Hopkins a la carta En 1983 el empresario Alfred Henry Heineken, dueño de la famosa cervecera que lleva su apellido, fue secuestrado junto a su chofer en Amsterdam y por su liberación se pagaron 10 millones de dólares -la suma fue considerada el rescate más oneroso hasta esa fecha, pero hay que decir que en la Argentina por Jorge y Juan Born se desembolsaron 60 millones-. Pero, más allá de las imprecisiones, lo curioso del caso es que el grupo que llevó a cabo el golpe estaba compuesto por un puñado de trabajadores que había intentado pedir un préstamo bancario para sostener un negocio y que luego de fracasar, decidió embarcarse en esa aventura. Ahora bien, la historia real tiene todos los componentes para que cualquier director la lleve al cine y el sueco Daniel Alfredson (responsable de la trilogía Millenium del escritor Stieg Larsson) se decidió por un policial clásico, centrado en la relación entre Cor Van Hout (Jim Sturgess) y Willem Holleeder (Sam Worthington), en desacuerdo en casi todo durante buena parte de hecho -sobre todo cuando el dinero tardaba en llegar- y que a medida que avanza el relato, cada vez más conscientes que la tarea les queda grande por la dimensión que tomó el caso y sobre todo por Mr. Heineken (Anthony Hopkins), el magnate que lejos de asustarse, se muestra condescendiente con el grupo, les hace notar su amateurismo, opera con astucia y hasta se da el lujo de sugerir menús sofisticados, como para dar cuenta de que está entero y dispuesto a hacer sentir su poder aun en cautiverio. Es cierto que Hopkins no hace demasiado para agregar algo más a lo que se espera de él en un papel a su medida, sin embargo, esa suficiencia le aporta aire a un relato que no logra encontrar el tono narrativo que exige el género. Si la historia se centra en las idas y vueltas de los captores, las dudas y el aprendizaje sobre la marcha de una tarea para la cual no están preparados, la resolución de estos problemas -conseguir armas, dinero en efectivo para sostener el operativo- tiene un desarrollo apresurado; si el carácter de los protagonistas y sus historias personales definen su accionar, los perfiles no terminan de dibujarse por completo y hay demasiados casilleros para rellenar por el espectador. Queda la relación entre el grupo y el señor de los negocios, y ahí sí, aunque el elenco hace lo suyo y bien, Hopkins juega en otra liga, despliega un arsenal de recursos y la película tiene otro vuelo que podría haber abarcado toda su extensión, pero por vacilaciones de la puesta, se pierde en el total.
El cine sólo como un gran espectáculo Annaud opta por una historia situada en la China de la Revolución Cultural de Mao. El joven Chen Zhen y lobos hambrientos protagonizan un film más grandilocuente que trascendente. Cuando hace tres años el asiático domesticado en Hollywood, Ang Lee, se llevó premios y aplausos por Una historia extraordinaria, tal vez sin saberlo, reinventó una categoría cinematográfica: la película deslumbrante y vacía. A los pocos meses vino Gravedad de Alfonso Cuarón y su viaje espacial con solo dos ocupantes perdidos en medio de estrellas, planetas y meteoritos. Ambas, claro está, provistas de los anteojos 3D para deslumbrar y mirar azorado hasta dónde el cine actual puede convencer a propios y extraños desde su objetivo primigenio de vehículo de masas. Sin anteojos de por medio pero con el formato Imax como impacto no casual, ahora el menos que discreto cineasta francés Jean-Jacques Annaud irrumpe con un tercer ejemplo de un cine-concepto dirigido al vacío. Los antecedentes menores (La guerra del fuego, El oso, El nombre de la Rosa) y francamente olvidables (El amante, Siete años en el Tíbet) tampoco anunciaban una mejoría, ya que el director, ambicioso y vacío como su obra, nunca ubicada en un perfil bajo sino en un plano de inexplicable grandilocuencia, ahora decidió interesarse por una historia situada en la China de la Revolución Cultural de Mao, pero tomando como centro geográfico a las interminables y gélidas planicies habitadas por mongoles y lobos. Por supuesto que la primera crítica que se transmite refiere al poder inquisidor de la política de Mao Tse-tung y al envío de miles de jóvenes estudiantes hacia esos parajes para adoctrinar a los pastores nómades de origen mongol. Luego de ese anclaje de torpe lectura política, aparecen los protagonistas principales: el joven Chen Zhen y las decenas de lobos hambrientos y voraces que pueblan el lugar. El punto de inflexión de Tótem Lobo serán los cuidados intensivos y el control en el crecimiento de un pequeño lobezno a cargo del personaje (humano) principal. Habrá más de un imprevisto ataque animal, una lucha encarnizada entre el joven educador y los pobladores, una lectura ecologista de manual, la decisión del gobierno de acabar de una vez por otras todas con los lobos y la elemental mirada de un director que se decide por un cine-espectáculo que recuerda a los peores exponentes del cine estadounidense de los años 50 y sus pantallas anchas. La comparación, en ese sentido, no es casual, ya que Tótem Lobo adquiere esa categoría presuntuosa y vacía de un cine que explota el total de la pantalla como hacían aquellos "péplums" de antaño que sólo disimulaban su pereza estética para exhibir su fachada de naturaleza inerte. En resumen, lindos paisajes, lobos feroces y naturaleza más que muerta.
