Policías en la jungla del cliché Si un cliché se multiplica por tres se obtienen tres clichés. Es lo que hace el guionista de esta película con los protagonistas. Policías los tres, Richard Gere es el veterano que, mientras cuenta los días que le quedan para el retiro, al levantarse se toma un whisky y prueba un tirito de ruleta rusa. Sólo después del retiro se atreverá a comportarse como un héroe. O un justiciero por mano propia, si se prefiere. Ethan Hawke es el policía casado, al que el salario no le alcanza para cubrir las deudas. La plata extra la hace choreándoles la dirty money a los chorros que asesina. Don Cheadle es, finalmente, el infiltrado que tiene que empujar a una banda a un robo grande, para que sus jefes los agarren con las manos en la masa. Vive entre el miedo a ser desenmascarado y la culpa por lo que hace. Deudas, duelos, miedos, culpas y pecados carcomen a los tres: Los mejores de Brooklyn puede verse como versión policial de las películas de González Iñárritu y Guillermo Arriaga, en las que el mundo es La Perdición. Las mayúsculas van por el componente religioso, que se hace explícito. No sólo en las escenas en las que el personaje de Ethan Hawke se confiesa en la iglesia –un par de herejías lo confirman como creyente–, sino sobre todo por la larga y hemoglobínica secuencia final. Allí los tres cristos tienen sus respectivos via crucis y expiaciones por la sangre. Cristianismo + final de Taxi Driver x 3. Desde ya que todo es cargado, ominoso y oscuro en esta película. Como corresponde a las de la familia Iñárritu-Arriaga, los protagonistas no se conocen entre sí. Sólo al final la Providencia hará que sus caminos se crucen, esta vez no por medio de un accidente, sino del mero ejercicio de sus funciones. Hasta ese momento las tres historias se narran por separado, con el personaje de Gere cargando un duelo que le pesa demasiado, Hawke sobreactuando a su torturado deudor y el de Cheadle intentando que sus superiores lo saquen de ahí y lo manden de una vez a una oficina. Métrica y tensión narrativa no faltan: el director es Antoine Fuqua, que ya había hecho gala de ambas en Día de entrenamiento y Tirador, dos de las mejores muestras recientes del género. Su mano se ve en escenas magníficamente construidas, como la de presentación. Allí, por más que no pase nada, la lentitud y ritmo de unos travellings ondulantes avisa que va a pasar de todo. Del montón de cameos que la enriquecen (Vincent D’Onofrio, Lili Taylor, Will Patton) no puede dejar de destacarse la reaparición de la gran Ellen Barkin en el papel de superior despiadada, torciendo una vez más su boca mientras los ojos le centellean, como en los mejores tiempos. Pero no alcanza para levantar la prédica del guión, que pesa como una cruz de hierro.
El cartero llama otra vez Con un estilo sintético y bien meditado, la película que llega con dos años de retraso ensaya una relectura de aquel clásico de James Cain en el que el dinero lleva la voz cantante y donde, otra, vez, las cosas saldrán mal para el trío de Laura, Thomas y Alí. Escrita a la salida de la depresión económica de los ’30, los verdaderos protagonistas de El cartero llama dos veces no se llamaban Frank y Cora, sino Destino y Dinero. Versión libre y no acreditada, ambas fatalidades o deseos siguen siendo eje de Jerichow, opus 5 de Christian Petzold, uno de los nombres centrales en la renovación que el cine alemán produjo en los últimos años. Participante, dos años atrás, de la competencia oficial de Berlín, film de clausura del 11º Bafici, Jerichow es el primer film de este nativo de Westfalia en llegar a carteleras argentinas, reconvertido en Triángulo y transferido de 35 mm a DVD. En línea directa con la tragedia clásica, en la novela magna de James Cain la D de Destino predominaba ligeramente sobre la otra. Hija del siglo del materialismo, en la versión Petzold la que más pesa es, en cambio, la otra D: la de Dinero. “Si no tenés plata no podés amar”, le dice Laura (Nina Hoss, actriz fetiche del realizador y protagonista de la anterior Yella) a Thomas (Benno Fürmann, otro nombre estable de la troupe Petzold), cuando la tragedia se encamina a su último acto. También en sintonía con los tiempos, el marido de Laura no es dueño de una cafetería, como en El cartero..., sino de una cadena entera. Adecuado trasplante a la actualidad alemana, Alí (Hilmi Sözer) es turco y no griego, como lo era el Nick Papadakis del original. Y Thomas no es un vagabundo en busca de empleo, sino un ex soldado vuelto de Afganistán, a quien un acreedor de los pesados le incautó todos los ahorros y lo dejó tirado en el piso. Cuando le da una mano a Alí, tras cruzarse con él de casualidad (el factor estino), el hombre, agradecido, le ofrece trabajar para él. Lo que sigue siendo muy parecido es la pulsión sexual que lleva a Laura y Thomas a exponerse demasiado, aun sabiendo lo celoso y desconfiado que es Alí: el componente autodestructivo. También es la misma