Retrato cercano del rey de la coca Aunque no llega a formalizarse como el gran documental que podría haber sido, el film en el que el hijo de Pablo Escobar recuenta tiempos pasados y una inesperada paz con los hijos de las víctimas del capo narco consigue momentos de alto valor. En lugar de vengarlo y sucederlo, el hijo del Rey del Narcotráfico se reúne con los hijos de los hombres a los que su padre asesinó para pedirles perdón y hacer las paces. Es una de esas historias por las que cualquier realizador vendería su alma, con tal de filmar en vivo. El argentino Nicolás Entel no la vendió, que se sepa, y pudo filmarla. Crónica del acercamiento de Juan Pablo Escobar (hijo de Pablo, mítico líder y fundador del Cartel de Medellín) a los hijos de Rodrigo Lara Bonilla y Luis Carlos Galán –hijos del ministro de Justicia y del candidato presidencial a quienes su padre mandó matar–, Pecados de mi padre es esa película que nueve de cada diez documentalistas quisieran haber podido filmar. Es esa película y otras. Entre ellas, un retrato público e íntimo del Rey de la Coca y una crónica del exilio de Juan Pablo en Argentina, donde pasó a llamarse Sebastián Marroquín. Lo que Pecados de mi padre no llega a ser es el gran documental al que por tema, personajes y motor narrativo parecía destinado. Algunas decisiones erradas, alguna ambición desencaminada tal vez, se lo impiden. Aun así, sigue siendo el embrión de varios grandes documentales posibles, y eso no es poco. Pecados... es, antes que nada, la larga, audaz, tenaz gestión de una historia por parte de Nicolás Entel (Buenos Aires, 1975). Desde que se enteró de que el hijo de Pablo Escobar Gaviria vivía en Argentina bajo nombre falso, Entel se propuso contar su historia y la de su padre, a través de sus ojos. Los hechos indican que no se conformó con contarla: intervino en ella, la impulsó, de algún modo escribió su guión. ¿Cómo? Allegándose a Juan Pablo Escobar, exiliado aquí desde mediados de los ’90 y por entonces (mediados de la década siguiente) cercano a los treinta. Alentándolo luego a regresar, si no a su país (donde su cabeza tenía precio, puesto por el Cartel de Cali), al menos hasta la frontera con Ecuador. Aprovechando luego la iniciativa de Escobar (h.) de intentar un acercamiento con los hijos de las víctimas más encumbradas de su padre. Filmando en vivo, finalmente –conclusión tan redonda como las que toda película de Hollywood aspira a encontrar, pocas veces con fortuna– una paz de altísimo valor simbólico, teniendo en cuenta que al día de hoy en Colombia las diferencias se siguen resolviendo con la muerte del otro, como un cartel final se ocupa de recordar con acierto. Llevada por las varias líneas de relato, Pecados de mi padre se narra en dos tiempos. En presente, Sebastián Marroquín/Juan Pablo Escobar cuenta a cámara su novela familiar, y al mismo tiempo comienza a elucubrar una reconciliación se diría que imposible. Ese relato dispara, a su vez, una narración en tiempo pasado –la de Escobar, su familia y su consumación como capo del narcotráfico– en base a material de archivo. De alto valor documental, ese material es tanto fílmico (de noticieros, pero también películas caseras) como, sobre todo, de audio. Puede escucharse al capo dar órdenes de muerte, tramar crímenes políticos y hablar por teléfono con los suyos “30 segundos antes de su muerte”, según indica, casi con orgullo, un cartel sobreimpreso. Si la novela del hijo es de reparación, construcción y sensatez, la del padre oscila, como era de esperarse, entre el thriller político-criminal, el biopic del poderoso y el delirio tropical. La conversación en la que Escobar llama a “prender fuego a las casas de los políticos”, las imágenes de elefantes, hipopótamos y cebras de su zoológico privado y las fotos de la cárcel VIP que él mismo mandó a construir –para ser único huésped durante los trece meses que precedieron a su fuga– son momentos privilegiados de esa novela. La sensación de que la parte que tiene que ver con la reconciliación entre los Escobar, los Lara Bonilla y los Galán podría ser una noticia autoconstruida –como las guerras de Charles Foster Kane– lleva a poner cierta distancia. Ingenuidades narrativas y políticas acentúan el distanciamiento. Esto sucede, notoriamente, cuando el relator en off atribuye al asesinato, por parte de Escobar, del líder liberal Luis Carlos Galán, “el fin de la esperanza para Colombia”, asignando a Galán el lugar de “líder de masas”, como si se lo hubiera confundido con un líder populista de los ’50. Se habló de relator en off: créase o no, Pecados... acude a esa figura perimida, usándola del modo más televisivo y unanimista imaginable. “Colombia”, dice el relator en off al comienzo, sobre imágenes de... Colombia, antes de lanzarse a una suma de todos los lugares comunes, que hacen pensar que se perdió el rumbo, yendo a parar a Discovery Channel. Por suerte, no toda la película es así. Lamentablemente, el fantasma del audiovisual televisivo nunca desaparece del todo, en el que pudo haber sido un gran documental y se quedó a sus puertas.
