Es importante remarcar que pese a su título, “El árbitro” no es una película de fútbol; es decir, el deporte está presente pero no así su espíritu en tanto lo que genera e inspira dentro y fuera de la cancha. Tampoco hay un intento por rescatar cuestiones del cotidiano en cuanto al “folklore” de los hinchas, es más, ni siquiera se ve el mundo interno de los equipos o los jugadores, esa mística presente en cualquier vestuario o potrero del mundo. Por el contrario, pese a la buena cantidad de minutos dedicados a mostrar algunas instancias de varios partidos, el fútbol está utilizado apenas como una máscara, y acaso como un vehículo para el discurso sobre la diferencia de clases, de nivel económico, cultural, etc. Rodada completamente en blanco y negro, el comienzo muestra a Cruciani (Stefano Accorsi) en un ritual poco convencional antes de salir a la cancha a dirigir lo que se adivina como un cotejo de primera división. Es un referí internacional con buenas chances de dirigir la inminente final de un torneo importante (suponga que es la Champions League). Para ello se conecta con dirigentes poco honestos que van marcando el camino de lo que debe hacer si quiere llegar a esa instancia. El montaje paralelo nos muestra un pueblo de zona rural con dos equipos que disputan una suerte de interzonal de alguna división muy, muy inferior. Con aires de western, vemos el equipo del terrateniente (malo, el hombre), chicaneando al de los trabajadores y desafiando al estilo duelo a ver quién gana. Más dogmático imposible. La diferencia entre ambos es abismal hasta que llega Matzutzi (Jacopo Cullin), un jugador argentino que mete muchos goles y viene a equilibrar un poco la balanza. La película de Paolo Zucca intenta “no ser una más” del montón al alejarse de la esencia del deporte más popular del mundo. El punto es que al intentar esquivarlo a como dé lugar, la película gana en su planteo pero pierde “ángel”. El elenco colabora para darle un aire mundano a las situaciones comunes, aunque desde la dirección de actores y del guión se propongan situaciones algo extrañas (el ritual de besos entre los árbitros en el vestuari, por ejemplo). De todos modos no deja de ser una fórmula habitual aplicada a un mundo que todos conocemos y, en todo caso, el humor funciona como un conector de algunos ejes dramáticos que van a tener que, eventualmente, encontrar la excusa para que los dos mundos; el del referí de primera y jugadores de última, se encuentren y a su vez se justifiquen. “El árbitro” tiene con qué pelearle al tedio y a la falta de películas de éste tipo, aunque a veces quede en posición adelantada.
Sabemos que la Navidad es un tiempo para dar. Conocemos de memoria el eslogan. Ahora, ¿hacía falta TANTA generosidad de la distribución local como para estrenar “El apocalipsis”?, porque solamente interpretado como un acto de bondad incondicional es que se puede comprender éste último mamarracho del año. Además de doble de riesgo en cine, nos enteramos que Vic Armstrong es director y fanático del catolicismo, lo cual no reviste ningún inconveniente si no fuera por la utilización del séptimo arte como vehículo para repartir panfletos básicos. Cuarenta minutos se toma éste señor para que suceda algo. Uno puede estar en la parada del colectivo ese tiempo, es aburrido, pero al menos hay expectativa. Un deseo implícito que genera sensaciones como ansiedad, nerviosismo, agobio, tedio, bronca… todo por esperar el transporte público, sin embargo ese aguante genera mucho más que en el inicio de ·El apocalipsis”. Durante estas cuatro decenas de minutos, el guión se ocupa de mostrarnos, en forma deliberadamente básica, una madre ultra católica (Lea Thompson); una hija (Chloe Steele) convencida de que su madre está perdiendo la chaveta con tanta prédica catequista; y un padre –piloto de avión a punto de embarcar (Nicolas Cage) que, ante semejante cambio de su mujer, anda coqueteando con azafatas. O sea, ejemplos de creyente, agnóstico y “pecador” respectivamente. Ni se quiera imaginar los diálogos mantenidos por esta gente. Se tiran los “pies” entre los actores como para que al espectador le quede todo bien clarito y dogmático. Hubiera sido más honesto pedirles que miren a cámara cada vez que terminan de decir sus líneas. Ese “algo” a