Alguna vez hemos escuchado esta frase típica de la industria de Hollywood, algo así como "resuma el guión en 25 palabras". Era en la época dorada en la cual el poder de síntesis era fundamental para que un guionista lograra que la entrevista frente a un productor o un jefe de los grandes estudios durara más de 3 minutos. Cómo si en más de ese número de palabras se daba por hecho que la cosa no funcionara en la boletería, y en menos faltara solidez a la historia. Si hiciéramos este ejercicio con “La Dama de Oro” debería resultar en una oración parecida a: Una mujer, heredera de cuadros famosos, enjuicia al gobierno de Austria para recuperarlos buscando justicia, pues le fueron robados a su familia durante el nazismo. No está de más el juego porque esta historia real convertida en guión se parece mucho a los de esa época. De hecho todo; desde la producción a la puesta; y desde la dirección al tipo de actuación en tanto construcción de personajes, remiten a los viejos axiomas sobre los cuales se basaba la posibilidad de existencia de una obra cinematográfica. Contar una historia con buenos condimentos que genere drama, humor, emoción y, por supuesto, que termine bien. Será entonces en algunas pinceladas de otro tipo de detalles inherentes al contexto en donde el guión de “La Dama de Oro no ha quedado encajonada en algún escritorio. Claramente la más importante es la presencia de Helen Mirren. Sin una actriz de este aporte prácticamente no habría película, porque las acciones del eje dramático recalan en su capacidad para actuar el derrotero del personaje. Si es por esto, cada intervención suya genera admiración, placer, y obviamente verosimilitud. Es, el de María Altmann, el tipo de personaje que genera competencia entre posibles candidatas. Meryl Streep, Judy Dench, Maggie Smith, Glenn Close, etc, podrán haber sido descartadas por distintas razones, pero nunca una actriz por debajo de estas condiciones actorales. El resto del elenco gira en torno a ella, como ocurrió una y mil veces con este tipo de producciones, a las que en definitiva las podemos considerar como "redondas" en un sentido integral. ¿Qué más nos queda luego? La corrección política o el desafío de ir más allá. Apostar por otro tipo de denuncia es animarse a no tener que "quedar bien con todo el mundo". En esto sí, uno podría esperar un plus en el siglo XXI. Al menos con un hecho generado en 1940 y con resolución consumada y cerrada en 2006, una conclusión más conceptual en lenguaje de imágenes que las que pueden entregar frases de epílogo al final de la proyección. Son elecciones artísticas simplemente. Nada le quita a éste estreno ser una obra que genera sensaciones genuinas provenientes de la narración pura y no desde el efectismo. Buenos momentos graciosos, y otros tantos emotivos, aún sin tener en su estructura un antagonista real más que un presente burocrático o un conflicto de intereses plasmados a través de personajes que no pasan de la seriedad de un jurado de concurso de baile. Estamos frente a una historia como las de antes. De otra época. Esa autoconciencia es el mejor apoyo y no es poca cosa.
