Vieja fórmula para triunfar Altos y bajos en esta historia de conflictos, donde el personaje de Zac Efron quiere ser DJ. Seguramente, Música, amigos y fiesta sea una película más atractiva para el ambiente DJ que para el común de los mortales. Por un tema de prejuicios musicales, pero además porque desarrolla en profundidad aspectos de ese mundillo mientras se vuelve más trivial y estereotipada en sus historias contextuales, que se parecen mucho a un relleno y que dado el tono herético del filme, necesita más riesgos. Esta, la primera película de Max Joseph, se mete en la intimidad de un grupo de amigos, jóvenes de clase media baja que buscan su identidad en Los Angeles. La tienen difícil. No estudian y tienen una enorme avidez por el dinero, por lo que sus ambiciones reales, sus gustos y deseos más profundos, siempre están en riesgo de pasar a un segundo plano. El drama principal es el de Cole Carter (Zac Efron) un incipiente DJ que conoce a Sophie (Emily Ratajkowski), la hermosa chica indicada, y luego a su novio James (Wes Bentley) un DJ famoso que le ve condiciones y se vuelve su mentor. Dos caminos en uno. En los papeles hay un buen planteo de las tensiones que sufre Cole en su interior: su grupo de amigos, su sueño musical y un amor furtivo por la mujer de un tipo que le cae bien jalonan el conflicto, pero la resolución de esos cruces asoma pueril, predecible. En cambio, el proceso de formación del DJ luce más atractivo, con fórmulas para hacer bailar a las masas, para entrar en sus corazones, y para componer hits con personalidad. Un ABC nada despreciable para cualquier proceso creativo, con James (Wes Bentley) como guía, el personaje más logrado del filme. En paralelo hay un mundo de drogas, sexo, excesos y ritmos que van increscendo hasta hacernos mover los pies en la butaca. Una especie de banda musical que suena demasiado fuerte para el resto de las respuestas cinematográficas, que termina diciéndonos que siempre podemos ser mejores ¿músicos, personas? Frases e ideas sueltas para un drama de amigos que va del descontrol a la fórmula pacata sin anestesia.
El superagente fumón Equilibrada y fresca, la historia se sostiene desde el guión y dos buenos protagónicos. En Operación Ultra, la nueva película de Nima Nourizadeh (Proyecto X) Mike y Phoebe, Jesse Eisenberg y Kristen Stewart, viven una romance alucinado, paranoico y creativo en Virginia, EE.UU. Pero en paralelo, en los altos mandos militares, un jefe inescrupuloso decide acabar con Mike, que sin saberlo fue parte de un experimento, un proyecto para crear agentes superhombres de dudoso éxito. Nourizadeh muestra un mundo juvenil, stoner, fumón, con dillers, campos y rutas abiertas, en las que los agentes asoman implantados para acabar con la paz de la feliz pareja. ¿Qué pueden querer de estos buenos chicos, de Mike, que sólo piensa en Phoebe, en sus cómics, en sus drogas, mientras trabaja en un supermercado? Todo podría ser fruto de su imaginación, un cómic más, pero no. Dos agentes llegan para matarlo minutos después de que una misteriosa mujer decidiera activarlo, salvarlo, aunque él apenas se entere. Allí nace la película, la historia del chico acosado por un maniático y su ejército exterminador. Un juego con lo inconcebible, el absurdo, donde el personaje va descubriéndose como un superhombre. Drones, agentes de la CIA, psicópatas poderosos y narcotraficantes conviven en este paisaje creado por Nourizadeh y el guionista Max Landis, dúo poderoso e inventivo en esto de parodiar la inteligencia militar asociada a la tecnología. Cruza de acción y comedia que, desde Terminator, se ha vuelto ineludible para una creciente cantidad de películas: como la debilidad y la escasa novedad de sus argumentos no permite riesgos mayores, apuestan a jugar con el tono. La vieja salvación del absurdo. Sí necesitan que el casting funcione, y aquí funciona. Eisenberg y Stewart, su gracia, su capacidad para mezclar ingenuidad, sorpresa y mantener inalterables sus personalidades son un punto alto de la película. Mike es Mike incluso cuando se sabe experto asesino. Acción, personajes queribles, burlas ocurrentes con la historia del cine y una trama leve ofrecen un resultado cercano a lo que debiera ser ese absurdo en un cine joven. Y claro, está la parodia del superhombre fumón.
