Lejos de aggiornarse en su estructura como para corresponder a ésta época, y así evitar el atraso narrativo, la nueva adaptación de “Paddington” al formato audiovisual, adolece de varios defectos provocados por un exceso de confianza en el exitoso producto. De hecho, comercialmente parecía ser la respuesta británica al insoportable y edulcorado Winni Poo de la Disney. Desde el punto de vista de la adaptación no se puede negar la fidelidad para con los cuentos escritos por Michael Bond (luego convertidos en serie de TV). Sucede que la virtud de la adaptación se convierte en el defecto principal de Paddington. Apelando a miles de concesiones tenemos al comienzo una especie de recorte de un noticiero, tipo "Sucesos Argentinos", en la cual nos cuentan que un explorador se fue "al oscuro Perù". Allí encontró una pareja de osos con la cual entabló una entrañable relación y les dejó algunos objetos propios de la cultura londinense. Los osos hablan. Punto. Si uusted quiere creerlo bien, y si no deje la sala, porque la explicación de éste fenómeno no está en el guión, ni en el texto original. A partir de allí, la palabra verosímil queda absolutamente anulada del vocabulario de los responsables de esta película, incluido el autor original que tiene un cameo en la estación de ferrocarril. Sigo. Años después de la visita, aparece un osito, una terrible tormenta en la selva peruana, y un viaje a Londres para buscar al explorador, en una de las acciones menos justificadas en la historia del cine para chicos. Claro, a esta altura, que el osito viaje de polizón en un barco, se pasee por las calles de Londres ante la indiferencia de todo el mundo, o viaje en tren pasa, a ser una suerte de subestimación a la inteligencia del público. El oso se instala en la casa de los Brown, familia que lo adopta a pesar del padre y pese a los desastres que hace en la casa. Sólo Alf” (serie televisiva 1986-1990, y película “Proyecto Alf” 1996), logró tanto destrozo sin que lo echaran, pero hasta en aquella serie creada por Paul Fusco había una preocupación por hacer creíble la situación, y si vamos al caso de las comparaciones que se hicieron por allí hasta “Ted” (2013) tenía justificativo atendible. Para colmo de males, hay una clara intención en el sub-texto de bajar una línea contra la discriminación por ser distinto, empresa loable en un siglo en el que los chicos (y grandes) necesitan mucho de este tipo de mensajes. Sin embargo, el hecho de que a nadie parezca llamarle la atención un oso que habla, tira por la borda cualquier intención de mostrar este costado con moraleja. Por todo lo expuesto, quedaría el humor como para paliar el tedio, pero esto funciona de a ratos, siempre y cuando nadie haya visto muchas veces a los Muppets, el citado Alf, “Benjuí” (1974), cualquier otro personaje en cuyo accionar de torpezas descansaban los gags “payasescos”. Eso si, desde el punto de vista visual “Paddington” es un prodigio de animación digital, sobre todo en los movimientos de cara y del pelaje del animal. Aquí es para sacarse el sombrero. También hay una villana interesante compuesta por Nicole Kidman. Por lo demás, la dirección de Paul King, hombre del palo de la TV más que del cine, ofrece dinámica al servicio de la aventura y algo de timing correcto para el humor. Todo hace pensar que estamos frente a un producto para chicos de hasta seis años de edad, como mucho. Sin subestimar a nadie, por supuesto. Osos en Perú, pero… ¡por favor!