Hay algo de lo cotidiano viéndose alterado en las situaciones que viven los protagonistas de la filmografía de Cameron Crowe. Desde un manager de fútbol a punto de quebrar si se le cae su último representado, a un padre viudo cuya unión con sus hijos se puede ir al tacho si no pasa la prueba de adaptarlos a un nuevo hábitat, pasando por conflictos adolescentes en donde lo que se viene de la vida misma los aferra a lo poco que tienen. No es la excepción esta historia de amor y de relaciones humanas plantada en un lugar lleno de mística, mitos milenarios y música con ukelele. Brian (Bradley Cooper) es un ex técnico de la NASA que hace rato dejó sus utopías para convertirse en una suerte de mercenario tecno al mejor postor. Su vida transcurre entre gigantescas metidas de pata entre el ejército y capitales privados (con riesgo físico incluido), y el constante retorno al lugar de viejos amores y sueños idílicos. Su arribo a Honolulu supone la gran ultima oportunidad para no meter la pata y retomar el camino (al menos UN camino) A su cargo está Allison (Emma Stone), una iniciada pero entusiasta mujer del ejército que debe acompañar a Brian en este nuevo encargo. Del lado de los afectos Tracy (Rachel McAdams) es un viejo amor que ahora se casó y tiene dos hijos, pero nunca olvidó sus sentimientos. Finalmente John, un marido tan silencioso como expresivo (John Crasinski) Esta historia de amor tiene a su favor algo que luego descarta: El emplazamiento en Hawaii con todas las posibilidades de trazar un paralelo entre la mitología, la belleza y la mística de la isla. Curiosamente la idea es descartada, pero sin abandonar la locación. Por el contrario, Cameron Crowe se decide por usar el paisaje y su gente como un mero contexto exótico para concentrarse en el cuadrilátero propuesto en el guión. Cada uno en su esquina tendrá su momento para construir con el espectador las posibilidades de progreso que puedan tener las historias que se entretejen. La trama secundaria tiene que ver con un magnate, Carson (Bill Murray), quiien intenta colocar un satélite propio en el espaci, en acuerdo con el ejército norteamericano representado por un hilarante Alec Baldwin (General Dixon). Parece endeble o innecesaria, pero sin esto la presencia del protagonista no estaría justificada y por lo tanto no habría película. La mejor orientación para ver “Bajo el mismo cielo” sería pensarla como esas películas “de elenco” en las cuales los trabajos actorales, y el buen diseño de los personajes, son los que deben funcionar como un relojito. Algo como lo que ha logrado David O’Russell con “El lado luminoso de la vida” (2012) o “Escandalo americano” (2013), sendas producciones merecedoras de las cuatro nominaciones al Oscar en los rubros de actuación. Huelga decir que éste estreno está lejos de las dos, pero sirve como ejemplo de la intención que tiene. Sólo así se puede trabajar esta idea: Buen elenco y buen timing en la compaginación. Si además sale alguna idea original, bienvenido sea, y si es por eso “Bajo el mismo cielo” tiene una de las escenas mejor resueltas de la última década, en la cual el silencio se usa y cae como esos chistes con remates tan bien puestos que duran en la memoria por mucho tiempo.
En “Jurassic Park” (1993) Steven Spielberg jugaba su gran última carta como niño caprichoso que es (en un buen sentido) cuando una idea se le mete en la cabeza. No sólo era una gran aventura con todos, pero todos, los condimentos sumados a los guiños a su propia filmografía: despliegue visual, tensión y suspenso. Era, y es, la película de dinosaurios por excelencia, y además dueña de un gran mensaje científico-ecológico entre líneas. “Ustedes sólo se preguntaron si podían hacerlo, en lugar de si debían”, decía el personaje de Jeff Goldblum refiriéndose al peligro que conllevaba volver a la vida a seres que fueron seleccionados por la naturaleza para su extinción hace 65 millones de años. Un dardo dirigido a ese Dr. Frankenstein moderno interpretado por el creador del parque temático (Richard Attemborough). Respecto del cine espectáculo hubo un giro de 180 grados. “Jurassic Park” marca una bisagra en la historia del cine. En la secuela, el propio Steven pegaría otro golpe de timón y tiraría (casi) todo por la borda para realizar un soberbio homenaje al cine clase “B” de Roger Corman, pero con millones en el presupuesto. Todo planteo filosófico quedaba de lado para centrarse en comparar poderes y tiempos de la naturaleza. Mandó al tiranosaurio a la ciudad para reventar todo y… ¡chau pinela! ¿Qué le quedaba a una tercera parte con otro director? Más (menos) de lo mismo. Decimos menos porque nadie se preocupó demasiado por reforzar el verosímil desde el primer fotograma en adelante. ¿Y la cuarta? ¡Cuatro! Veamos. Luego de 22 años, otra entrega podía suponer más de lo mismo, es decir mucho efecto especial, muchos espejitos de colores, y poca inventiva. Por suerte, no. El casi debutante tras las cámaras Colin Trevorrow da otro timonazo cuya consecuencia es la vuelta al punto de partida en el sentido más esperanzador. En “Jurassic World” hay hasta lugar para que, por unos minutos, veamos un cálido saludo a Steven Spielberg en una escena en la