Muerte entre las flores Es bastante sencillo. La gran virtud de ¿Quién *&$%! son los Miller? (We´re The Millers, 2013) es su introducción. Hasta podría ir más allá y ampliar el mérito abarcando a toda la primera mitad. Son 110 minutos de cinta, la mitad representaría poco menos de una hora. Listo. Si bien el resto no es basura, emite una fragancia bastante revulsiva. Algo comienza a pudrirse en la película. La simpatía se esfuma. La comicidad perece. Todo hasta el momento imperceptible en donde se produce la escisión es auspicioso. Una cadena de arrebatos histriónicos y duelos verbales astutos. Bien, bien. Sí, sí. Sí. No. ¿Qué le pasó a la película? ¿Cuándo murió? ¿En qué momento cesó el pulso? Es tan repentino que no puede evitarse la disociación íntegra de las facultades del espectador. Caerá invariablemente en un limbo de angustia e hipotermia espiritual. Dolor. Oscuridad. Quizá lo invada una sensación de optimismo ante falsas promesas de restauración. Pronto comprobará que su impresión inicial era acertada. No hay retorno. Está perdida. Tal vez aparte la vista de la pantalla con la intención de cotejar otras reacciones. Quizá advierta una lágrima deslizándose por la mejilla de su acompañante. La necesidad de alivio es imperativa. No tema demostrar su frustración. Baje la guardia, no ahogue el sollozo. Tiene motivos. A veces las comedias, como tantas otras de su generación, mueren jóvenes. Antes de su hora. Si la primera parte es virtud, la segunda parte es debacle. Se entendió. Sobre la marcha, mientras la película empieza a descartar estratos, desfilan por la mente todas las posibles variantes y ramificaciones que el argumento podría haber desplegado. La única alternativa por la que no deberían haber optado, esa es la que capturan y sumergen en tedio, astenia y reiteración. Se fractura el momentum y naufraga en un abismo de cacoquimia y gags prescindibles. Pero basta de negatividad. Discutamos el elenco. Están Jason Sudeikis, un tipo genuinamente gracioso, cómodamente asentado aunque se dificulta identificar cuándo se consolidó como protagonista de comedia en cine. Jennifer Aniston, consagrada en pantalla grande y chica con igual legitimidad. Will Poulter, de la muy interesante El Hijo de Rambow (Son of Rambow, 2007) y Emma Roberts, la sobrina de Julia Roberts. Todos prosperan en sus respectivos papeles. Sí, en este tipo de proyectos se contratan physique du rôle en lugar de intérpretes, pero eso no es necesariamente negativo. Si es bueno, es plausible. En cuanto a la sinopsis de la película, puede definirse en una oración: Traficante, stripper, virgen y adolescente marginada se unen bajo el propósito común de pasar algunos kilos de marihuana a través de la frontera mejicana y hacia los Estados Unidos. Las pequeñas victorias humorísticas en ¿Quién *&$%! son los Miller? únicamente profundizan el desamparo por lo que pudo haber sido. Es allí, en esa ruptura, en donde se evidencia la imprecisa distribución de los chistes, la gracia. En definitiva, lo único trascendente en cualquier título de estas características.
