Además de lo atractivo del título, “El vals de los inútiles” tiene como propuesta fundamental la reflexión sobre los tiempos que corren en materia de política educativa, a través de conocer dos historias separadas por muchos años pero que deben confluir en el mismo espacio y tiempo. El documental de Edison Cájas comienza con un vals borroso, casi quejumbroso, por el hecho de tener que estar sucediendo. Darío y Miguel Ángel tienen orígenes distintos, pensamientos distintos, y están separados por una considerable cantidad de años. El primero es estudiante, el otro un adulto. Ambos son presentados ante cámara en un montaje paralelo en el cual los vemos asearse, acicalarse y vestirse, con un discurso sobre la educación y su necesaria reforma. A partir de allí iremos conociendo a estos dos habitantes de Santiago de Chile que si bien provienen de historias distintas, ambos confluirán en una protesta por la mejora en las condiciones y el presupuesto de la educación estatal. El hecho de que Miguel Ángel haya vivido el mismo tipo de reclamos durante la dictadura de Pinochet, es el catalizador ideal para que el director haga su irrefutable conclusión: la cosa no cambió mucho en materia de educación. Este y otro tipo de reflexiones hacen que “El vals de los inútiles” resulte ser una obra necesaria que debería funcionar como una suerte de nueva piedra basal para contrastar historias y realidades de los últimos 40 años. Lamentablemente, propuestas como ésta suelen sufrir la falta de difusión. Para aquellos que puedan ir tendrán un valioso documento para hacer surgir el mismo tipo de cuestiones. El documental político está vivo.
Millones de dólares en las boleterías del mundo hacían previsible una tercera parte, episodio o capitulo, en la vida del ex agente Mills. El afiche insiste con que “todo se termina aquí”, sin embargo nunca hay que confiar demasiado: Cuando uno se quiera acordar le agregan una coma y la frase continúan con “…pero sigue en otro lado” Anda bien Bryan Mills (Liam Neeson). Bah!. al menos eso es lo que parece. Se lo ve sonriente, bien con la hija, tolerante con el yerno (aunque hay que ver como se pondría si se entera de su futuro como abuelo), incluso Leonor (Famke Janssen), su ex, le pega una visita prometedora disfrazada de excusa para contarle que la relación con su nuevo marido no camina sobre rieles. Así y todo el futuro se ve calmo y promisorio. Pero como en éste género nunca falta alguien que trae pollo asado a la hora del té, aparece Stuart (Dougray Scott), actual esposo de Leonor y, con cara de "perdimos 5 a 0", le pide a Mills que no la vea más, para ver si puede recomponer la cosa. Como ya van 15 minutos y Mills no se boxeó con nadie todavía, el guionista saca un asesinato de la galera como para inculpar al héroe de algo que no cometió. “Yo no hice esto,” dice al pie de su cama donde yace degollada su ex y, con la rapidez del dólar blue, manda un codazo a los chinchulines de uno de los policías, castañazo a la mandíbula del atento compañero, y a otra cosa. Sabemos que Mills es de romper primero y fijarse qué rompió después, luego no nos sorprenderá ni la manera de averiguar las pistas, ni la del accionar detrás de las mismas. Todo en pos de dar con el responsable de esto y borrar las acusaciones del jefe de policía Dotzler (Forest Whitaker), limpiar su buen nombre y escabechar a cuanto homo sapiens se interponga en su camino. “Búsqueda implacable 3” tiene nuevamente al grandote de Liam Neeson al frente de una fórmula efectiva en función de no pretender ser más que una de tiros, pero que va perdiendo por abuso de repetición la chispa que llevó a la franquicia a ser la sorpresa en su momento. Tal vez por esto del secuestro que se erigía como una suerte de temática estacionaria, sumada a la resolución directa del asunto, “Búsqueda implacable” (2008) fue un gran éxito de taquilla en todos lados pero, como dice el propio Neeson al hablar de esta última entrega:“No seamos ingenuos, ¿Cuántas veces te pueden secuestrar?”. Aun sabiendo el espectador el tipo de producto que va a ver, la tercera parte adolece del poder de síntesis y se vuelve larga pese a su notable factura técnica, con lo cual tenemos una película que no decae en el vértigo de las acciones, pero redunda volviéndose inevitablemente previsible. Acción hay un montón, y bien filmada, más no siempre está justificada.