la idea que la rubia sediciosa –esclava, también ella, de la falta de dinero– inocula en el silencioso ex soldado. El estilo de Peztold es sintético, meditado y analítico. Autor del guión, el realizador de Fantasmas (2005) da la sensación de tener toda la película en la cabeza antes de rodarla. Nada de improvisación aquí: cada plano debe haber sido cuidadosamente mensurado, tanto en su concepción como en la composición y duración. En un par de ellos pasan trenes al fondo del cuadro. Parece una mera contingencia, pero es en verdad un modo de señalar aquella idea de repetición fatal, que la novela de Cain llevaba en el título. Un picnic bucólico sobre un acantilado a orillas del Báltico no hace más que anticipar, por contraste, la escena final, cuando Laura y Thomas ya se han puesto de acuerdo y nada saldrá de acuerdo a lo previsto. Pero no esta vez por obra del destino, sino de la mera astucia. Petzold acentúa la mezcla de rechazo y piedad que siempre suscitó, ante los amantes culposos –ante el espectador, por lo tanto–, el personaje del marido. El tipo llenará de moretones el cuerpo de la esposa, pero no deja de ser un inmigrante pobre. Consciente, por otra parte, del rol al que la sociedad alemana lo condena. La conciencia, castigo de agonista trágico. “Vivo en un país que no me quiere, con una mujer que compré”, dice, drenando una primera gota de bilis. Vía directa a un final que se toma, en relación con el original, todas las libertades del caso. Drama criminal más en los deseos que en los hechos, en Triángulo no asoma la más mínima representación del orden social, llámese policía, compañía de seguros, médicos o abogados. Parecerían no hacer falta: el dinero, la falta de él, los lazos que genera, tienen atados a víctimas y victimarios. Aunque aquí son todas víctimas, si se lo piensa bien. Los victimarios están fuera de cuadro.
Gran obra del prisionero de Gstaad Con impecable pulso narrativo, el cineasta dedica dos horas a una trama intrigante, con tanta paranoia como ironía. Para ello se vale de un elenco sin fisuras y de una forma que respeta la tradición del cuento de misterio a la inglesa. Desde sus primeras películas hasta El inquilino, con El bebé de Rosemary por apoteosis –sin excluir su brutal rendición de Macbeth, como tampoco la mismísima Barrio chino– lo que podría considerarse “núcleo duro” de la obra de Roman Polanski parecería cumplir una función semejante a la de ciertos juegos infantiles: la de sublimar o expurgar fantasmas internos, mediante su puesta en escena y representación. En momentos en que cumple prisión domiciliaria, a ese cuerpo de obra –representativo de lo polanskiano por excelencia– viene a sumarse ahora El escritor oculto, su película más reciente, editada por el realizador ya largamente septuagenario desde la cárcel y merecedora de un Oso de Plata en la última edición de la Berlinale. Pero la vida de Polanski también ha sido generosa en placeres, y el hombre siempre estuvo más cerca de la figura del playboy o el dandy que del artista torturado. Es así que El escritor oculto puede ser disfrutada como corresponde a dos horas de pura evasión. Claro que no se trata de cualquier forma de evasión, sino de una construida con el más clásico rigor, de modo que en medio del placer narrativo se filtra la sensación, ligeramente malsana, de que el mundo es una gigantesca conspiración. Conspiración de la que, como suele suceder en sus mejores películas, los simples mortales son víctimas. Basada en la novela The Ghost, del autor británico Robert Harris (quien escribió la adaptación junto con Polanski), hay por lo menos dos fantasmas en el opus 18 del realizador polaco. Uno es el protagonista, al que en créditos se identifica simplemente como The Ghost, que deberá funcionar como escritor en las sombras para un ex primer ministro inglés, deseoso de publicar sus memorias. El otro fantasma, cuya sombra pesa ominosamente desde la secuencia de apertura, es el del antecesor del escritor, que aparece misteriosamente ahogado cerca de la casa del político. Tiene un sello hitchcockiano esa escena inicial, con su pausada e indefectible construcción de un enigma, expresado en puros términos visuales. A bordo de un ferry un auto queda inmóvil, entre muchos que avanzan. La policía descubre que no hay chofer: en el plano siguiente su cadáver descansa sobre la costa. Un aire de sospecha se tiende sobre la siguiente secuencia, cuando el escritor sin nombre (un Ewan McGregor adecuadamente frágil) es citado a un meeting en una editorial. Todos los concurrentes parecen fachadas de otra cosa, como sucedía con los vecinos de El bebé de Rosemary. ¿Pura paranoia? Tal vez. ¿Injustificada? Eso está por verse. Lo cierto es que los modales, la voz aguardentosa y hasta la calva del representante de la casa matriz (irreconocible James Belushi) no son los del dueño de una editorial, sino los de un mafioso. Durante los restantes ciento veintipico de minutos se multiplica