Las clasificaciones son odiosas, lo sabemos, pero a veces son necesarias a los efectos de la orientación. “La lluvia es también no verte” se puede inscribir dentro del género documental, pero también como una suerte de docu-crónica si se permite el término. El 30 de diciembre de 2004 ardieron las calles del barrio conocido como “Once”. Esa noche 194 almas dejaban este mundo por haber ido a ver una banda de rock. En aquel día fatídico era Callejeros, pero está claro que podría haber sido cualquier otra banda de esos años dado el pseudo “folklore” implicado en ver rock en vivo. Era un recital y a la vez parte del engranaje de corrupción cuyo inicio, en este caso, se produce en el instante en el cual uno de los cientos de miles de jóvenes que van a ver a su grupo favorito saca de su bolsillo la plata para pagar la entrada. Con la guita del otro lado del mostrador, todos los involucrados en el negocio ganan bienes y pierden escrúpulos con la misma velocidad. La noche de Cromañón se llevó puestos a todos, incluido un jefe de gobierno destituido por la legislatura y sin embargo, la justicia como valor universal todavía tiene una deuda gigantesca. Huelga decir que nada es suficiente, pero “La lluvia es también no verte” logra, con su autoconciencia de trabajo recopilatorio, llenar los huecos que la memoria olvida y se transforma, merced a un minucioso trabajo de edición y dirección por parte de Mayra Bottero, en un muy buen resumen de los hechos de Cromañón, que cuentan además con el aporte invalorable de los testimonios de especialistas, padres y víctimas. Solo ellos pueden ayudar al espectador a dimensionar una tragedia que todavía sigue dejando estelas de quemazón en los rostros y corazones del mundo. El resultado es reivindicatorio, útil, y por supuesto necesario. Esta película llega claramente al estado que se propone instalar en el espectador: El de memoria constante para no bajar los brazos en la lucha por la justicia.
El ver documentales con la asiduidad con la que los fanáticos ven temporadas de series completas en dos días, construye un ojo clínico en cualquier analista frente a la pantalla. Las fórmulas se repiten, las estructuras narrativas se detectan con gran facilidad, y la anticipación del lenguaje de las imágenes se vuelve moneda corriente. Aun así, resulta increíble la capacidad de la imagen para sorprender cuando está conjugada con una poética especial. “Aguas abiertas” es en este sentido una obra cuyo registro va más allá de su género. Trasciende porque su directora Marcia Paradiso antepone sensibilidad, antes que grandilocuencia y la metáfora como elemento crucial. Es cierto, en la superficie se ve a un entrenador de natación para chicos con serios problemas físicos. Distintos tipos de deformaciones de la columna que sin eufemismos pasan por la pantalla. Hay una decisión de ir a fondo con esta condición física que se agradece desde la butaca porque Marcia Paradiso no la dramatiza. Al contrario, la presenta con una naturalidad que ayuda al espectador a meterse de lleno con una propuesta que no necesita interpelar a nadie porque la invitación es a la reflexión. “Aguas abiertas” es, por arriba, una historia de cómo un grupo de chicos con malformaciones físicas afronta el desafío personal de salir de la pileta del club para concursar en una competencia de nado en el río Paraná. Más profundamente, es un alegato metafórico sobre la libertad. El agua permite movimientos que en tierra firme son imposibles. Eso es precisamente el valor que se rescata en la textura de las imágenes. Ya desde los primeros segundos vemos amanecer, río, paisaje, pájaros, un bote… Naturaleza milenaria en definitiva. Luego, en vías de contrastar los escenarios, vemos un recorrido de postales fijas en algunas calles de Monte Grande para derivar en el “encierro” de la pileta del club en cuyas aguas, la libertad se resignifica. Entre la música, casi evocadora de una geografía particular, la cámara comprometida con el movimiento debajo del agua y una compaginación acertada en tiempos de toma, estamos frente una obra con un gran poder de comunicación que vale el esfuerzo de intentar combinar los horarios.