Product Placement Eso. En proporciones obscenas. David Lynch declaró alguna vez que el product placement en el cine envenena el ambiente. Por otro lado le otorga un espacio prominente a Heineken y Pabst Blue Ribbon en una de las secuencias más importantes de su película más importante. Lynch admite esta contradicción y se declara, como muchos otros, preso de la misma. ¿Es un fenómeno en ascenso? Sí. ¿Es realmente necesario? Puede ser. Un grupo lo define como una adaptación necesaria, otro lo pronuncia la mercantilización del arte. Lo cierto es que es un momento incómodo. Un paréntesis medio vergonzoso que intentamos soslayar resguardando la integridad de la fantasía. A veces la explicitud es alevosa pero el espectador hace esas concesiones. En Aprendices fuera de línea (The internship, 2013) imaginen uno de esos momentos hiperbolizado hasta el punto en que se dificulta distinguir si la película contiene publicidad corporativa o si la fórmula es inversa. ¿Puede obviarse este hecho y digerir la ambigüedad del leitmotiv? Si la respuesta es” no”, la crítica debería terminar después de este punto. La corporación en este caso es Google, en donde Billy (Vince Vaughn) y Nick (Owen Wilson) anhelan echar raíces. Ellos son dos vendedores venidos a menos, recientemente despedidos y ávidos por acoplarse a los mercados laborales incipientes que ofrecen la abundancia de avances tecnológicos de la actualidad. Obsoletos se consideran y son considerados por el resto. La idea descabellada de aplicar para una pasantía en Google comienza a expandirse hasta que súbitamente adquiere sentido. Existe un videojuego de los 90’ que se llama Pepsiman. Como lo indica su título el juego es una publicidad interactiva y su intención de fondo es nada menos que maquiavélica. El problema es que es muy divertido y muchos adolescentes sacrificamos hordas masivas de neuronas en solemne adoración. Poseía cierto encanto autónomo y sobrevivía a la putridez de su propia esencia. Si bien en dimensión de tiranía marketinera Aprendices fuera de línea se sitúa un peldaño por debajo del citado hombre Pepsi, la confluencia de sus cualidades no la elevan lo suficiente como para despegar de esa superficie cancerígena y corrosiva. Es una exageración, no es tan irritante, pero todo el énfasis se desvía hacia esa falla porque no hay nada más para discutir. No goza de respaldo de ningún tipo. Esa es la comprobación suprema. No se trata de una película catastrófica. No es detestable en ninguno de sus registros. Es innecesaria, sólo eso. Uno realiza un esfuerzo altruista por ceder ante la gracia y precisión rítmica de Owen Wilson y Vince Vaughn. Que existe, es innegable. Pero el momento llega, más temprano que tarde, en que la compulsión de mirar el reloj e implorar por una conclusión escueta se apodera de la conciencia y empieza a pulular en recordatorios constantes. El único apelativo es la dupla. Las reminiscencias de Los Rompebodas (Wedding Crashers, 2005), la complicidad durante la aparición de Will Ferrell. Esto es lo único que de a ratos valida esa intermitente expectativa por “algo más”. He aquí una película que encontrará dentro de algunos meses en cable y lo entretendrá hasta el corte comercial. Después cambiará de canal con la promesa interna de volver y naufragará a través de un limbo de realitys, sitcoms y pornografía soft sólo para recordar su pacto demasiado tarde, encontrarse con los créditos y castigarse su falta de memoria con un poco más de televisión.
Un duro de matar Red 2 (2013) se encarga de ampliar las fronteras del hábitat frenético que contuvo a los personajes de su primera parte. “Pero no restaba mucho por explorar”, objetará algún espectador perspicaz y tendría razón. Otro afirmará que su concepto es bastante básico. Y es verdad. Pero al planeta Red no le importa y explora igual, con ojos vendados. A las piñas. Tiros. Culatazos. Patadas. Cabezazos. Escupitajos. Piñas. Tiros. Y patadas también, no se olviden de las patadas. Frank Moses (Bruce Willis) peleó, mato, eludió y sobrevivió a una caza despiadada ordenada por sus viejos empleadores. Luego se asentó, se casó con la única mujer que amó, subió un poco de peso y perdió un poco de pelo. Dejó de pelear, matar y eludir. Pero ahora sus viejos empleadores fueron sustituidos por un grupo nuevo, aún más despiadado y comprometido en su convicción de erradicar todo cabo suelto de un pasado incriminatorio. Frank entonces vuelve a participar de un juego que, comprende, nunca debería haber abandonado. Red 2, al igual que su antecesora aunque con una sensación de triunfo más consistente, ataca desde dos frentes simultáneos e indisociables. Uno lo compone la acción, el otro la comedia. Encabezando esas dos columnas cimientales distinguimos nítidamente a Bruce Willis, director de una orquesta de explosiones, balaceras, persecuciones y muertes sigilosas mientras que John Malkovich, alternándose con precisión entre Mary-Louise Parker y las simpáticas irrupciones del elenco de actores secundarios perfectamente seleccionados, se ocupa de la esfera humorística con gran eficacia, revirtiendo el cuerpo fundamental de características