Estupidez militar, estupidez de Hollywood Si el disparate no funciona como exageración, distorsión o inversión de lo real, no causa gracia ni tiene sentido. Una cosa es que Harpo Marx saque colecciones enteras de anticuarios del bolsillo de su sacón, que Jerry Seinfeld deje a una chica lindísima porque tiene manos de hombre o que un tipo llamado Brüno invente un sistema de sodomización por catapulta y otra muy distinta que un presunto psíquico se distraiga en medio del desierto iraquí, queriendo disolver una nube con la fuerza de su pensamiento y a cambio de ello choque contra el único pilote en varias hectáreas a la redonda. Esa es la clase de cosas que, se supone, deberían dar risa en Hombres de mentes, que pretende satirizar la estupidez militar y lo único que termina satirizando, sin quererlo, es la estupidez hollywoodense. Lo más increíble es que la película dirigida por Grant Heslov –un ex actor que escribió y produjo, para George Clooney, Buenas noches y buena suerte– se basa en un libro. No una novela disparatada, sino la crónica de un verdadero experimento psíquico –afirma el autor, un tal Jon Ronson– que el ejército de los Estados Unidos habría llevado adelante hacia fines de los ’70, con la intención de dar a luz un ejército de guerreros-jedi, capaces de derrotar al adversario con sólo concentrarse y hacer fuerza con el entrecejo. La cuestión no es que haya sido verdad, sino creérselo. Aunque sea para despatarrarse de risa. Es difícil hacerlo cuando el horizonte al que apuntan el guionista Peter Straughan, Heslov y un elenco de caricaturas se reduce a ridiculizar lo que ya de por sí es ridículo. Es ridículo el periodista que investiga el asunto en el presente (Ewan McGregor), a quien su mujer metió los cuernos con un tipo de brazo mecánico. Es ridículo el presunto dueño de superpoderes y ex guerrero del Ejército de la Nueva Tierra (George Clooney, en registro semejante al de El amor cuesta caro, olvidable anticomedia de los hermanos Coen), que vive haciendo papelones. Y es ridículo, claro está, el fundador de ese ejército (Jeff Bridges, una vez más salvando a un personaje imposible), milico que un día tuvo una iluminación y se volvió hippie. Pensándolo bien, ¿no será una cargada a James Cameron? No, porque en ese caso sería gracioso. ¿O el chiste será que el personaje de Clooney le explique qué es un Jedi a Ewan McGregor, que hizo de Obi Wan Kenobi en Episodio 1, 2, 3 y 5.000? ¿O que el gran Bridges hace aquí la versión milica de Jeff Lebowski? Jajá, qué gracioso...
La obra de un enrarecedor del cine A partir del cuento “Button, Button”, de Richard Matheson, el director de Donnie Darko construye un relato en el que abundan las subtramas, a cual más inquietante: para ello cuenta con el invalorable aporte de Frank Langella y Cameron Diaz. Con su debut a los 26 años, el nativo de Virginia Richard Kelly generó un culto instantáneo, fusionando angst adolescente, sátira social, cine catástrofe y delirio lynchiano, en una bomba de fragmentación cinematográfica llamada Donnie Darko (2001, inédita en Argentina). Un lustro más tarde, Kelly pasó del culto a poco menos que el escarnio público, de la mano de la aparatosa desmesura de Southland Tales, editada en Argentina en DVD con el título Las horas perdidas. Ahora Kelly presenta la que aspira a ser su película más “normal”, producida en el seno de la industria con ambiciones de masividad. Que La caja mortal esté muy lejos de lo que puede considerarse normal, industrial y masivo es típico de este verdadero enrarecedor cinematográfico llamado Richard Kelly. La primera de sus películas que no parte de material propio, The Box está basada en el cuento “Button, Button”, publicado a comienzos de los ’70 por el gran Richard Matheson. Sólo basada: amante de las proliferaciones, al cuento de Matheson, Kelly le superpuso varias líneas de relato. El resultado es bastante más arborescente que el original, variante del mito fáustico en general y del clásico cuento fantástico La pata de mono en particular. Una mañana luminosa, alguien deja un paquete en la puerta de la casa del matrimonio Lewis, integrado por Norma, profesora de literatura (Cameron Diaz), y Arthur, ingeniero aeronáutico (James Mardsen). El paquete contiene una caja, la caja tiene un botón. Al día siguiente, el remitente, un tal Arlington Steward, que perdió un pedazo de cara en un accidente (Frank Langella, siniestro e imponente, como de costumbre), les explica cómo funciona la cosa. Sólo tienen que apretar el botón para recibir un millón de dólares. Pero, claro, cuando lo hagan, en otra parte del mundo alguien morirá. En proverbial decisión a contramano, Kelly convirtió esta fábula moral en autobiografía, poniendo a sus padres en el papel