La historia de Maria Anna Walburga Ignatia Mozart, llamada también Nannerl o Marianne (1751-1829) tiene su merecido lugar en el cine pues, aparentemente ya lo tiene en la música, pese a haber perdido notoriedad a "manos" de su hermano Wolfgang Amadeus. Se podría decir que, bien desmenuzada, la temática de “La hermana de Mozart” es la discriminación de género a partir de un buen trabajo de guión que llega a buen puerto por la buena construcción del personaje de Leopold Mozart, el padre de los niños prodigio, que recorría algunas cortes de Europa, en el siglo XVIII, mostrando el talento de sus hijos. La explotación, el nivel de exigencia, la proyección de sus propias frustraciones, la rigidez de la educación, una relación estricta que forzaba el surgimiento del talento en desmedro de la calidad de vida, es lo que el guionista y realizador Renè Fèret pone en evidencia. Una gran ironía, teniendo en cuenta que para esta película también utilizó a sus hijos como parte del elenco. Lo cierto es que a medida que vamos entendiendo algunos códigos de la época vemos también que no sólo la predilección del padre por Amadeus funcionaba como una forma de cercenar a su hija mayor, sino también la manipulación de instrumentos como el violín, vedado a las mujeres en esa época, Un mundo hecho por hombres y padecido por las mujeres, parece ser la intención del texto cinematográfico. Realmente funciona. La reconstrucción de época es realmente notoria, al igual que la composición de los set, la decoración y la utilería. Los diálogos, más cercanos a la dramaturgia en teatro que al guión cinematográfico, aportan tanto por la forma como por el contenido, y si bien por momentos suenan algo ampulosos, el elenco se encarga de darle tintes orgánicos a las palabras. Como otros estrenos de este año, “La hermana de Mozart” llega a casi cinco años de su estreno comercial, pero bien vale la pena darse una vuelta por el cine.
Por muchas razones (en su mayoría técnicas) sería injusto comparar “Exodo: Dioses y reyes”, de Ridley Scott, con el clásico “Los diez mandamientos” (1956), de Cecil B. DeMille. Ambos artistas son grandes narradores, pero pertenecen a distintas épocas. Haciendo un juego hipotético (basado en el análisis de la filmografía de ambos), imaginemos que les hubiera tocado vivir a cada uno en el tiempo del otro. Desde lo estético, narrativo y conceptual, si DeMille hubiera tenido en sus manos el guión de “Exodo: Dioses y reyes”, seguramente habría filmado de la misma manera que rodó “Los diez mandamientos”, y viceversa. Entonces, ¿por qué tiene tantos puntos flojos? Para empezar, el principal punto dramático que sostiene la historia ya fue contado por el mismo director hace catorce años. Hablamos de “Gladiador” (2000), por supuesto. ¿Hace falta mencionar la cantidad de merecidísimos premios que ganó, incluyendo varios Oscar? Los primeros minutos (siempre desde el punto de vista del conflicto) son casi calcados. Un Emperador en sus últimos días de vida debe decidir la sucesión entre su hijo legítimo o el adoptivo, teniendo más admiración por éste último. Muere, y el poder queda en manos del menos indicado, el que menos valores y virtudes ha cultivado durante los años. Sin embargo, hay una suerte de obediencia a los mandatos que hay que respetar. Todo esto enmarcado en una escena posterior a una batalla, que en éste caso es del ejército egipcio contra los Hititas. A partir de aquí se distancian los argumentos, pero esa relación entre ambos será el eje dramático-narrativo hasta el final. Al descubrir esto en “Exodo: Dioses y reyes”, podría dar lo mismo si se llama Moisés (Christian Bale) o Máximus (Russell Crowe). Lo raro es que teniendo una referencia tan a mano haya tan abismal diferencia en la construcción de los personajes y su forma de vincularse. Ligado a ello hay una causa natural: el casting. Habremos de salvar la gigantesca distancia entre los actores Joaquin Phoenix (antagónico de Máximus) y quien hace de Ramsés, Joel Edgerton. La tibieza de su composición, la falta de decisión, o acaso la poca convicción en su propuesta, le quita “ángel” a su personaje. Se lo ve en las escenas, pero no “está”, como, por ejemplo, en las escenas en las que manda familias a la horca. Allí esto se ve muy claro. No es un problema de dirección actoral, simplemente el personaje le queda gigante. Bale, por su parte, compone a un guerrero que nunca deja de serlo. Nueve años después del exilio lo vemos igual. Agazapado. Tenso. Hay pocos matices en su trabajo en contraste con los que ofrece su personaje. Más allá de los trabajos, ambos actores enfrentan un guión que no se preocupa lo suficiente por establecer claramente (o al menos mejor de lo que se ve, con mayor fuerza) la relación entre ambos en los primeros minutos, cosa que sí sucedía en la referencia anterior y también (mucho mejor) en “El príncipe de Egipto” (1998), la producción animada producida por Steven Spielberg. Tampoco pasa mucho con el resto del elenco. Ni con John Turturro, ni con Ben