Sin escape: La pesadilla asiática Owen Wilson y Pierce Brosnan protagonizan este filme de acción, indefinido entre el drama y la comedia. ¿Se puede culpar de todo al voraz capitalismo? ¿Incluso de estas fórmulas reiterativas en el cine que navegan entre lo irónico y lo brutal? Película de acción, indefinida entre el drama y la comedia, totalmente amparada en el cartel de sus protagonistas, en algunos gags esporádicos y en la asunción cínica de un sinfín de lugares comunes, desgraciadamente comunes, Sin escape cuenta la historia de una familia que se muda a algún lugar de Asia, donde el padre tendrá su nuevo trabajo y una pesadilla infernal junto a los suyos. La historia, dirigida por John Erick Dowdle, arranca con el asesinato feroz del Primer Ministro de este país de fantasía. Un arranque brutal que anticipa la sangre, la barbarie, y que contrasta con la familia tipo americana llegando en el avión con Jack Dwyer a la cabeza (un Owen Wilson que remite siempre a la comedia), su resignada esposa Annie (Lake Bell), sus dos hijas, y Hammond, un estrafalario viajero que va por las suyas, interpretado por Pierce Brosnan. Tras un desembarco bizarro, obviamente el nuevo puesto de trabajo de Jack no es lo que esperaban. Entonces, entre prejuiciosa y cínica, asoma una mirada tan premeditada como estereotipada: la de una familia yanqui azorada ni bien baja del avión frente la barbarie asiática, en un lugarcito que limita con Vietnam. Apenas si tienen tiempo de entrar al hotel, de escuchar a Hammond haciendo un karaoke, cuando los prejuicios y estigmatizaciones empiezan a justificarse. Hay una revuelta, una revolución en la nueva ciudad de los Dwyer, y una cacería de extranjeros. Todo ocurre sin explicación. Sanguinarios, sádicos, así se muestra a los revoltosos mientras los Dwyer corren por sus vidas y lanzan a sus hijas por los techos de la ciudad buscando esconderse. Pura persecusión y huida, con el personaje de Brosnan apareciendo de vez en cuando, dando la única sentencia de la película, explicando que estos salvajes defienden a sus hijos de potencias que los invaden, les prestan dinero que jamás podrán devolver y se quedan con sus bienes. A eso había venido Dwyer aunque ni él ni nosotros lo sabíamos. Ritmo frenético, personajes débiles, la brutalidad como espectáculo y un tema serio trivializado en una historia previsible, que se hunde en su afán de "no convencional".
La belleza del vértigo Una experiencia extrema también en el cine, basada en la hazaña del francés Philippe Petit. En la cuerda floja, la nueva película de Robert Zemeckis, vuelve la asombrosa historia de Philippe Petit todavía más asombrosa. Vértigo e hipnotismo inocula esta ficción biográfica sobre el equilibrista y malabarista francés que un día vio la foto de las Torres Gemelas y se propuso cruzarlas por lo más alto, de una a la otra, caminando sobre un cable de acero. La película, como la vida misma de Petit (Joseph Gordon-Levitt) nos guía por ese camino, un embudo hechizante hacia los 45 minutos de una proeza inusual, desconcertante y bella, hacia un amanecer de agosto de 1974. Al parecer, Zemeckis empezó su proyecto preguntándose qué valdría la pena filmar en 3D. Y vaya si ha respondido. No es que la historia no funcione sin los anteojitos, pero hay que verla en 3 D, a menos que sufra de vértigo, claro. Es una película espectáculo la suya, un cuidado recorrido hacia un acontecimiento extremo, hedonista, obsesivo y vital. Y Zemeckis prepara magistralmente la escena para el plato principal. Primero construye cierta empatía con el personaje. Siempre centrado en Petit, fascinante no por su altruismo o su compromiso social sino por armar su vida ciegamente en torno a lo que para muchos podría ser un sinsentido, caminar, hacer equilibrio sobre un cable de acero para cruzar de una torre a otra en el World Trade Center. Apenas da lugar a los contextos el filme, a su biografía, para guiarnos por su elección, por su círculo de confianza integrado principalmente por su pareja Annie (Charlotte Le Bon), por Papa Rudy (Ben Kingsley), su maestro y gran equilibrista de un circo, por un amigo fotógrafo y por otro matemático. Juntos van asumiendo un mandato que crece en París, con diálogos en francés e inglés, una especie de sociedad secreta tan anarquista como la de Roberto Arlt en Los siete locos, con la “revolucionaria” misión de llevar a un artista callejero y arrogante que hace las suyas en París a cumplir su sueño americano, dar el golpe. En Nueva York, Zemeckis nos adentra en su mundo espectacular. Es cierto que esta historia antes fue biografía, escrita por el propio Petit, y también fue Man on Wired un premiado documental. Acá es otra cosa. Travelings que escalan las torres, picados y contrapicados increíbles de unos pies danzantes en las alturas de Manhattan, sensación de estar al borde, de pergeñar esa hazaña, de subirnos a esa cuerda asumiéndonos partícipes. Por decisión de Petit, de Zemeckis, por su historia trágica y por esa obra maestra de reconstrucción cinematográfica, las Torres Gemelas son un actor más, homenaje discreto que admite interpretaciones varias. No es lo esencial. Sí lo es ese vívido asalto final al que nos transporta el filme, un abismo real.