los cuarenta minutos es que la gente desaparece espontáneamente. Sólo queda la ropa tirada en el piso, en el asiento del copiloto, etc. Desaparecen en especial los chicos (por esto de “dejad que los niños vengan a mí”), y por supuesto la mamá fanática de la biblia y todo aquel que crea en la iglesia. ¿Se entiende? El discurso panfletario no pasa sólo por los que “merecen” el cielo; sino por los que permanecen. Del avión en vuelo no queda ni un bebé (suponemos que están todos bautizados ¿no?); pero sí hay un hombre de negocios, un japonés que anda hablando de extraterrestres, un enano cascarrabias que se hace el guapo con todos… parece aleatorio, pero en realidad cada uno servirá como ejemplo del castigo del Señor. El peor de todos, el más insultante a la inteligencia del espectador es el de un musulmán que aun siendo el único que propone rezar mientras el avión en pleno vuelo se va quedando sin combustible, no mereció misericordia por ¿practicar la religión equivocada? ¿Rezar apuntando para otro lado? Patético. Un montaje despreocupado del ritmo, una fotografía que pretende instalar climas a fuerza de prender y apagar lamparitas, y un diseño de efectos de sonido tan artificial que nuestro Mc Phantom en vivo en la sala con un micrófono hubiera hecho un mejor trabajo. Hay tiempo para todo tipo de milagros en El apocalipsis: En un momento Nicolas Cage sale de la cabina y pone claridad ante la duda del espectador sobre su carrera actoral: “Sé que todos ustedes quieren respuestas, créanme yo también”. Ojalá las encuentre.
En los actuales tiempos de crisis, Craig (Pat Healy) es despedido de su trabajo, circunstancia que se suma a la de estar al borde de su deliberada fisonomía de perdedor: esposo, padre de una hija a quien apenas puede mantene, y además enfrentando un posible desalojo si la plata no aparece pronto. La introducción del personaje se produce en su casa. Hay una atmósfera de resignación tan grande que hasta el sexo parece más un escapismo que un acto de amor en la pareja. Una vez desempleado, Craig pasa por un bar para tomarse un trago que lo saque de la realidad. Allí se reencuentra con Vince (Ethan Embry, un ex compañero de primaria con quien no solía llevarse del todo bien, qien tampoco está en condiciones de tirar manteca al techo. Apenas algunas changas, entre las cuales está la de cobrar deudas de juego a las piñas. Todos estos elementos dramáticos se presentan como tales para dar lugar al inicio de ”Apuestas perversas”, una de las comedias negras más jugadas de un tiempo a esta parte. La conversación de ambos es escuchada por Colin (David Koechner) y su esposa Violet (Sara Paxton), un matrimonio adinerado, y tal vez peligrosamente aburrido. Llegados a este punto vemos ambos extremos de la cuerda. Dos tipos que están muy necesitados de dinero, y una pareja a la cual le sobra. Primero, con un premio de 50 dólares al primero que se tome un shot de tequila, luego, otro por acertar con los dardos. Lentamente el nivel de desafíos que la pareja le va ofreciendo a Craig y a Vince sube de tono e inicia un camino a fondo en el cual los guionistas David Chirchirillo y Trent Haaga se proponen ver qué pasa cuando el ser humano es empujado al límite de sus necesidades. En este punto, el humor negro se vuelve ácido e incómodo, pero altamente efectivo. Lo que parece una parranda nocturna donde todo es gratis (para los amigos), se transforma en un oscuro ensayo sobre la estupidez. Es cierto que al descubrir el camino y entender el código “Apuestas perversas” (bien puesto el título local) se vuelve predecible. Justo es que en este caso no importa demasiado porque el viaje para el espectador pasa por otro lado. El cuarteto actoral está realmente bien. Un gran trabajo de casting de Danielle Aufiero y Amber Horn para conformar un grupo con una química notable, pese a estar cada uno en su lugar específico. Lo mismo sucede con una fotografía sórdida y una banda sonora escueta y efectiva En el mismo tipo de registro de obras teatrales como “¿Una foto…?” o “Carne” de Eduardo Rovner, “Apuestas perversas” pretende ser (lo logra por momentos) una suerte de experimento sobre el comportamiento humano, la degradación del espíritu, y la exploración de los extremos del morbo. Una apuesta que vale la pena pagar por ver.