Kingsley (en menor medida), en tanto Sigourney Waver debe estar preguntándose todavía para qué fue. No es el único problema de éste estreno. Los efectos visuales hacen del CGI una estrella más para recrear la imponencia de la arquitectura egipcia, lo cual no juega a favor cuando éste tipo de recursos ocupa el 70 % de lo que vemos en pantalla (acercado al ojo por el uso del 3D). Puede ser espectacular el encuadre, pero se siente lo artificial, y no deja de serlo por más logrado que esté el efecto en post-producción. Es un relato lleno de acción decorada por una banda sonora ambiciosa de Alberto Iglesias, habitual compositor de las producciones de Pedro Almodóvar, por momentos con un registro más emparentado con la emoción de la aventura que de lo épico, aunque es cierto que es difícil encontrar un leit-motive a lo largo de las más de dos horas de duración. Todos estos factores dejan una sensación de estar viendo lo que todo el mundo da por sentado de la gesta de Moisés. No es que esté mal, simplemente le quita profundidad. Es tan extraño que uno se pregunta si estamos frente a la versión completa, o es un recorte para que entren más funciones por día en las cadenas de cine. Es Ridley Scott, de manera tal que no todas son pálidas. Hay una jugada interesante al reemplazar “La voz de Dios” que Charlton Heston escuchaba, por la presencia de un niño. Recio, duro, respondón, casi impiadoso. Que Dios y su voluntad estén representados por un chico es, sin dudas, uno de los temas que dará para la polémica. La concepción visual está claramente a la altura de las circunstancias exigidas por la historia, es decir, esta es de las obras que justifica la entrada por el concepto del cine espectáculo. En especial un par de secuencias que se roban la tensión, como la de las siete plagas que está realmente bien lograda y, por supuesto, el cruce del Mar Rojo, más allá de una resolución más cerca de Marvel que de la biblia. Por otra parte está claro que se cuenta una historia, no hay cabos sueltos, ni errores en el timing de la compaginación, en este aspecto hablamos de un producto que cumple en líneas generales con entretener. En todo caso habría que preguntarse por la necesidad de estirar el final con una elipsis violenta que en un minuto saltea los cuarenta años de periplo por el desierto; pero es lo menos significativo. Es Ridley Scott. Uno espera más. Punto.
Uno imagina a Jon Favreau como uno de esos tipos buenazos, dentro y fuera del set. Alguien a quien invitar a comer un asado con amigos. Tiene esa impronta simpática desde aquella aparición en la serie “Friends” (1994-2004) como ocasional novio de Mónica. También podemos imaginar que así se ha relacionado en Hollywood, y por ende es un buen conocedor del mundillo del cine, no sólo por aquellas primeras películas de la producción independiente, sino porque cuando le tocó codearse con grandes estudios y superproducciones lo hizo con mucha solidez, como el caso de las dos primeras de Iron Man (2008 y 2010). Mezclando el presupuesto del cine no industrial y apelando a algunos buenos amigos actores, el actor, guionista y director aparece con una comedia simple, pero repleta de buenos momentos. “Cheff” tiene un arranque prometedor al meterse de lleno en la cocina de un restaurante en el cual Carl Casper (Jon Favreau) es el cocinero principal, cuyo talento tuvo alguna vez algún reconocimiento mediático. Ante la inminente visita de un afamado crítico, el dueño (Dustin Hoffman) exige atenerse a lo seguro y no innovar, no arriesgarse. Esto coloca a ambos en veredas opuestas, pero Carl, hombre tan instintivo como impulsivo, renuncia ante la incredulidad de sus dos compañeros: Tony (Bobby Cannavale) que sacará ventaja de la situación, y Martin (John Leguizamo), mano derecha e incondicional amigo. A su vez Carl vive una separación en buenos términos, pero con un hijo con quien mantiene una relación poco fluida, o al menos con varios baches. En medio de todo eso, perseguirá un viejo sueño, poder cocinar y viajar a la vez con la ayuda económica de Marvin (Robert Downey Jr.), un viejo conocido que le debe algún favor. Con todos estos elementos se construye “Cheff”, una comedia cercana a lo agridulce con dos estéticas narrativas que van a la par: una, de road movie, pues la acción tiene lugar en parte en el recorrido; dos, la del drama propiamente dicho donde claramente la reconstrucción de la relación padre-hijo toma las riendas de ser la columna vertebral de la historia. Como director, Favreau tiene claro que no está inventando nada, pero a la vez se sabe inmerso en el respeto por el género y por la cada vez menos frecuente idea de contar una historia. Si además se puede dar ciertos lujos con un elenco sólido, que le da a cada personaje una identidad clara (por poco que aparezcan cada uno), estamos frente a una de esas películas que consolidan la relación entre la sencillez del cuento, la corrección narrativa, y la sonrisa genuina del espectador al salir de la sala. La mesa está servida.