La insoslayable necesidad de buscar la identidad Paula Hertzog es Lila, una niña que acude a una escuela rural y, con la ayuda de su maestra, irá tras la huella de su padre, con apenas una pista. La ópera prima de Lucchesi construye un vínculo de solidaridad entre sus protagonistas. En 2011 se estrenaba en Buenos Aires De caravana y para la mayoría del público fue una sorpresa, no sólo la vitalidad de la película de Rosendo Ruiz sino por su origen, Córdoba, una provincia que con Atlántida, El invierno de los raros, Salsipuedes y Escuela de sordos, entre muchas otras, se convirtió en un polo cinematográfico ineludible a la hora de definir al actual cine argentino. Con una historia simple de iniciación –temática transitada fuertemente por el cine nacional de los últimos años– a partir de una niña que ingresa a la adolescencia con la urgente necesidad de descubrir quién es su padre, Ciencias naturales se alzó con varios galardones en Guadalajara y el Gran Premio del Jurado Internacional de la sección Generation Kplus en el Festival de Cine de Berlín y se convirtió en uno de los film cordobeses más exitosos en cuanto a recorrido internacional. Tal vez lo que distingue a la ópera prima de Matías Lucchesi es la sensibilidad a la hora de abordar la historia (escrita por el propio director junto a Gonzalo Salaya) y el formidable trabajo de Paula Hertzog y Paola Barrientos, alumna y maestra en la ficción que transcurre en una inhóspita escuela rural de las Altas Cumbres y luego se traslada a pueblos tristes, desangelados, con dos personajes a los que separan edad y condición social. Y sin embargo, cada uno es imprescindible para el otro. Sin lugar a dudas, el motor del relato es la convicción absoluta de Lila (Hertzog, en su segundo trabajo luego de El premio, de Paula Markovitch), que con apenas una chapita con el nombre de una empresa a donde se supone que trabajaba su padre, empieza la búsqueda en compañía de su maestra Jimena. Si la iniciación y el tránsito a la adolescencia o a la vida adulta son uno de los temas fundamentales de muchísimas operas primas argentinas, Ciencias naturales también se asienta en el tópico de la identidad –como consecuencia de la última dictadura o de los jóvenes náufragos en la desolación de los noventa–, el otro gran eje de los realizadores treintañeros. Narrada en un tono sereno y respetuoso del deseo y la necesidad de esa chica que intuye que aunque no tenga éxito en encontrar al ausente, la propia investigación irá completando su historia, Lucchesi traza un mapa de la solidaridad que van encontrando las protagonistas y el conmovedor lazo afectivo que se va tejiendo entre ambas. Una pequeña y conmovedora historia que se concentra en el crecimiento en medio de las fragilidades afectivas y que con un desarrollo noble, indaga con sobriedad la complejidad de sus personajes.