Para los espectadores argentinos resultará curioso que con sólo unos seis meses de diferencia se estrene la segunda parte del “El pacto”. Sucede que la primera es de hace un par de años, pero las decisiones azarosas de la distribución hacen que esto sea posible. Este detalle sería de color sino fuera porque lo principal es preguntar si era necesaria una secuela. Cierto… La plata… Recaudó bien allá… Es “necesaria” entonces. Será importante tener buena memoria en este caso porque “Regreso al infierno” (decidieron titularla así en lugar de “El pacto 2”) está muy aferrada a su antecesora en términos de la justificación de algunas acciones, es decir, si no vio la primera no será imposible de entender; sino imposible de creer. Allá van entonces los directores Dallas Richard Hallam y Patrick Horvath, responsables de la paupérrima “Entrante” (2012), que por suerte no se estrenó por aquí, tratando de agregarle trama a lo que ya estaba recontra explicado y cerrado. Por si no lo recuerda, en la primera Annie (Caity Lotz) era convocada a su casa de la infancia por su hermana Nichole (Agnes Bruckner) a causa de la muerte de la madre. Nichole desaparecía en la oscuridad de un placard. También desaparecía una nena adoptada. En esta vivienda se iban manifestando fantasmas y hechos del pasado, incluyendo un tío que andaba molestando detrás de las paredes. En esta segunda parte, nadie se molesta en explicar cuanto tiempo pasó luego de los hechos acaecidos. Lo bien que hacen porque donde el espectador tenga una calculadora a mano el error de los números no los dibuja ni el INDEC. De todos modos estamos aca para asustarnos, así que no nos fijemos en detalles. June (Camila Luddington) se nos presenta como una señorita que se dedica a desembarrar los sesos de la pared de gente que se suicida o de escenas de crímenes una vez que la investigación terminó. Hasta un diente despega del empapelado de una pared, con empapelado que sigue siendo de tan mal gusto como en la primera. “¿Te lo vas a quedar?”, pregunta el encargado… Repitiendo el dilema, el guión pronto se ocupa de que nuestra protagonista tenga que armar el rompecabezas del pasado para poder entender por qué las luces de su casa titilan, se apagan, algún objeto rebelde, sombras que se mueven como bailando breakdance, etc, etc. También están los ochenta violines para el “¡CHAN!” cuando alguno aparece por atrás, buhardillas oscuras y pasados más oscuros aún, para poder juntar a casi todo el elenco anterior que, amablemente y cada uno a su turno, nos cuentan lo sucedido en 2012 ahorrándole el trabajo a los quionistas. La solidaridad ante todo. Desde la dirección se decide entregar pequeñas dosis de sobresaltos como para poder contar mejor la historia sin ir directo a los bifes. Se aprecia la actitud; pero lamentablemente la extensión se excede en tiempo soltándole la cuerda a la tensión dramática. Por cierto, la intervención de Patrick Fischler como el agente del FBI entrega lo más jugoso de un elenco que se esfuerza y acaso merecería mejor suerte con el próximo proyecto.