al infinito el mecanismo de diseminación de sospechas –palanca básica del género– establecido en esa escena. ¿Palanca básica de qué género? ¿El thriller a la americana? De ninguna manera. El escritor oculto responde a una tradición bien distinta, la del cuento de misterio a la inglesa. Tradición artesanal, elaborada con minucia de joyero, astucia de espía e ironía siempre latente. En ocasiones, manifiesta: prestar atención a la música de carrusel con que el compositor Alexandre Desplat comenta las acciones más tortuosas. Justo en el momento en que el escritor se pone al servicio del ex primer ministro Adam Lang (Pierce Brosnan), la televisión del mundo entero informa que el hombre, acusado de entregar en bandeja sospechosos islámicos para que la CIA disponga de ellos (referencia directa a Tony Blair, en quien Harris creyó alguna vez) será juzgado como criminal de guerra por el Tribunal de La Haya. De allí en más será muy espeso el clima que se respire en casa de Lang, apellido que en cine es sinónimo de conspiración. El bunker de Lang, para decirlo más precisamente. Como Los mil ojos del Dr. Mabuse, sus ventanales a la playa parecen pantallas de cinemascope. Escenarios abiertos a la representación. Es lógico: en esa casa todos dan la sensación de estar actuando. Desde la secretaria privada (esa máscara llamada Kim Catrall) hasta la agria esposa (Olivia Williams, conocida sobre todo por Rushmore). Pero sobre todo el dueño de casa, que antes de ser Prime Minister fue... actor, claro. Sin olvidar al encumbrado profesor de política internacional que vive del otro lado del río, tan respetable como cualquier villano hitchcockiano (inmejorable Tom Wilkinson). Cuando al final se descubra la verdad, los participantes de una fiesta parecerán, como los de El bebé de Rosemary, oficiantes de una misa negra, cuyo demonio lleva ahora las siglas de una agencia de espionaje. Allí, de pronto, todo indica que el héroe, hasta entonces perfecto ingenuo polanskiano, logrará dar vuelta el tablero. Para no llamarse a engaño convendrá recordar cómo suelen terminar las mejores películas del hoy prisionero de Gstaad.
Como en una novela de Manuel Puig En una mitad del film, la directora observa a su madre hacer lo que más le gusta: nada que sea considerado productivo. La otra mitad encuentra a esa octogenaria chusmeando con su cocinera y confidente (siempre fuera de campo), en un auténtico pas-de-deux verbal. Como en los pueblos del Oeste, en el ambiente del cine no es común la llegada de forasteros. Gente venida de otra parte, que irrumpe súbitamente. Mucho menos que esos forasteros vengan con un “factor cine” mucho mayor que realizadores de formación más formal. Opera prima de Kris Niklison, de Diletante no se sabía nada cuando desembarcó, un año y medio atrás, en la competencia argentina del Festival de Cine de Mar del Plata, ganando con toda justicia el premio mayor. Dueña de un múltiple background teatral (intervenciones en el Cirque du Soleil, obras propias, participación en alguna puesta de Dario Fo), la formación cinematográfica de Niklison se reducía, en cambio, a un papelito en la versión de La tempestad de Peter Greenaway y un curso en la escuela cubana de San Antonio de los Baños. Tal vez haya sido esa condición de extranjera la que, a la hora de encarar Diletante, la llevó a plantearse desde cero todo lo que da al medio su especificidad: qué mostrar y qué no, dónde y a qué distancia poner la cámara, cómo fragmentar el espacio y unir unos planos con otros, qué clase de relación establecer entre imágenes y sonidos. Como si hubiera tenido que (re)inventar el cine para cumplir lo que se proponía. Niklison se proponía lo que a algún distraído podría parecerle banal: filmar a la mamá durante unas vacaciones, con una cámara de video recién comprada. Una serie de retratos robados, antes que uno definitivo. Documental riguroso, de Bela Jordan no se sabe otra cosa que lo que se ve o se le oye decir. Octogenaria de carácter, dueña de rasgos firmes y sólidas arrugas, la señora tiene un campo en Sauce Viejo, Santa Fe, a orillas del Paraná. Se le adivina cierta alcurnia. Dice que su vida cambió a partir de la viudez. No le gusta trabajar, tiene gente que lo hace por ella. César se encarga de las tareas más pesadas. Se supone, porque tampoco es que se lo vea deslomarse. Cata se ocupa de las cosas de la casa. A César se lo ve, pero no se lo oye. Cata, lo contrario. Nunca aparece en cámara y sin embargo nunca deja de estar presente, gracias a los imperdibles diálogos sobre nada (Seinfeld, en versión documental y paranaense) que sostiene con Bela desde fuera de campo. La mitad de Diletante es un documental de observación, en el que Niklison observa a Bela hacer lo que más le gusta: nada que sea considerado productivo. “Cuando era chica mi papá me explicó qué era un diletante: alguien que sabe hablar, que sabe divertirse, pero que no trabaja. Desde ese día no quise ser arquitecta ni abogada: quise ser diletante”, le comenta Bela a Cata, mientras ejerce su oficio favorito con ayuda de libros, navegaciones de Internet y rompecabezas. “De chica, mi mamá me apoyaba el libro que estaba leyendo sobre la cola, para que sintiera su presencia”, había anunciado Niklison en la brevísima introducción, un par de minutos que dan a Diletante la condición de documental en primera persona. Durante los restantes 68 minutos, la primera persona desaparece detrás de cámara. La otra mitad de Diletante podría llamarse “documental de conversación” y consiste en un pas-de-deux verbal. Como escapadas de una novela de Manuel Puig, Bela y Cata chusmean. Chusmean sobre César, que parece que anda con novia nueva. Sobre dormir con ropa o sin ella. Sobre trabajar o no hacerlo. Sobre cómo montar la motosierra que Bela acaba de comprar. Sobre la muerte y cómo ahuyentarla. Elocuencia del plano cinematográfico: Niklison filma a la madre en gigantescos planos-detalle, tamaño que parecería obedecer más al deseo de conocer que a un parentesco puesto entre paréntesis. Se recorre palmo a palmo la piel de la mujer, se la muestra leyendo con lupa las letritas de la laptop, se captura un reflejo oportuno sobre sus anteojos. Arte del contrapunto. Contrapunto narrativo (el hombre que se ve y no se oye, la mujer que se oye y no se ve) y visual: a un plano de Bela lo sucede un atardecer sobre el río, a otro unos cardos, luego una cortadora de césped. Planos como comparaciones: piezas de rompecabezas, manchas de humedad sobre una pared. Desfases entre la imagen y el sonido: sobre el atardecer, los cardos o la cortadora irrumpen a toda orquesta, a voz en cuello, pasajes de un musical de Gilbert & Sullivan. Indicaciones de la presencia de una realizadora que toma decisiones infrecuentes. ¿Decisiones caprichosas? No parece: la estructura de Diletante responde a la más clásica y rigurosa simetría constructiva. Empieza con una marcha callejera –la gay parade de Amsterdam–, termina con un maratón acuático, la carrera de natación Santa Fe-Coronda. Allí, un contraplano permite que el saludo de Bela Jordan a los concursantes funcione como despedida del espectador. Planos-detalle, fuera de campo, contrapuntos, simetrías, arte del montaje. El cine redescubierto por una recién venida que no parece haber llegado al pueblo para irse pronto.
Volver a empezar El único miedo de las películas de miedo actuales es el de perder plata, que tienen los que las hacen. Por eso van a lo seguro, a lo conocido, sin darse cuenta de que si hay algo con lo que es imposible asustarse, es justamente con eso. A lo largo de ocho películas la audiencia llegó a familiarizarse hasta tal punto con Freddy Krueger, que sus hacedores terminaron, en las dos últimas de la saga, tomándoselo a la chacota y parafraseándolo. Quince años más tarde todo vuelve a empezar de cero, como si nada, con lo que apunta a inaugurar una modalidad temible: la remake no de una película, sino de una saga cinematográfica entera. Bienvenidos al imperio de lo familiar, con Pesadilla en la calle Elm, remake de la primera de todas. ¿Primera de la nueva serie? La recaudación de la semana de estreno en Estados Unidos indica que así será. Así que a prepararse para no asustarse. Lo mismo que antes, pero para una nueva generación (la original es de 1984, prehistoria pura para los chicos de 20), la nueva Pesadilla es básicamente un calco de la vieja, con Freddy luciendo los mismos dedos de cuchilla, el mismo sombrero, el mismo pulóver a rayas, el mismo rostro de prepi-zza. La premisa sigue siendo la misma: el tipo te persigue en sueños, así que más vale no te vayas a quedar dormido. El café no alcanza, razón por la cual uno de los chicos aporta las anfetas que le recetó el médico (ya se sabe: los médicos yanquis curan los trastornos de personalidad con pastillas). Uno se duerme y es atravesado, a otra le va mal en la cama (no en sentido sexual sino mortal; todo es aquí tan casto como en la saga Crepúsculo) y finalmente queda una parejita, que se prepara a resistir con pastillas y una espada. Las escenas de mayor espectacularidad están clonadas de la original: la pared blanda que se adapta a la forma del monstruo, una chica que se revuelve en el aire como Linda Blair, la escena del baño de inmersión con las manitos asomando. Una pregunta: ¿Cómo puede ser que una de las víctimas grite en sueños, y sin embargo no se despierte? Efecto de las pastillas, tal vez. Consecuencia de la repetición, todo es mucho más mecánico y rutinario, todo asusta menos. Con la excepción de un par de degüellos (uno al comienzo, otro al final), el gore está tan expurgado como el sexo. Hablando de sexo y en consonancia con los terrores de la época, además de vengador (culpa de los padres de los chicos), Freddy es aquí abusador infantil. Al monstruo lo encarna Jackie Earle Haley, un tipo que a cara descubierta mete miedo (ver Watchmen, La isla siniestra) y con máscara de Freddy, paradójicamente no.