Un curioso mix de historias y personajes La película dirigida por Marcos Carnevale tiene una fuerte impronta teatral, algo de humor negro, de absurdo y de sobrenatural. Con ideas interesantes y chispazos de talento, en el transcurso el film pierde fuerza dramática. Cenáculo es un exclusivísimo restaurante ubicado detrás de una anónima puerta al que llegan los clientes luego de concertar una cita. Una única mesa preside el lugar, una antigua catedral en ruinas y el relato da a entender que no es fácil ser recibido por Benito, el elegante anfitrión (Pepe Cibrian), que comparte el negocio junto a su hermana Iris (Graciela Borges), recluida en su casa y monitoreando, a través de las imágenes que le llegan desde diferentes cámaras, todo lo que sucede en la mesa con los curiosos seres que intuyen que esa es su gran noche, el momento en que definirán sus destinos. La nueva película de Marcos Carnevale, que desde Elsa & Fred (2005) viene entregando con suerte diversa un título cada dos años –Tocar el cielo, Anita, Viudas, Corazón de León–, cuenta con una idea fuerza que es ese restaurante que funciona como metáfora de la encrucijada, el vórtice decisivo en las vidas de los clientes y además, se apoya en un notable y multitudinario elenco. Con estos recursos, el director trabaja un film que en conjunto podría definirse como dramático, con una fuerte impronta teatral, con algún toque de humor negro, algo de lo absurdo y hasta la presencia de lo sobrenatural. Este curioso mix va atravesando el relato y mientras Benito e Iris llevan como pueden sus propios conflictos, en paralelo, en la mesa los otros desgraciados personajes van desandando sus miserias. Así, tres hermanos que podrían definirse como nuevos ricos y sus respectivas parejas deben enfrentar una separación societaria en un trasfondo mafioso; el dolor de una pérdida y el reencuentro que sólo puede ser posible en ese espacio mágico es el eje de otra velada; hay un matrimonio que se anima a un juego de roles para avivar la pasión extinta aunque las cosas se complican de la peor manera; y por último, una pareja que a pesar de la adversidad y de la mirada condenatoria de la sociedad, logra reencontrarse antes de lo inevitable. Lo dicho, la idea rectora no deja de ser atendible pero el principal problema de El espejo de los otros es que a medida que transcurren los minutos la fuerza dramática se va licuando y la puesta empieza a agobiar hasta instalarse en un cine antiguo, sobrecargado, convencido de que las temáticas que aborda son trascendentales y el relato necesariamente debe ser solemne, desaprovechando un grupo de actores que en general parecen desconcertados por la propuesta, sin convicción, con excepción de Dayub, Machín y Borges, que muestran algunos chispazos de su talento.
Historia transversal en pleno conflicto Como en otros films recientes (Intervención divina; El paraíso ahora) donde se describe el enfrentamiento que parece eterno entre israelíes y palestinos, la trama hace centro en el conflicto bélico-religioso pero deja lugar a otras historias que se ubican de manera transversal en diversos géneros. De esta manera, se observa cómo el protagonista Omar elude las balas de la muerte, se compromete con la causa palestina y decide arriesgar su vida y así encontrarse con Nadia, su novia. Pero el problema surgirá cuando Omar es capturado por los israelíes y acusado del asesinato de un policía. A partir de ahí, el director Hany Abu-Assad propone un relato que se abre a dos ejes conceptuales: por un lado, la historia bélica en donde el peligro está en cada esquina; por el otro, y tal vez se trate de lo más problemático y original del film, la forma en que el director describe a un personaje no políticamente correcto, al borde de la delación y la sospecha, dispuesto a todo para que su amor con Nadia enfrente cualquier decisión programada por superiores o enemigos. Desde allí, Omar entrega sus momentos originales y sus escenas de fuerte tensión dramática, fijando la atención en el espanto de la guerra y en esa zona difusa donde el bien y el mal no tienen destinatarios y los lugares comunes sobre el heroísmo y la dignidad humana se caen a pedazos. Omar es el eje de la trama, pero otros secundarios de peso rondan alrededor de un personaje repleto de dudas e incertidumbres. Acosado por propios y extraños, Omar teje una compleja madeja donde la ética se choca con el contexto y la lucha individual parece ganarle la partida a cualquier compromiso político con una causa determinada. En efecto, Omar, la película, traza una sutil línea de suspenso entre el deber del civil armado en batalla y un amor en el campo minado por el odio. En esa correspondencia entre lo público y lo privado, Omar, el personaje, adquiere su categoría humana más allá de su ideología. Y en ese punto el cineasta Hany Abu-Assad entrega su opinión sobre un caso límite: explorar hasta qué punto puede combinarse en un solo cuerpo un personaje enamorado y un civil dispuesto a dar la vida por su lugar de origen.