Michaël R. Roskam, el director belga de aquella interesantísima “Bullhead” (2011), nominada al Oscar a mejor película de habla no inglesa, se mudó a Hollywood. Parece que vive ahí ahora. ¿Qué tendrán los aviones que llevan directores del mundo a trabajar allí? Debe haber una especie de filtro en la aduana que traba la originalidad sin poder pasar por migraciones. Empero, algo entra con ellos de todos modos: el ADN artístico. No se puede embargar el ADN artístico, y por esa razón “La entrega” es un producto contagiado de conservadurismo, pero con personalidad propia y el gancho inevitable de ver el último trabajo de James Gandolfini. Bob (Tom Hardy) es de Brooklyn. Al comenzar la historia su voz en off nos avisa que en toda el área la noche funciona como refugio clandestino para trasladar dinero mal habido por parte de la mafia. Los italianos pasaron de moda, los irlandeses andan borrachos, los rusos ya están vistos. ¿Qué tal Chechenos? La mafia chechena. ¡Sí, señor! Bob es uno de esos tipos que trabaja en silencio, observa, razona. No habla mucho. Cabeza gacha y a ganarse el mango trabajando toda la noche sirviendo en el bar de Marv (James Gandolfini), otro curtido en la noche que desde las sombras del local, y de su pasado como apostador-con-boca-demasiado-grande, también trata de pelearla. Luego de cada noche, Bob vuelve a su casa ocupado con sus pequeños grandes dilemas. Una de esas mañanas encuentra dentro de un tacho de basura, perteneciente a una casa, un cachorro de bulldog. Nadia (Noomi Rapace) atiende desconfiada, pero solidaria. Algo hay que hacer con el perrito. Hay que cuidarlo, pero Bob parece perturbado por la posibilidad de asumir el riesgo de tener que cuidar de otro ser. Una noche el bar es asaltado y allí descubrimos quienes son los dueños. El jefe, Chovka (Michael Aronov), deja en claro, amenaza mediante, que quiere su dinero de vuelta. Los dos americanos, amenazados por chechenos en su propio barrio. La cosa ya no es lo que era. Michaël R. Roskam tomó el guión de Dennis Lehane (basado en su propio cuento) y entendió que si había algo diferente para aportar a una historia común y corriente, esto pasaba por los personajes. Sus miedos, sus conflictos, su historia, qué los llevó a donde están ahora y qué van a hacer con su nueva circunstancia. A todos les pasa algo que los saca de su rutina y los pone en un lugar incómodo para resolver lo nuevo. “La entrega” es un recorrido por la estructura de los intervinientes en la historia. Salvando las distancias, está bastante cerca del cine coreano de estos tiempos. Este factor es el que funciona como elemento sorpresa de la historia. Sabemos que algo no anda bien, pero no sabemos cuándo va a estallar si es que eso sucede. Todo funciona mejor por su elenco. Tom Hardy ofrece un trabajo de nominación al Oscar, su Bob es tan impredecible como coherente. El actor de “Sin Ley” (2013) se pone su personaje al hombre y lo lleva por donde quiere. Hay momentos en los que la economía de gestos es tan constructiva como enigmática, a la par de lo hecho por Jake Gyllenghaal en “Primicia Mortal” (2014), estrenada hace un par de semanas. Los de reparto entregan una gran solidez. Al verlo uno concluye lastimosamente que se van a extrañar tipos como James Gandolfini, pues su presencia en la pantalla siempre levantan todo un poco más. Un drama con elementos del policial negro que dejan ganas de revisar nuevamente el género. Todavía no se perdió del todo, y esta producción así lo demuestra.