Perversos juegos de infancia A una tradición que en literatura se asocia con Silvina Ocampo y en cine a la dupla Leopoldo Torre Nilsson/Beatriz Guido, viene a sumarse ahora, de modo francamente excéntrico, el debut de Sofía Mora, premiado en la última edición del Festival de Mar del Plata. Hay una tradición argentina que no mira a la infancia como fuente de toda inocencia sino como zona oscura, ligeramente tortuosa. Una zona de encierros, de casonas, de habitaciones vedadas, de secretos mantenidos o descubiertos, de acechanzas probables o imaginadas, de juegos bastante perversos. A esa tradición, que en literatura recibe los nombres de Silvina Ocampo (sobre todo) y Julio Cortázar (en algunos cuentos) y en cine, los de la dupla Leopoldo Torre Nilsson/Beatriz Guido, viene a sumarse ahora, de modo francamente excéntrico, La hora de la siesta, ópera prima de la treintañera Sofía Mora, que en la última edición del Festival de Cine de Mar del Plata ganó el premio a Mejor Película Latinoamericana. Acentuando aquellas ligazones y una notoria voluntad de desprendimiento de la época y contexto en los que la película se inscribe, Mora filmó La hora de la siesta en blanco y negro. Lo cual contribuye a darle carácter atemporal. Y también el de un sueño, ligeramente enrarecido o desvelado. Si la protagonista cierra los ojos, al comienzo y al final, parece menos para soñar que como forma de poner distancia con lo que la rodea. La rodean la muerte, el mundo adulto, una parentela incómoda. El padre de Checa (Belén Poviña) y el Flaco (Elías Maidanik) acaba de morir, y lo velan en la casa familiar. “¿Tu mamá duerme ahí?”, señala un pariente, incrédulo, cuando los chicos le dicen que la madre hace la siesta en la habitación del féretro. “Andá a buscar unos sandwichitos, que yo agarro los cigarrillos y bajo”, le dice Checa, que tendrá unos doce, a su hermano menor, que andará por los nueve o diez. “¿Verlo?”, pregunta Checa cuando alguien pide que habiliten el féretro para que los parientes “puedan verlo por última vez, y todos contentos”. “¿Contentos?”, se extraña el Flaco, a quien la alegría le suena coherentemente inapropiada. “¡No me toques!”, esquiva Checa el pegajoso saludo de una tía (“la de bigote”, especificó el Flaco un rato antes) y ambos escapan con sandwichitos y cigarrillos clandestinos. Si en esa primera parte el velorio y el encierro imponen una viscosa sensación de malestar, al salir a la calle todo parece abrirse. Como la propia tarde, que es de martes pero, por lo vacía, parecería de sábado. “¿Hoy es martes 13, no?”, pregunta el Flaco, y Checa corrobora. Caminan sin rumbo, descubren una calesita vacía (pero con la música extrañamente encendida), Checa explica en qué consiste el escepticismo y lo ejerce, despotricando por primera vez contra “los yanquis”. Que inventaron, entre otras, la mentira esa del viaje a la Luna y la del Día del Amigo. Entran a una iglesia también despoblada, ven a un tipo que se sube al altar, suben al campanario, siguen a un ovejero alemán que los lleva hasta la casa de un lejano ex pretendiente de ella. El pretendiente se llama Genaro di Pasquale (Francisco Arena), tiene la cara llena de granos, pesa más de cien kilos y se presenta con un “papagayo” de plástico en la mano: la madre no puede moverse de la cama, él es el único en condiciones de atenderla. El gordo Genaro transpira tanta morbidez como la enorme casona en la que vive, y que está más o menos en las condiciones en las que estaría, hoy, la de La casa del ángel: semiderruida, corroída por la humedad, con el baño inundado. Morbidez es lo que signa la tercera y última parte de La hora de la siesta. Checa cuenta que tanto ella como su hermano se hacen pis en la cama, comenta que Genaro cultiva la pornografía por Internet, Checa y Genaro juegan a una mancha para la que parecen demasiado grandes (o demasiado chicos, según cómo vaya a terminar el jueguito), ella finalmente se borra. “Frígida asquerosa, puta de mierda”, putea el gordo por lo bajo. “Puto”, masculla ella como para sí misma, al salir de la casa. Con actuaciones adecuadamente hieráticas por parte de los tres protagonistas (todos ellos generan más incomodidad que piedad o empatía) y una prístina fotografía en blanco y negro de Diego Poleri y Matías Iaccarino, La hora de la siesta es algo que se ve poco: una película de sensibilidad y sentido nunca del todo apresables, que no parece tener relación aparente con otra clase de cine que se practique en la época, aquí o en cualquier parte. Un mundo propio, capaz de trocar sordidez flou por lirismo dark en cuestión de segundos (la escena del campanario parece una versión infantil de Vértigo), sin dejar de ser fiel a sí misma. Y a ninguna otra cosa. Habrá que seguir con atención, de aquí en más, a Sofía Mora, una intrusa muy en condiciones, por lo visto, de seguir produciendo extrañeza.
