Al borde de la desesperación El gerente de recursos humanos le dice a un grupo de empleados algo así como que la vida es mucho más que el trabajo, pero el discurso se da justamente a raíz de que la cajera del supermercado en donde están contratados se suicidó en la empresa. Ese es el eje de El precio de un hombre donde Thierry Taugourdeau, 51 años, casado, con un hijo discapacitado, sin ocupación remunerada desde hace 20 meses, continúa mandando currículums, hace cursos de capacitación, se reúne con sus ex compañeros para llevar adelante una acción judicial contra la empresa que los despidió sin justificación, mientras sobrevive como puede con los 500 euros del subsidio de desempleo. Presentada en el último Festival de Cannes donde Vincent Lindon se alzó con el premio a Mejor Actor por su formidable interpretación, El precio de un hombre es la sólida radiografía del mundo laboral, un relato en la línea de El empleo del tiempo, Recursos humanos o de la reciente Dos días, una noche, pero que a diferencia de las obras de Laurent Cantet y de los hermanos Dardenne, se propone y en gran medida logra, recorrer cada uno de los escalones de la humillación, el enojo, las contradicciones, la vergüenza y la desesperación del trabajador sin trabajo. El film de Stéphane Brizé (Algunos días de primavera, Une affaire d'amour) recurre a una puesta austera como lo exige la historia y si bien es rigurosa en su plan de registrar la mayor cantidad posible de las aristas que marca la problemática que se propuso abordar, es esa misma ambición la que en algún punto orilla con el regodeo de la caída, apilando situaciones trágicas en donde había quedado clara la magnitud del desastre.
La ballena contraataca Para la época en que Melville publicaba Moby Dick, la naturaleza aun guardaba una buena cuota de misterio, y por esa misma razón existía un contundente respeto por los fenómenos que todavía escondía el mundo. En ese sentido, la novela decimonónica funcionó desde entonces como una metáfora de la necedad del hombre en su intento de dominar fuerzas que lo excedían, representadas en el libro por la mítica ballena. El corazón del mar no es un nuevo intento de trasladar al cine el famoso libro, menos aún de homenajear al clásico de John Huston protagonizado por Gregory Peck. En realidad, de lo que se trata es de contar la historia real que escuchó el escritor y que le sirvió de base para Moby Dick. Thomas Nickerson (el gran Brendan Gleeson) vive los últimos años de su vida acosado por sus demonios interiores, que tienen una relación directa con lo que pasó hace más de tres décadas, cuando hacía sus primeras armas como ballenero. En una larga noche que tienen mucho de confesión, va desgranando su historia frente a un joven y ansioso Melville (Whishaw), que toma apuntes para su futura novela mientras a través de un largo flashback surge el viaje que emprendió desde el puerto de Nantucket, en Massachusetts, el ballenero Essex comandado por el inexperto capitán George Pollard (Benjamin Walker) y el veterano primer oficial Owen Chase (Hemsworth), la travesía, el descubrimiento en los mares del sur de una ballena gigantesca que hizo naufragar la nave y las terribles decisiones que tuvieron que tomar los sobrevivientes para regresar a su hogar. El irregular Ron Howard (Rush, Frost/Nixon: la entrevista del escándalo, El código Da Vinci, Una mente brillante, Apolo 13) prescinde de la pesada herencia de la raíz filosófica del enfrentamiento entre el hombre y la bestia, y ancla su relato en la época donde todavía había mucho por descubrir, y como en Rush, pasión y gloria vuelve a confiar en el cada vez más efectivo Chris Hemsworth para encarnar al protagonista, un héroe clásico enfrentado por historia, ambición y hambre de gloria con el aristocrático capitán, que también tiene lo suyo a la hora de validar sus privilegios de cuna. Con esos elementos, además de efectos especiales que no saturan y por el contrario, son un elemento decisivo en una película que se enrola sin complejos en el viejo cine de aventuras, más allá de algunas dispersiones, En el corazón del mar es un film entretenido y que cumple con el género con nobleza.