que, no sólo la original y la cuarta se dan un “abrazo” simbólico, también hay homenaje velado a Indiana Jones. La estructura es muy similar a la de antaño, pero con algunas diferencias no menores. La primera, y más importante (desde la propuesta narrativa), es que finalmente el parque ya está en pleno funcionamiento con más de 20.000 visitas, que incluyen una pajarera para los pterodáctilos y un acuario para un gigante acuático que se alimenta de… tiburones (otro guiño). Nuevamente el dardo disparador de un conflicto teñido por la codicia es la manipulación genética que terminará por incluir un nuevo “personaje” en el tablero de juego. La otra (presente siempre en las previas) es la advertencia ecológica. Pero lo que más se agradece de esta producción (a partir de una aceptable solidez del guión) es el afán por jugar. El vértigo que generan las persecuciones, el juego de los camarógrafos que buscan y arriesgan, los detalles en la velocidad de las acciones, y hasta un notable manejo de los momentos de transición. Por suerte, aunque lejos de la del comienzo de la saga, el elenco cumple con solvencia. Desde la CEO interpretada por Bryce Dallas Howard, que tiene varios matices, a la empatía que genera Chris Pratt con un personaje que se banca tener que traer cierto balance entre la naturaleza y las finanzas. Es posible que la subtrama (los intereses del ejército en los animales) resulte algo descolocada, sobre todo desde el verosímil, pero al menos se resuelve con los códigos “Spielberguianos” del género. Esta cuarta parte merecería ser el cierre definitivo. Con lo que había antes mucho más no se puede hacer, y lo que (supuestamente) sigue es un futuro repetitivo. “Jurassic World” es arte y entretenimiento bien conjugado, bien realizado, para salir del cine recordando varios pasajes de puro sobresalto. Los dinosaurios se extinguieron hace millones de años y han causado admiración y temor al ser descubiertos. Algo parecido sucedió durante más de veinte años con esta saga que los revivió. Es hora de mover a nuevas ideas y dejar que se convierta en leyenda.
Estamos frente a una nueva película de Peter Flinth, el director danés responsable de la ambiciosa “Arn, el caballero templario” (2007). Poco conocido por estas latitudes, podríamos decir que “Beatles” es (por nombre propio) el trabajo que pone su nombre en otro plano a nivel mundial. Que Los Beatles cambiaron la historia de la humanidad ya no es ninguna conjetura. Son tan grandes que resulta difícil de dimensionarlos fuera del propio terruño, y mucho menos el tipo de impacto que causó en cada vida. Justamente es en este punto donde el guión de Axel Hellstenius, basado en la novela de Lars Saabye Christensen, hace hincapié. Desde los títulos el contexto nos lleva a Oslo, a mediados de los años ‘60. Cuatro amigos del colegio secundario Kim (Louis Williams), Seb (Håvard Jackwitz), Gunnar (Ole Nicolai Myrvold Jørgensen) y Ola (Halvor Tangen Schultz) son compinches en todo, desde fumar y mirar chicas hasta robar logos de metal de los autos, y escuchar a Los Beatles. Cada lanzamiento del célebre grupo es un evento mundial. Nada importa más que posar la púa del tocadiscos para escuchar los nuevos sonidos de los cuatro de Liverpool. Así se ve cuando llega flamante el “Sgt. Pepper’s” a manos de Gunnar. Claro, los cuatro quieren tocar, formar una banda, y perseguir la fama y fortuna de sus admirados músicos. La relación que tienen estos amigos remite a aquella entrañable obra maestra de Rob Reiner, “Cuenta Conmigo” (1986), no sólo porque en ambos casos se recorre el camino en busca de un objetivo, sino por estar narrada por uno de ellos. “Beatles” instala todo este contexto musical para ir soltándolo lentamente a través de una historia que habla de utopías, de amistades incondicionales marcadas a fuego, por una pasión en común, de sueños tan cercanos como imposibles, o tan posibles como lejanos, según sobre cual de los chicos estemos posando la mirada como espectadores. Así, todo se va transformando en la radiografía de cuatro vidas comunes, teñidas por la aparición del primer amor idílico y prístino, las primeras decepciones frente a los avatares de la vida misma cuando se sale de la pubertad, los indicios de la rebeldía adolescente, etc. A medida que corren los minutos, “Beatles” va resignificándose. No los músicos, sino el título. El realizador parece quedarse con esta única palabra que escuchada así, solitaria, primero traerá a la memoria su música, que la hay y mucha en esta producción, pero luego queda flotando solitaria como palabra que representa toda una época de cambios de todo tipo. Un manto gigante que cubrió a toda la sociedad. Por supuesto que al ser una producción nórdica, en este caso de Noruega, no hay lugar para golpes sentimentales efectistas. Las cosas suceden hasta con cierta frialdad típica, pero esto no quita que en el objetivo de mostrar el cambio de una edad a la otra, haya momentos emotivos y otros tantos de humor juvenil sostenidos por un elenco de chicos muy bien dirigidos. Sin eso, directamente no habría película. Cuando la música queda en un segundo plano, entendemos la intención, y es allí donde éste estreno encuentra su mejor forma.