de los protagonistas y ubicándola en 1976, un año después de su nacimiento. El padre de Richard trabajaba en la NASA y soñaba con viajar a Marte: otro tanto sucede con Arthur. La madre sufrió un absurdo accidente que le dejó un pie mutilado, y eso le pasa a Norma aquí (virando de la preocupación a la angustia, de la angustia a la culpa y de la culpa al autosacrificio, Cameron Diaz se constituye en centro emocional del relato). En qué ayudan a la película esas subtramas es la clase de cuestiones que Kelly no suele plantearse. Mientras tanto la línea principal crece en sus alcances, con Langella funcionando como espía y demonio a la vez, a cargo de un ejército de autómatas que practican ritos extraños. Es como si La pata de mono derivara en Los usurpadores de cuerpos, tras hacer escala en Ultimátum nuclear. ¿Es La caja mortal un desastre de proporciones? Sólo, tal vez, para los puristas del guión. Pero una película es siempre más que eso y La caja mortal logra ser inquietante (¿quién es esa gente que asoma por las ventanas?), desconcertante (¿qué son esas maquetas que de pronto cobran vida?), grotesca (¿cómo es que Steward parece escapado de un retrato de Francis Bacon?), curiosa (¿a qué se debe esa epidemia de hemorragias nasales?), extraña (¿quién es ese alumno de Norma, que de pronto aparece como camarero en una fiesta?), pretenciosa (¿por qué se cita tanto a Sartre?) y francamente siniestra (¿realmente los Lewis van a terminar asesinándose entre ellos?). En otras palabras, cuando se ve La caja mortal pasan cosas. Y eso no es algo que suceda seguido en el cine.
Lupa hiperrealista sobre lo cotidiano Phil y Claire están convencidos de ser “un aburrido matrimonio de New Jersey”. ¿Se están muriendo en vida? Algo así. Pero en esta nueva “fábula de rematrimonio”, la pareja se reconquistará tras atravesar una conmoción monumental. ¿Qué razón habría para ir a ver una comedia mainstream dirigida por Shawn Levy, cuyos antecedentes se reducen a un par de olvidables remakes (Más barato por docena, La Pantera Rosa) y a las vacuas y aparatosas Una noche en el museo y Una noche en el museo 2? Ninguna... Momentito, que hay una. Y de peso, como que se trata de Tina Fey, heredera genuina de los grandes del género, ex guionista de Saturday Day Live, factótum de la extraordinaria serie 30 Rock y guionista de la muy buena película Chicas pesadas. Aunque aquí sólo actúe, podría apostarse que metió mano en cada línea de diálogo. Otra razón es Steve Carell, claro, que tendrá cara de piedra, pero también muy buen timing para la comedia. También están Mark Wahlberg, James Franco, ese tipo perturbador que es William Fichtner... Y resulta que al guionista, un tal Josh Klausner (coautor de la próxima Shrek), no le falta inteligencia. Y que Fey & Carell tienen una química bárbara. Y que Shawn Levy no la arruina. Conclusión: Una noche fuera de serie está muy bien, merece verse, vale la pena. Sí, señor. Toda la primera parte se sostiene sobre esa especie de lupa ultrarrealista sobre lo cotidiano, que constituye una de las grandes virtudes del género. Con dos hijos chicos y pasada la barrera de los 40, los Foster, Phil (Carell) y Claire (Fey), atraviesan esa fase en la que, si logran juntar fuerzas para salir un viernes a la noche, a la vuelta están tan cansados que ni hablar de un “rapidito”. Una amiga confiesa que con el marido hacen el amor dos veces a la semana, y Claire lo interpreta como jactancia. La insatisfacción de Phil pasa por otro lado: le reprocha a Claire ser una especie de pulpo doméstico, que siempre hace antes que él todas las tareas de la casa. O ésa es al menos su excusa para hacer poco y nada. Phil y Claire está convencidos de ser “un aburrido matrimonio de New Jersey”. ¿Se están muriendo en vida? Si eso sucede, será la película la que les dé oportunidad de revivir. Una noche fuera de serie es lo que para el teórico Stanley Cavell eran muchas de las comedias “de salón” de Hollywood: fábulas de rematrimonio. En aquéllas (Lo que sucedió aquella noche, La pícara puritana, La octava mujer de Barbazul) la pareja se reconquistaba tras atravesar una conmoción monumental, que los ponía al borde de la aniquilación. Es lo que les ocurre aquí a los Foster, a partir del momento en que él tiene la brillante idea de hacerse pasar por otro matrimonio –mecanismo básico del género– para conseguir mesa en uno de esos restaurantes tan pero tan hot que los recepcionistas se comportan como divos. Ni Phil ni Claire sospechan que detrás de sus dobles (James Franco y Mila Kunis, que en una lúcida escena se comportan como espejo invertido de los Foster) andan un mafioso italoamericano (Ray Liotta), sus matones, una pareja de policías corruptos y hasta el mismísimo fiscal de distrito