Feliz homenaje a una comedia clásica El regreso a la dirección de Peter Bogdanovich, después de 15 años, lo encuentra en la mejor forma. La película recrea un universo cinematográfico en desuso con un sólido trabajo de sus intérpretes. Para salir del cine con una sonrisa. Con títulos extraordinarios como La última película, ¿Qué pasa doctor?, Luna de papel y Texasville, trabajos críticos ineludibles sobre los realizadores Orson Welles, Alfred Hitchcock, Fritz Lang, Howard Hawks y John Ford, sin obviar su nada desdeñable carrera como actor, Peter Bogdanovich se convirtió en una de las figuras míticas de la generación que en los setenta renovó el cine estadounidense y que ahora, quince años después de El maullido del gato, su último film (que tuvo su paso por el Festival de Mar del Plata) y con 76 enérgicos años, regresa en plena forma con Terapia en Broadway, una comedia cinéfila hasta la médula en donde rinde homenaje al viejo Hollywood. El título original podría traducirse como Es encantadora a su manera, y de quien se trata es de Isabella Patterson (deslumbrante Imogen Poots), objeto de deseo de casi todo el nutrido elenco masculino de una película que en sí, es un homenaje a la era dorada de la comedia física, de enredos, las screwball comedies de Howard Hawks, Preston Sturges y claro, Ernst Lubitsch. Isabella es una neoyorquina que sueña con ser actriz mientras trabaja como prostituta para mantenerse y ayudar económicamente a sus intensos padres -Cybill Shepherd y Richard Lewis, dos de las numerosas glorias que aparecen en pantalla-, hasta que le presta sus servicios a Arnold Albertson (Owen Wilson), un director teatral enamorado de las prostitutas a las que ayuda a salir de su condición para que se labren otro destino. Circunscribiéndose a las precisas reglas del género, este encuentro da paso a la concreción del deseo de la chica y a un inimaginable caos que sin pausa se desarrolla en la pantalla, en una puesta que mantiene las riendas firmes mientras se suceden romances, infidelidades, vueltas de tuerca, llamadas que se hacen y se reciben en el momento más inoportuno, puertas que se abren y cierran a un ritmo frenético, decepciones amorosas, equívocos y mentiras, en una serie de situaciones que pulverizan el cinismo y que proyectan la ilusión de un mundo mejor, más amable, que llega en oleadas de ritmo y felicidad al espectador. La comedia, naif y en estado de gracia que recrea un universo cinematográfico en desuso, se apoya en un sólido trabajo con los intérpretes que ofrecen lo mejor de su oficio para estar a la altura de esta relectura del clasicismo hollywoodense. En ese sentido, estrellas como Owen Wilson, Jennifer Aniston y el veterano Austin Pendleton apelan a un costado poco transitado en sus carreras y transmiten la alegría de estar allí y no en otra producción adocenada, porque son parte de una película, sentimental y deliciosamente leve. Feliz.
Un viaje iniciático hacia el horror Como su mismo director comentó, el viaje que emprendiera a Israel hace 15 años fue una especie de aprendizaje hacia una zona de iluminación que recién se definiría (o no) en el futuro. Nicolás Avruj aunó su mirada de tiempo atrás con la reconstrucción actual de un mundo en guerra, trazado a través del enfrentamiento entre israelíes y palestinos. El director, por lo tanto, cruzó fronteras y fue más allá del territorio de sus orígenes y ancestros, ya que partió desde Jerusalén hacia la franja de Gaza y más tarde a Cisjordania. Ejemplo de documental en forma de reconstrucción genérica, el trabajo de Avruj autoriza más de una reflexión. Democrática en su amplia visión sobre el conflicto, donde no aparecen buenos o malos, ni vencedores y vencidos, sino un mundo a punto de estallar en mil pedazos debido al propio conflicto bélico, pero también a raíz de una ideología religiosa tan fanática y asesina como el paso mortal de un tanque victorioso. En ese sentido, el film entrevista a individuos de ambos bandos: civiles, líderes religiosos, chicos provistos de ametralladoras, sobrevivientes de la soberbia y la sinrazón. La voz en off, por suerte, no baja líneas ni sentencia, sino que carga con una serie de preguntas sin respuestas, las del mismo director, acaso también las de un hipotético espectador. El relato histórico sobre el conflicto también triunfa por su didactismo, en un mismo punto de equilibrio que el de esas (pocas) voces que reclaman por una paz lo antes posible. Pero no, el miedo a la oscuridad acecha, el sonido en off de las armas de la muerte intimida y las explicaciones y justificaciones de algunos de los entrevistados resuenan vacías, casi sin sentido. El viaje iniciático, por lo tanto, se convierte en un manifiesto sobre un mundo que se desmorona, que vive asustado, aterrado por decisiones tomadas por los poderosos y por los dueños de la palabra a través de las creencias religiosas. En la hora y media de NEY: nosotros, ellos y yo, Avruj mira y no juzga, observa con detenimiento y decide no señalar con el dedo acusador. Constata y nunca subraya el horror.