El realismo social y el niño con alas de pollo “Cada película en contra de la anterior”, parecería ser el lema de François Ozon. Uno de los contadísimos cineastas europeos capaces de mantener el ritmo de una película por año, al realizador de Vida en pareja le gusta pasar de la ambigüedad casi impalpable de Bajo la arena al artificio absoluto de 8 mujeres, de allí al ejercicio policial de La piscina, luego al drama íntimo de El tiempo que pasa y más tarde a la Inglaterra eduardiana de la aquí inédita Angel (2007). Le estaba faltando a Ozon una incursión en el fantástico y ese lugar viene a ocuparlo Ricky, fábula de un chico con alas. Como al realizador también le gustan las rupturas (los soliloquios musicales de 8 mujeres, la narración “hacia atrás” de Vida en pareja, las trampitas argumentales de La piscina), su opus 10 hace chocar el capriccio fantástico con el realismo social. El problema es que ni el propio Ozon parecería saber muy bien qué hacer con eso. “¿Qué te sirvo?”, pregunta Paco, señalando el pollo que ocupa el centro de la mesa, y Lisa pide el ala. Habrá que esperar un buen rato para verlo como un chiste. Durante la primera media hora o cuarenta minutos, Ricky incursiona en lo que podría denominarse “film familiar-proletario”. El tiempo restante es una suerte de farsa realista-mágica, más motivada –daría la impresión– por la voluntad de experimentar que por una idea clara de para qué. Madre separada, Katie (Alexandra Lamy) conoce a Paco (Sergi López) en la fábrica de cosméticos donde trabaja, y un rato más tarde se están echando un quickie en el baño. De allí a llevar al novio español al departamentito donde Katie vive con Lisa, su hija de 7 años (Mélusine Mayance), un solo paso. Después, los dolores en el bajo viente, la internación y el nacimiento del regordete, a quien un día le descubren unos manchones debajo de los omóplatos. Unas semanas más tarde, los manchones devienen protuberancias, las protuberancias se hacen cartilaginosas y antes del año Ricky estará haciendo chocar el tremendo par de alas contra el cielo raso. Que en un momento Ricky parezca apuntar al más tortuoso drama de abuso infantil (cuando Katie le atribuye a Paco los moretones del bebé), y que unas escenas más tarde a los clientes de un supermercado se les caiga la mandíbula cuando ven pasar al nene (como si Ricky fuera Baby Superman), revela hasta qué punto la cosa se le va de las manos a Ozon, que según dicen se tomó bastantes libertades con el relato en el que la película se basa (Moth, de la escritora británica Rose Tremain). Como un Cronenberg a medio camino, las alas del nene evocan las bandejas de una pollería, antes que cualquier incursión en la más babeante angelología cinematográfica. Por lo demás, a todos los efectos la película se mantiene fiel al realismo social-familiar. Salvo cuando a la mamá se le resbala la cuerda y el nene levanta vuelo como un globo aerostático, claro. Algo que Ozon parecería observar desconcertado, como si en lugar de factótum de la película fuera un transeúnte más, perplejo pero ligeramente aburrido.
La autoparodia del hombre de hierro Con todos los condimentos necesarios para un superhéroe de Marvel, este Iron Man multiplica héroes, villanos y subtramas, que por momentos agregan encanto y en otros sólo confusión. Pero eso no impide disfrutar el despliegue de batallas y choques hi-tech. Se sabe: no hay superhéroe de la Marvel que no sea débil. Para ellos, el don es la condena. Pero la debilidad de Tony Stark es más de fondo que la de sus colegas: si es un héroe, es sólo porque se enfrenta a tipos peores que él. Playboy fanfarrón, showman mediático, heredero asquerosamente rico de la más poderosa corporación armamentística del planeta (la barbita candado, la piel tirante y el peinado lo confirman como versión blindada de Ricky Fort), el peor que él de la primera parte era su segundo, que vendía armas a los terroristas afganos. En Iron Man 2, los que le posibilitan ser el bueno y no el malo de la película son un senador pusilánime y, sobre todo, un competidor que a lo único que aspira es a ser como Stark, pero peor. Ellos, y su talón de Aquiles: el generador insertado en su pecho, que le permite seguir viviendo mientras lo mata de a poco, producto de la alta toxicidad. La diferencia con su homólogo tinelliano es que de entrada nomás, Stark, saliendo del closet, dice por TV: “Sí, soy Iron Man”. Escrita por Justin Theroux (actor de El camino de los sueños e Imperio, de David Lynch; coguionista de Una guerra de película) y dirigida nuevamente por Jon Favreau, Iron Man 2 es a la vez una superproducción y su parodia. Los códigos de la secuela la llevan a funcionar por multiplicación; los de la parodia, a comentarse sarcásticamente a sí misma. Stark (Robert Downey Jr.) no tiene un archienemigo, sino dos y hasta tres. A su secretaria le suma ahora una secretaria de la secretaria. Su ladero fiel se convierte en rival (por un rato). Las figuras paternas también se duplican, entre el padre biológico y una especie de protector que asomaba en la primera parte y ahora lo hace más decididamente. Uno de sus archienemigos es Ivan Vanko, su doble simétrico (el rostro de Mickey Rourke indica que debe estar preparándose para hacer de Genghis