En una redada de la DEA el agente Broker (Jason Statham - infiltrado con look a lo Lorenzo Lamas en la serie “Renegado”, 1992/1997), liquida al hijo de un capo de la droga, razón por la cual es luego reubicado con identidad protegida en el sur de los Estados Unidos. Retirado, el hombre no hace más que trabajar en refacciones en el pueblo local mientras educa a Maddy (Izabela Vidovic), su hija de unos 12 años. De tal palo, tal astilla. La nena despacha a piñas a un gordito abusador, actitud que conspira contra el plan de pasar desapercibidos en la comunidad. Sucede que justo le viene a dar al hijo de una señora cuyo marido es primo de Gator (James Franco), el distribuidor de "frula" local, individuo violento si los hay. Los cabos se atan como para que éste se entere de quién es Broker y se desate el tole-tole. La película se llama “Línea de fuego”. Este guión, bien ochentoso, no podía tener otro autor que Sylvester Stallone, además de ser el productor. Sabemos que Rambo no andaba con vueltas, así que ningún personaje salido de su mente puede hacerlo. “Línea de fuego” es un producto de acción hecho y derecho que tiene, de todos modos, una buena factura tanto en la composición de los personajes (bien acordes al género), como en la justificación de todas las acciones como para no traicionar el verosímil. En todo caso lo mejor que le podía suceder es no pretender ser más que esto para llegar a un buen resultado final. Ningún tonto, el productor rodeó su guión con varios talentos: En el elenco, encabezado por el "duro" de ésta época Jason Statham, están además (dosificados pero están) James Franco, Wynona Ryder (por si alguno preguntaba en qué andaba) y el viejo Clancy Brown, aquél memorable villano de “Highlander” (1985). La dirección se la encargó a Gary Fleder, responsable entre otras de la gran “Tribunal en fuga” (2003) y buenos thrillers como “Besos que matan” (1998), o “Ni una palabra” (2001), a lo que se suman la fotografía de Theo van de Sande y la música del genial Mark Isham. Está claro que “Línea de fuego” no inventa la pólvora, sólo la usa para ser una buena película de acción.
Esta es una de las veces en las cuales la segunda parte supera la primera. En 2011, escribimos en esta misma publicación, sobre el problema de indecisión de “Quiero matar a mi jefe” (2011) pues no apostaba ni por la comedia de enredos, ni por el grotesco absoluto. Sí tenía una muy buena primera media hora. Nick (Jason Bateman), Dale (Charlie Day) y Kurt (Jason Sudeikis) se han "librado" de sus jefes - en la primera -. Tiempo después, deciden invertir en algo para convertirse en sus propios jefes, o sea independizarse. Tienen un invento. Un producto digno de los comerciales de Sprayette, pero como en USA hay clientes para todo, y el sueño americano todavía no está extinto, deciden buscar un inversionista. Caen en una empresa multimillonaria a cargo de Rex (Chris Pine), una suerte de lobo disfrazado de cordero, quien les hace una oferta increíble. Aunque es rechazada (y aquí viene un guiño a la política) porque el inversor desea fabricarlo en China, al contrario de los tres amigos, confiados en el valor de la mano de obra estadounidenses. Por suerte, interviene el padre de Rex, Bert (Christoph Waltz). Éste les da vía libre para pedir un crédito y así seguir con el negocio. La "cama" monumental que les hacen los empresarios los "obliga" a tomar medidas drásticas para no perderlo todo. El cambio de guionista y dirección le vino bien a esta secuela, más bien por una cuestión de renovación y frescura que por los pergaminos que ostenta Sean Anders quien, sin moverse un ápice de la comedia, escribió la efectiva “¿Quienes son los Miller?” (2013), la insulsa “Los pingüinos de papá” (2011), y en una servilleta de pizzería, “Tonto y retonto 2”. Con semejante prontuario me permito agregar una cuota de suerte al resultado de “Quiero matar a mi jefe 2”. Saber que el público ya conoce a los personajes es la mejor carta con la que cuenta el director. La primera escena sirve para recordar al espectador el tipo de humor que se maneja aquí, con