Ejemplo de un gran equlibrio entre la aventura y la comedia El universo Marvel, lo hemos dicho mil veces, se autoabastece. Casi no hay chances de fracasos a nivel taquilla, porque los fans se reproducen por millones, si se tiene en cuenta que Stan Lee, la usina creativa de todo éste mundo de superhéroes y súper villanos, no sólo arrancó a principios de la década del ’40, o se hace más de 75 años; sino que a los 93 años está vivito, coleando, disfrutando de la máquina de hacer plata, y haciendo cameos en todas las adaptaciones al cine. Tal vez lo más elogiable es la capacidad para haber logrado traspasar las fronteras de la historieta y usar el cine para ir concatenando, de a poco y con paciencia, un macro-cosmos en el cual todos los personajes tengan la posibilidad de encontrarse tarde o temprano. El sueño de todo fan: verlos a todos juntos en algo más que no sea un poster gigante. Ant-Man es un personaje peculiar. Nació en 1962, y si uno cuenta el argumento original, el de un científico que descubre una fórmula para reducirse al tamaño de un insecto con poderes para comunicarse y transformar a las hormigas en aliadas, merced a un casco especial, pareciera estar hablando de una película clase B al estilo de las de Roger Corman. De los cuatro históricos que asumieron la identidad del Hombre Hormiga, el guion de éste estreno toma a los primeros dos para construir un producto donde el humor tiene preponderancia, y el entretenimiento es principal atractivo. Hank Pym (Michael Douglas) es una eminencia en física y química. Descubre la partícula (la Pym de la que ya hablamos más arriba), pero se niega rotundamente a vendérsela a la corporación Stark (acá la conexión con Iron Man), y decide jamás revelar el secreto llevándoselo a la tumba. Más de 25 años después, un discípulo suyo está a punto de emular dicha fórmula, pero le falta un último “ingrediente”. La idea es impedirlo para que el experimento no se convierta en un proyecto militar que ponga en peligro la paz. Para ello se necesita un “voluntario” que se ponga el traje, aprenda los poderes, y logre el objetivo de desmantelar todo. Scott Lang (Paul Rudd) es un ladrón de poco éxito y a la vez un técnico electrónico que logró infiltrarse en un sistema a prueba de hackers. Ahí anda tratando de llevar una vida normal hasta que el destino lo encuentre con una nueva circunstancia. Descartando la enorme efectividad de la factura técnica que requiere una propuesta de este tipo (de los efectos visuales a los de sonido), “Ant-Man: El hombre hormiga” es ante todo un gran ejemplo del equilibrio que se puede lograr entre el cine de aventuras y la comedia propiamente dicha. En este sentido, si alguien hiciera un resumen diciendo que es sobre un ladrón de medio pelo que debe comandar un ejército de hormigas para salvar al mundo de un maniático, y de paso pagar la manutención de su hija chiquita, no estaría muy lejos, sin embargo no suena a una de superhéroes. Esta dualidad le da a la película la oportunidad de cruzar géneros, tarea difícil si las hay, asumiendo riesgos de los cuales sale muy airosa por virtud de dos hombres en especial: el realizador Peyton Reed, quien se anima a un género que no le es propio, y el trabajo de Paul Rudd en su doble función de co-guionista y actor principal. Rudd ha logrado dominar uno de los vicios más difíciles para los actores cómicos: la tendencia a abusar de los recursos en los cuales se sienten más cómodos. De este modo, su Scott Lang / Ant Man no es divertido, gracioso o payasesco, sino que vive situaciones y diálogos que causan gracia, son divertidas y por momentos arrancan carcajadas, sin que por ello se traicione la “mitología marveliana” en términos de ciertas dosis de oscuridad por la que atraviesan sus criaturas. Ant-Man: El hombre hormiga” es una grata sorpresa. Sobrevive a sus orígenes literarios de menor calidad, y sube la apuesta para seguirla en la próxima. Obviamente, a quedarse hasta el final de los créditos que vienen con yapa.