de la ciudad de Nueva York. Con el D. A. como muy desagradable perverso polimorfo (Fitchner está perfecto), cierta escena en una disco le da, a la “denuncia política” de Una noche fuera de serie, un poder de convicción que los thrillers políticos actuales ni por asomo tienen. A su turno, el objeto de deseo que interpreta Mark Wahlberg pone en cuestión la presunta fidelidad mutua de Phil y Claire. No hay duda de que Una noche fuera de serie sería mejor de no rendirse ante algún cliché hollywoodense, como una larga persecución automovilística llena de choques, frenadas y autos rotos. Pero así como está, está muy bien, porque hay una sintonía fina entre la inteligente descripción de personajes del guión y las actuaciones de Carell y Fey, que son gente piola. A propósito y dando por sentado el éxito de Una noche fuera de serie (en Estados Unidos se estrena mañana), ¿le abrirá la puerta Hollywood de una vez por todas a la Sra. Fey? Es de suponer que sí. Queda por ver si se animan a darle libertad absoluta, como en la tele. O si –como suelen hacer– prefieren pagarle fortunas para reconvertirla en peoncito sumiso, al servicio de cualquier berretada.
La reina desnuda y el peón esclavo Antes una película de escenas que un relato estructurado, las piezas que conforman el nuevo opus del director de El nido vacío son de calidad variable, pero se lucen tanto Gasalla como la Borges, en un papel que parece un prisma de toda su carrera. Suele verse en Daniel Burman al convencido abanderado de formas narrativas tradicionales, asentadas sobre la clásica estructura en tres actos, tono ligero y accesible, personajes redondeados y actores de peso. Todo ello vela una faceta menos visible pero muy presente en su cine: el gusto por el desvío narrativo, la ocurrencia ocasional, lo accesorio incluso. Dominante en la primera parte de su obra (el corto Niños envueltos, de Historias breves, los largos Un crisantemo estalla en Cincoesquinas y Todas las azafatas van al cielo), a partir de Esperando al Mesías (2000) esa opción narrativa cede a formas de relato más orgánicas: las de El abrazo partido, Derecho de familia y El nido vacío. Ahora, de modo sorpresivo, Dos hermanos parecería dar una vuelta atrás, para reinstalar en la obra de Burman aquel viejo gusto por lo fragmentario, la observación del detalle menor, lo colateral antes que lo central. Basada en la novela Villa Laura, de Sergio Dubcovsky, el guión de Dos hermanos, coescrito por Burman junto al autor (con colaboración de Marcelo Birmajer), le dedica menos atención al “hilo del relato” que al estudio de personajes. Y con él al juego, el cuerpo, el gesto de unos actores cuyo solo cartel demanda un plus de atención. Hay mucho mar de fondo entre Susana (Graciela Borges) y Marcos (Antonio Gasalla), capaces hasta de querer disimular su parentesco. La clase de persona que prefiere morderse la lengua antes que desatar algo ni remotamente parecido a un escándalo, Marcos es un orfebre sesentón, a quien el largo cuidado de la madre viuda y postrada (Elena Lucena, reapareciendo nada menos que a los 95 años) enseñó dosis parejas de resignación y represión. Tal vez haya ocasión, cuando ingrese a un grupo de teatro –dirigido por quien parecería su alma gemela o compañero perfecto– de sacar a la luz, por tardíos que parezcan, talentos y pasiones acallados durante (casi) toda una vida. Si en el curso del relato, Marcos pasa de la opacidad a una forma de brillo personal, Susana describe el recorrido inverso. Rodeada de un halo de falso esplendor, hecho a base de modelitos exclusivos (algunos de ellos robados) y sombreros ridículamente chic, Susana –que cuando habla intercala palabras en inglés y francés– desarrolla una actividad frenética, pero virtual. Parece estar siempre ocupada, usa mucho el celular, lleva la cartera llena de tarjetas personales, en las que se presenta ora como agente inmobiliaria, ora como broker o art dealer. Todo indica que esa hiperactividad es más imaginaria que real. Cuando la vida de Marcos quede como suspendida en el aire, ambos iniciarán una forma de convivencia –más parecida a la de una diva y su asistente esclavizado que a la de dos hermanos, pero convivencia al fin– que incluye el traslado de él a una casa familiar olvidada, en un aún más olvidado pueblito uruguayo. Tanto el autodescubrimiento tardío como el motivo del rey (la reina, en este caso) desnudo/a son tópicos que no constituyen mayor novedad. Advirtiéndolo tal vez, Burman prefiere diluir el eje narrativo y poner el acento en lo circunstancial. Antes una película de escenas que un relato fuertemente estructurado, las piezas que conforman Dos hermanos son de calidad variable. Las hay agudas, como las primeras de Susana en sus raids “inmobiliarios”, u otra en la que ella y Marcos se comportan, durante una recepción en una embajada, como las termitas del cuento homónimo de Isidoro Blaisten. Están las que rozan peligrosamente el lugar común, como las dedicadas al grupo de teatro “vocacional”, y las que se dejan arrastrar por la caricatura y el grotesco, como sucede en las dedicadas al cholulismo de los hermanos (sobre todo de Susana), obsesionados ambos con Mirtha Legrand. Si algunas ponen incómodo es porque esa es la intención, como ocurre en un velorio familiar, en el que Susana desciende hasta la sima misma de su narcisismo. Como de costumbre en Burman, los rubros técnicos son impecables, con una fotografía de cristalina luminosidad a cargo de Hugo Colace. Pero como se ha dicho, Dos hermanos es antes que nada una película de actores, y en ese punto es loable que no se haya convocado a Antonio Gasalla para parafrasear alguno de sus monstruos de mayor repercusión, sino antes bien para retomar una cuerda más interna y oscura, en línea con viejos personajes de su cosecha. Notoriamente, el oficinista implosivo de La tregua. Susana es, a su turno, una suerte de prisma borgeano (por Graciela, no Jorge Luis), que refleja tanto las ingenuas de los comienzos como las señoras bian de las películas de Raúl de la Torre. La larvada locura de la señorita Plasini en El dependiente, el carácter terminal de Pubis angelical y Monobloc, la densidad de la Mecha de La ciénaga... Es casi, más que un papel, la coronación ofrecida a una actriz que en medio siglo de carrera empezó siendo un rostro (lo sigue siendo, asombrosamente) y terminó convertida en una complejidad de infinitas capas.
Para chicos que no leyeron a Borges La película de animación escrita y dirigida por los responsables de la mucho más libre Lilo & Stitch imagina a un vikingo dispuesto no a cazar dragones, sino a domesticarlos. En el plano de lo visual y climático se encuentran los mayores logros. Al intentar narrar el mundo bárbaro desde una corrección política que apunta a una lectura al sesgo del mapa contemporáneo, Cómo entrenar a tu dragón cae, inevitablemente, en el absurdo. El problema es que es un absurdo no buscado. Basada en una novela de Cressida Cowell, Cómo entrenar a tu dragón –que en Argentina se presenta en copias subtituladas y dobladas, en formatos 3-D y 2-D– imagina que los vikingos eran unos ursos hirsutos, dedicados a matar dragones a sillazos. Pero si se les mostraba que estaban en un error, deponían las armas para siempre, conviviendo en paz junto a sus más sangrientos enemigos. Y la paz reinaba para siempre en la isla de Berk, allá en el Norte. Según propone la película escrita y dirigida por Dean DeBlois y Chris Sanders (responsables de la mucho más libre Lilo & Stitch), la solución al problema de los dragones –que cada dos por tres barrían a sangre y fuego los poblados vikingos, devorándose hasta la última oveja– no consistía en cazarlos, sino en domesticarlos. En cuyo caso se comportaban como perritos falderos, echándose a hacer fiaca a la vera de sus peludos dueños, a esta altura tan mansos como ellos. Musicalizada con música celta –tradición tan nórdica como pueden serlo la cumbia o el chamamé–, tratándose de una película de animación es más admisible que los dragones parezcan, por lo coloridos, papagayos tropicales. Y que los escudos vikingos estén pintados como cuadros fauvistas. El problema es que esa clase de anacronismos (de los cuales el mayor es el protagonista, un chico tan contemporáneo que usa expresiones como cool, y come sandwiches) se da de patadas con el acérrimo fotorrealismo con el que se representan tanto las figuras humanas como los gigantescos, impresionantes decorados y espacios abiertos. Es tal el culto del detalle, y tal el desarrollo de la técnica digital a esta altura, que el espectador estaría en condiciones de contar, si le viniera en gana, hasta el último pelo pelirrojo de los bíceps de cada guerrero. Entre sugestivas brumas marinas y una muy delicada paleta cromática (en el plano de lo visual y climático debe buscarse los mayores logros de la película), la fábula central de Cómo entrenar a tu dragón parece Chicken Little + Happy Feet + esa pequeña gema ignorada de hace unos años, llamada Mi mascota es un monstruo. Hipo (así se llama el protagonista) intenta convencer a su padre Estoico de que ya está en edad de cazar dragones. Demasiado refinado para una civilización que no lo es, meterá la pata una y otra vez. Hasta que descubra que su verdadero talento consiste en domesticar a los más feroces dragones, convirtiéndose en héroe nórdico y conquistando el amor de la rubísima Astrid (voz de América Ferrera). ¿Estos héroes nórdicos son los que le gustaban a Borges? No, ésos eran otros.