La errática filmografía de Pierce Brosnan endereza un poco el rumbo en esta entrega de acción claramente metida en la temática de espionaje. “El aprendiz”, paradójicamente, hace lo mismo con su director Roger Donaldson, quien todavía no ha podido superar la genialidad de “Sin salida” (1987) perteneciente al mismo género. Al comienzo, Deveraux (Pierce Brosnan) se nos presenta como un experimentado agente de la CIA al mando de una misión para custodiar a un político de alto rango con amenaza de atentado. Mason (Luke Bracey), su pupilo, ante una situación extrema desoye las órdenes causando víctimas inocentes. Tiempo después, ya retirado, los antiguos jefes lo van a buscar para una última misión que involucra a una mujer y al ex – novato que ahora está en la “vereda de enfrente”. Así como ocurría con “Tres días para matar” (otro intento de resurrección en 2014, pero en este caso de Kevin Costner), la trama presenta dos o tres vértices que convergen en una misma y definitiva situación: será nuestro héroe contra el mundo, o al menos contra la organización que antes le pagaba el sueldo y le enseñó todo lo que sabe. El hombre es un arma mortal lleno de ese tipo de artilugios que lo hace estar un paso adelantado a sus perseguidores. Su idea es proteger a los seres queridos y desenmascarar la oscura conspiración en su contra. Se sabe que en estos casos el que sabe demasiado corre mucho riesgo. La pericia del director hace que el ritmo nunca decaiga, y se mantenga el interés por el personaje principal merced a un guión sólido que puede estar inspirado en mucho de lo visto anteriormente, pero no quita el hecho de estar escrito casi sin fisuras. También es buena decisión moderar el uso de la cámara en mano, recurso por excelencia de estos tiempos y que tiene en la saga de Jason Bourne a su máximo exponente. “El aprendiz”, título que tiene sentido hasta los primeros 20 minutos en desmedro del original “El hombre de noviembre”, cumple con su cometido de entretener contando una historia que no tarda en revelar sus vericuetos pe En definitiva es lo que vamos a buscar al cine cuando se trata de este tipo de producciones.
No está pasando un buen momento la comedia italiana en sus niveles cinematográficos, al menos por lo que nos llega año a año. Influenciada por un lenguaje netamente televisivo y por guiones que construyen personajes más cercanos a la sitcom norteamericana que a la idiosincrasia tana. El cine de aquél país (no es el único) está perdiendo esa identidad que lo caracteriza, a tal punto que nadie debería sorprenderse si usáramos el término “Hollywood Friendly” para definir lo último que vimos en muestras, en festivales y en los estrenos vernáculos. Menos mal que en los otros géneros andan bien por allá. El de “Buongiorno papá” debe ser uno de los casos más repetidos de los últimos tiempos: cuarentón ganador y/o pintón a quien de la noche a la mañana le aparece una hija. Sin ir más lejos este año tuvimos la desagradable experiencia de ver la mexicana “No se aceptan devoluciones” (2013). Un calco casi. Andrea (Raoul Bova) trabaja colocando publicidad encubierta en el mundo del cine. Convincente, chamuyero, elegante, buen auto, buen levante con las chicas (siempre algo menores que él), Andrea es el emblema del éxito en este mundo capitalista. Vive con su amigo Paolo (Edoardo Leo), un personaje bastante “buenudo” (más “…udo” que “buen…”, si me permite), pero buena gente. Ambos de alguna manera se complementan El mundo se viene abajo cuando una mañana aparece Layla (Rosabell Laurenti Sellers) clamando ser su hija. La nena entra como pancho por su casa explicando cómo pasó todo. Ni Andrea, ni ningún espectador que todavía esté despierto, le creen una palabra. La echa. Paolo le dice que no sea malo. Andrea la va a buscar y de paso, en un acto de bondad, deja entrar al abuelo, quien sale corriendo por la misma puerta es el verosímil. El abuelo Enzo (Marco Giallini) es un ex rockero que todavía fuma porro y se levanta a las seis de la mañana para tocar algunos riffs con la guitarra eléctrica. Que todos se queden en la casa dependerá de una futura prueba de ADN, y de todas las veces que Andrea dice basta, aunque todo siga como está porque si no “Buongiorno papá” no puede terminar. Predecible hasta en la compaginación, esta realización de Edoardo Leo parece más una carta de intención para ir a dirigir a la TV norteamericana que una película pensada en profundidad. Más raro aun es que tenga tres guionistas: Massimiliano Bruno, Herbert Simone Paragnani y el propio Edoardo Leo. Sería interesante espiar la grabación de alguna reunión entre ellos. ¿De qué habrán hablado? De cine no, está claro. Y menos, de ésta película. Es como si cada uno se hubiese concentrado en un personaje sin molestarse en ensamblarlos luego. Construirles un vínculo para que la cosa funcione. Así, la posibilidad de sonreír irá de la mano de la empatía que cada uno tenga por la nena, el papá, o el nono. La historia anda con piloto automático. Se hace lo que dice el libreto sin muchas luces ni ganas. Como desde un principio sabemos quién va a aprender una buena lección, tendrá su momento para reflexionar, crecer y asumir responsabilidades, no hay lugar alguno para vueltas de tuerca, giros dramáticos ni nada. Obviamente si nadie vio ninguna de las anteriores versiones del mismo guión, probablemente llegue a cierto nivel de simpatía, siempre y cuando esté dispuesto a creer todo lo que le den. Arrivederci.