Desde la primera Madagascar en 2005 estaba claro que los pingüinos estaban en un registro diferente a los personajes principales, aun apareciendo menos. Luego en las secuelas comenzaron a tener otra importancia y de hecho en las ediciones en DVD se podía ver algún corto con protagonismo exclusivo. La sensación en todos los largometrajes de la franquicia era que el cuarteto de aves estaba en otra película, incluso más divertida, lo cual le valió un mejor índice de popularidad. A pesar de esto, Madagascar 4 está en camino para 2017. En fin, para asegurarse que nadie en el mundo pueda equivocarse en la boletería a la hora de comprar las entradas, todos los empleados en los Dreamworks Animation Studios, desde el gerente al barrendero, mandaron la sutileza al sótano y le pusieron directamente “Los pingüinos de Madagascar”. Sin pérdida de tiempo los guionistas retroceden a cuando Skipper (Tom McGrath - doblaje de Mario Arvizu -), Kowalski (Chris Miller - doblaje de Idzi Dutkiewicz -) y Rico (Conrad Vernon -doblaje de Pepe Toño Macías -) rompen el cascarón. Ya de pichones se los ve contestatarios y cuestionadores al negarse a marchar con el resto y protestar contra la naturaleza cuando nadie hace nada al perder en el camino a uno de los suyos que todavía permanece dentro del huevo. Los tres se niegan a abandonar a uno de los suyos e inician un raid para recuperarlo. Una vez hecho esto nace el cuarto elemento: Cabo (Conrad Vernon - doblaje de José Luis Orozco -). Una elipsis nos lleva al presente. Ya adultos, el grupo sigue tan eléctrico e hiperactivo como siempre para tratar de robar del famoso Fuerte Knox la verdadera fortuna,: una máquina expendedora de snacks de queso. Al hacerlo conocen al villano Dave (John Malkovich - doblaje de Carlos Alcántara -), un calamar que clama venganza por haber sufrido la indiferencia de los asistentes al zoológico en favor de los adorables pingüinos, y quiere extraerlos de todos lados para convertirlos en monstruos. La misión remite a alguna de James Bond ochentosa (de hecho la banda de sonido tiene esa impronta constante) y no será fácil, por lo cual se suma un escuadrón “defensor de animales indefensos” (léase en vías de extinción, como para instalar la importancia de la preservación de las especies). Al mando está Agente Clasificado (Benedict Cumberbatch – doblaje de Jey Mamón -) y otros tres personajes que eventualmente compiten con los pingüinos. El guión es, en realidad, una excusa para trabajar los gags físicos y dialogados de los protagonistas. En sentido, “Los pingüinos de Madagascar” es una ametralladora de chistes y situaciones hilarantes. No hay descanso para la risa de principio a fin y si bien hay un lugar para deslizar mensajes como “Las apariencias no importan; sino lo que uno hace”, o “nunca dejar atrás a un miembro de la familia”, no es el tipo de producciones que se ocupe demasiado de profundizarlos. Skipper, Kowalski, Rico y Cabo son a esta altura una mezcla de S.W.A.T. con Los Tres Chiflados. Funcionan muy bien gracias a la colaboración mutua de cinco guionistas: Michael Colton, John Aboud, Brandon Sawyer, Alan Schoolcraft y Brent Simons. Es imposible no pensar en la minuciosidad para escribir cada diálogo, gag, remate, etc, perfectamente sincronizados por Eric Darnell, el director de toda la franquicia a quien se une Simon J. Smith, otro director de animación de Dreamworks pero con mejor timing para la comedia dado el antecedente de “Bee Movie” (2007). Lo mejor que le puede pasar al entrar al cine con los chicos es esperar reírse mucho, porque eso es precisamente lo que ocurre con esta realización.
