanas, El invierno de los raros es distribuida por Cine Cordobés, compañía que había hecho lo propio con De caravana e Hipólito. La conjunción de estrenos permite ver puntos en común y diferencias. Las tres exhiben lo que uno de los chicos de Super 8 llamaría “valores de producción”. Al acabado técnico superprofesional (fotografía, sonido, dirección de arte, diseño de producción, actuaciones) se le suma una concepción de puesta en escena no como repertorio de fórmulas, sino como interrogante a resolver en cada plano. De allí en más, las diferencias. Mientras De caravana tiene un evidente sello propio, que le da frescura y originalidad, las otras dos revelan una deuda mayor con respecto a modelos previos. Hipólito, en relación con el drama histórico-político, tal vez más propio de cierto cine de los ’80 que del más reciente. El invierno de los raros tributa, a su turno, a lo que se conoce como “film coral”, siempre con la intención de narrar un estado de las cosas mediante un puñado de historias ligeramente interconectadas. Presentada en febrero pasado en el prestigioso Festival de Rotterdam y próxima a hacerlo en el de Belgrado, la ópera prima de Rodrigo Guerrero (Córdoba, 1962) atraviesa estratos sociales en un pequeño pueblito. Hay una atractiva profesora de danza, a la que su mamá le consigue un contacto en Buenos Aires “con Pepito Cibrián”. Está el señor que la sigue por la calle (Luis Machín), una ex compañera de colegio de éste, que suele andar con los nervios de punta, y la hija de la señora, que debe haber pasado los veinte pero se comporta como si tuviera diez. Hay también una recién llegada, que parece tener más interés en las chicas que en los chicos, y un muchacho a cargo de la granja familiar (Lautaro Delgado, protagonista de Francia). Casi un personaje más es el pueblo mismo, haciéndose sentir tanto en planos generales de calles semivacías como a través de los parlantes que anuncian fiestas comunales. Como es común en esta clase de películas, la soledad, la insatisfacción, la incomunicación y la falta de horizontes tienden a imponerse. Toda esta serie de films se basa en un malentendido. Aspiran a la “profundidad” (de allí su condición de dramas graves, sin resquicios para el humor) y sin embargo, al dispersarse, no pueden sino acercarse a sus personajes de modo entre episódico y epidérmico. No falta, en El invierno de los raros, la manifestación visual de esa contradicción irresoluble: la escena de montaje paralelo, que aspira a unir en la isla de edición lo que el guión se ocupó de desunir. Como todas sus antecesoras, la película de Rodrigo Guerrero deja un regusto tal vez más amargo por la imposibilidad de relacionarse con los personajes que por el feeling mismo que se aspira a alcanzar. Por lo demás, y como queda dicho, el acabado técnico de El invierno de los raros es impecable en todos los rubros, así como se evidencia un notorio cuidado de cada plano, tanto en términos de encuadre como de composición y tiempo interno.
Un policial con las cartas marcadas El diálogo que el cine policial establece con el espectador parte de la disparidad de que el autor sabe lo que el espectador no. Esa asimetría puede resolverse dando elementos para que el que no sabe esté en condiciones de hacerlo o, por el contrario, manteniéndolo en la ignorancia y resolviendo el misterio por él. Opera prima del turinés Giuseppe Capotondi, La hora del crimen es de la segunda clase. Una lástima, ya que está narrada y puesta en escena con firme elegancia. Pero le quita al espectador datos esenciales para poder intervenir en la resolución del asunto, condenándolo a un rol pasivo. Casi imposible contar nada, teniendo en cuenta que La doppia ora trabaja con un sistema de cartas ocultas, que se van dando vuelta a medida que el guión lo dispone. En un lugar de encuentros de solos y solas, Sonia, inmigrante lituana que trabaja como mucama de hotel (Ksenia Rappoport) conoce a Guido, ex policía y actual guardia de seguridad (Filippo Timi, el Mussolini de Vincere, con gesto adusto). Hacen el amor y días más tarde él la invita a la propiedad que cuida. Propiedad que por el valor de sus piezas casi parece un museo. Se produce un robo, ella queda lastimada, a él le va peor... y de aquí en más sobrevienen las vueltas de tuerca, mientras un policía sumamente desconfiado, ex compañero de Guido, lleva adelante la investigación. Sonia se muestra hipersensible por el shock o por alguna otra razón, un hombre muerto reaparece, hay dos suicidios calcados, algún hombre sospechoso y en algún punto lo sucedido y lo imaginado empiezan a confundirse, sin que el espectador tenga aviso o pistas de ello. Típica película del tipo “era todo un sueño”, el tono parejo y homogéneo de La hora del crimen –tanto en términos narrativos como de puesta en escena– puede servir como premio consuelo. Otro es la sensibilidad de Ksenia Rappoport, que logra generar identificación. Pero, claro, el tema es cómo se usa esa identificación. Aquí es para ablandar al espectador y agarrarlo distraído. Como dato curioso puede agregarse que la tierra lejanísima a la que unos ladrones quieren fugar, cuestión de perderse del mundo, resulta ser una ciudad llamada Buenos Aires, con foto en Puerto Madero y tema de los Cadillacs incluidos.