“I’ll be back” (volveré), dijo a mediados de la década del ‘80 el Cyborg T-800 personificado por Arnold Schwarzenegger. Y lo hizo. Volvió tres veces más (contando esta) y desde entonces, si bien la historia se fue desdibujando un poco, la figura se hizo icónica e incluso sobrevivió a una cuarta entrega que no lo incluía más que por una aparición fugaz. Año 2029. Skynet se salió con la suya, pero la resistencia, al mando de John Connor (Jason Clarke) está a punto de ganar la guerra contra las máquinas por lo cual el cerebro artificial decide usar el recurso secreto que conocemos todos: enviar un robot al año 1984 para que asesine a quien será la madre del líder libertador para que éste no nazca y la rebelión no se concrete. Llegamos a la famosa escena en la cual la máquina le pide la ropa a un trío de pibes medio drogones. Hasta ahí “Terminator: Genesis” no hace otra cosa que mostrar la acción acaecida en la primera película, pero desde el ángulo del futuro. Para ello recurre a una recreación minuciosa de los primeros 10 minutos que hará la delicia de los fans. Aquí uno debe pararse de pie y aplaudir el logro de los técnicos en efectos especiales. Una verdadera barrera se ha superado al lograr reproducir digitalmente la cara (y sus movimientos) del actor austríaco sobre la de un doble, y así poder enfrentar al robot de los ‘80 contra el de esta época que está “viejo, pero no obsoleto”, según se dice. Es decir, tanto la llegada del primer T-800 como la del protector de Sarah, Reese (Jay Courtney) son interrumpidas por sendos robots bien conocidos en esta franquicia. Es extraño lo que sucede después. Los guionistas Laeta Kalogridis y Patrick Lussier caen en una maraña de loops narrativos que van de 2029 a 1984, ya sea porque lo dicen los personajes o por montaje, van apareciendo 1973, 1997, 2014, etc, como eventos importantes para explicar la presencia de una Sarah Connor (Emilia Clarke), quien ya sabía de la llegada del terminator malo y se pone al hombro la supervivencia de todos. A diferencia de las anteriores, que situaban la acción siempre (o mayoritariamente) en el pasado (o sea en nuestro presente), el guion de “Terminator: Génesis” irá saltando temporalmente y rebotando en la línea de tiempo. Es extraño este enredo (traducido en acumulación de información) que termina por conspirar contra el sentido común a la hora de armar un producto de este tipo Por otro lado, no es sano para una saga tener una secuela que no le aporte nada desde lo conceptual o filosófico que, en casos como este, ya estaba sólidamente instalado. Peor aún debe ser tratar de negar lo que pasó antes para abrirle la puerta a una nueva interpretación de los hechos de la historia. Convengamos que, como mínimo, es riesgoso. Vivimos una trilogía en la cual lo principal siempre fue salvar a John Connor, ahora la cosa pasa por otro eje. Así, este producto está cargado de acción, efectos especiales y efectos de sonido que quitan el aliento. Hay varias secuencias de tremenda factura, como la de la destrucción del planeta o la de una persecución en helicóptero. Alan Taylor, director de la segunda parte de “Thor: El mundo oscuro” (2013), entrega entretenimiento puro, sí, pero que va en desmedro del núcleo principal: la belleza de una historia que se volvía cíclica y le daba verdadero sentido apocalíptico a los personajes. Y ya que estamos con ellos, parece mentira pero es el trabajo de Arnold el que salva a los otros. Jai Courtney como Reese elige la dureza y rigidez. Era un soldado es cierto, pero el original compuesto por Michael Biehn tenía una enorme dosis de humanidad, necesaria para justificar su enamoramiento de Sarah. Y respecto de ella, el casting de Emilia Clarke es insólito. No tiene ni la firmeza, ni la presencia, ni la convicción de Linda Hamilton. No hablemos de actuar porque sería cruel. Esta Sarah Connor parece salida de “Hannah Montana” (2009). Es muy linda, eso sí. A poco más de 30 años del estreno de la original en nuestro país, y con un abismo gigantesco en materia de evolución tecnológica, una cosa queda clara: “Terminador” (James Cameron, 1984) es una obra maestra del género. Todo el universo que se pueda construir en materia de secuelas puede ser lógico de acuerdo a como se maneja la industria en Hollywood, pero de ahí a que esté artísticamente justificado hay otro abismo todavía más grande. El atractivo comercial para una quinta entrega está claro: Arnold Schwarzenegger se calza el traje otra vez. Eso para los fans es como un bálsamo luego de “Terminator: La salvación” (McG, 2009) porque aquella buena realización instalaba un relanzamiento de la saga partiendo del futuro ya consumado, pero Schwarzenegger es Schwarzenegger, no.