Khan). Si Tony es yanqui, Ivan es ruso. Si Stark es un ingeniero genial, Vanko es un físico genial. Si Stark vive bajo la sombra del padre, otro tanto sucede con Vanko, cuyo progenitor emigrado fue despedido por Stark Sr. Pero sobre todo: si Stark es Iron Man, a la muerte de Vanko Sr. Ivan se fabrica su propio traje artillado y marcha a Occidente, donde intentará cortar al otro en pedacitos. En una película de duplicaciones, no es raro que Stark tenga un segundo doble. Se trata de Justin Hammer, dueño de la corporación rival (Sam Rockwell), que cuenta con apoyo del poder político. Carcomido por la envidia, Hammer pretende que Vanko se convierta en algo así como su director artístico. Para ello lo pone al frente de un ejército de drones, suerte de Iron Men multiplicados al infinito, con los que aspira a reemplazar a las Fuerzas Armadas de los EE. UU., convirtiéndose en Dictador Universal. Entre propulsiones a chorro, rayos repulsores, ondas magnéticas, armaduras y el tachín-tachín generado por el hierro, la maza y el martillo, la proliferación de tramas parece tan fuera de control como los drones de Hammer. Es una lástima que el personaje de Rourke quede subsumido por el hombre de apellido de martillo, ya que el escarbadientes que el actor del rostro variable chupa toda la película y los monosílabos que escupe en ruso son dos de los grandes placeres de esta segunda parte. Ni qué hablar de la secretaria-espía de Scarlet Johansson y el Nick Fury de Samuel L. Jackson, llamados a engordar la trama con desvíos que dispersan y confunden. Si hay una escena que muestra hasta qué punto esta Iron Man funciona como parodia de sí misma es la pelea entre Stark y su fiel Rhodie. Voz de la conciencia del descontrolado ricachón, Rhodie (Don Cheadle) llega a casa de Stark y lo encuentra fiesteando, con la armadura puesta. Descuido imperdonable. Que la corte, que no la corto nada, Rhodie se va y vuelve con armadura puesta. Se trenzan de tal forma que terminan tirando la casa abajo. Una desmesura sumamente disfrutable, pero que genera el pequeño problema de que después de eso –se sospecha– no habrá escena culminante que pueda ir más allá. Y no la hay.
El arte de armar la vida a pedazos El film de Smirnoff no parece creer en grandes causas ni rupturas extremas, sino en pequeñas zonas liberadas: para ello cuenta con el notable trabajo de María Onetto, protagonista “cantada” de una historia que elude los estereotipos. En cine, cuando las mujeres casadas quieren liberarse del yugo matrimonial suelen recurrir a una de tres herramientas: el sexo, la droga o el rock and roll. O las tres juntas. El caso de María del Carmen es distinto, ya que se encuentra a sí misma en los rompecabezas. Algunos dirán que es poca cosa. Rompecabezas, ópera prima de Natalia Smirnoff, sugiere que no hacen falta grandes cosas para hallar un espacio propio. Ensamblar mil o dos mil piezas tal vez sea suficiente. Suerte de épica íntima de baja intensidad, la película de Smirnoff –que ganó un premio en San Sebastián 2009 y participó de la competencia oficial de Berlín 2010– no parece creer en grandes causas ni rupturas extremas, sino en pequeñas zonas liberadas, construidas de modo que al resto del mundo tal vez le pase inadvertido. Si a la realizadora le hubiera interesado subrayar la línea que en el cine argentino de las últimas décadas lleva de la gesta heroica al cambio diminutivo, Rompecabezas podría haberse llamado Un lugarcito en el mundo. Diminutivo, pero significativo. Parece haber una correspondencia entre Smirnoff –a quien debutar como realizadora le llevó 37 años y una carrera entera como asistente de dirección y directora de casting (en La ciénaga, La niña santa, El otro y Cama adentro, entre otras)– y su heroína, que en el cumpleaños Nº 50 descubre que lo suyo es juntar piezas y armarlas. Como los grandes descubrimientos, el de ella –que tal vez no lo sea– es producto del azar: mientras sirve saladitos y canapés, un plato se le cae al piso y se rompe. En lugar de tirar los restos a la basura, María del Carmen (María Onetto) los recoge, los pone uno al lado de otro y los observa. No es raro que a la hora de abrir los regalos, el que más le llama la atención sea uno de un negocio llamado Puzzlemanía. A partir de ahí todo se arma de a pedacitos: un rompecabezas de 100 piezas en el súper, después uno de 500, el primero de 2000, el ingreso a Puzzlemanía como a un templo pagano, el aviso del tipo que busca pareja para competir en un campeonato, las prácticas precompetitivas en casa del desconocido. ¿Que de allí en más da la sensación de quemar etapas demasiado rápido? Eso es posible, sí. El aspecto de galán maduro de Roberto (inevitable Arturo Goetz), la robe de chambre que luce una mañana como al descuido y su cortesía de altri tempi, sumadas al nerviosismo de María del Carmen, sus miradas desviadas, su curiosidad latente, le adosan desde un comienzo a la iniciación lúdica de María del Carmen una incógnita sexual. Autora también del guión, Smirnoff no cae sin embargo en oposiciones fáciles. La de marido jurásico + familia carcelaria vs. príncipe azul, por ejemplo. Ama de casa barrial, aparentemente sin inquietudes y con un dejo de insatisfacción (la de María Onetto es una elección “cantada”), María