Por fin aparece la sangre Con la saga Crepúsculo pasa, por lo visto, lo mismo que con Las crónicas de Narnia. Tras una larga agonía de películas desabridas, la serie que inventó a los vampiros exangües despierta casi en tiempo de descuento, recuperando el sexo y la hemoglobina que les había drenado al género. Junto con ellos vienen la carga trágica, la densidad dramática, cierto arrojo visual incluso. Después de tanto colmillo tímido, de tanto guardarse para la noche de bodas, llega finalmente algún mordisco bien dado, la sangre del cuello y del desfloramiento, las temidas consecuencias del cruce entre Bella y bestia. Consecuencias que hacen de esta primera parte de la última parte de Crepúsculo (o, más precisamente, de la segunda parte de la primera parte de la última parte) una suerte de El bebé de Rosemary en versión vampira, con un posible monstruo (o monstrua) creciendo en el vientre de la desdichada heroína. Con la diferencia de que lo que en el personaje de Mia Farrow era producto de una ingenuidad casi infantil, aquí lo es de un riesgo asumido. Al final de la entrega anterior y en el colmo del sacrificio romántico, Bella (Kristen Stewart) había resuelto intercambiar fluidos con su amado Edward, chupasangre melanco (Robert Pattinson), aunque eso significara dejar de ser humana y devenir vampira. Claro que para llegar a ello hay que pasar, primero, por el casamiento: recuérdese que la autora de la saga es mormona y, por lo tanto, una puritana de aquéllas. Dividida en dos mitades bien diferenciadas, el comienzo de Amanecer despliega a pleno la iconografía romántica tradicional: preparativos de la boda, planos detalles de la broderie nupcial (no olvidar que las teenagers son el target primordial de la saga), la emoción de la mamá, el papá que la lleva del brazo al altar, fiesta, chismorreo de las amigas, sorpresiva aparición del tercero en discordia (Jake, hombre-lobo en esteroides) y la luna de miel en paradisíaca isla, mar afuera de la Bahía de Guanabara. Allí, lo romántico va dejando lugar a lo trágico: cuando el matrimonio se consume, Bella habrá dicho adiós a su condición humana, abrazando (l)una nueva, que vaya a saber dónde la lleva. Todo indica que haber puesto la serie en manos de Bill Condon (guionista y director de la picantita Dioses y monstruos) trajo resultados beneficiosos. Sin llegar a subvertir el férreo régimen moral de la saga, Condon lo aliviana o contrapuntea. Inserta una sangrienta pesadilla en medio de los sueños románticos de Bella, jaspea la fiesta de bodas con un toque ácido de stand-up comedy y obliga a la heroína modosita a usar lencería ligeramente atrevida. Ironiza, incluso, sobre el puritanismo imperante, cuando el recién casado no sólo se niega a concretar con la esposa, sino que hasta le cubre la colita, para que el espectador no ande viendo de más. Igual, lo mejor de Amanecer es su segunda mitad, cuando todos los personajes principales ven sus deseos enfrentados con sus lealtades. Mientras, la panza de Bella crece y ella se va convirtiendo en cadáver humano, devorada por su propio hijo. Sí, claro, todo esto ocurre porque en esta saga el aborto está más prohibido que hasta el momento en Argentina. Pero hete aquí que –como es frecuente en cine o en cualquier otro arte– una postura ideológicamente viciada produce resultados dramáticos virtuosos: si Bella abortara no habría película. O la película que habría sería menos interesante. Aún con el handicap de unos vampiros tan blancos que parecen mimos de Plaza Francia y unos hombres-lobo tan mecánicos como en las anteriores, la decisión de la heroína y el buen pulso del director dan por resultado una tensión e intensidad que las cuatro previas no permitían ni sospechar. Teniendo en cuenta que Condon está también al frente de la segunda parte de la última parte, con estreno previsto justo para dentro de un año, pueden abrigarse esperanzas de que lo que empezó mal y siguió igual termine bien, por una vez en la vida.