ellos tres tratando de mostrar su producto en televisión. Se dobla la apuesta, son tres estúpidos que toman decisiones aún más estúpidas, pero persiguiendo el ideal de todo empleado: ser independiente de su patrón. También sirve para hacer que el espectador entre en el juego, lo asimile y (si quiere) se deje llevar con las primeras sonrisas. Eso más la química entre el trío protagónico y las apariciones esporádicas de algunos personajes de la anterior (las escenas con Kevin Spacey y Jamie Foxx son desopilantes) funciona a la perfección. Hay un gran aprovechamiento de los personajes. Por la continuidad de sus acciones, de su impronta, y por una buena mano para extirpar los excesos en la dirección de actores de hace tres años. Con estos antecedentes ya no es tan necesario discutir el verosímil porque, para bien o para mal, viene ya instalado por su antecesora. De hecho son varias las referencias por lo cual la buena memoria es un factor a tener en cuenta para poder captar algunos guiños. Al ser una secuela y necesitar espacio para todos, la inclusión del personaje de Jennifer Aniston parece forzada en el argumento (poca injerencia en la resolución final), aunque no por ello menos efectiva desde el punto de vista del humor. “Quiero matar a mi jefe 2” es de lo mejorcito que se puede ver de la comedia norteamericana de hoy. Su efectividad está dada por la misma razón que funciona todavía “Saturday night live”: los grandes actores cómicos están más allá de los libretos. No siempre es sinónimo de buen resultado en cine. Esta vez si.
Uno se imagina que cierto tinte folklórico del cual están teñidos algunos símbolos de la cultura argentina como el dulce de leche, el colectivo o el mate, pueda servir de disparador para una discusión tipo sainete al final de un asado. Esto incluye una discusión sobre los orígenes del tango, por supuesto, mientras se reparten las cartas para otra mano de truco. Si Aki Kaurismäki cantó “envido” al decir que el tango es finlandés con sus primeros antecedentes a mediados del siglo XIX, y que le “da bronca que los argentinos digan que el tango es argentino. No se reconoce a Finlandia como parte de esta historia”, la “falta” se la cantan Gema Juarez Allen y Vivien Blumenschein, unidas para producir ”Tango de una noche de verano”. ¿La idea? Juntar a las personas adecuadas para ir a Finlandia y probar qué tan finés, es el tango argentino. El documental, con pinceladas de road movie, junta la voz del “chino” Laborde, la guitarra de Diego “Kipi” Kvitko y las prodigiosas manos de Pablo Greco que siguen acariciando el bandoneón como pocos. Los tres, son “presentados” en su hábitat natural. La cámara los sigue en lo suyo como para que el espectador pueda vislumbrar a los personajes de ésta historia porque, en paralelo, la compaginación nos va mostrando a los “antagonistas” de esta gesta, el espejo extranjero de las profesiones como el cantante Numminen o el acordeonista Kari Lindkvist. Reunidos en un “feca” (¿dónde sino?) aparecen las primeras luces del proyecto y también el humor, “claro: Gardel es uruguayo; Maradona japonés y el tango finlandés”, dice uno de los mozos. A partir del despegue se va notando el ojo sensible de la directora alemana Vivien Blumenschein, con una notoria composición de imagen y concepto de encuadre. En especial cuando logra instalar en los músicos una agradable naturalidad, excepto, claro, en algunas licencias de puesta necesarias para hacer de “Tango de una noche de verano” una propuesta que va de graciosa e insólita a íntima y enriquecedora. La impronta de todos para explicar quiénes son y por qué están allí, y la de los anfitriones para mostrar lo suyo, llevan a la mejor de las conclusiones respecto del idioma universal que es la música. Un inglés algo improvisado y un finés incomprensible, obliga a los músicos a expresarse en el otro lenguaje que conocen a la perfección. Ese “subtexto” de la película, los “duelos” musicales con mutua admiración y la estética en general, son las tres cartas fundamentales para que el espectador grite el “vale cuatro” y salga ganando.