Cotidianidad de la esclavitud sexual El segundo largo de la directora de Taxi, un encuentro, que aborda el tema de la trata, acierta primero en cultivar el detalle y luego en poner al espectador en el lugar de las protagonistas, haciéndoles saber tanto o tan poco como ellas. Al abordar un asunto pesado, que para la sociedad argentina sigue en estado de irresolución –el secuestro y apropiación de chicas, puestas al servicio de la prostitución–, La mosca en la ceniza reinstala, en el orden local, lo que en alguna otra época se llamó “cine de denuncia”. Tras el desprestigio producido por su contaminación, durante los años ’70 y ’80, con el más inescrupuloso cine de explotación, en las últimas décadas el cine argentino de vertiente social trocó ese tipo de abordaje por uno menos confiado en las posibilidades del cine para resolver problemas concretos. Esta clase de películas enfrenta dos desafíos básicos, no muy distintos de los de la crónica periodística. El primero consiste en trascender su condición vicaria, su dependencia de lo real, para constituirse como objeto autónomo. El segundo es el de no caer en aquello que se denuncia, explotando el tema que se trata con fines espurios. Aun cargando con sus propias irresoluciones y decisiones discutibles, La mosca en la ceniza logra sortear ambos peligros, con altura y algún visible acierto de enfoque. Un primer acierto reside en poner al espectador en el lugar de las protagonistas, mediante el sencillo, efectivo expediente de hacerle saber tanto o tan poco como ellas. Lo cual obliga a dejar saberes o prejuicios entre paréntesis, para entregarse a la incertidumbre de la narración. Pato (Paloma Contreras) y Nancy (María Laura Caccamo) viven en alguna zona rural que parecería ser del Litoral, desempeñando tareas de ayuda familiar. Un par equilibrado en términos dramáticos, a Nancy no parecen sobrarle luces, mientras que a Pato se la advierte más despierta y resuelta. Es ella la que quiere ir a Buenos Aires a estudiar y trabajar, y ya aparecerá una vecina de trato entre gentil y compulsivo, que a cambio de una comisión les ofrece empleo seguro en una “casa de familia” de la Capital. Cuando lleguen a cierto antiguo solar de la calle Agüero comprenderán (Pato primero, Nancy más tarde) que acaban de perder algo mucho más importante que dinero. El segundo acierto de la realizadora y guionista Gabriela David (cuya ópera prima, Taxi, un encuentro, no carecía de interés) es el cultivo del detalle, que permite al espectador vivir esa situación desde adentro. El tema romántico-grasún que se la pasa escuchando por la radio Oscar, “poronga” del burdel (Luciano Cáceres); su irritante reiteración; la chocante naturalidad con que todo se mueve en la superficie y, sobre todo, la confrontación entre un adentro de cortinas bajas y el afuera, donde la vida sigue desarrollándose con una perfecta normalidad aparente, son puntos fuertes. Resguardada por el agente de uniforme que saluda y abre paso a los habitantes de la casa, esa “normalidad” presupone una tácita forma de complicidad social, que apunta directamente sobre la conciencia del espectador. Uniformes al servicio de la irregularidad, la mentira de que “nadie sabe”, la vida funcionando como si todo estuviera bien alrededor de casas herméticas, en las que tiene lugar el horror: ¿no evoca acaso todo esto los campos de concentración de la dictadura? De ser así, la madama que Cecilia Rossetto encarna a cara lavada, con preocupante aleación de crueldad y humanidad, admitiría verla como un Tigre Acosta de la esclavitud sexual. Y el mozo conformista de Luis Machín, que amaga –sólo amaga– convertirse en liberador, como posible emblema de un “no te metás” que es de antes y de ahora. ¿Hay salida de este infierno, cuya sordidez David tiene el tino de no enfatizar jamás? De la respuesta a esta pregunta depende que se acepte o no el remate de La mosca en la ceniza, que parecería elegir la opción del azar, la contingencia posible pero no frecuente, el inesperado círculo virtuoso, frente a la inflexible mecánica política, económica y social, que lleva a que la esclavitud sexual se continúe –en el preciso momento en que esto se escribe y se lee– sin denuncia, investigación ni condena. Porque el juego de intereses, silencios y complicidades mutuas demuestra ser siempre más poderoso que cualquier benéfica y rara confabulación de las circunstancias. Siempre, salvo en La mosca en la ceniza.