Un cineasta en estado de búsqueda permanente Un cineasta en estado de búsqueda. Eso parece, siempre, Luis Ortega. Desde su debut como realizador, a los 19 años, el hijo del medio de Palito y Evangelina pasó del documentalismo frágil de Caja negra al artificio surreal de Monobloc, y de allí al alegorismo a medio cocer de Los santos sucios. Ahora, en Verano maldito, da la sensación de buscar más que nunca. Basada en Muerte en el estío, de Yukio Mishima –una vez más con guión co–escrito junto a Alejandro Urdapilleta, como en Los santos sucios–, en su nueva película Ortega parece plantearse, a cada plano, cómo abordar un asunto difícil, sumando a ello la pregunta por el encuadre, la posición de cámara, las actuaciones, la puesta en escena en general. Cuestión de ensayo y error, hay momentos en los que logra transmitir el desgarro, la desesperación, el súbito brote de locura, así como en otros da la impresión de no dar con la mejor respuesta. El tema es uno que desvela a la contemporaneidad, en particular al cine: la muerte del hijo. De los hijos, en este caso. Lo sufre, en un accidente producto de un descuido, un matrimonio de muy buena posición, integrado por el arquitecto Federico (Joaquín Furriel) y su esposa Julieta (Julieta Ortega). Más que hacer un estudio –sistemático, psicologista– del modo en que ambos lo llevan, Ortega prefiere abordar el duelo como quien recoge los pedazos de un espejo roto. Decisión acertada: da la sensación de que en un momento como ése no puede hacerse otra cosa. De los dos, la más afectada es ella. Porque estaba presente en el momento en que el hecho ocurrió y porque lo vive con más intensidad. Por roto que esté por dentro, la propia mecánica de su vida lleva a Federico a ponerse el traje todas las mañanas, a sonreír en algún cóctel, a guardar las formas. Julieta, en cambio, no podrá evitar la angustia, la paranoia, las conductas locas, arrastrando consigo al hijo menor. Ortega trata el tema y la situación de modo elíptico, y las elipsis no siempre son prolijas. Además de no quedar muy claro si el responsable de cuidar a los niños (Urdapilleta) es un pariente o alguna otra cosa, ¿por qué se lo nota tan incómodo antes de que suceda la tragedia? ¿Es por alguna clase de presentimiento, por su condición de “extraño” a la familia o por una simple idea de incomodidad cósmica que se quiere transmitir? ¿Por qué Federico cruza esas miradas, esos silencios, también incómodos, con la mujer de su socio? ¿Tienen un affaire o es la paranoia de Julieta la que la hace verlo así? Si es el suyo el punto de vista que adopta el relato, ¿cómo entender esas subjetivas en medio de las olas, que no pueden corresponder sino a alguno de sus hijos? ¿Por qué la cámara se entretiene tanto en recorrer su cuerpo, en la secuencia inicial? ¿A qué obedece la atención puesta en una mosca que se posa sobre ella? ¿A qué apunta la obsesión con la desnudez, o la semidesnudez, de Julieta Ortega? En otros casos, más que de incertidumbre se trata de decisiones discutibles, a veces tan aisladas como injustificadas (un par de desenfoques), otras obvias y esteticistas (un espejo facetado, como metáfora de un personaje quebrado), algunas de ellas resultado, tal vez, de influencias no del todo procesadas. La tendencia a hacer “flotar” las escenas hace pensar en Lucrecia Martel, del mismo modo en que una larga caminata sólo puede explicarse como resonancia de alguna semejante en Gloria, de Cassavetes. Con la diferencia de que allí la extensión potenciaba la sensación de urgencia, cosa que aquí no sucede. Cuando Ortega se conecta con la emoción del personaje, logra transmitirla. El momento en que Julieta sale corriendo en busca de sus hijos y la cámara también lo hace, con tanta desesperación como ella. La pelea a trompadas, muy cassavetiana también, pero tan cruda y angustiada como debía, entre ella y el marido. Y toda la parte final, cuando la locura definitivamente toma posesión, de la protagonista y de la puesta en escena.