Casi parece un axioma: si es una serie de libros exitosos se adaptan al cine el último (el que cierra la historia) se divide en dos. Es como un injerto de los viejos seriales, pero estos al menos no tenían tanta alevosía hacia las boleterías y merchandising. Llega entonces el final. “Los juegos del hambre: Sinsajo. Parte 1” marca el comienzo del (¿fin?) como sucedió con Harry Potter, Crepúsculo y otras más. Es probable, como anteriormente, que el análisis de uno de los estrenos comerciales más importantes de 2014 sea tan parcial como lo es la película. Antes de pagar la entrada sabemos que el final va a ser abrupto y apenas se alcanzarán a vislumbrar hacia donde apuntan la buena cantidad de cabos sueltos que quedarán. Así, la primera conclusión antes de sentarnos en la sala es que “Los juegos del hambre: Sinsajo. Parte 1” no sobrevive por sí misma. No podrá verse como una unidad aislada, y si bien los primeros quince minutos sirven como un brevísimo resumen de las dos anteriores, tampoco alcanza para una comprensión global del asunto. Al menos no en la dimensión que merece la saga. Hay que esperar un año más para hacer un análisis completo, lo cual tiene su costado positivo: Todavía prevalece algo de la idea original y esto es saludable. En ocasión de establecer nuestro parecer respecto de éste tipo de producciones, dijimos que de toda la literatura apuntada a adolescentes la saga de Suzanne Collins es la más completa y profunda a la hora de realizar una lectura sobre quienes detentan el poder en el futuro, cómo la información se ha monopolizado parcializando los hechos, y de qué forma el nuevo orden establecido trata a la juventud como una picadora de carne a partir de utilizarlos para entretener a los habitantes con un poco de sangre en formato de reality show. De ahí el nombre de la nueva nación en un gran guiño literario: se cambió USA por PANEM (derivado de panem et circenses, o sea: pan y circo) Esto ocurría en la primera. En la segunda parte, “En llamas” (201, se redoblaba la apuesta al detectar que Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence) se estaba convirtiendo en una suerte de líder espiritual para los distritos, cuando ve un modo concreto de convertirse en una amenaza al régimen. Si este enfrentamiento entre clases tenía como bastiones a Katniss por un bando y al Presidente Snow (Donald Sutherland) por el otro, en esta tercera entrega ya es personal. Casi una cruzada de ambos por vencer o exponer al otro. “Los juegos del hambre” han quedado casi anulados luego del bochorno mediático de la anterior. Ahora a la heroína sólo le importa rescatar a Peeta (Josh Hutcherson), apresado por el Capitolio. Desde la comunicación a los distritos se usa la figura de Peeta para convencer a todos que depongan la actitud subversiva. Planteada como una suerte de resistencia al mando de Alma Coin (Julianne Moore, y con el desertor Plutarch (Philip Seymour Hoffman) como su mano derecha, se intenta convencer a la heroína de confirmarse y conformarse mediáticamente como tal. La idea es burlar el bloqueo de transmisión y hacer llegar a los sobrevivientes del resto de los distritos un mensaje alentador de su líder. Pero claro, Katniss sólo quiere ver a Peeta, pese a la resignación de su antiguo novio Gale (Liam Hemsworth, ergo, deben buscar la manera de despertar la bestia interior y motivarla para llegar a su (¿amado?) mientras ellos derrocan al poder de turno. Decíamos que parte de la idea original sobre los jóvenes y los medios prevalece aún con escenas como las de los mensajes presidenciales, o aquella en la cual Katniss debe “actuar” para un panfleto de la resistencia. El resto del guión de Peter Craig y Danny Strongrelato trata de buscar la tensión dramática para no decaer y revelar la inevitable sensación de estar estirando el final como un chicle. Si bien algunas de las acciones están bien justificadas en función de la progresión del relato (la incursión para volar una represa por ejemplo), lo cierto es que “Los juegos del hambre: Sinsajo. Parte 1” tiene menos puntos de apoyo que sus antecesoras por lo explicado anteriormente. Las apariciones de viejos conocidos como Haymitch (Woody Harrelson) o Effie (Elizabeth Banks) logran darle cierto respiro aportando la cuota de humor, aunque en el caso de ésta última se insinúa cierto aire de contención para Katniss, idea que luego se abandona. El realizador Francis Lawrence sigue con el mismo equipo de hace dos años. Todo luce sólido. No parece dar lo mismo un plano que otro y tampoco se libran al azar detalles de dirección de arte sin los cuales todo parecería demasiado impostado. Para los que no hayan leído el libro, pero la vienen siguiendo en el cine, quedarán muchas preguntas. Por cierto, Sinsajo es un pájaro inventado que a su vez es una cruza entre otros dos pájaros, también inventados por la escritora, al ser considerado una falla natural que Katniss lo use como símbolo es una suerte de afrenta al sistema. Para el caso de los fans tendrán, como sucedió antes, la fidelidad de la adaptación. Entretiene, deja con ganas de más y está bien realizada.