Viaje a la intimidad familiar de los Puccio La última película de Pablo Trapero se centra en la historia real de esta familia de San Isidro, sobre todo en el vínculo padre-hijo, que secuestró y ejecutó gente cercana a su círculo social. Aunque haya días y años que delimitan períodos, épocas, los procesos históricos no empiezan ni terminan en una fecha determinada y en general tienen una prolongación que se va extinguiendo a medida que son superados por otro suceso. El clan se asienta sobre esta premisa para contar desde adentro la historia real de los Puccio, una banda que secuestraba gente cercana a su círculo social y luego los ejecutaba para no dejar rastros. La modalidad y la propia existencia de un personaje como Arquímedes Puccio como un siniestro pater familias que encabezaba esta modalidad delictiva, confirmaba el modus operandi de los grupos de tareas de la dictadura que siguieron trabajando, en los primeros años de la vuelta de la democracia, la primavera alfonsinista. Pablo Trapero (Elefante blanco, Carancho, Leonera, El bonaerense, Mundo grúa), uno de los pilares de la renovación del cine argentino, desde siempre mostró un talento especial para la narración y a la hora de abordar la historia, eligió contarla desde las entrañas mismas de ese hogar de clase media de San Isidro y en particular, desde la relación entre Arquímedes (Guillermo Francella), mano de obra desocupada a partir de 1983 que seguía manteniendo vínculos con los militares y con "colegas" como Aníbal Gordon; y su hijo Alejandro (Peter Lanzani), un rugbier exitoso, comerciante de artículos náuticos, novio dedicado, que marcaba a las posibles víctimas. El clan es un viaje a esa intimidad familiar que en su casa convivía casi sin contradicciones con los secuestrados. En ese sentido, el plano secuencia que va desde la cocina y la cámara que sigue a la bandeja con un plato de comida hasta el baño adonde está alojado un prisionero, es una soberbia lección de cine, al igual que la bienvenida a uno de los chicos que estaba en el exterior, luego un corte y a continuación el recién llegado ya participando activamente en la curiosa actividad familiar. El film da cuenta de la locura de los Puccio y sobre todo del padre, un psicópata que primero sojuzgó a su propia familia -establecida, querida por su comunidad- y después fue por sus víctimas de afuera. Y claro, la puesta se asienta en la escalofriante composición que hace Francella de Arquímedes, a partir de una mirada glacial que esconde una cuota monstruosa de violencia y en el trabajo de Lanzani, en un papel que le permitió mostrar un amplio abanico interpretativo para dar vida a esa especie de ángel oscuro que fue Alejandro Puccio. Una historia extraordinaria que El clan da cuenta de manera precisa, con los recursos del thriller melodramático, a partir de un caso real que bien podría ser de la órbita de los fantástico.