Calidad de realización para el tratamiento de una temática interesante Frente a un documental que parece salido de Nat Geo o de Discovery Channel (por su nivel de cuidada producción), se genera un interés adicional al de la temática: ver algo bien realizado desde todos los puntos de vista. Comenzamos con una sugerente y divertida introducción de material de archivo. En ella vemos a una bella mujer en una suerte de bikini caminando por la calle ante la mirada atónita, curiosa y desbordada de los transeúntes de la época, hasta que entra en una peletería y es cubierta por un abrigo que se adivina costosísimo y de lujo. Hoy (y el director parece saberlo muy bien), sería condenado el uso de esta prenda, y su dueña perseguida por cuanta ONG naturalista que ande por ahí. Sin darnos cuenta, nos han metido en el eje central de la problemática que “Castores, la invasión del fin del mundo” intenta mostrar. En 1943, el entonces secretario de desarrollo y acción social Juan Domingo Perón designa a Fidel Anadon como Director Marítimo de Tierra del Fuego, que por entonces tenía sólo 2.000 habitantes. Éste vio en la industria peletera una buena veta comercial y ordenó, a través de un cazador en Canadá, la compra de 20 castores para instalarlos, criarlos, y luego usarlos como materia prima de los peleteros que venderían las costosísimas prendas. No hubo nunca un estudio de impacto ambiental, ni tampoco una erradicación del animal al comprobar que la idea fue comercialmente un fracaso. Más de 60 años después, hay más castores que personas en la zona, los que provocan una tremenda depredación de los bosques que se convierten en verdaderos cementerios de árboles. Esta realización tiene un gran acierto al multiplicar y mostrar las diversas aristas que convergen hacia el mismo punto de conflicto, así los fundamentos de ambientalistas, protectores de animales, peleteros, cazadores, cocineros e historiadores son tenidos en cuenta y suman posiciones frente a esta verdadera plaga, dotando a la película de posiciones tan justificadas como enfrentadas. Como todo en todo buen documental, los directores Pablo Chehebar y Nicolás Iacouzzi no intentan dar respuestas, sino instalar las preguntas y la certeza de que hay que hacer algo al respecto. Más allá del buen equilibrio del material de archivo, entrevistas, y hasta una pieza de animación que remite a aquellos cuentos de hadas fracturados y el Show de Rocky y Bullwinkle de los ‘60, hay un notable despliegue de tomas exteriores favorecidas por la fotografía de Alan Badan, y la efectiva banda sonora de Thomas Leonhardt. Todo para entregar uno de los destacados documentales nacionales del 2015.