Los sonidos de la aventura, producto de una enorme factura que abarca a todas las edades Ya citamos varios ejemplos del cine de animación estrenado este año, claramente uno de los mejores de un tiempo a esta parte. Es el turno de la adaptación al cine de la serie “Minúsculos”, creada por Hélène Giraud y Thomas Szabo en 2006. Casi 80 episodios después, y con un buen índice de popularidad en Europa, los estudios Futurikon abordan el primer largometraje: “Minúsculos: el valle de las hormigas”. Tanto en un formato como en otro, la idea central es tener una mirada “insectívora” sobre el mundo de los insectos. Al comienzo vemos una pareja humana disfrutando un picnic en un bosque del parque nacional de Ecrins, en Francia. Al comenzar su dolor de parto, ella y su marido salen corriendo al auto dejando algunas cosas a merced de la naturaleza. Mientras tanto, nace una Vaquita de San Antonio, que al intentar aprender a volar queda rezagada de sus padres y debe tratar de volver a las filas. Así da comienzo un montaje paralelo en el cual vemos, por un lado, los objetos abandonados que lentamente se van convirtiendo en trofeos para cada una de las especies, en particular para unas hormigas negras que al descubrir una cajita metálica con terrones de azúcar su misión cambia de prioridad. Por el otro, nuestro héroe ha perdido un ala y debe, pese al clima lluvioso, tratar de encontrar el camino hacia los suyos. En el trayecto da con la cajita en cuestión y se convierte en involuntario pasajero del transporte. La circunstancia hará que la patrulla de esas hormigas se encuentre con sus enemigas, las hormigas rojas, que también quieren el dulce trofeo, y en esta lucha por la comida se dirimirá la cuestión a la que no le faltarán aventuras, acción y, claro, un héroe. Con la solidaridad como eje central, entre varias temáticas, “Minúsculos: el valle de las hormigas” es una brillante propuesta narrativa. No necesariamente por la historia per sé (el camino del héroe tantas veces visto desde Errol Flynn a “El señor de los anillos”), sino por la forma de narrarla. Los escenarios son naturales. A estos se imprime la animación de los insectos, lo cual le da un marco muy natural que además brinda la posibilidad de reinterpretar el ecosistema (por ejemplo cuando La vaquita se eleva en su primer vuelo y se escucha el ruido del tránsito como si cada patrón de vuelo representara también el caos de la ciudad). De todos modos nunca se intenta desde la realización poner a la naturaleza como personaje, ni tampoco inclinar su balanza hacia lo positivo o negativo. Por el contrario, se da a entender que sea cual sea el marco, la capacidad de adaptación e improvisación frente a circunstancias adversas es el factor a desarrollar por cualquiera que pretenda estar vivo en éste mundo. Otro factor que los directores Hélène Giraud y Thomas Szabo utilizan a favor, y en forma pocas veces vista, es el sonido. Primero, por la búsqueda del humor con esas miradas que se toman el tiempo para entender la situación en absoluto silencio. Los personajes clavan la vista en un objeto, o en el vacío, o entre ellos. En ese silencio, el espectador lee, interpreta y razona junto a los “protagonistas”. Segundo, por una extraordinaria, fundamental, e indispensable banda de sonido de Hervé Lavandier que, en dosis justas, aporta humor, dramatismo, suspenso y cierto aire naif que refuerza la partitura cuando ésta debe apretar el acelerador. Tercero, por la ausencia total de diálogos. Lejos de ello, el trabajo de foley y de diseño de sonido aleja al espectador de recibir toda la información masticada e invitando a la vez a ser llevado por las imágenes para la comprensión global de la historia. Una realización que trata a los chicos como seres sensibles, pensantes e inteligentes, en lugar de nenitos tontos. “Minúsculos: el valle de las hormigas” se emparenta con “El oso” (1988) de Jean Jaques-Annaud, tanto en el seguimiento del personaje como en su impronta de gesta heroica. Un producto de enorme factura que abarca todas las edades, siempre y cuando los que estén frente a la pantalla se dejen llevar por éste gran viaje.