Es notable cuando los directores se las arreglan para contar o retratar una vida, y a la vez contar otras tantas en el sub texto de la imagen. “Anconetani” en definitiva hace eso. Por un lado es el retrato de Nazareno Anconetani un hombre que, como su padre y su abuelo lo han hecho, fabrica acordeones desde hace muchos años. Siempre en el mismo lugar, en la misma casa de toda la vida en la cual la familia se instaló a principios del siglo XX, y que funciona también como taller. Los realizadores Silvia Di Florio y Gustavo Cataldi aprovechan cada rincón del lugar para contar el paso del tiempo en esos objetos y muebles que juntan tierra, pero que a la vez son testigos de la inquebrantable tradición familiar. Por supuesto que Nazareno es la gran atracción de la película. Su porte de viejito lindo está acompañado de una vitalidad que muchos de nosotros quisiéramos tener. En esas charlas, en donde nunca falta una anécdota jugosa, vamos armando el árbol genealógico. Por supuesto, al ser fabricantes y luthiers, la visita de músicos como el Chango Spasiuk son también de lo más interesante. Bellamente filmada y encuadrada, “Anconetani” le saca el jugo a todo lo que la cámara registra. Decíamos que hay otras historias que se cuentan, pero en realidad se trata de entender la vida e idiosincrasia de muchas familias de inmigrantes que llegaron hace tantos años. Esos inmigrantes tanos que hacían de la dedicación y la disciplina del trabajo un culto y una filoso, y que encuentran en éste documental cierta forma de homenaje.
Trataba de recordar cuál fue el último trabajo de Jennifer López que todavía ponía en seria consideración cuál de sus dos profesiones hacía mejor, si la de cantante pop con toda la polenta, o la de actriz de interesantes registros más allá de su belleza natural. Más allá de lo conceptual de su imagen en “La celda” (2000), es con “Selena” (1997), interpretando a aquella cantante de culto, donde la memoria trae una buena actuación. A casi 20 años de aquella, ya no se puede llamar racha. Lo de Jennifer Lopez está bastante encaminado a un derrotero de malas elecciones casi en forma consecutiva. Claro, al lado de otras “Cercana obsesión” parece lo mejorcito de la neoyorkina, y no es mucho en realidad. A decir verdad hasta los 30 minutos de proyección éste estreno no se define ni por la insinuación erótica al estilo Adrian Lyne, ni por el thriller de suspenso estilo “Durmiendo con el enemigo” (1991). Para cuando se define es tarde. Probablemente porque el estiramiento de los minutos le sirve al director (en realidad le juega en contra) para contar cómo el psicópata que acosa a la pobre Jennifer se muestra como tal. En este punto el trabajo actoral de Ryan Guzman consiste en acercamientos a su trabajada región abdomina, y su mirada de publicidad gráfica de perfume caro. Al menos Rob Cohen, el director de la primera “Rápidos y furiosos” (2001), no lo pone a bailar como en la saga de Step Up. Justamente aquella serie de películas de baile caliente clarifica porque éste actor no puede sostener un personaje de tanto peso durante tanto tiempo, porque todo lo que tiene se dilapida durante los dos primeros actos, para luego sólo quedale fuerza física para hacer crecer al villano hasta una secuencia final tan ridícula como bien filmada. Las películas de tensión y suspenso llegan en cuentagotas. Se hacen poco gracias a que el maestro Alfred Hitchock puso la vara demasiado alta hace muchos años. Quedan muestras como “Cercana obsesión”. Buena factura técnica, pero no pasa de una versión pasada por agua de “Atracción fatal” (1986), con lo cual es probable que su suerte entre el público sea la misma de aquél conejo.