La vida en sí misma está contada en el cine, pero también algunas vidas en particular. Historias de hombres y mujeres que se han destacado en distintas ramas se han convertido en biografías cinematográficas, ahora las llaman biopics. Un punto interesante, siempre partiendo de la premisa de contar una historia, sea sobre quien sea, es ver o interpretar la intención detrás de la realización. ¿Por qué la vida de William Wallace, la de Steve Jobs, la de Mozart o la de Bairoletto? ¿Qué podemos sacar en limpio a partir de conocer sus derroteros? ¿Hay oportunismo en estos casos? Parecería ser una suerte de axioma para el cine mundial. “Alguien” se destacó por “algo”; pero tuvo que pasar las de Caín para llegar a ello y a veces el reconocimiento llegó tiempo después. Siglos, a veces. ¿Entonces? ¿Se busca reconocer eso? ¿Su lucha? ¿Redimirlo? ¿Redención? Funciona claramente en la sensibilidad de los espectadores. Ahora, ¿funciona cinematográficamente? Sin ir más lejos, “La teoría del todo” (2014) es la historia del “aguante” de Jane Hawkinsante la enfermedad de su marido Stephen Hawkins; pero James Marsh no supo contarla sin incluir largos pasajes para el lucimiento de Eddie Redmaine en el papel del científico-filósofo (Oscar incluido) en desmedro del eje central. Este es el turno de Giacomo Leopardo, prolífico y precoz poeta italiano con múltiples logros a su favor (lector avezado, poeta críptico sobre la vida, políglota, ensayista), mientras sufría enfermedades tremendas como raquitismo, ceguera paulatina, etc, pero sin la tecnología a su favor porque esto ocurría a fines del siglo XVIII y principios del siguiente. El sufrimiento garpa en el cine, y sobreponerse o triunfar sobre el mismo, ni hablar. “Lepoardi, el joven fabuloso” tiene en la prolijidad y en la búsqueda de la exactitud de la recreación de época sus mejores virtudes, lo demás tiene que ver con la elección de un relato tradicional, directo y conciso que se apoya en los talentos de Renato Berta como director de fotografía (por momentos se parece al trabajo de Vittorio Storaro) y en la dirección de arte de Carlo Resicgno. El texto se ocupa de plasmar los estados de ánimo del gran poeta contando en forma cronológica algunos pasajes de su vida en los cuales se van insertando varias poesías que, lejos de estar declamadas teatralmente por Elio Germano, de brillante composición actoral, son dichas como parte de una prosa. Como parte de un diálogo, a veces muy internalizado en el cuerpo y la voz del actor. En toda esta puesta, irrita y molesta la insólita inclusión de música en inglés que se intuye como un capricho, una devolución de favores o vaya a saber qué. “Lepoardi, el joven fabuloso” es un pantallazo cuya base argumental parece extraída de lo que se puede leer en Wikipedia. Es un muestrario de museo sobre la vida de uno de los más grandes artistas de la literatura universal, en el cual nadie saldrá del cine sin saber quién fue y cómo influyó en los siglos siguientes, pero tampoco habiendo visto un ejemplo de los que significa tomar riesgos. En este sentido, el retrato está lejos del retratado. N. de la D.: La copia que se proyecta en el BAMA, lamentablemente presenta baja calidad de imagen.
Tanto o más que entre los humanos, el vínculo entre el caballo y el hombre data desde que el cine es cine, y tal vez hayamos visto (casi inconscientemente, sin darnos cuenta) cientos de miles de escenas en la cuales los eventuales jinetes de la pantalla grande ya tienen un lazo natural implícito. Desde una palmada en el lomo, a una caricia en la frente antes o después de montar, esa acción natural pocas veces ha llevado al espectador a preguntarse por cómo fue el detrás de escena entre el actor y el animal para llegar a esa impronta. El caballo y el homo sapiens… Si nos corremos del 7mo arte y echamos una mirada al pasado, éste es mucho más contundente. Es insoslayable la realidad: sin el caballo el ser humano, para bien o mal, nunca hubiera llegado a este punto. Desde conquista de territorios, exploración y guerras, a explotación industrial, deportes y entretenimientos. Claramente lo que hasta ahora llamamos progreso se hubiera retrasado siglos. Precisamente es en esa relación en la cual se basan todos los acontecimientos que acaecen en “Historias de caballos y hombres”. El paisaje de Islandia, un personaje más (de increíble parecido con los de Tierra del Fuego), ofrece dosis iguales de belleza y hostilidad según la circunstancia. Este escenario es varias veces retratado y subrayado, como si desde la dirección se quisiera decir constantemente “no olviden que esto ocurre aquí”. A partir de presentarnos en set, la narración va posándose en cinco o seis personajes (a cual más pintoresco) de esta suerte de “aldea” inhóspita, fría e implacable. A medida que van apareciendo los mini conflictos, sale a la superficie la esencia del mensaje, pues si bien es cierto que la concatenación de las historias no busca una relación determinada más que en el hecho de ver que todos habitan en la misma región, tampoco abundan planos mostrando la conexión espacio-tiempo entre cada historia. Esto ayuda a la idea de no estar frente a una producción episódica como en “Relatos Salvajes” (Damian Szifrón, 2014), ni en un confluir de partes hacia un mismo final como en “Amores perros” (Alejandro Iñárritu, 2000). Claramente, la ausencia de introducción y acaso también de desenlace, pone a “Historias de caballos y hombres” en un muestrario de nuestra conducta frente a otros seres vivos, centrada en la relación de conveniencia, con el ser humano como especie dominante. Porque además, luego de ver tanta postal preciosamente filmada y tantas situaciones teñidas por un humor ácido y seco, a flor de piel quedará la sensación propuesta por el realizador: La conveniencia no es mutua. Nunca el caballo necesitó del hombre y sin embargo, no parece haber una gran muestra de gratitud. Ni siquiera frente a la muerte.