Pavo relleno y vitel toné con toda la parentela Si bien es una historia que no renueva el género del film navideño, gracias a su elenco de comediantes cumple con su función de entretener un rato. Con Diane Keaton, John Goodman, Marisa Tomei, Olivia Wilde y Amanda Seyfried. La lógica de las películas navideñas es imperturbable a cualquier línea de cuestionamiento que altere su objetivo. Es decir que, casi sin excepción, los relatos centrados en las festividades de diciembre en general presentan familias más o menos disfuncionales, con personajes que están atravesando algún conflicto-bisagra que se ven obligados a juntarse a pesar de que casi ninguno quiere sentarse en compañía de abuelas, padres y tíos que no quiere ver. El esquema clásico es que hay algún protagonista que lucha para que todos estén presentes, a pesar de que en su fuero íntimo sepa que no es más que un intento desesperado por mantener la ilusión de que la familia se sostiene sigue unida a pesar de las diferencias. Y ahí va la historia, dedicándole un ratito a cada unos de los protagonistas, dando cuenta de sus miserias hasta que al final, a la hora del pavo relleno -intercambiable por un suculento lechón o en su defecto el infaltable vitel toné-, las cosas se acomodan y las copas chocan con alegría porque es Navidad y una segunda oportunidad no se le niega a nadie. Navidad con los Cooper cumple a rajatabla con los postulados implícitos del género, con mamá Charlotte (Diane Keaton) que quiere tener una última cena con toda la parentela antes de separarse de Sam (John Goodman), ambos sin rumbo por el nido vacío. Y no es que sea reciente, porque Hank (Ed Helms) ya bordea los 40 años y no logra reinsertarse en el mundo laboral, mientras que Eleanor (Olivia Wilde) está sola y ya no soporta contestar ni una pregunta más sobre su soltería. Por ahí también anda la tía Emma (Marisa Tomei), siempre a la sombra de su perfecta hermana Charlotte y claro, está el abuelo Bucky (Alan Arkin), que mira con estupor la profunda infelicidad de su familia, en la que incluye a la camarera Ruby (Amanda Seyfried), con la que no lo liga ningún lazo de sangre, pero con la que sin embargo se siente cercano, sobre todo en ese momento mágico del día cuando la chica le sirve café y charlan por un momento y comparan impresiones sobre añejas películas de Chaplin. En el combo no falta un amor de tía que ya no es la que era, un adolescente que odia todo y a todos, un falso novio republicano y cómo no, un perro que al final es el que cuenta la historia (?). Lo dicho, una trama que no renueva el género porque entiende que no hace falta y le alcanza con un elenco de grandes comediantes para cumplir con el entretenimiento, el director Jessie Nelson acepta que no es Frank Capra, sabe que el clásico ¡Qué bello es vivir! es insuperable y claro, es Navidad.
La hora de los altibajos Basado en la novela de Marco Schwartz, El salmo de Kaplan y sumándole recuerdos de su abuelo que emigró desde Europa en tiempos del nazismo, el uruguayo Álvaro Brechner (Mal día para pescar) escribió y dirigió Mr. Kaplan, una agridulce comedia que aborda el tema del la vejez, el legado y la proximidad de la muerte. El comienzo ubica a Jacobo Kaplan, un hombre de 76 años en una fiesta de casamiento, en una actitud que mezcla el patético y desesperado intento del protagonista por llamar la atención y la tristeza de un hombre que repasa a los 76 años que llega a la conclusión de que su existencia fue gris, sin nada para destacar. El anciano conecta este balance con el deseo-mandato de su padre, que en su Bat Mitzvá le dijo que su nombre le deparaba un destino excepcional. Ahora jubilado, con sus hijos que lo tratan como un niño y hasta privado del registro de conducir, Jacobo sabe que su vida no fue para nada notable. Sin embargo, de de manera fortuita se entera de la existencia de un alemán misterioso, dueño de un parador en la playa al que el anciano -influenciado por la historia de la captura en la Argentina de Adolf Eichmann- enseguida relaciona con los criminales nazis escondidos en Sudamérica. De ahí a planear la detención del alemán para su juzgamiento en Israel hay un paso y para cumplir con su plan, Jacobo va a contar con la colaboración de Wilson, un ex policía buenazo abandonado por su esposa, que pasa sus días tomando cerveza y jugando al setentoso flipper. Con un objetivo claro que le asegura un lugar en la Historia, que sin lugar a dudas lo pone a la altura del mítico cazador de nazis Simon Wiesenthal, Jacobo empieza la pesquisa y el relato va mostrando sus progresos junto a Wilson, una improbable pareja de detectives, algo así como una buddy movie de personajes sin gloria en busca de una revancha tardía. Sin dudas Mr. Kaplan tiene momentos interesantes y constituye una reflexión válida sobre la identidad, el sentido de una vida y la necesidad de trascender, pero en su ambición, la película va desde la comedia hasta el drama, pasando por el costumbrismo y hasta la sátira, dando como resultado un relato desflecado, con demasiados altibajos.