Joyita zombi que asimila a la Cuba actual sumida en un pasado histórico Que George A. Romero tenía alguna intención de lectura social o política a través de sus películas, desde “La noche de los muertos vivientes” (1968) a “La reencarnación de los muertos” (2001), puede ser discutible, en especial por su primer período, pero, definitivamente, marcó un camino para sus admiradores detrás de la cámara. Fue muy difícil tratar de salirse de esta fórmula sin caer en la repetición, por no decir plagio; aunque hubo muy buenos exponentes que supieron resignificar la presencia de los cadáveres caminantes como, por ejemplo, “Mi novio es un zombi” (2012) o “Zombieland” (2009). Alejandro Brugués, el responsable de la muy buena “Efectos personale” (2006), se aferra al costado más ortodoxo de lo propuesto por Romero en función de la estructura, pero tomando esa lectura universal de la sociedad para llevarla y aplicarla en su propia aldea. No podía tomar mejor decisión y así entrega una de las joyitas del género en mucho tiempo: “Juan de los muertos”. Con una perfecta toma cenital vemos una balsa improvisada sobre la cual descansa nuestro protagonista. Luego una toma en contrapicado, con la cual se homenajea a “Tiburón” (1975), y no será el único homenaje a Spielberg, servirá para encontrarnos con su partenaire. Juan (Alexis Diaz de Villegas) y Lázaro (Jorge Molina) son amigos en una Cuba actual sumida en su pasado histórico y su presente aceptado por todos. Hay un aire de resignación en la impronta de ambos o en su actitud de “aquí-no-pasa-nada”. Sentados en la balsa, los dos reflexionan sobre irse o quedarse mientras liquidan a un zombi (sin saber que lo es) vestido con uniforme de preso en Guantánamo (hasta ese bastión de la política internacional se ha caído, parece poder interpretarse). Es a partir de este diálogo que descubrimos y entendemos este vínculo: “¿A veces no te dan ganas de irte remando a Miami?”. espeta Lázaro. "Sobreviví a Mariel, a Angola, sobreviví al Período Especial y a la cosa ésta que vino después. Soy un sobreviviente", replica Juan. Además de ser toda una declaración de principios, estos primeros dos minutos se apoyan en el costumbrismo y en lo cotidiano. Dos elementos que despiertan las primeras sonrisas de las varias que habrá hasta el final. Sin trabajo, u ocupación fija, sin más que alguna changa, Juan vive en la terraza de un caserón de departamentos desde donde observa esa ciudad detenida en el tiempo y casi sin turismo ni actividad comercial. Su compañero no le va en saga, tiene un hijo, Vladi (Andros Perugorría), ya emparentado con la generación que no quiere saber nada con quedarse en la isla. Es la generación que vive con una versión demasiado lavada de los ideales de la revolución como para pensar en la lucha incondicional o el patriotismo antiimperialista. También es el caso de la hija de Juan, Camila (Andrea Duro), quien se quiere ir con su mamá a Miami dado el fracaso de vivir en la crisis de la España actual. El ataque de un zombi a un grupo de vecinos es tomado por un noticiero (¿oficialista?) como “otra provocación de los Estados Unidos”, e informa que los que andan mordiendo por ahí no son más que un grupo reducido de disidentes. A partir de ese momento todo irá in crescendo en la isla que, poco a poco, se va llenando de “disidentes” El humor negro, sutil por momentos, la acidez de algunas escenas pero. sobre todo. la perfecta reinterpretación de los ingredientes del género, le dan a “Juan de los muertos” una estatura mayor que la que supondría una obra de este estilo. La razón