que siempre delimitaron su physique du rôle. Esta película, en lugar de alcanzar su valor definitivo a través de una sucesión de pequeños logros, se alza desde un primer momento con uno global y suculento en donde deposita todos sus esfuerzos. La fusión de adrenalina y risa moldea este agradable híbrido que captura lo mejor de ambos mundos y escupe una experiencia deliberadamente absurda e inverosímil. No es significativa en ningún sentido. No esgrime ningún subtexto incisivo. Es un apotegma conciso. Una modesta declaración. ¿Entretiene? Mucho. Y extiende una invitación constante a la abstracción más placentera. Un capricho cinematográfico sin propósito que, de vez en cuando, entre Bergmans y Tarkovskys, hay que reconocer y consentir. El prestigio investido al universo del comic alguien lo pudo haber predicho luego de su peregrinaje y consecuente masificación en el campo televisivo. Lo cierto es que la masificación llegó antes. Mucho antes. Algunos fanáticos tardíos, por ejemplo, adjudican la trivialización de personajes recientemente rescatados a los shows de TV que los expusieron por primera vez al mundo. El Batman de Adam West podría citarse como caso paradigmático, por su ridiculez circense e impostación irrisoria. Lo cierto es que el Batman gráfico, en su génesis, se definió de la misma manera. Villanos circunstanciales. Conflictos breves, resolución invariable. Historias redondas. Una inclinación fuerte hacia la acción. Al principio con una longitud de siete páginas. Después once. Así fue creciendo y así se permitió, progresivamente, el desarrollo de sus protagonistas. El camino de Red (2010) fue completamente inverso. Comenzó como una serie limitada de comics en septiembre del 2003. Más bien de carácter oscuro, con un planteo radicalmente opuesto al de las películas. Por ese motivo Red 2 apela a todo el mundo menos a los fanáticos. No sólo a los más puristas y obstinados. Cualquier persona que haya sucumbido ante los encantos de la pluma de Warren Ellis y los diseños de Cully Hammer encontrará vano cualquier intento de establecer una conexión con la obra original. El gran acierto, entonces, de los guionistas encargados de las adaptaciones, fue despojar por completo de cualquier indicio de rigidez y solemnidad a la narrativa e identificar algunos rasgos que propiciaran la configuración de un producto fílmico exitoso. Arbitrario como muchos. Divertido como pocos. Así es Red 2. Superior a la primera. Con más acción y, por fortuna, sin tantas vueltas.
Faltan dos Al frente de El llanero solitario (The Lone Ranger, 2013) encontrarán nombres como Johnny Depp y Gore Verbinski. Juntos, componen una fórmula similar a sus colaboraciones anteriores y abren paso para otra trilogía. En vez de barcos esta vez, hay caballos. Un niño recorre los callejones de una feria circense cuando encuentra una exhibición de reliquias del viejo oeste. Paga su entrada, recorre las vidrieras, hasta que advierte la figura de un indio. “El Noble Salvaje”, expresa su placa. Súbitamente la reliquia demuestra señales de vida y ante la sorpresa del infante procede a recordar viejas anécdotas. Le dicen “Toro” y parece algo ansioso al mencionar a un tal “Kemosabe”. El llanero solitario es una película que intenta apelar al adulto y al niño en igual medida. Al primero a través de la alusión y ráfagas de reminiscencia. En ese plano, la estadística probablemente no asome triunfante. La reconstrucción del universo original resulta en muchos aspectos distorsionada. Esto es únicamente lógico siendo que existe un abismo de más de 60 años de distancia en donde tecnología, técnica, cánones e industria han evolucionado, mutado y provocado más escisiones y reparos, grietas artísticas y fenómenos comerciales que en cualquier otra rama de la producción creativa. Discutiblemente la imitación de aquel mundo ficcional y la reanudación de sus héroes y leyendas son imposibles desde el instante en que el color de los escenarios cambia o en que la primera generación de audiencia comienza a abandonar el mundo de los vivos. Esto Gore Verbinski lo sabe. Esta presunción es segura ya que de otra manera nunca se hubiese propuesto la adaptación de esta historia, que apareció por primera vez en emisiones radiales en la década del 30’. Otra persona que lo sabe es Christopher Nolan. La diferencia entre ambos visionarios es que uno identificó un matiz soslayado de su protagonista y así redefinió su esencia mientras que el otro decidió conservarla y trasladar el clásico al presente. A no ser que sufran de una aversión personal contra Batman entenderán qué ejemplo pertenece a cada uno. Tal vez todo se reduzca a eso, una cuestión de “esencia”. Esencia vieja o esencia nueva. Nunca asistí a la serie original. Me remití a ella luego de haber concurrido a la función para gozar también de la referencia para comparar. Puedo afirmar que de la vieja esencia no perduró mucho. Y si se trata de una nueva esencia, no es para nada promisoria. No es la intención dilapidar categóricamente a este digno esfuerzo de 250 millones de dólares. Por ese motivo, quien escribe desearía destinar este espacio a la