El máximo terror llegó en su mejor forma La opera prima de Hardy tiene un guión preciso que juega con la actualidad para darle a la película un plus de verosimilitud. Una muy buena manera de interpelar al espectador. Una pareja llega con su pequeño bebé desde Londres para instalarse en lo profundo de Irlanda, mientras en la radio se debate la venta a las madereras de grandes extensiones de bosques, último recurso económico del país y una de las condiciones que impone la Eurozona. Adam (Joseph Mawle) estudia el crecimiento de los árboles pero está al servicio de una multinacional que extrae ese recurso natural y mientras Clare (Bojana Novakovic) va poniendo en condiciones la casa centenaria en donde viven, el especialista encuentra un hongo con propiedades asombrosas, que toma el el cerebro de cualquier ser vivo y lo manipula a su antojo. Y claro está, empiezan a suceder cosas más o menos inexplicables ante la tozudez del científico, que no cree en lugares sagrados y menos en la advertencia de un vecino -que perdió a su hijita en lo profundo del bosque-, al que Adam confunde con un furibundo ecologista que además, es un provinciano supersticioso. Según parece, los árboles son sagrados para la mitología celta y los bosques son el territorio de hadas y duendes que alimentan el folklore irlandés. Y es justamente allí donde El hijo del diablo hace pie para contar una historia de terror, el bosque como entidad monstruosa poblada de seres viscosos, repugnantes, que esperan la llegada de otro niño a quien secuestrar y la pareja de londinenses que tiene un hijo y las criaturas de la noche que vienen por él. Opera prima de Corin Hardy, una de terror hecha y derecha que con un guión preciso juega con actualidad para darle a la película un plus de verosimilitud, Los hijos del diablo muestra una amplia serie de recursos de la puesta en escena en donde la fotografía oscura y fría se combina con efectos especiales herederos directos del mundo analógico antes que la habitual parafernalia digital, miedo en serio y sí, un bebé en el centro del relato, como para que el susto por la suerte de la criatura traccione todo el resto de los temores. Con sorna, desde la pantalla se desprende una interpelación al incómodo espectador, algo así como que es cierto, con los chicos no, pero si es cine de género la transgresión bien vale la pena.
Todos los héroes en una misma película El film dirigido por Nicanor Loreti es la trasposición del libro homónimo de Leonardo Oyola que conjuga diferentes estéticas. Es un intento de relectura de géneros ajenos al cine argentino. El Conurbano, La Matanza, interior del Hospital Paroissien, un médico franquero y toda la desolación de los pasillos desangelados, la falta de recursos, los turnos interminables que sólo se soportan empastillado mientras llegan pibitos baleados, rotos, esos que todo hace suponer que si esta vez zafan es apenas la postergación de un destino trágico. La cuestión social puesta en primer plano y después lo otro, la banda que llega con Nafta Súper (Juan Palomino), malherido, con un pedazo de botella verde clavado en el costado y la vida que se le va a menos que el medicucho logre el milagro, un poco por experiencia pero sobre todo porque si el paciente se le queda, para él también va a ser la última intervención. Y lo extraordinario, el capo de la banda que resiste aunque no debería junto al Señor de la Noche (Pablo Rago), Lady Di (Lautaro Delgado), El Ráfaga (Diego Cremonesi), Faisán (Nico Vázquez), Cuñataí (Sofía Palomino) y Raro (Carca), cómplices, familia, la liga de la justicia en versión matancera, descangallados superhéroes que nunca pudieron ni quisieron salir del tercer cordón, sobrevivientes de mil batallas dispuestos a resistir, que afuera están los patas negras que juegan para la banda del Pelado (Daniel Valenzuela) y hay que aguantar hasta el amanecer porque está comprobado que si Nafta Súper pasa el alba se salva. Siempre. González (muy buen trabajo de Diego Velázquez), el atormentado médico de guardia, es el centro del abanico de historias que a partir de la narración de Ladi DiMujer Maravilla y a través de flashbacks,completan el perfil de cada uno de los personajes mientras la noche avanza y hay un intento envenenado de mediación con Corona Capusotto en plan Guasón, una de las escenas inolvidables de la película como enviado de la policía y de la banda rival. La película es la rigurosa trasposición al cine del exitoso libro homónimo de Leonardo Oyola a cargo de Nicanor Loreti (Diablo, Socios por accidente), en una puesta que conjuga el hiperrealismo y una estética del pop que incluye los comic de Marvel, el Batman televisivo y también Quentin Tarantino y Robert Rodríguez con su resignificación vintage del cine trash con el Gran Buenos Aires como telón de fondo, un lugar tan bueno como cualquier otro para contar una historia de amistad con superhérores en situación de marginalidad. Kryptonita es un valioso y en gran medida efectivo, intento de relectura de géneros bastante ajenos al cine argentino, tomando como base la extraordinaria novela de Loyola lo más fielmente posible.