Está difícil la cosa con “Dos locas en fuga”. El lector puede ver escrito el nombre de la película en la frase anterior, asumiendo que éste humilde servidor lo recordaba al momento de sentarse a escribir. ¿Puede creer que no? Lo tuve que buscar en los mails para acordarme. Sabemos que la memoria se vuelve algo selectiva cuando se sufre un trauma, y está claro que ver ésta producción lo fue, al punto de borrar por completo el título. El arduo ejercicio de tener que recordar algo tan burdo fue más lastimoso que vivirlo en su momento. Porque la mente se esfuerza mucho por olvidar lo malo, o lo descartable. Pone todo para olvidar todo lo que sucede en la película luego de una interesante introducción, en la cual vemos a una nena crecer en el asiento trasero del patrullero de su papá policía, mientras aprendía códigos y procedimientos. Luego de esos minutos la nena se transformó en Reese Witherspoon. Ver a ésta talentosa actriz tratando de componer un personaje en un registro verbal clownesco, mientras el resto del elenco se le ríe en la cara ya es molesto, pero la directora Anne Fletcher tiene aún mejores planes para arruinar la tarde: Sofía Vergara. Voluptuosa, vedettonga, sonrisa ancha, cola parada, pinta de “come-hombres”, guarra al hablar… Su inglés de vendedora de nachos con queso delata su procedencia, por lo cual sólo le queda hacer (bien digo: hacer, no actuar) de esposa de traficante colombiano. Estas dos mujeres son las protagonistas del bofe que cuenta cómo una de ellas, respetuosa de la ley a rajatabla, se pone al hombro la tarea de llevar a la otra de un Estado al otro para testificar contra el cartel de drogas. La cantidad de malos chistes, despropósitos narrativos, situaciones sacadas de comedias ochentonas, al estilo de Los locos del Cannonball (las dos actrices disfrazadas de ciervo por ejemplo ¿hacía falta?), y diálogos fuera de contexto o de timing hacen pensar que en realidad el chiste es que a los guionistas David Feeney y John Quaintance (quienes deben estar en alguna playa de Malibú sin poder creerlo todavía) les hayan pagado por escribir el guión.. Una cosa es poner al filo el verosímil amparándose en la comedia disparatada, como de alguna manera funcionaba (por química pura) “Chicas armadas y peligrosas” (2013). La endeblez del libreto podía sostenerse, justamente como uno de los códigos a tener en cuenta, por el trabajo actoral y del vínculo de los personajes. Pero al revés de lo que sucedía con Melissa McCarthy y Sandra Bullock, acá no hay un sólo dialogo entre las protagonistas donde no se denote una forzada intención de empatía,o una obvia comparación entre los físicos o la capacidad intelectual de cada una para buscar el chiste filoso. Predecible, aburrida e insólita. Lejos, de lo peor que ha entregado Hollywood en este último tiempo.