se explica porque a partir de confiar en que el público se sabe de memoria la fórmula de este tipo de cine, su aplicación a la actualidad del sentir social sirve hacer una lectura veloz y contundente. Un claro ejemplo es la ocurrencia del protagonista para sacar provecho de una situación crítica y caótica. Estamos frente a una película con bajísimo presupuesto que sin embargo se las arregla para construir perfectamente los personajes; juntar a un elenco compacto y sólido con gran manejo del humor insólito (intentar zafar de un ataque a ritmo de mambo, por ejemplo) y exprimir cada dólar hasta la última gota para entregar un digno trabajo en los efectos especiales y de maquillaje. La película muestra en Alejandro Brugués, una gran pericia para reciclar situaciones y resignificarlas con buen ritmo narrativo. No es para desear secuelas, más bien para esperar su próximo proyecto y atesorar este con una sonrisa.
Cita imperdible para terminar el año con una sonrisa Si en “Frozen: Una aventura congelada” (2013) la gran apuesta de Disney fue un revival del musical de Hollywood hecho y derecho, contextualizado en un cuento de hadas, el traslado hacia el humor y la aventura de “Grandes héroes” no deja otra cosa que un gran abanico de propuestas del cine de animación industrial. Dicho sea de paso, ya no hay con qué darle a 2014: Claramente uno de los mejores años en la historia del cine de animación. ¿Qué aporta “Grandes héroes” a todo lo que vimos desde enero a esta parte? En primer lugar, un gran homenaje al manga japonés, otro al cine clase “B” de monstruos en zonas portuarias, también a los cómics de superhéroes en función de la construcción del personaje principal y, por qué no, inmerso en ese mismo universo, a los Power Rangers y al animé, sin ser esto en tono paródico. Tal vez la intervención del grupo “Man of action” (los creadores de Ben 10) sobre cuyos personajes se basa éste estreno, explique un poco esta última parte. En Sanfransokio (mezcla de San Francisco y Tokio) Hiro (Memo Aponte Jr., voz original de Ryan Potter) es un niño hiper inteligente. Un pequeño gran genio inventor en el campo de la robótica, que pasa los días entre la rebeldía propia de la edad y las peleas clandestinas entre robots operados a control remoto, una suerte de versión en miniatura de “Gigantes de acero” (2011]). Su hermano Tadashi (Alexis Ortega, voz original de Daniel Henney) lo salva de una golpiza y lo lleva esa misma noche a su lugar de trabajo. Un laboratorio de invenciones donde vemos por primera vez a Baymax (Alan Prieto, voz original de Scott Adsit), y el proyecto en el cual Tadashi ha estado trabajando. Algo así como un robot-enfermero (mezcla de muñeco de Michelin y el malvavisco gigante de “Los cazafantasmas”, 1984) diseñado para asistir heridos y ayudar a mejorar la salud. También conocemos a algunos amigos:. Honey Lemon (Génesis Rodríguez), Fred (Noé Velásquez, voz original de T. J. Miller), Go Go (Erika Ugalde, voz original de Jamie Chung), y finalmente Wasabi (Alan Bravo, voz original de Damon Wayans Jr.). Todos chicos cool y buena onda (cada uno con su particular invención); pese a reconocerse como nerds de la física, la cinética, la dinámica, etc. Hiro se entusiasma mucho con la posibilidad de estudiar allí. Para hacerlo debe presentar una invención en la feria de admisión que organiza la empresa. El niño se aparece con una genialidad que se adivina tanto como un prodigio del futuro, como peligroso si cae en manos equivocadas. Luego de una tremenda explosión el dueño de la empresa y el hermano mueren. Hiro queda