Es raro tener que usar un adjetivo como “auspicioso” para definir la característica principal de cualquier opera prima. Es decir, debuta Russell Crowe como realizador. ¿Y? Auspicioso suena más a “que suerte, no fue un desastre”, que a otra cosa. Ya fuese su decimoquinta película o la primera, como en este caso, el análisis comienza indefectiblemente por detectar si él, o cualquier otro, tiene algo para decir, una historia que contar en lenguaje cinematográfico, y luego si está bien realizado. Debe haber miles de debuts “auspiciosos” que luego terminaron en desastre (fíjese en los hermanos Wachowski, sino). En fin. Estamos en 1919. Connor (Russell Crowe) es una especie de rabdomante, un zahorí. Esos hombres que ostentan la extraña virtud de descubrir vertientes de agua en zonas donde aparentemente no hay ni rastros. Él y su esposa perdieron a sus tres hijos en la terrible batalla de Gallipoli. El dolor es insoportable, por ello Connor decide, empujado por una sólida promesa, y sólo confiando en la virtud mostrada al principio, ir a tierras turcas para tratar de encontrarse con los restos mortales de sus hijos para llevarlos de vuelta a Australia. No será fácil la tarea. Al principio por trabas de escritorio, luego por otro tipo, “Camino a Estambul” es una realización sobre la determinación, la tenacidad, y el honor por sobre el despojo, con lo cual el calvario ocurrirá de una forma u otra. No se le pueden negar las mismas virtudes de su personaje al director. Crowe parece confiar en que la primera media hora (en especial el primer cuarto), servirá como una muestra de los climas dramáticos a generar durante el relato, apoyándose en pequeños segmentos narrativos de diálogos cortos y compaginación efectiva. El ataque es directo a la sensibilidad del espectador (sin golpes bajos, cabe aclarar). Hay un buen poder de síntesis, y sobre los estados emocionales de los personajes es que se pretende instalar el verosímil, pero si bien es cierto que el dolor puede empujar al ser humano a cosas impensadas, una cosa es hacer transitar a los personajes hasta llegar a un estado que justifique las acciones, y otra es tomar atajos como en este caso. Entendemos que la madre no puede superar la pérdida por dos líneas de dialogo y algún flashback, en lugar de darle tiempo de exposición al personaje. El resto de la información lo provee la propia voz en off del protagonista. No es que no sea válido el recurso, pero el peso específico de la credibilidad tiene claras diferencias a la hora de seguir la historia. Impacta desde el primer momento la dirección de fotografía de Andrew Lesnie, el gran fotógrafo de toda la saga de Tolkien llevada al cine por Peter Jackson, es decir, si con algo la tiene absolutamente clara es con los exteriores. Lo mismo sucede con el resto de los mal llamados rubros técnicos,. Sin dudas el neozelandés aprendió mucho en todos estos años y no le teme a la extensión de “Camino a Estambul”. Sin dudas es una película que propone una historia de buena carga dramática, y hasta ciertos tintes épicos en función de la búsqueda. En esta primera oportunidad las concesiones que haga el espectador también tendrán una alta dosis de importancia para quedarse hasta el final.