Ochocientas mil más se pueden hacer de Dragon Ball Z. ¿Por qué no? Hace dos años tuvimos el estreno de “La batalla de los Dioses” que llevó casi 400.000 espectadores en la Argentina, lo cual da cuenta de la masividad de los seguidores, entre los de la primera época y los actuales. Es más, con tanto universo escrito, dibujado y filmado durante tanto tiempo en este Manga / Animé Japonés, no es raro mirar hacia atrás a ver si se encuentra algún cabo suelto como para exprimir un poco más la franquicia en la multi-juguera de la boletería. Incluso si, como en este caso, nadie se molesta en explicar nada de lo anterior. Se asume que los espectadores de Dragon Ball ya saben todo, y quien se declare novato en la materia deberá ver horas y horas de serie televisiva y las películas anteriores. Hasta ahí, todo es válido. Son las reglas del juego. Todo bien. El problema es cuando se pasa del otro lado. Cuando se rompen los propios códigos, no de la saga, sino de la escritura de un guión. Es decir, es de esperar que un seguidor pueda agigantar sus expectativas al grito de: “¡UH ¿¡Resucita Freezer?!” Pero el tema es la forma. Tomarse el trabajo de no tomarle el pelo a nadie. Si la idea es jugar al vale todo, y no importa ya ni siquiera cuidar a los fans, entonces “Dragon Ball Z: La resurrección de Freezer” es una buena muestra. Ya sabemos que juntando siete bolas de dragón se puede convocar a dicho lagarto para pedir un deseo. El que usted quiera. ¿Quiere que no se corte la luz en invierno? Se lo pide al dragón. ¿Qué la FIFA sea un ejemplo de buena moral y honestidad? Al dragón. ¿Qué haya debate de candidatos a presidente? Al dragón. Y si se es creador y guionista de Dragon Ball y no se le cae una idea en años, puede pedirle al dragón que resucite algún villano del que no se acordaba nadie. Y lo cumple ¡eh! Aunque el villano haya sido seccionado a espadazos como bofe para alimentar gatos, él escupe-fuego se lo resucita sin eufemismos. Así pasa con Freezer. Y anda rabioso el malandra porque condenaron a su alma, atrapada en un capullo, a observar y escuchar a cuatro muñecos de peluche tocar una melodía de calesita una y otra vez por toda la eternidad (¡¿Qué?!). Este capricho de guión arbitrario, indiferente a la historia, e inescrupuloso con el bolsillo, es la excusa para el resto de una trama llena de acción de la que van a buscar los fans, efectos de sonido sobre expuestos y situaciones de pelea interminables en las cuales el único daño que provocan los contendientes es al intelecto del espectador. Difícil saber si “Dragon Ball Z: La resurrección de Freezer” será aceptada entre su propia gente; lo que sí es seguro es que el sentido común hay que dejarlo en la puerta del cine y pasarlo a buscar a la salida.
Desde la propuesta inicial o, si se quiere, la síntesis argumental, se ve auspicioso el estreno de “El prisionero irlandés”. En principio por el marco histórico elegido: Las invasiones inglesas de 1806 y 1807. A flor de piel no se recuerda un abordaje con este marco salvo aquella “La muerte en las calles”(Leo Fleider, 1957), cuyo punto de conexión con éste estreno podría ser, ante la falta de presupuesto hollywoodense para recrear todo a gran escala, el hecho de enmarcar la acción dramática en un ámbito reducido. Llámese un caserón, como en aquella oportunidad o un rancho en San Luis, tal el presente caso. En resumen, aquí no hay guita para hacer “Dr. Zhivago” (1965), de modo que el ingenio y la plata que hay deben (tienen que) alcanzar. Con algunas ilustraciones que parecen salidas de la enciclopedia “El tesoro de la juventud”, se cuenta, durante los títulos, que al vencer a los ingleses los prisioneros eran llevados al interior del país para alejarlos de la zona portuaria de Buenos Aires (colegida como la posible vía de escape), para luego resolver su destino. Así, un pelotón (es una forma de decir) a cargo del Capitán Lucero (Manuel Vicente, sólido como siempre) se desvía a un destacamento (es una forma de decir) en San Luis con tres prisioneros entre los cuales está el soldado Connor (Tom Harris). Lucero no trae buenas noticias para Luisa (Alexia Moyano). Su marido cayó en combate, ha quedado viuda y pese al consejo de todos decide quedarse en su chacra y pelear su terruño. Este “no querer irse”, sumado al “tener que quedarse” de Connor, será el epicentro de una incipiente historia de amor. Contando con todos los elementos del western clásico a su favor, esos