traumado y con sed de venganza. “Grandes héroes”, sin proponérselo, se convierte en una aventura desopilante, no sólo por la cantidad de guiños para todo aquel fanático de las referencias anteriores, sino por una enorme entrega de humor que va desde lo insólito a lo clownesco, en especial con todo lo que hace Baymax. Cada movimiento parece ser producto de un minucioso estudio de técnicas circenses, pero además de un gran manejo de los silencios y del timing para la comedia. Baymax resulta el gran provocador de carcajadas a partir de presentarse como un sujeto extraño tratando de encontrarle lógica al mundo al cual despierta, y a las contradicciones humanas puestas a prueba a partir de los parámetros simples con los que está diseñado su sistema operativo y su mecánica. Tal vez sin proponérselo los directores Don Hall y Chris Williams, autores de “La familia del futuro” (2007) y “Bolt: un perro fuera de serie” (2008), respectivamente, logran pasar varios mensajes en su película, empezando por la ponderación del estudio en función del anhelo de Hiro de querer pertenecer a ese grupo de inventores, siguiendo por la posibilidad de salir adelante frente a la adversidad si uno se deja contener por los amigos y, por cierto, el verdadero valor detrás de los actos heroicos. Todo enmarcado en una aventura llena de acción, con gran banda de sonido, merecedora de ser considerada para los próximos Oscar, y un sólido trabajo de doblaje, en especial de los protagónicos “Grandes héroes” es una cita imperdible para terminar el año con una sonrisa Por supuesto, hay una gran sorpresa al final de los créditos.
Lisa (Abigail Breslin) anda con el mismo problema que tenía Bill Murray en “Hechizo del tiempo· (o “El día de la marmota”, 1993,, justo antes de cumplir 16 añitos. Se imagina la ansiedad de la nena, aunque su padre (Peter Outerbridge) le promete que va a haber fiesta. La nena trata de hacerle ver a su familia que hay gato encerrado, pero claro, el problema principal no es tanto que se repita el día sino que están todos muertos desde hace varios años. Y hay una razón por la cual el fantasmita toma conciencia de su situación: saber que no es la única victima de asesinato y que alguien en el presente anda con la posibilidad de tener el mismo problemita. Con estos elementos el director Vincenzo Natali propone un juego de lógica que lentamente va perdiendo sustento, en especial cuando aparece el "villano". El infierno está en casa. Es interno. Nada va a poder salir adelante si antes no se resuelve esta cuestión. El realizador de “Un pasado infernal” (título que revela gran parte de la vuelta de tuerca del guión) enfrenta varios problemas, entre los cuales están: un elenco espantoso, empezando por la horrible sobre actuación de Abigail Breslin, y el esfuerzo denodado de Michelle Nolden y Peter Outerbridge por creerse al menos una de las líneas de diálogo del guión. Este factor es fundamental porque el terror depende, vive prácticamente, de actuaciones creíbles que puedan sustentar el costado fantástico del asunto. Otro problema es el que tiene que ver con la contemporaneidad de las formas de esta época del género, como molestar con efectos de sonido que hacen sonar un alfiler en la alfombra como la bomba de Hiroshima. Por último, se nota que “Un pasado infernal” puede ser una buena idea, pero se extiende demasiado cuando los nudos de la historia ya están desatados. Apenas un discreto trabajo de Stephen McHattie como el villano, es lo que ofrece esta película. Por lo demás, ver “Un pasado infernal” hace insoportable el presente.