enumeración de sus cualidades. Número uno: Johnny Depp está muy bien. La oración contaría con más entusiasmo si la revelación fuera una sorpresa. Suele estar muy bien. Especialmente bajo la dirección de su amigo y colaborador asiduo Gore Verbinski. Armie Hammer, la estrella ensombrecida por su contraparte comanche, también cumple en su protagonismo formal. Número dos: La película, en su totalidad, es visualmente atractiva. La ambientación de época sin embargo, aparenta ser por momentos demasiado artificial. Pero de nuevo, la fantasía pulcra de Disney no puede permitir forajidos sin dientes o princesas con sobrepeso. Número tres: Johnny Depp está muy bien. Sin duda alguna debe presentar mucha dificultad balancear acción con desarrollo. Muy pocos encuentran equilibrio en esta dicotomía que en versiones fílmicas de personajes populares tiende a reinar. La mayoría se vierte a la acción. Es cierto que la construcción de El Llanero carece de mucha complejidad al contrario del período histórico en donde la aventura se despliega. En ese rumbo hay muchos vericuetos por explorar pero, subrayando nuevamente el gran espectro infantil del público, es casi inconcebible retratar, por ejemplo, el atropello occidental sobre los pueblos indígenas en nombre del progreso sin posicionarse en el género terror. El llanero solitario adopta detalles positivos del western y no deja de ser entretenida. Imagino que dentro de diez años una generación de jóvenes mirará hacia el pasado y contará a esta entre sus primeros amores cinematográficos. Desde esa perspectiva sus vacíos quedarán suplidos. Por lo pronto, lamentablemente para el resto, es otra gran película apática.
Arriba, saltó el diablo Nick Cave, John Hillcoat ¿Más? Tom Hardy, Guy Pearce y por si no es suficiente: Gary Oldman. Los ilegales (Lawless, 2012) se presenta ineludible, si no por los nombres, por la calidez del producto final. Una familia. Tres Hermanos. Jack (Shia LaBeouf), Forrest (Tom Hardy) y Howard (Jason Clarke). Juntos, durante la prohibición impuesta por la ley seca, monopolizan la venta de moonshine, una variedad etílica de alta graduación. Sin mayores obstáculos que policías genuflexos y mafiosos de poca monta, los hermanos Boundurant emborrachan al sur de los Estados Unidos sin resquemores. La ruptura de esa estabilidad se manifiesta en dos espectros: en el laboral con la llegada de un siniestro oficial de la ley (Guy Pearce) y en el sentimental con la irrupción de una chica de ciudad en busca de trabajo (Jessica Chastain). Para rastrear el origen de la sociedad creativa entre Nick Cave y John Hillcoat es necesario remontarse a 1988, en donde el director primerizo trasladaba a la pantalla grande el primer guión del músico; Ghosts… of the Civil Dead, una película estrambótica con una cárcel como único escenario y sus presidiarios como únicos protagonistas. Ya en ese primer escalón, a pesar de su precariedad presupuestaria y su carácter experimental, Hillcoat alimenta su estilo con la austeridad y precisión estática que se convertirían en rúbrica en el resto de su repertorio. La composición sonora quedaba a cargo de Cave en colaboración con sus compañeros Blixa Bargeld y Mick Harvey, otros dos miembros fundadores de The Bad Seeds, la banda más popular del oriundo de Warracknabeal. La misma fórmula se reiteraría para el segundo largometraje de Hillcoat, To Have and to Hold (1996). Luego, un hiato de casi diez años se vería interrumpido en el 2005 con la llegada de La Proposición (The Proposition), Western situado en las carnívoras planicies australianas regidas por distintas fuerzas de la barbarie cuya violencia, impoluta, resiste sin esfuerzo frente al asedio de la civilización Allí, por primera vez, Cave enfrentaba en solitario la elaboración de un guión original. A su vez, simultáneamente, el músico se unía a uno de los Bad Seeds más tardíos, Warren Ellis, para componer la banda de sonido. La primera juntos, que marcaría el natalicio de una asociación fructífera con mucha resonancia. Luego, dos años más tarde, ambos estuvieron a cargo de la música de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (The Assesination of Jesse James by the Coward Robert Ford, 2008). Lo que daría lugar a una nueva convocatoria que reuniría nuevamente a los australianos en la versión de Hillcoat de La Carretera (The Road, 2009), basada en una novela del perpetuamente adaptado Cormac Mcarthy. Tres años después vuelven a confluir esas potencialidades creativas bajo el título: Los ilegales. Con Hillcoat en la dirección y Cave abordando dos aspectos de la producción. La música, junto a Ellis y el guión, esta vez adaptado de una novela de Matt Boundurant, que ficcionalizó hechos de su propia familia. En una conferencia de prensa previa al estreno comercial de la película, Nick Cave afirmaba que lo que le atrajo del libro fueron las clásicas historias de amor y la violencia excesiva. “Sentimentalismo y violencia bruta”, decía. En ese sentido, la directriz de Hillcoat se presenta como la más apropiada. Si bien ha demostrado una sensibilidad exquisita a la hora de retratar vínculos y sus diferentes instancias