Película-cuartetazo Que se celebre lo popular no quiere decir que se abrace el espontaneísmo o el falso naturalismo: esta película dionisíaca ha sido elaborada con rigor apolíneo. Una comedia a la Tarantino. Una cartografía de la ciudad de Córdoba. Un ejercicio de antropología urbana. Una taxonomía de modalidades del habla. Un registro de la división de clases en Argentina, aquí y ahora. Una película-cuartetazo: celebratoria y feliz, pero montada con el cuidado de un show de La Mona Jiménez. Todo eso es De caravana, perla de la edición 2010 del Festival de Mar del Plata, ganadora del Premio del Público en ese festival y de varios otros en eventos posteriores. A un año de haber electrificado la sala del Auditorium marplatense y tras ocho semanas en cartel en la ciudad de Córdoba –donde llevó 20.000 espectadores, cifra por la cual nueve de cada diez realizadores argentinos pactarían con Belcebú–, aquí está la cabeza de flota del fenómeno que algunos profetizan o imaginan: el del nuevo cine cordobés. Cine cordobés dirigido, en este caso, por un sanjuanino. Tras fundar una compañía teatral, Rosendo Ruiz debuta en el largo (tiene un mediometraje previo, de título irresistible: Una manga de negros) con la más coherente fusión entre cine de culto y cine popular que el cine argentino haya dado en bastante tiempo. Típica historia de “cruce de frontera”, Juan Cruz, fotógrafo publicitario (Francisco Colja), conoce en un boliche a una chica llamada Sara (Yohana Pereyra). El tiene que sacarle fotos a La Mona Jiménez, para la tapa de su nuevo álbum. Ella anda con un tipo, El Laucha (Gustavo Almada), que quiere... secuestrar a La Mona. Juan Cruz se engancha con Sara y queda más enganchado cuando, por una confusión, se lleva unas fotos que comprometen a un tal Maxtor (Rodrigo Savina), más pesado que El Laucha. A partir de ese momento, Juan Cruz deberá transar para Maxtor: una de esas ofertas que no es fácil rechazar. Hay algo de pacto fáustico en ese “enganche” de Juan Cruz, y el ambiente de noche, fiesta y boliche ayuda. Tanto El Laucha como Maxtor son, en tal caso, demonios menores, falibles, algo patéticos de a ratos. Sin embargo, meten miedo. Signo del cuidado con el que han sido construidos, ninguno de ambos responde en lo más mínimo al cliché del heavy. Huesudos, desgarbados, de apariencia frágil, cualquiera de ellos es capaz de moler a patadas a Juan Cruz. Cosa que sucede. Pero tanto El Laucha como Maxtor son capaces de entregarse, también, a las disquisiciones más tarantinianas. Sobre todo Maxtor, con su obsesiva asociación entre la gente y las pulgas amaestradas. Cosa curiosa, El Laucha parece menos temible y sin embargo su dialéctica es más densa. Es tan pesado el momento en que le aprieta la cara a Sara (la cámara aprieta tanto el plano como los minishorts las caderas de la chica) como el gran speech del final, cuando defiende el choreo como profesión y necesidad. “¿Vos qué te pensás, que es un hobby ser malandra?”, le dice El Laucha a Juan Cruz, los ojos saliéndosele de las órbitas, el gran angular haciéndolos salirse más. En ese momento uno siente que el chorro no sólo es más fuerte que el fotógrafo, sino superior moralmente. Es un momento altamente revulsivo, ya que desde el inicio el espectador se ha visto forzado a identificarse con Juan Cruz, su representante en la ficción. Sin perder condición empática, Juan Cruz ya había dado sobrados signos de clase, de prejuicio, de soberbia. Hasta el punto del desprecio y la traición: De caravana pone en problemas al espectador de clase media para arriba. Claro que la problematización es a dos puntas. De caravana no idealiza a sus malandras, no se permite demagogias y hasta termina mostrando, en los hechos, aquello que vuelve inabordable el problema delictivo argentino: la asociación y mimetización entre chorros y canas. Parecido rechazo por toda forma de facilismo se verifica en cada decisión estética. Que se celebre lo popular no quiere decir que se abrace el espontaneísmo, la improvisación a lo pavote, el falso naturalismo: esta película dionisíaca ha sido elaborada con rigor apolíneo. Algo verificable en términos de guión, de construcción de personajes, de imagen (la dirección de fotografía y color de Pablo González Galetto es una de las más brillantes en mucho tiempo), de encuadre, de diálogos (culeaos y gilazos a rolete, pero nadie exagera el cantito cordobés) y, sobre todo tal vez, de actuaciones.