Un panfleto religioso fundamentalista Mad Max con una Biblia: eso es, básicamente, El libro de los secretos. El título refiere al Libro de los Libros, del que el héroe posee el que podría ser el último ejemplar sobre la Tierra. Es que no queda nada en el futuro más o menos próximo en el que la película transcurre. Una catástrofe ecológica convirtió el planeta en una tierra yerma, en la que bandas semisalvajes matan por unas gotas de agua, devorando luego los restos de la víctima. En ese contexto, el caminante encarnado por Denzel Washington comienza como durísimo guerrero solitario y termina como beato y mártir, predecesor tal vez de una civilización futura. Civilización que se asentará, es claro, sobre las enseñanzas de la Biblia. ¿No será que la era Bush está empezando, en lugar de haber terminado? Es tiempo de fantasías (o profecías) apocalípticas y post-apocalípticas. Luego de Soy leyenda, 2012 y La carretera (que se estrena aquí en un par de semanas más), El libro de los secretos es esencialmente un pastiche. Lo cual no está necesariamente mal, todo depende de qué se mezcle y cómo. Con la inminente La carretera, la película dirigida por los hermanos Albert y Allen Hughes (los de Menace II Society y Desde el infierno) comparte una sensación general de abatimiento, producida por la caída de la civilización. Entre puentes caídos, chatarra dispersa y enormes baldíos, todo es polvo y desierto. Como en las dos últimas Mad Max, en medio de ese desierto semisalvaje hay una población (abundan las referencias visuales al western) dominada por un tipo culto, inteligente y cruel. Se llama Carnegie, lo interpreta un Gary Oldman con el rostro más poceado que de costumbre, anda siempre rodeado de matones y su obsesión es dar con el Libro. En la primera parte se sobreimprime, sobre ese feeling de desazón terminal, una ética de la sobrevivencia a cualquier precio, acunada entre brochazos de comic. Entre ellos, una pelea inaudita, en la que el héroe (un Denzel Washington de barba, camperón militar y espadas que saca de todas partes) lucha solo contra media docena de rivales (uno de ellos armado con una sierra eléctrica), todo ello fotografiado en siluetas y recordando, entre otros clásicos del género, la argentinísima El sueñero, de Enrique Breccia. Pero a la vez se va abriendo paso, muy de a poco, una suerte de panfleto religioso fundamentalista, según el cual la posibilidad de refundar la sociedad de los hombres depende, paradójicamente, de una vuelta atrás: hasta la Biblia misma. Entre críticas al hiperconsumo de las sociedades desa-rrolladas florecen citas bíblicas a montones, cuya solemnidad creciente termina barriendo de la faz de la película los atisbos de humor que hacían llevadera la primera parte. No puede menos que recordarse la advocación bíblica bajo la cual Bush puso la entera guerra de Irak, asociarla con los carteles aparecidos recientemente en los Estados Unidos (el rostro de George W. y una pregunta: “¿Me extrañan ya?”) y vincular esta película con la apología del cristianismo sureño que practica Un sueño posible (otro estreno de esta semana), para terminar preguntándose si los tiempos de Obama no serán, en verdad, los de Bush.