No es por nada pero, más allá de mencionar que el protagonista de esta producción es rescatista, experto, musculoso, determinado, fuerte, bombero, padre divorciado con una hija preciosa, y una esposa algo insegura, inteligente y… y… determinado. Y fuerte y rescatista y musculoso: ¿Cuál se imagina que es la historia de una película llamada “Terremoto: La falla de San Andrés”? Aparentemente, luego de”Titanic” (James Cameron, 1997), ningún guionista parece poder salir de la idea de que el eje dramático del cine catástrofe tiene que sí o sí ser una historia de amor, o una de familia que aprende a fuerza de tornados, tsunamis, o accidentes aéreos, que divorciarse o separarse está muy, pero muy mal, y que la unión hace la fuerza. “El día después de mañana” (2004) y “2012” (2009) ambas de Roland Emmerich, “Lo imposible” (J.A. Bayona, 2013), o “!En la tormenta” (Steven Quale, 2014), por mencionar algunos casos, y mencionamos “Titanic” como el ejemplo contundente de poder contar una buena historia a millones de personas que antes de sentarse en la butaca sabían exactamente como terminaba. La única excepción, de las bien realizadas, amagaba durante casi dos horas a ser cine catástrofe, pero mantenía en vilo al espectador con prácticamente un par de personajes y un tren sin control porque, en efecto, en “Imparable” (Tony Scott, 2010) no había historias de amor ni de familia. Total, que la introducción es digna del mejor Spielberg. Una mujer va manejando su auto en una ruta al borde del precipicio mientras habla por celular, se distrae… un accidente esperando a suceder, y sin embargo todas estas imprudencias salen impunes. Pero viene la presentación del monstruo, el “villano” de turno. La descuidada nadadora de “Tiburón” (1975) era tomada por sorpresa por donde menos se esperaba (ella, no nosotros), y así ocurre en esta producción. La naturaleza semi-dormida le chanta cincuenta rocas al auto y este va dando tumbos hasta quedar en la posición más insólita de la historia del cine. A partir de ese momento, lo mejor que le puede suceder, como en todas las producciones mencionadas anteriormente, es no tomarse absolutamente nada en serio. Pero nada ¿eh? Esa será la única manera de gozar en 3D de la verdadera estrella de éste espectáculo: los efectos especiales. Desde el desprendimiento de una represa a un tsunami que da vuelta un barco y se lleva puesto el puente colgante de San Francisco, todo en “Terremoto: La falla de San Andrés” es deslumbrante. Hay que ser un poco snob para no dejarse sorprender por la evolución de la tecnología, de la misma manera que hay que ser ingenuo para creer algunas líneas de diálogo o determinadas situaciones (como la del dueño de una corporación de la industria de la arquitectura y construcción). Justo en el medio de estas dos combinaciones (tecnología / guión) está la clave para quedarse o levantarse y abandonar la sala. Un detalle a tener en cuenta respecto del guión, tiene que ver con el casting: Dwayne Johnson está intentando que le pase algo en la cara en las escenas dramáticas, pero no se mueve. Está ahí, estática como rulo de estatua. Tiene que llorar, pero las lágrimas, si están, no parecen poder atravesar la gruesa osamenta. Alexandra Daddario (Anna en la saga de Percy Jackson 2010-2013) es preciosa, senos divinas, ojos de cielo y muestra algunas pinceladas interesantes. Quiere llorar y compungirse, pero las lágrimas, si están, no parecen poder atravesar la tonelada de belleza. Carla Guggino (que ya no sabe qué contrato agarrar) está bien buscada respecto del parecido con su hija. Es eso. La presencia del desconocido Hugo Johnstone-Burt (alguien le pintó los dientes de blanco cuando dormía) es inexplicable. No por sus cualidades actorales, sino por su impronta de señorito inglés. Su personaje de futuro enamorado de la hija, tiene un hermano interpretado por Art Parkinson. Este chico va a andar muy bien sino se deja obnubilar por los ceros de su cheque. Es lejos el mejor actor de esta producción en la que, nuevamente, el guión no logra empatar la plata del nivel de producción. Entretenida y efímera.