La fragilidad de los afectos, según Nanni Moretti El cineasta italiano transformó la muerte de su madre- en pleno rodaje de Habemus Papa - en una reflexión sobre la pérdida. Además, apuntes sobre la locura del quehacer cinematográfico, la paternidad y la conciencia de la vulnerabilidad.Nanni Moretti es uno de los directores italianos más importantes de los últimos años y aunque por cuestiones de distribución no todas sus películas fueron estrenadas en la Argentina –al igual que buena parte del resto de la producción italiana, francesa, inglesa y así–, lo cierto es que en general se puede ver su trabajo en los festivales, ciclos y retrospectivas. Y la esforzada búsqueda bien vale la pena, porque la obra de Moretti logra captar la esencia de la sociedad de su país, con una fórmula que combina la crítica corrosiva, el humor, el drama dosificado con inteligencia y las ensoñaciones que muchas veces abrevan en el absurdo. Moretti juega en esa selecta liga de maestros y desde ese lugar que no pidió pero que se ganó, se permite libertades inimaginables para otros realizadores. En ese sentido, para el director romano su propia vida es uno de los pilares de su cinematografía y así, a partir de la muerte de su madre que ocurrió durante el rodaje de Habemus Papa, el dolor se transformó en una reflexión sobre la pérdida en esta, su siguiente película, en donde además añade apuntes sobre la locura que significa hacer cine, la paternidad y la conciencia sobre la propia fragilidad. Mi madre está centrada en Margherita (formidable Margherita Buy), una directora de cine que trata de cumplir con los plazos de producción de una película que aborda la toma de una fábrica que fue vendida a Barry Huggins (John Turturro), un empresario estadounidense, mientras asiste junto a su hermano Giovanni (el propio Moretti) a la enfermedad de su madre Ada (Giulia Lazzarini), que empeora irremediablemente. Por un lado el relato retrata la negación de Margherita frente a lo que se avecina –hay que prestar atención a un accidente doméstico que da paso a toda la angustia acumulada–, pero también muestra el acotado universo de los afectos de la protagonista, que por cierto, es el alter ego de Moretti, en donde sólo tienen razón de ser su madre, su hija, que está en plena adolescencia, y su hermano, suerte de voz de la razón en medio de la tragedia. Sin embargo, la puesta de Moretti esquiva el drama puro y duro con la participación de John Turturro, que llega al set para encarnar al dueño de la fábrica del film en rodaje, histriónico hasta la irritación, incapaz de memorizar una línea y tan conmovedoramente neurótico como desopilante, que alivia la tensión de la historia principal sin dejar de constituir uno de los afluentes importantes del tono afectivo y nostálgico de Mi madre, una bella película y sin dudas, uno de los estrenos ineludibles del año.
Otra mirada sobre el oficio del actor Al Pacino interpreta a un hombre en el tramo final de su carrera que sufre un colapso en el escenario, mientras hace una obra de Shakespeare. Sobre una novela de Phillip Roth. Con cuatro protagónicos en poco menos de dos años, Al Pacino está dando cuenta de una actividad frenética que lo muestra en forma a los 75 años y dispuesto a someterse al escrutinio del mundo que siempre, inevitablemente, tiene como referencia a la que fue la dorada década de los setenta para el actor, con papeles como Michael Corleone en el Padrino l y ll, Lion en Espantapájaros, Serpico, Sonny en Tarde de perros y ya en los ochenta, el inolvidable Tony Montana de Scarface. El actor neoyorquino ofrece en la actualidad una seguidilla de trabajos que en casi todos los casos lo muestran viejo, frágil y enfrentando el último tramo de su vida. Esa es la línea de El señor Manglehorn, Directo al corazón y especialmente Un nuevo despertar, en donde interpreta a un actor que en el final de su carrera, sufre de un bloqueo que parece terminal. Lo que distingue a Un nuevo despertar del puñado de films de esta etapa de la extensa carrera de Pacino, es que además de la tragedia de un anciano que sufre un colapso en el escenario interpretando Macbeth, le sigue una depresión en donde los fantasmas del pasado y las decisiones erradas de una vida lo sepultan en una avalancha de recuerdos y de soledad aparentemente insalvable. A las órdenes de Barry Levinson (Rain Man, Buenos días, Vietnam) con quien ya trabajó en el telefilm No conoces a Jack, la estrella de Hollywood también se muestra dispuesta a enfocar casi desde la parodia y con buenas dosis de corrosivo humor los achaques de los años y cierto ombliguismo que afecta a algunos artistas que los hace confundir la realidad con su obra. Y el relato, que parte de la novela The Humbing del extraordinario Philip Roth, está armado para que Pacino exhiba desbocado su costado shakespereano, un poco escorado y en decadencia, recorriendo su mansión en pleno divague y que incluso se permite comenzar un romance con una mujer de opciones sexuales amplias, mucho más joven (la extraordinaria Greta Gerwig), a la que conoce desde pequeña y que es la hija de una antigua amante. El regodeo en el patetismo es evidente y la mirada sobre el oficio del actor es feroz, con más de un punto de contacto con la reciente Birdman, de Alejandro González Iñárritu con Michael Keaton. La puesta entonces está al servicio de la deslumbrante performance de Pacino, definitivamente teatral, oscilando entre la realidad y la ficción que plantea el universo de la historia, que paradójicamente lo muestra como lo que es, una criatura cinematográfica.