afectivas, su estilo de abordar la violencia es incomparable. Haciendo mucho más énfasis en la tensión previa que en el impacto de ferocidad en donde todo sucede, su estilo recuerda al del mejor western, al de Sergio Leone o Corbucci. Con el mismo nivel de solemnidad pero con mucha menos teatralidad. Despojado, realista. El porcentaje de violencia elevado se traslada e impregna casi todos los aspectos de la vida de los protagonistas. Puede parecer desmesurado pero no lo es en realidad. “Es lo que cualquier hombre con determinación de carácter haría”, dice el personaje de Shia LaBeouf en referencia a la actividad ilegal que lo convoca y la misma explicación puede traspolarse para justificar la agresión. Determinación de carácter para sacar provecho de los pecados del prójimo, en lugar de supeditar sus facultades a las estructuras de dominación. Determinación para responder al instinto más primario de mitigar en lugar de eludir, de grabar su voluntad a fuego en lugar de ceder ante traspiés y recluirse en las penumbras. Las actuaciones merecen un párrafo aparte. Tom Hardy, a la cabeza de la familia, continúa irradiando un magnetismo que induce al espectador a un estado de admiración indisociable. Con la rigurosidad interpretativa del mejor Robert De Niro. Shia LaBeouf sigue despegándose de la ingenuidad prácticamente inherente del resto de sus personajes. Cambio de rumbo que probablemente se confirme el año que viene en Nymphomaniac de Lars von Trier. En cuanto a Guy Pearce, el villano de la película, pocos adjetivos pueden hacerle justicia a la dimensión de este actor que, título tras título, logra asentarse como el mayor héroe subvalorado de los últimos tiempos.
Mendes, Sam Mendes Quienes esperaban un cambio de dirección en este segmento de la franquicia Bond protagonizada por Daniel Craig, quedarán sorprendidos. Quienes esperaban otro intento por profundizar la atmósfera montada en Casino Royal (2006) y la caracterización falible de 007 también quedarán sorprendidos. En símiles proporciones. M16 es atacado. Una lista de agentes infiltrados es extraída, poniendo en riesgo de vida a todos los valientes encubiertos. La misión de Bond (Daniel Craig) es recuperarla. Falla y se retira por tiempo indefinido. M16 es atacado nuevamente. Está vez, una explosión detonada desde la computadora de la directora, M (Judi Dench), destruye el edificio central. “Piensa en tus pecados” es el mensaje para la jefa. Mientras la identidad del terrorista se devela, Bond batalla contra el paso del tiempo para volver a su mejor forma. El proceso de concepción creativa de Sam Mendes es lento y disfruta de ello demasiado como para apresurarlo. Así lo afirma. En 1999 estrenaba su primer largometraje para cine, Belleza Americana (American Beauty, 1999). Debut auspicioso, si los hay. Allí comenzaría su excéntrica incursión por los Estados Unidos, que tendría a los suburbios y sus habitantes de clase media como protagonistas estelares. Desde ese momento, con un minúsculo hiato para Soldado anónimo (Jarhead, 2005), Mendes horadó de manera incesante en la impavidez de una burguesía conformista con súbitos lapsos de claridad e ímpetu de cambio. El escenario y la brillantez son las dos características que tienen todas en común. Belleza Americana pone el foco sobre una familia en los 90’. Camino a la perdición (Road to Perdition, 2002) lo hace durante los 30’. Solo un Sueño (Revolutionary Road, 2008) en los 50’. En todas ellas, Mendes logra deslizarse tenuemente en la percepción de los espectadores para realizar daños irreparables. Algo así como una gentil sodomización mental. No por taciturna menos significativa. ¿De qué recoveco norteamericano surgió Sam Mendes, entonces? Ninguno. El director es oriundo de Berkshire, Inglaterra. Y además, créase o no, Operación Skyfall (SkyFall, 2012) es la primera película situada en su país natal. Podría ser el comienzo de una serie de retratos de la singularidad británica o podría ser un incidente aislado. En esta, la película que nos convoca, demuestra eficacia para capturar un ritmo y atmósfera londinense muy peculiar en donde coquetea constantemente con los arquetipos actitudinales y evidencia cierta comodidad con la idiosincrasia de la ciudad. Si hay algo que impacta, como en el resto de su repertorio, es la estética distintiva, con una fotografía invariablemente idílica y una sensación persistente de austeridad que indica que ninguna escena está de más. Todo está perfectamente orquestado. En Operación Skyfall se vuelve a marcar el rumbo para la franquicia. Uno creería que la esencia es mucho más próxima a las primeras películas que a las últimas. Pero hay un giro difícil de clasificar, una especie de cualidad invisible que sugiere que se está en presencia de algo completamente nuevo. Quizá sea su sentido del humor, la capacidad de reírse de sí misma. Es estructuralmente clásica, quizás a modo de homenaje, pero el contenido es original. Esa sucesión de tributos se vuelve más evidente en la construcción de los personajes, como el villano en igual medida estremecedor e hilarante compuesto magistralmente por Javier Bardem.