del Carmen podría identificarse con el prototipo de mujer sometida. La escena más dolorosa es, de hecho, una en la que la mujer está por poner en el carrito de compras un rompecabezas que la tienta, y ante la mínima objeción de su marido Juan (Gabriel Goity) lo deja, como haría un chico tímido con un papá severo. Contrariando el estereotipo de macho dominante, Juan la insta, sin embargo, a que lo lleve. Clase media del conurbano, la familia de María del Carmen es una atada a roles tradicionales. El es el macho proveedor, ella cocina, los hijos están por abrirse de casa. Frente a ese mundo, el ambiente del puzzlismo profesional, que la película pinta como bastante tilingo, le suma un escollo de clase a María del Carmen. Manteniendo un tono de ironía sofocada, Smirnoff mantiene a raya tanto la posible mirada condescendiente como la caricatura fácil. Roza, sí, cierto costumbrismo paratelevisivo (la suegra metida de Henny Trayles, la empleada de locutorio de Mirta Wons), pero el tono asordinado que impone al relato le permite zafar de él. Ligeramente ridículo puede resultar Juan cuando le dice a María del Carmen, como mal actor de teleteatro, “gusto de vos... mucho”. Pero sus miradas cálidas y acercamientos en la cama confirman que, lo diga como lo diga, lo que dice sigue siendo cierto. En cuanto al tema de los roles, a Juan no le hace mucha gracia que la nueva obsesión de María del Carmen la lleve a descuidar las tareas de la casa. Pero tampoco es que él y los hijos dejen de apoyarla. ¿Una película que desconfía de las rupturas y apoya, en su lugar, las conciliaciones? ¿Por qué no, si eso es bueno para la protagonista? María del Carmen no busca patear el tablero, quizá no lo necesite. Sí reacomodar las piezas, rearmarlo ligeramente. Para desarmarlo, tal vez, y volverlo a armar. Lo mismo hace Smirnoff en una puesta en escena que, con coherencia sin alardes, arma con predominancia de planos cortos. En ellos el espacio da la sensación de fragmentarse, no para romperse sino para recomponerse al plano siguiente. No será una estética extrema la de Smirnoff, pero tampoco lo es su heroína.
Ejemplo del cine arty de alta gama Puntapié inicial en dirección cinematográfica para el reputado diseñador de vestuario texano Tom Ford, Sólo un hombre parece concebida como la confección de un traje a medida. Encuadres cuidadosamente pespunteados, imágenes de buena caída, la exacta traslación de un modelo bidimensional (el guión) a su hechura en tres dimensiones (la película). El corte resultante luce como inevitablemente debía lucir: calculada, impecable, elegantísima, inerte. Tal vez el motivo de su participación en competencia oficial en el Festival de Venecia, en septiembre pasado, haya sido que, con ese pelo cuidadosamente recortado y esos anteojos de celuloide, grandes y negros, Colin Firth parece una cita viviente de Mastroianni en 8 y ½. Es lógico que sea así: basada en una novela del escritor británico Christopher Isherwood, Sólo un hombre transcurre en 1962, un año antes que la película de Fellini. Ganador de un premio en Venecia y nominado al Oscar por este papel, Firth es aquí George Falconer, uno de esos profesores universitarios de Letras a los que el cine suele imaginar contenidos, suavemente irónicos y reprimidos. George, menos que otros: basta que un alumno de mechón sobre la frente y pulóver de angora lo presione un poco, para que Falconer (apellido que remite a John Cheever, tal vez por eso del closet) se bañe con él de noche, a orillas del Pacífico. Profesor en un college de Los Angeles, por más que se permita esas distracciones, Falconer viene de sufrir una pérdida de la que no logra reponerse: la de su amado Jim (Matthew Goode, que ya en Match Point parecía el suplente de Rupert Everett), en accidente automovilístico. La única compañía que le queda a Falconer es su amiga Charley (Julianne Moore), ricachona piola, británica como él, que además es su vecina. Y la única capaz de lograr que el circunspecto profesor se saque el saco, se despeine un poco y baile un rato a gogó un rhythm and blues de John Lee Hooker. Pero no en público sino en el living de la supercasa de Charley. Esclavos del chic modernista, parecería que todos tienen supercasas aquí. La del protagonista, construida por su novio arquitecto, es una suerte de avanzada japonesa en Santa Monica, llena de líneas rectas, grandes ventanales y puertas corredizas. No es que el duelo que atraviesa Falconer no se sienta (primeros planos sobre su rostro, eventualmente sobre una lágrima, permiten hacerlo) sino que queda subsumido en la elegancia general. Particularmente reveladora es la escena en la que, disponiendo su suicidio, George echa sobre la cama un traje gris, una camisa blanca cuidadosamente planchada, una corbata gris plomo, estudiando la gama de su traje fúnebre. Prototipo de lo que podría llamarse “cine arty de alta gama” (algunas películas de James Ivory, films como Las horas y adaptaciones literarias varias sirven como ejemplo), que el personaje esté obsesionado con la muerte (la de su pareja, la suya, la muerte como fin) luce perfectamente en consonancia con una puesta en escena como pensada por el equivalente fúnebre de una wedding planner. Luce: ésa es la palabra clave aquí.