Año 1982 (meses más, meses menos). Mientras Steven Spielberg disfrutaba el mega éxito de de “E.T. El extraterrestre” (1982) se estrenaba (con pocas semanas de diferencia), uno de los proyectos que luego serían tanques absolutos de la historia del cine. Impresionado por la dirección de “El loco de la motosierra: La masacre de Texas” (1974), el entonces niño mimado de Hollywood (hoy él, ES Hollywood), se abocó a la escritura de “Poltergeist” para darle a Tobe Hooper la responsabilidad de dirigirla. Claramente fue un taquillazo la historia de una familia que se mudaba a una casa poseída por fantasmas tan juguetones como mortales. Sin dudas el afiche de la nena frente a un televisor prendido y ya sin programación, se convirtió en una figura emblemática del terror en los ‘80. Hubo dos más. Misma fórmula, con guiones altamente deteriorados. En tiempos de franquicias y secuelas se ha cambiado el nombre de remake por reboot (entiéndase relanzamiento) con resultados dispares. Están más del lado de la mala copia o mal calco, por lo general de pésimo gusto; que de una producción fresca y renovadora a partir de elementos dramáticos de ésta época que aporten una nueva mirada al asunto (todavía no nos recuperamos de la remake de “Carrie” del año pasado). ¿Dónde ubicar esta Potergeist? La historia es igual (con pequeños, derivados en grandes detalles). La familia es la misma (¿había necesidad de cambiar el apellido?, salvo por una cuestión de derechos de autor no se entiende mucho) En vez de los Freeling son los Bowen: Papá Eric (Sam Rockwell), mamá Amy (Rosemarie DeWitt), hija mayor Kendra (Saxon Sharbino), pibe del medio Griffin (Kyle Catlett) y, por supuesto, la adorable nenita menor Maddy (Kennedi Clements). Los miedos de los chicos (esos que los poltergeist interpretan leyendo las mentes) son los mismos que los de Steven Spielberg, o sea, miedo a los payasos, los placares y los árboles cerca de las ventanas. Por ser casi nulas las diferencias con aquella de 1982, las diferencias están en las sutilezas. Por ejemplo: la forma furtiva en la cual al principio se comunicaban estos Entes con la menor cuando nos podíamos quedar dormidos con la tele sin programación. Hoy, en la era del cable 24 horas, eso es impensable, luego, son los Entes los que tienen que interrumpir (supongamos) la venta de Sprayette. Asímismo intervenían todos los artefactos eléctricos, en ese entonces los “de moda”, podían ser una tostadora eléctrica o un lavarropas automático. En el 2015 hay que resolver eso con los celulares (el de Kendra aparece fundido -¿¡Y?!-). En este particular, los de 1982 jugaban, casi que bromeaban, con los objetos (recuerden la sorpresa de las sillas apiladas, ahora tristemente reemplazadas por un mazo de cartas), dándoles nueva disposición y violando a voluntad las leyes de Newton. En la de hoy juegan un rato con el pelo de los chicos como si fuera un cambalache de estática. Estas pequeñas diferencias parecen fútiles de subrayar pero, en realidad, como pasaba con “E.T.”, marcan una significativa diferencia. Spielberg (desde el guión) armaba un juego ambiguo para el espectador que iba entre lo lúdico y lo mortal, para luego definirse por éste último. Este no saber bien, salvo por indicios de la banda de sonido del gran Jerry Goldsmith, si los Entes podían ser amigos o enemigos, instalaba en el espectador una efectiva incertidumbre hasta que la información se completaba y se dirigía hacia los tres últimos actos. “Poltergeist: Juegos diabólicos” cumple con ser una historia correcta, sin fisuras desde lo narrativo, pero con altas probabilidades de no hacer mella en ningún espectador devoto del género que conozca la original. Es más, si hilamos bien fino, el elenco adulto en su totalidad resta, más que suma, y es en los chicos dónde reside el mejor potencial interpretativo. Probablemente deje en los recién ingresados a este mundillo la sensación de haber visto un producto que, en función de algunos sobresaltos y determinados juegos fotográficos (la escena en el ático con Griffin y el payaso, por ejemplo), tiene algunos sustos genuinos además de una notable factura técnica.