La Ley La Ciencia Ficción es, definitivamente, un género inestable. Y cuando parece desfallecer lánguidamente emergen piezas como Dredd (Dredd 3D, 2012) y en sentido contrario arremeten contra sus hermanas indecorosas en un hermoso acto destructivo y fundacional al mismo tiempo. Futuro cercano. La región previamente ocupada por Estados Unidos se convierte, gracias a la radiación, en un páramo inhabitable con una enorme ciudad que todavía resiste: Mega City One. Quienes se encargan de preservar el orden en esta ciudad corrupta son los denominados jueces, que al mismo tiempo son jurados y verdugos de todos los infractores. El estándar de todos ellos es Joseph Dredd (un Karl Urban admirable), quien patrullando las calles recibirá un llamado convocándolo a Peach Trees, un edificio residencial gigante bajo el control de la criminal más despiadada: Ma-Ma (Lena Headey). Sobre el Juez Dredd existen, incluyendo a esta, dos adaptaciones cinematográficas. La primera es de 1995 y es mala. No nefasta como los fanáticos empedernidos propugnaron. Simplemente mala. Narrativamente precaria, mutilada e inconclusa. Con una ambientación que constaba de un ensamblaje insulso con distintos artilugios de otras películas de ciencia ficción futurista. Como el juez, Sylvester Stallone en la peor interpretación de su carrera. Con un nivel absurdo de teatralidad e impostación. Un autómata vacuo y contradictorio con un código moral ambiguo y carente de cohesión. Dredd es una película diferente. Esgrime incansablemente la antítesis en diversos aspectos. Si bien diferenciarse de su predecesora en una industria de fórmulas preestablecidas que priorizan a lo comercialmente redituable es un mérito por sí mismo, ir radicalmente en contra es una manifestación de firmeza y osadía. La escena inicial, con una voz en off facilitando una introducción a la historia, es muy similar a la empleada en el film anterior. Detalle desalentador que casi inmediatamente se ve ensombrecido por la incandescente brutalidad que emana su contexto durante todo el transcurso del argumento. Indiscriminadamente y sin ningún tipo de reparos. Dredd es ultra violenta. Es la adaptación de un comic más explícita jamás realizada. Atacar contra este aspecto es inútil. Primero porque está maravillosamente elaborado. Segundo porque es simbólico. En un mundo cruel y deshumanizado la agresión se mecaniza y se abre paso para insertarse calamitosamente en el seno de lo cotidiano. En consecuencia y con el objetivo de contrarrestar esa naturaleza atroz y lacerante emerge Dredd para propagar su propio sentido de justicia. Yo soy la ley, afirma de manera recurrente y es en esa declaración taxativa en donde se concentra toda la vehemencia de su personalidad. Dredd, en su inalterable repartición de justicia, es impávido, letal e inescrupuloso. La violencia intrínseca en sus métodos es un fenómeno necesario de adaptación y el estoicismo con el cual imparte su jurisprudencia es únicamente un reflejo de sus convicciones. Por momentos Dredd logra la atmósfera absorbente de Blade Runner (1982), el ritmo de Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) para luego, súbitamente y sin tiempo para digerir la transición, adoptar la belleza onírica de Brasil (Brazil, 1985). Es tan ponderable en su totalidad como en la suma de sus partes. Es, fundamentalmente, una paliza a los sentidos.