Ser gitano en el conurbano Curiosa e intima se apoya en una interpeladora virtud, ir de lo particular a lo general, de una familia al mundo gitano. El video casero de una boda realizado por una productora de José C. Paz le da un inicio kitsch a una historia curiosa. No es un casamiento más, sino uno en la tribu gitana, y es poco lo que la gran masa de espectadores sabemos sobre los gitanos, protagonistas de Vergüenza y respeto, el documental de Tomás Lipgot, quien de entrada tiene un punto a favor. El tema de su película es pura curiosidad. Del video casero saltamos al documental, a la intimidad de los Campos, una familia gitana del conurbano bonaerense. Andaluces de origen, con varias generaciones aquí, cuentan que ni bien pisaron esta tierra dejaron de ser nómades. Pero la elección del casamiento no es casual. El director va a centrarse en los mandatos de una cultura que se va aggiornando al siglo XXI, marcando diferencias con el mundo exterior. "Eran más sanos los gitanos de antes", dirá el mayor de los Campos, y ya le retrucarán. El trato a las mujeres, que deben llegar vírgenes al casamiento, que incluso deben pasar una prueba para conformar a la familia del novio, que son "invitadas" a dejar la escuela, la relación con la tecnología, con los payos (los no gitanos), su costumbre de bañarse vestidos en el mar, son algunas de las marcas identitarias que va contando esta familia, perteneciente al grupo Caló, uno de los cuatro que migraron a nuestro país. Disquisiciones sobre sus orígenes, su música, su manera de ser, el intenso amor familiar, las notables diferencias entre el hombre y la mujer, son algunos de los temas que el documental aborda con naturalidad, entre música, comidas, guitarras y palmas flamencas. Como en toda historia íntima, una de las claves está en las revelaciones que entreguen los entrevistados, en la confianza, y en lo que luego haga el director con esa confianza, que puede jugarle a favor o en contra. Lipgot observa y escucha, pero no muestra más de lo que esta familia quiere mostrar. Su cámara intima, desarma prejuicios y descubre personajes queribles con una desenvoltura muy familiar, casi transparente.
Una noche extrema en Berlín El título de la película es aplicable al experimento del director, cuya historia sobrevive en (y por) la técnica. Si usted quiere saber cuáles son los pro y los contra de un plano secuencia llevado al extremo, Victoria, la película del alemán Sebastian Schipper es el experimento que tiene que ver. Una sola toma de dos horas y veinte minutos que no corta nunca, que tiene ritmo, una historia, intriga y personajes desarrollados. Todo esto, claro está, con las limitaciones del recurso elegido por el director. ¿Sólo un alemán lo puede hacer? ¿Era necesario? ¿Qué suma y qué resta? La película arranca a puro ritmo, en un boliche subterráneo de Berlín, con la protagonista buscando compañía, un vodka pedido en inglés, miradas, insinuaciones leves y mucho cuerpo agitado. Victoria (Laia Costa) es española, y cuando está por abandonar la juerga solita y en su bicicleta, entabla un vínculo con Sonne y sus tres amigos (endeble y misterioso por la naturaleza de la construcción narrativa) , un grupo simpático pero oscuro, la punta de un relato que veremos desovillar hasta sus últimas consecuencias. Obra de arte, experimento, ¿pero también buena película? La noche, el suburbio berlinés, la historia del flirteo entre dos cuerpos ansiosos no se queda quieta nunca, apenas para un solo de piano diabólico, o un cerveza en la terraza. Intrigantes, bebedores, adictos, los protagonistas visitan y activan una veintena de locaciones en un thriller alucinador. Amparado en el vértigo de la filmación, Schipper transmite en tiempo real una sucesión de hechos que llaman a compartir una experiencia surrealista, enganchados todos a esa toma interminable, como los planos de la película. Las limitaciones de la historia están en la dificultad para armonizar diálogos, construir personajes sólidos y acciones reales, igualmente hay pasión, amor, pasado, sangre, robos y muerte. Exacerbación de medios para justificar un fin.