Extraña propuesta ésta de Ann Fontaine responsable, entre otras, de “Cocó antes de Channel” (2009) como su más lograda producción. Las otras mejor no mencionarlas. “Madres perfectas” comienza como un conjunto de varias virtudes que luego se desbarrancan por su propio peso. La primera escena muestra un pequeño sendero por el cual dos niñas, amigas, se dirigen hacia la costa. Elipsis mediante, vemos la misma playa paradisíaca. Hay dos casas soñadas, con todo el lujo y confort posible. Días con mucho sol, brisas marinas, alguna copa de vino por la noche, buena música… ideal para dejarse llevar por los instintos. En una de las casas vive Lil (Naomi Watts), mujer viuda, con su hijo Ian (Xavier Samuel). En la otra Roz (Robin Wright) con su hijo Tom (James Francheville), cuyo marido está ausente porque se la pasa viajando. Ambas reflexionan mientras los físicos torneados de sus hijos dejan ver el esplendor de sus cuerpos hechos para publicidades de desodorantes personales: “¿Nosotras hicimos eso? Parecen dioses”. Con buen manejo de los tiempos, la directora deja ver en cada uno de los personajes un fino trazo de deseo sexual. Las madres, bellísimas y (pero) adultas, se sienten atraídas hacia la virilidad de los chicos que no parecen tener otro interés que el de surfear juntos. El erotismo se apodera de la pantalla y la química actoral funciona. Todo funciona. Al plantear un marco novelesco en el cual las preocupaciones cotidianas no existen, el lugar queda absolutamente abierto para el breve dilema que se presenta en el cual el deseo confrontaría con lo moral. En este punto, el acierto es no juzgar a sus criaturas. Mujeres adultas se reencuentran con el deseo sexual que las libera y las hacen sentir vivas. Chicos jóvenes que por este verano tienen donde descargar testosterona manteniendo cuidado, pero respetando el código. Es más, salvo un atisbo al comienzo, tampoco hay cuestionamientos entre ellos en función de lo que sienten. Todo controlado. Pero estamos a mitad de los 114 minutos de duración. ¿Y ahora? Tal vez cierto temor a profundizar, o simplemente no tener una idea clara de cómo hacerlo, lleva a la realizadora a forzar un conflicto que tuvo la oportunidad de aparecer si los personajes se hubieran planteado sus propios tabúes. Ahora es tarde. Pasaron un par de años con estas relaciones cruzadas y en el relato aparecen el sentimiento de traición entre ellas, el temor a envejecer y, sobre todo, los celos hacia mujeres más jóvenes. Para colmo, una de ellas aporta una solución que puede provocar alguna carcajada por el nivel de disparate pues en ello reside la supuesta tensión que se marcaría el camino hacia el final de la historia. A partir de ese punto de inflexión todo en la película se resignifica. Los escenarios se vuelven intrascendentes, los diálogos inverosímiles y las situaciones tienen la profundidad de una charla en un local de comidas rápidas. La atención se desvía por completo por lo cual comienzan preguntas que antes no tenían contexto para formularse, como de qué viven, pues nadie labura, quién va al supermercado, etc. Es cierto, la apuesta es no abandonar la estética, pero ésta ya no le sirve ni le conviene a la definición de “Madres Perfectas”. Ni siquiera el título original “Adorar” (que es lo que se hace con los dioses) puede explicar las lágrimas de Naomi Watts o la congoja de Robin Wright que, pese a ser dos grandes actrices, en especial ésta última, no pueden salvar la caída en picada.