El día antes de mañana Siguiendo la tendencia a la composición de roles dramáticos para actores convencionalmente de comedia, Steve Carell protagoniza con excelencia inadvertida Buscando un amigo para el fin del mundo (Seeking a Friend for the End of the World, 2012): una película con un título por demás ilustrativo. La historia comienza con el anuncio de que un meteorito llamado Mathilda colisionará contra la tierra extinguiendo todo rastro de vida. En un acto de desesperación, la esposa de Dodge (Steve Carell) huye con destino desconocido. Deambulando por la ciudad y repasando sus propios pasos, Dodge parece destinado a transitar el fin de los tiempos en soledad. Allí es donde conoce a Penny (Keira Knightley) una vecina de edificio que casualmente sufre una situación similar. Juntos deciden unir fuerzas y concretar sus últimos deseos. Cuando se recurre a esta propensión creativa de documentar los últimos días de la humanidad suelen radicarse dos alternativas narrativas en el corazón del relato. O se focaliza en la tenacidad de la catástrofe, subsistiendo de la tensión in crescendo que genera la inminencia del Apocalipsis o se focaliza en el proceso emocional de sus víctimas. Existen también antecedentes de directores que componen un equilibrio efectivo, como es el caso de Lars von Trier con Melancholia (2011). En Buscando un amigo para el fin del mundo todos los recursos empleados convergen en un esquema fílmico en donde el énfasis se dirige hacia el componente humano. Uno de los principales aciertos de la directora, Lorene Scafaria, es la mesura en que los sentimientos se explicitan. Muy pocas conclusiones en la elucubración de los personajes se manifiestan en la superficie, pero sin embargo se perciben todas. El camino de los protagonistas es intrínsecamente introspectivo y la demostración únicamente asoma cuando se vuelve imprescindible. Esto es mérito, en igual medida, de Scafaria y de los actores principales: Carell, quien sigue en sintonía con papeles más despojados como los de Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, 2006) o Dani, un tipo de suerte (Dan in real life, 2008) y alejado del histrionismo de El reportero: la leyenda de Ron Burgundy (Anchorman, 2005) o Una noche fuera de serie (Dinner for Schmucks, 2010) y Keira Knightley, que si bien puede objetársele un estilo un tanto barroco logró una simpleza considerablemente genuina. Esa sutileza interpretativa moldea la escalinata habitual de sucesos en las películas sobre desastres. El hecho de que el mundo esté próximo a dejar de existir parece ser sólo un detalle, ya que con muchos elementos de una road movie, la película retrata el despertar de dos personas sumidas en la apatía de la estabilidad y los rumbos predeterminados. En ese aspecto el desastre natural adquiere un poder simbólico que le permite invertir la concepción de la catástrofe. Algo así como un big-bang sentimental. Implícita y delicada por momentos y furiosa y divertida por otros, Buscando un amigo para el fin del mundo es una película que se encarga de iluminar otro espectro de la catástrofe. Es precisa y exenta de superfluidad.
Todas las caras de la intrascendencia Fernando Meirelles , director brasilero consagrado por las películas Ciudad de Dios (Cidade de Deus, 2002) y El jardinero fiel (The Constant Gardner, 2005), presenta al atractivo de 360 (2011) como la redondez de su trama. La telaraña vincular que habitan sus personajes permanece estática y suavemente circular. En ese aspecto la película triunfa lánguidamente y en lapsos muy fugaces. Sí, el universo se nutre por todos los detalles y las emociones que ofrecen las distintas perspectivas dificultan la toma de posición y alimenta de cierta objetividad a la retina del espectador. Pero cuando existen más de quince protagonistas cuyos desvaríos son dotados de la misma entidad e importancia narrativa, la atención tiende a dispersarse y las tensiones a desfallecer. Michael Daly es un padre de familia que, durante un viaje de negocios, decide pagar por la compañía de una prostituta. Esta acción funciona como catalizador y todas las consecuencias hacen ruido en la vida de los personajes de diferentes maneras. Un criminal sexual (Ben Forster en lo más destacable del film), un anciano arrepentido en busca de respuestas, un fotógrafo y su pareja, un mafioso y su guardaespaldas, un dentista y su asistente. Todos conviven bajo la misma mirada y todos desean lo mismo. El concepto englobante de narrar en “360 grados” puede ser justo y sirve para satisfacer la necesidad obsesiva de algunas personas de contar con todos los ángulos de una historia. Pero esa explicitud estructural es tan evidente y enfática, que tiñe a todos los nudos y potenciales obstáculos de un gris tedioso hasta el punto en donde la predictibilidad prevalece por sobre cualquier estímulo. Hay algo innegable, pero también de poca relevancia, y es que Meirelles dirige bien y que técnicamente, aunque con un estilo mucho más laxo que en las producciones que la anteceden, 360 es una película muy limpia y correcta. Lo que otorga cada vez más fuerza a la pregunta ¿por qué? No el porqué al desmesurado nivel de pretensión que supone el intento de retratar imparcialmente algún suceso en la vida de muchas personas. Es una cuestión más de fondo y es que a nadie le interesa presenciar una declaración trillada sobre la condición humana. A nadie le importan las peripecias sexuales de un burgués aclimatado o las inseguridades de su esposa. A nadie le interesa la falta de comunicación en un matrimonio excepto a los miembros del mismo. Y hasta de eso no hay certeza. En algún punto del camino parece ser que lo ordinario comenzó a preciarse como algo digno y ponderable y la búsqueda de lo verosímil se volvió ciega y confinada en su propio sopor. Miles de años la humanidad transitó el camino sumida en la más vasta ignorancia sobre las cuestiones más elementales de la vida y aún permanecen grandes mentes, como Meirelles, que creen que el espectador casual asiste a una representación distendida, gélida e imprecisa buscando desentrañar la naturaleza misma de las emociones más primarias. 360 es linda pero aburre. Dicotomía recurrente en el siglo XXI sobre la cual el espectador deberá sopesar.