Peligros edulcorados A esta película le falta interés, profundidad y gracia para lograr el objetivo de hacer reír e inquietar a la vez. Hay una desordenada apuesta por el ritmo, el vértigo y los diálogos espontáneos en Noche de perros, la película de Nacho Sesma. Pero sus méritos y sus problemas hay que buscarlos en el despojo con el que amasa la situación anecdótica que da origen al filme, una historia dirigida a un público joven que por su simpleza y linealidad argumental no logra convertirse en la comedia negra que debería ser. Le falta oscuridad e intriga a esta noche. Todo ocurre después de una jornada laboral, en una larga noche de desencuentros y excesiva, a veces evidentemente forzada, mala pata. Enzo (Facundo Cardosi) trabaja en un estacionamiento y tiene pensado salir con su novia, pero algo anda mal entre ellos y entonces acude a su amigo Richard (Nicolás Goldschmidt), hijo de un comisario, que no puede evitar acompañarlo. De pronto están juntos, embarcados en una aventura nocturna y urbana que por su simpleza, linealidad del argumento y por explicar demasiado lo que debería ser inexplicable, pierde la que debería ser su mayor virtud: la capacidad de inquietar. Acaban de tomar un auto “prestado” del garage que debería cuidar Enzo, y pronto van a perderlo. Así arranca su azarosa historia de previsibles desencuentros. Será porque estamos familiarizados con estos mundos nocturnos o porque es débil el perfil psicológico de sus protagonistas que la historia navega en la levedad, con situaciones anárquicas y cabos atados con alambre de fardo. Vale el riesgo del director, es necesario filmar la noche. Y son discretas las actuaciones pero es difícil “creer” en lo que vemos, y eso es todo lo que hay.
Atando cabos, miradas, diálogos, un experimento se convierte en película por propia necesidad. Fragmentaria, de factura casera, Si estoy perdido, no es grave es una de esas películas que va creciendo según el lugar que el espectador decida darle. Filmada en Francia durante un taller que Santiago Loza, el director, dictó en 2013 para actores que venían del circo, la danza y el performance, recurre a esos mismos actores y los convierte en personajes descontextualizados, perdidos, de los que sabremos poco y nada a lo largo del filme. Miran a cámara en un plano medio y participan de audiciones comentadas, de situaciones que van armándose sin rumbo mientras las vemos. El francés y el español, incluso con tonada cordobesa, se cruzan en estas apreciaciones espontáneas de esos rostros que se prestan, se enlazan, algunos de los cuales motorizan situaciones mínimas que sin embargo proponen un lugar de encuentro más que de pérdida. ¿Pero encuentro con qué? Ambiguos, inciertos, surgen débiles hilos conductores que producen una sensación agradable, la de estar perdido en el propio ritmo de la película que, ya lo dijimos, surge más del espectador que de la pantalla. Es una película la de Loza, pero también es uno o varios estados de ánimo posibles (habría que pensar en una vertiente experimental de un cine transmisor de estados de ánimo). Claro que es necesario abandonarse, dejarse llevar por los silencios, las miradas, las canciones, lo que haya nuestro en esas historias no historias. Incluso por situaciones triviales. Escuchar Yo te amo de Sandro completo y desafinado en una espontaneidad que, por supuesto, no es espontánea, esperar un tren, o ver correr el río en soledad. Los personajes son nadies, no saben cómo seguir y sin embargo están, con sus fantasmas, recuerdos, deseos. Están. En una película europea, dicen. Es también naturalismo puro. El lenguaje busca trascender al cine, un idioma mental. Hay películas que se ganan ese derecho, a contar poquito, a provocar sensaciones de hastío, extrañeza o compenetración. Invitación a deambular (palabra usada por el director). Como cualquier invitación, se puede aceptar o no.