Mr. Bean con licencia para matar A comienzos de la década pasada, la gente de la compañía Working Title, siempre en busca de comedias rendidoras (son los productores de Cuatro bodas y un funeral, Un lugar llamado Notting Hill y Realmente amor, entre otras), reflotó una subespecie de los años ’60: la parodia Bond. El inepto superespía del caso sería Rowan Atkinson, quien veinte años más tarde de Mr. Bean mantiene cierto crédito abierto en boleterías. Como era de esperarse –nada más anacrónico que una parodia Bond–, Johnny English se sostenía sobre media docena de gags, y eso era todo. Unos años más tarde y tanto como para engrosar un poco más su abultada agenda (tienen cinco títulos en carpeta para el 2012), Working Title presenta Johnny English recargado. Que en inglés no es recargado, sino renacido. Ni mucho de una cosa ni demasiado de la otra: hasta la cantidad de gags que funcionan se parece a la de la primera Johnny English. ¿Vale la pena reseñar el argumento, cuando todos sabemos que el argumento de una película cómica es siempre una excusa? Pongámosle que vale. Por más que sea el agente más inepto del MI7, por más que la mismísima reina le haya arrancado el título de sir, por más que al presidente de Mozambique le volaran la cabeza por su culpa, el guión decide que sea a Johnny English a quien sus superiores quieran para una misión. Deberá viajar a Hong Kong y contactar a un agente de la CIA (el gran secundario Richard Schiff, en poco más que un cameo), que cuenta con data fresca sobre cierto grupo de magnicidas a sueldo. Johnny va, vuelve y al final terminará viajando a la nevada Suiza, sospechado él mismo (como si de un héroe hitchockiano se tratara) de ser miembro de esa orden criminal, junto con un agente de la CIA y un ex KGB. Se le suman algunos rostros conocidos y otros más o menos hot (una Gillian Anderson morocha, Dominic West –protagonista de The Wire– y la rubia Rosamund Pike) y el preparado está listo para servir. No es que Johnny English recargado sea un desastre. Nadie hace el ridículo acá ni tampoco da para salir corriendo a pedir que devuelvan la plata. El problema es que en una propuesta de este tipo, en la que todo descansa sobre los gags, si éstos no se lanzan a repetición, entre uno y otro la sensación es de tiempo perdido. Y aquí, los gags que valen la pena son una media docena. A saber: 1) cierta esforzada técnica zen, que permite sobrellevar patadas en los testículos; 2) la privatización y esponsoreo de los servicios de espionaje; 3) el experto en balística del MI7, hecho pelota por los experimentos pifiados; 4) el brutal castigo a una pobre abuelita (que después se repite, cuestión de sacarle el jugo); 5) uno estilo Mr. Bean, con Atkinson subiendo y bajando sobre una silla de altura ajustable, en medio de una reunión de altos mandos, mientras a su lado el Prime Minister trata gravísimos asuntos de Estado; 6) el remate de la técnica antipatadas. Si con eso alcanza o no, cada uno sabrá.