La vida narrada en tres actos Casi una década después de Comment je suis disputé... (ma vie sexuelle), Arnaud Desplechin vuelve a darle vida a Paul Dédalus, suerte de alter ego del director francés que interpreta Mathieu Amalric, para algo así como una autobiografía en donde los recuerdos de su vida sentimental se exponen con elegancia, sentimiento y un abanico de recurso narrativos para ofrecer una puesta fluida, inteligente y emotiva. Con un relato estructurado en tres partes bien definidas, extensos flashbacks que primero indagan en la niñez de Paul signada por el suicidio de su madre y el distanciamiento de su padre -al que nunca llega a conocer realmente-, luego se desarrollan a ritmo de un thriller cuando el protagonista, apenas un adolescente, viaja a Rusia y es parte de una trama de intrigas, aventuras, dobles identidades y claro, la posibilidad de ayudar a los oprimidos judíos soviéticos y ser un héroe. Y al final –también en el medio, o mejor, suspendido y prevaleciendo sobre la maraña de recuerdos-, la relación de Paul (brillante Quentin Dolmaire como el joven Dédalus) con la intensa, adorada y contradictoria Esther (Lou Roy-Lecollinet), primera novia, amour fou bien francés, recuerdo idealizado, musa para siempre. La película del autor de Reyes y reina y Un cuento de Navidad, que se presentó en el 68 Festival de Cannes y fue elegida como el film de apertura en el reciente Festival de Cine de Mar del Plata, está contada en primera persona en la voz del antropólogo Paul Dádalus, detenido al ingreso a París luego de una larga ausencia que lo llevó por exóticos destinos por el mundo, al comprobarse que su pasaporte coincide con una persona fallecida en Australia. A partir del interrogatorio a cargo de un sagaz agente de inteligencia, Desplechin desgrana los tres actos de la historia, complejiza ese camino en donde el tránsito de la niñez a la adolescencia y más adelante a la vida adulta cuenta con una maravillosa comprensión de los que fueron él, uno solo y su historia desdoblada, otra vez él ya adulto a la hora del balance, en el que la nostalgia es el potente vehículo donde convergen los interrogantes sobre la suerte de la multitud de compañeros de ruta y sobre todo, el amor para toda la vida de la luminosa y atormentada Esther. Un film que explora las posibilidades de contar en voz alta la propia existencia, para que quede el testimonio de una experiencia única e intransferible.
Un thriller con historia social En el comienzo un niño ve cómo su padre, aprisionado por una cubierta de auto, muere consumido por la llamas. Treinta años después ese chico es Ali (Forest Whitaker), un capitán de policía en Johannesburgo que debe resolver el brutal asesinato a golpes de una joven blanca junto a Brian (Orlando Bloom), un detective a sus órdenes. Como cualquier policial, ese primer hecho da paso a las líneas de investigación, pero rápidamente la película muestra que los dos hombres están rotos emocionalmente y que van a pasar varias, muchas cosas horrendas, para que no sólo se solucione el caso sino que se revele cuál es la historia de cada uno. Y lo concreto es que se trata de Sudáfrica y el relato inevitablemente tiene que ver con las secuelas que dejó en esa nación el Apartheid, un sistema de segregación racial que duró hasta los noventa, cuando asumió la presidencia Nelson Mandela. La miseria, la exclusión y la inaudita violencia que se trasmite desde la pantalla remiten a ese pasado miserable de la nación africana y mientras avanza la historia, dentro de una estructura de thriller, el film se propone y logra con bastante éxito, tocar cada una las heridas abiertas del presente, en tanto se desarrolla la trama, que primero se dirige hacia un crimen sexual, luego hacia el narcotráfico, más adelante muestra la red de complicidades ligada a los residuos del antiguo régimen para desembocar en un perverso plan de limpieza étnica. La locación es Johannesburgo pero la ciudad es también un personaje, con sus villas miseria, el racismo casi intacto y la ferocidad desatada en las calles, en los bares, en la playa y en los antros de chapa. Cada uno de los lugares es una puerta a un dantesco presente, heredero del infierno del pasado y en ese ámbito van avanzando los protagonistas -Whitaker y Bloom, con una química inesperada-, cada uno con su vida dañada pero dispuestos a hacer lo necesario. Zulú entonces es una buena película, ambiciosa al intentar anclar un policial con la convulsionada historia de un país y en ese sentido, a la hora de demostrar su hipótesis sobre el estado actual de las cosas, se regodea innecesariamente en la violencia, aunque este error no le resta méritos a la hora del balance final.