Nenas poseídas En la era digital también se puede construir un mito. Todo comenzó con un artículo en Ebay. La descripción detallaba la seguidilla de catástrofes y apariciones que condujeron al dueño de una caja antigua a un malestar insostenible y al borde del suicidio. La ofrecía en subasta y con la aparente intención de deshacerse de la fuente de sus pesares. Cuando un relato suena más convincente de lo que debería y se presenta en canales poco convencionales la tendencia se inclina, en el peor de los casos, a la sospecha. Clyde (Jeffrey Dean Morgan) está divorciado y es padre de dos pequeñas niñas. El fin de semana es la única instancia en donde tiene permitido ver a sus hijas. Después de recogerlas y planear sus actividades deciden visitar una venta de jardín. En ella, Em (Natasha Calis) la más chica, entra en contacto con una delicada caja antigua con un grabado en hebreo. Oportunamente, la caja contiene un espíritu judío llamado Dybbuk, que incapaz de trascender hacia otro reino permanece atrapado, aguardando la posibilidad de poseer un cuerpo humano. El fenómeno paranormal que acecha a los personajes de la película tiene, naturalmente, sus raíces en la religión y forma parte de un eslabón ocultado por sus autoridades, descalificado por los escépticos y resguardado en el universo de la superstición. En consecuencia a la invisibilidad oficial y al alimento del mito a través de falsos testimonios, cuando la entidad destructiva emerge delimitando su sordidez y cristalizando la extensión de su crueldad las herramientas a favor de la víctima son precarias e inespecíficas. Los personajes que padecen el rumbo intempestivo de lo incierto flotan inercialmente en un limbo de contraposiciones. Lucidez Vs Locura, imprecisión versus certeza, realidad versus alucinación. La inexorabilidad de su destino parece no detenerlos y la ínfima chance de supervivencia motoriza una persecución con victoria cantada. Y es que en ningún momento la parte más débil se encuentran en control de las cosas. Simplemente siguen las reglas del juego. Consienten a su verdugo. La falsa ilusión de sobreponerse con razonamiento humano e ímpetu vital a la portentosa e inflexible fuerza divina encuentra motivación en el ingenuo plan de vencer a la probabilidad. Reposar todas las esperanzas en ser el diferente, en doblegar a un patrón de derrotas sólo por la posibilidad de convertirse en la excepción a la regla es ciertamente osado. Y una vez más, ineficaz. Sam Raimi, el legendario director de cine más conocido por sus parodias al cine de terror clase B, ocupa esta vez el cargo de productor. Lo hace sistemáticamente, en producciones del género similares a esta, desde hace casi una década. Con resultados como El grito (The Grudge, 2004) o 30 Días de Noche (30 Days of Night, 2007) es imposible no preguntarse si Raimi no ayuda a nutrir al cine del cual alguna vez se burló con tanta mordacidad. En Posesión Satánica (The Possession, 2012) Jeffrey Dean Morgan sorprende no sólo por su parentesco a Javier Bardem sino también por confirmar sus dotes acotrales fuera de la comedia. A pesar de esto y de su precisión técnica, esta cinta no ofrece nada novedoso ni particularmente entretenido.