Excesos de la parodia Menos es más. En su ley, el director Michel Gondry no acepta jamás esa máxima que aquí sentaría muy bien a la historia. Una historia de amor, un canto al surrealismo, un cuadro de época que enfrenta al mundo del pensamiento esnob con el existencialismo más racional. Todo eso es La espuma de los días, la película en la que el francés Michel Gondry (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos) adaptó el libro homónimo de Boris Vian. Es todo eso y más, y allí reside el problema, en los excesos de trucos visuales, de vericuetos narrativos, de simbolismos melosos en los que recae una historia demasiado impregnada de recursos varios, regados en más de dos horas de película. El joven, acaudalado y sumamente libertino Colin (Romain Duris), quien podría ser una versión surrealista del inventor Erdosain creado por Arlt, goza de sus relaciones insólitas y escribe e inscribe un rumbo anodino para sus propios días hasta que en su vida aparece Chloë (Audrey Tautou), un amor ideal con nombre de blues creado por Duke Ellington. La pareja, y sus amigos, que incluye a las parejas de Nicolas y Chick, hacen de las suyas sin grandes preocupaciones hasta que Chloë enferma. Una flor crece en sus pulmones y mientras tanto marchita la desapegada vida burguesa de Colin. Afuera de ese mundo interno hay otro que a Vian, y así lo interpreta Gondry, se le aparece todavía más absurdo. Así, la película se convierte en una sátira dentro de otra. Colin debe pagar el tratamiento de su mujer y hace lo que nunca, trabajar. Su vida se consume entonces junto a la enfermedad de Chloë (Tautou funciona como un cable a tierra para la película), y al mismo tiempo Chick, un ferviente seguidor de Jean-Sol Partre, representante del racionalismo, el fin social de la literatura, la explicación marxista del mundo, se deja llevar por un fanatismo que ocupa varias secuencias-metáforas de la película para mostrar los mundos opuestos Sartre y Vian (fueron amigos) existencialismo y surrealismo, que finalmente no conducen a nada. Si la novela de Vian ya era compleja, con los tiempos de análisis y relectura que permite la literatura, la adaptación de Gondry no ahorra enredos, y los trucos metafóricos que al principio seducen por su ocurrencia y por sus segundas lecturas, se vuelven tediosos al rato, empañando esa atmósfera de claustrofobia que apenas asoma tras la espuma del filme.
Elogio de un amor libre Con suspenso y rebeldía Ana Katz, la directora de “Los Marziano”, construye una historia personal e íntima. Hay cierta libertad en algunas películas "chicas", portadoras de una solidez y coherencia envidiables, un despertador para grandes temas. Mi amiga del parque, la nueva obra de Ana Katz, transmite esa libertad, incluso un tono personalísimo amparado en la dirección, las actuaciones y en un guión escrito a cuatro manos por la propia Katz e Inés Bortagaray. Un estado de cosas, de sensaciones, de rebelión interna atraviesa a Liz (Julieta Zylberberg), madre primeriza de Nicanor en tiempos del puerperio. Gustavo (Daniel Hendler), su marido, está filmando en Chile, y sólo participa de su flamante paternidad vía Skype. Está sola Liz, apenas con el apoyo de su mucama, y la complicidad sospechosa de los madres y padres de la plaza, punto de encuentro de su nueva vida con el mundo exterior, un lugar extraño desde que nació Nicanor. Allí, en el parque, Liz conoce a Rosa (Ana Katz), epítome de su propia confusión, que pasea a la beba Clarisa por la plaza. Ambas construyen una relación sin otro sustento que ése, diálogos indefinidos, acciones inesperadas que provocan la tentación de juzgar, y sobre todo rodean al filme de un clima de suspenso. Liz desconfía de su nueva amiga, avizora algún peligro, sin embargo avanza con la relación. Hay pequeñas aventuras, se escapan de un bar sin pagar, planean un viaje en auto, irían a conocer al novio de Renata (Maricel Alvarez), la hermana de Rosa, a quien conoció por Internet. Lazos débiles, para los prejuicios de una cultura afianzada. ¿Qué es ser madre o padre hoy? Liz tiene al alcance las viejas respuestas para la crianza, un manual representado en su mucama, pero quiere aventurarse en su propia experiencia de maternidad. En ese sentido la película es un retrato dinámico de esta época de transición, en el que las nuevas formas de familia se abren camino en el rústico universo de las instituciones, los prejuicios y las convenciones. Liz se rebela de manera natural, sin ser una militante, sin explicarse a ella misma, y por eso su personaje atrapa en la confusión, en su derecho a la confusión y la negación doméstica de un mandato social. ¿Desde qué instituciones, leyes, ejemplos vamos a construir nuestras relaciones? ¿Cuál es la forma de ser madre hoy? Por decisión de Katz, el filme no da respuesta a semejantes preguntas. Sí abre un espacio de libertad, una libertad abrumada, confusa, peligrosa y hasta aterradora de un tiempo hermoso y difícil. No en vano Nicanor lleva nombre de antipoeta, nació en un tiempo de ruptura, con padres que no necesitan ser héroes. ¿No?