Una fábula para creer en la caridad cristiana Mientras el resto del mundo se debate entre signos cada vez más visibles de que las cosas no van bien, la cultura media estadounidense sigue produciendo fábulas aleccionadoras en las que creen a pies juntillas, como si vivieran en una burbuja de bambis y dumbos. Anunciándolo desde el propio título (el original es menos obvio), Un sueño posible es la más reciente de estas fábulas, que en otra época daban para esos especiales de televisión que se conocían como “la película de la semana” y en este caso, gracias a la presencia de esa novia de América que es Sandra Bullock, pueden llenar las salas de gente y hasta llegar al Oscar. Lo dicho: cada vez son más visibles los signos de que las cosas no van bien. El press book define la película como “la historia de un traumatizado chico sin techo, que llegó a ser jugador de fútbol americano gracias a la ayuda de una mujer dispuesta a cuidarlo y su familia”. La película empeora la sinopsis, si eso es acaso posible. Empezando por el intento de restaurar la idea de “caridad cristiana”, en la más conservadora de sus variantes. Ricachones sureños, la familia adoptante, los Tuhoy, son algo así como los primos high del white trash. Papá es dueño de 85 sucursales (sic) de la cadena de hamburgueserías Taco Bell. El hijo menor, al que se quiere hacer pasar por simpaticón y avispado, parece extraviado entre una película familiar de los años ’40 y una de los ’50. Mamá es una Sandra Bullock rubia (el cambio de color de pelo, signo visible de que está “actuando”, habrá sido seguramente la razón del Oscar que acaba de recibir), una de las damas de caridad más notorias de la sociedad de Memphis, Tennessee. Entre referencias a los rebels de la Guerra de Secesión –que dan la impresión de que viven un siglo y medio atrás–, cada vez que Los Tuhoy se sientan a la mesa, rezan. A partir del momento en que incorporan a la familia al “traumatizado chico sin techo”, esta versión chupacirios de Papá lo sabe todo deriva hacia el lado de Piegrande y los Henderson. Por algo llaman Big Mike a Michael Oher, el muchachote afroamericano que Bullock y los suyos deciden adoptar, que es como el doble buenazo de Precious. Hijo de una adicta al crack, semianalfabeto, con una lentitud mental que tal vez sea discapacidad, el muchacho mide algo así como 2 m de alto x 1 y ½ de ancho x 1 y ½ de fondo. Las autoridades del high school dicen incorporarlo al colegio por caridad cristiana (es una institución religiosa), pero en realidad lo hacen porque emboca un doble detrás del otro (después lo pondrán como ariete de fútbol americano y se cansará de arrasar rivales). En los vastos y no muy elegantes interiores de su mansión sureña, los Tuhoy lo contemplan arrobados, como si fuera de peluche. Michael cometerá algunos inofensivos desmanes y los hará reír y emocionarse. Big Mike y los Tuhoy debió titularse la película, para hacer más explícito el referente.
La familia vuelve a estar unida, pero en EE.UU. Casi al mismo tiempo que Daniel Day Lewis intentaba calzarse, en Nine, los zapatos del Guido Anselmi de 8 y ½, a Robert De Niro le toca ponerse en la piel de otro personaje de Mastroianni, el Mateo Scuro de Stanno tutti bene. Aunque la película de Tornatore estuviera tan lejos de lo dark como el direttore de Cinema Paradiso puede estarlo, que Scuro se llame ahora David Goode habla a las claras de que lo que resuena en Everybody’s Fine, remake estadounidense de aquélla, no es la oscuridad, sino la bondad. No deja de haber oscuridad en el camino, en la medida en que se va desmontando la estructura de secretos, ocultamientos y mentiras sobre la que parece sostenerse la existencia misma de la familia Goode. Pero el final encontrará a la famiglia unita, feliz y comiendo pavo en lugar de perdiz, un Día de Acción de Gracias. Allí, el Están todos bien del título deja de ser amargo e irónico, para volverse literal y complaciente. Como se sabe, Están todos bien es algo así como una road movie familiar, en la que el padre sesentón va recorriendo distintos puntos del mapa, en visita a sus hijos. En la original, Mateo Scuro iba de Sicilia al continente. Aquí, David Goode hace las valijas, dispone sus remedios y deja el suburbio del estado de Nueva York, partiendo primero a Manhattan, donde vive su hijo David, el pintor; luego a Chicago, en busca de Amy, la publicista exitosa; más tarde Denver, donde Robert (Sam Rockwell) dirige, se supone, la orquesta municipal, y last but not least, Las Vegas, donde Rosie, la bailarina (Drew Barrymore), habita uno de esos pisos faraónicos que sólo allí pueden concebirse. De a poco se irá viendo hasta qué punto está carcomida la vida familiar de los Goode de desapariciones que se mantienen ocultas, separaciones que se disimulan, oficios menos prestigiosos de lo que se confiesa y hasta maternidades y sexualidades cuidadosamente guardadas en el armario (uno de los aggiornamentos más notorios con respecto al original). Así como suena esquemático el reparto de roles fraternos es transparente la intención dramática: dar vuelta como un guante la idea de perfección familiar en primera instancia, poner luego en cuestión el rol de David como padre. Este segundo punto es, por menos esperado y convencional, seguramente más logrado. Igualmente todo se encamina, como queda dicho, a un final con regalo, paquete y moño. Más allá de fórmulas –y de la horrible idea, tanto en términos dramáticos como visuales, de que el padre vea a los hijos como eran de pequeños, cada vez que los reencuentra–, dos factores ayudan a que el viaje se haga llevadero. El primero son las actuaciones, que en los casos de De Niro, Barrymore y Rockwell tienen volumen y espesor. El segundo, que como sucede en muchos periplos, resultan aquí más disfrutables las paradas y desvíos que la meta en sí. Una vieja metida durante un viaje en tren; las sordas tensiones familiares en casa de Amy; el ruido que hacen las rueditas de la valija de David, durante un ensayo de orquesta; la frustrada cena en un restorán giratorio de Las Vegas: todo ello puede llegar a justificar el round trip, aunque el final destination se vea venir a la legua.