Una película de climas y actores Celina (Verónica Gerez) es muy joven y carga en su interior un enojo de años, más precisamente desde el momento en que su madre la abandonó para irse a cantar a Italia. Ahora vive en un barrio humilde, trabaja en una estación de peaje en el medio de la nada y eventualmente, con el acompañamiento de su novio (Esteban Bigliardi), se gana unos pesos cantando en la iglesia del pueblo cuando hay algún casamiento que incluya el "Ave María", mientras su padre la espera enfermo en la casa. El deseo estuvo desde siempre, y cuando su padre muere y encuentra entre sus cosas la dirección en donde se supone que está su madre, decide dejar su trabajo y a su novio para vender enciclopedias para juntar el dinero que le permitirá ir a Italia. Suerte de road-movie en el desierto, con un relato estructurado en episodios en donde los personajes, casi como testimonios documentales, dan su parecer sobre diferentes cuestiones de sus problemáticas, la película está centrada principalmente en la potencial vendedora -de un único manual de autoayuda estadounidense cuyo título coincide con el de la película- y su relación con su instructora de ventas (brillante Pilar Gamboa), tan aguerrida para su oficio como frágil por una historia de frustraciones y deseos no cumplidos. En la ruta, acompañadas por el pequeño hijo de la veterana vendedora, ambas mujeres van a ir desgranando su historia hasta que por un desperfecto del auto se ven obligadas a pasar la noche en un parador, el lugar en donde Celina va a conocer a la dueña del lugar (Marilú Marini) que le va a revelar varios secretos sobre su historia y el destino de su madre. Película de climas pero sobre todo de actores, ascética y profunda, la opera prima de Fernando Salem -premio al mejor director de la competencia argentina en el reciente Festival de Cine de Mar del Plata- dosifica con inteligencia el drama con momentos de humor, en donde la búsqueda nerviosa, errática y conmovedora de la protagonista da paso a todo un universo de ricos personajes en el desierto sanjuanino que sólo parecen existir en tanto y en cuanto tomen contacto con la energía de Celina.<
Un dilema frío sobre la guerra El mayor Thomas Egan (Ethan Hawke) fue un piloto de combate y arriesgó su vida sobre territorio afgano varias veces, pero ahora, instalado con su familia, está a cargo de una terminal y un drone que jositic en mano, le da un letal poder de fuego a miles de kilómetros de distancia. El mayor Thomas Egan (Ethan Hawke) fue un piloto de combate y arriesgó su vida sobre territorio afgano varias veces, pero ahora, instalado con su familia, está a cargo de una terminal y un drone que jositic en mano, le da un letal poder de fuego a miles de kilómetros de distancia. A través de de cámaras e imágenes satelitales que identifican a los objetivos y además le dan una perspectiva de las muertes que causa y que incluso le permite cuantificar los "daños colaterales" –las víctimas inocentes que también son arrasadas por los misiles en Yemen, Afganistán, Pakistán- Egan intuye, sabe que hay algo profundamente inmoral en esas batallas sin poner el cuerpo, desde un búnker con aire acondicionado rodeado de otros militares más jóvenes , casi casi esos fanáticos de los videojuegos, gamers. que ni una vez tuvieron la experiencia del combate. Y entonces el síndrome del combatiente se traslada a su hogar, a la ausencia como esposo y como padre a pesar de que está ahí, perdido, aferrado al alcohol y ajeno a su familia, con varios puntos de contacto con el especialista Chris Kyle de El francotirador. Andrew Niccol, que como director es responsable de títulos como La huésped, El señor de la guerra y S1m0ne, entre otros, aborda el horror de la guerra desde un relato en donde la despersonalización del conflicto influye de manera bien personal en un individuo y fricciona con las órdenes que llegan desde el Pentágono o del cuartel general de la CIA, decisiones que llegan a un centro de operaciones en una no-ciudad como Las Vegas para ubicar y neutralizar objetivos, que muchas veces incluyen niños, familias y otras, rescatistas que acuden a ayudar luego de un primer impacto. La película es un íntimo y convenientemente frío retrato sobre el dilema moral y ético de un combatiente, que cuestiona no solo la problemática casi burocrática y aséptica de matar a distancia, sino que objeta la política exterior de los Estados Unidos –tal vez de manera un tanto discursiva, dejando innecesariamente en claro que la propuesta se alinea con el discurso bienpensante, que en su accionar funciona como una fábrica de odio y resentimiento en buena parte del mundo.