que aportan a la empatía del espectador con la dupla protagónica es extraño que los directores Carlos Jaureguialzo, Marcela Silva y Nasute elijan una mención leve a los mismos. La posibilidad de un malón, los mandatos sociales para con una mujer sola, factores geográfico-ambientales, la hostilidad hacia una relación “improcendente” entre supuestos enemigos de bandera o siquiera un terrateniente que reclame derechos sobre la propiedad (el hermano del difunto)… Todo esto se insinúa y hasta se muestra en algún pasaje, pero no pasa de ahí. Por el contrario, la elección del eje dramático consiste en los conflictos internos de Connor y Luisa. El primero, por ser un irlandés, metido en un ejército que no lo representa (instalando otra invasión inglesa –a Irlanda- con muchos más años de historia), y ella por estar irreparablemente enamorada de un invasor que en realidad es más bueno que el Quaker. Nada de malo hay en esto, por cierto. De hecho estamos frente a dos muy buenos trabajos actorales. Alexia Moyano se carga al hombro su personaje y lo hace transitar a gusto y piacere por varios estados con una seguridad notable. Por el lado de Tom Harris hay un buen aporte de nostalgia en su impronta. Que los guionistas le hagan preguntar dónde queda el mar a un tipo que salió en barco de Inglaterra y sabe que el sol se asoma por el este no es su culpa. Es harina de otro costal. Yendo al grano, la historia, o mejor dicho la relación dentro del guión, funciona por peso específico de la construcción coyuntural de la primera media hora. Un punto de giro agregado a los 75 minutos podría hacerla parecer larga para la decisión que se tomó al principio de alejar de la pareja los factores antagónicos. No por esto “El prisionero irlandés deja de ser una película que, ojala, se transforme en otro de los primeros ladrillos para que el cine argentino aborde más seguido temáticas ubicadas en la riquísima fuente de contenidos de la historia argentina.
Si el dicho popular dice que “segundas partes nunca fueron buenas”, ¿cómo vendría a ser el de la tercera? Podríamos refutar el dicho con algunos ejemplos, pero habiendo tanta saga, secuela, serie o franquicia en la historia del cine, la proporción quedaría insignificante. Además, habría que ver como se resignifica la frase cuando tenemos la continuación de una pésima primera parte. ¿Cómo se definiría, en una frase, el saber popular sobre entregas posteriores a segundas partes? Un tiempo antes de los eventos de los Lambert (la familia acosada por espectros en la 1º y la 2º) Quinn (Stefanie Scott) toca a la puerta de la buena de Elise (Lin Shaye), la señora médium que sabe conectarse con el más allá. Lo viene haciendo desde 2010 ¿por qué no lo haría ahora? Quinn perdió recientemente a su madre, muerta por una enfermedad, y está desesperada por verla de nuevo para… para… ¡Ah sí! Para justificar el eje central del guión que es mostrar cómo Elise se transformó en la vieja pero heroica experta en fantasmas. El espectador será engañado pensando durante 45 minutos que es Quinn la que importa a partir de una intención deliberada de esperar ese tiempo para cambiar el punto de vista. Como suele ocurrir, el padre de la nena (Dermot Mulroney) no le cree lo de los fantasmas hasta que él mismo ve huellas de pie color brea en el piso y en la pared (como en aquel capítulo de “La pantera rosa”). Con esto como muestra, estamos frente al ectoplasma más predecible en la historia del género del terror. No deja más pistas de por dónde va a aparecer porque no es candidato del PRO, y sin embargo hay hasta cierta dosificación de su presencia en la primera media hora que bien podríamos decir que es lo mejor de “La noche del demonio 3”. El mayor problema, de los varios presentes aquí, es ese cambio de protagonismo, de utilización de la música, fotografía, etc., hasta de género si se quiere, cosa que ocurre al entrar en la ecuación un par de cazafantasmas más cercanos a Abbott y Costello que a solucionadores de problemas. A partir de entonces todo se desmadra y no sólo pierde fuerza el relato, también los personajes (incluido el fantasma). La única que crece es precisamente Emily merced al buen trabajo de Lin Shaye, una veterana del género que se las sabe todas. ¿Cómo sería entonces? “Terceras partes de horribles segundas partes de primeras pobrísimas partes, siempre estarán de más” No. Muy largo. Espero se me ocurra algo mejor antes que saquen la cuarta.