Magistral duelo de dos personalidades obsesivas y los actores que las encarnan El cine de Hollywood todavía puede dar sorpresas. Gratas sorpresas que en realidad no son otra cosa que la confirmación del axioma por el cual se rige casi toda la historia del cine comercial de ese país: "Dale una buena historia al espectador y éste aplaudirá y volverá por más”. “Whiplash: música y obsesión” tiene todos los elementos necesarios para convertirse en una de esas obras que uno recuerda por mucho tiempo, y no necesariamente por la originalidad del argumento sino por cómo éste está llevado a cabo. Andrew (Miles Teller) es un joven aspirante a baterista profesional. Ensaya, toca, prueba, se equivoca y vuelve a empezar. Una corchea mal tocada es motivo de enojo consigo mismo. Cursa en un conservatorio. En ese lugar, como en casi todos los conservatorios de cualquier arte, los profesores organizan grupos, talleres, muestras, o como en éste caso una banda para interpretar clásicos del jazz. El director de orquesta es Fletcher (J.K. Simmons), un hombre de oído exquisito, sensible, tirano y superexigente. En el proceso de la formación de la banda escucha a Andrew ensayar y decide convocarlo como suplente. A medida que el talento del muchacho se deja ver, la conexión entre ambos se vuelve peligrosamente obsesiva. Se va construyendo una relación amor-odio entre ambos (algo simbiótica tal vez) en función del motor que los impulsa a seguir adelante. En este punto precisamente está la clave del magistral duelo entre ambos personajes (y ambos actores), porque la temática de esta pequeña obra maestra es la ambición ciega enmascarada por un instinto de auto superación. Andrew tiene poderosas razones para querer sobresalir en lo suyo, Fletcher también (y no son causas menores), pero estamos frente a dos personalidades opuestas en sus capas externas. Sin embargo, el nivel de exigencia y maltrato al que está dispuesto a someterse el joven encastra perfectamente con el que está dispuesto, y es capaz de propinar, el instructor. Por momentos remite a aquél tremendo Sargento Hartman de “Nacido para matar” (Stanley Kubrick, 1987). Se muestran como el agua y el aceite, pero en realidad son como el agua para la electricidad. Fletcher es misógino, altanero y soberbio. A los efectos de empujar a sus músicos hasta el límite su discurso (impregnado de humor negro, muy ácido) roza los comentarios de todo tipo, desde despectivos hasta racistas, excepto tal vez por el hecho de que nunca se las agarra con ninguno de los afro-americanos que integran la banda. Este entramado de obsesiones paroxísticas está subido sutilmente a ese nivel cuando en la primera escena de ensayo el director arranca con “Whiplash”. Ahí descubrimos que ninguno de los temas que conforman la banda de sonido está por casualidad. La utilización de este tema de Hank Levy es una muestra superlativa de cómo enlazar un arte con otro en pos de la coherencia del planteo. Levy era fanático de las partituras raras y complejas (el tema en cuestión está en 7 x 8), además de un gran exponente del contrapunto, ergo, si una banda de principiantes aborda esa pieza musical dirigidos por un hombre obsesionado con la perfección cada intento es un suplicio y cada fracaso un padecimiento. En su segundo largometraje (el primero fue “Guy y Madeline en un banco del parque”, presentado en el festival de Mar del Plata, en el 2010), Damien Chazelle insiste con el jazz y es evidente que no es una simple coincidencia. Viendo ambas se puede trazar un paralelo entre la dificultad para tocar (y leer) las notas en las partituras de este género musical y la complejidad de las relaciones humanas. Resumida “Whiplash: música y obsesión” suena simple, pero para el ojo (y el oído) atento hay mucho más por descubrir en esta película, y otro tanto que se sigue rumiando días después de haberla visto. Igual que con el jazz cuando algunos arreglos o melodías siguen rebotando en la mente y salen en forma de silbido caminando por la calle. Esta cinta (es lindo llamarla así todavía) no sería lo mismo sin (al menos) tres rubros destacadísimos: la compaginación de Tom Cross (nominado al Oscar por éste trabajo), la música de Justin Hurwitz, y esta dupla actoral. Como R. Lee Ermey en la película citada anteriormente, J.K. Simmons entrega un trabajo estupendo, memorable. Esta actuación quedará en los anales de la historia por ser un catálogo de gestos, un ejemplo de contención emocional, y una demostración de lo que significa “estar” en la escena. Por su lado, Miles Teller opone un trabajo casi neutral pincelado con pequeños atisbos expresivos, como por ejemplo cada vez que siente haber llegado a un nuevo logro en su afán por convertirse en el mejor para su puesto. Cada uno en su registro le entrega al espectador la sensación de que en cualquier momento explotan. Esta producción se originó en un cortometraje y terminó compitiendo por el Oscar 2015. Vaya si es merecido el camino, porque estamos frente a una gran película.
Otra obra brillante de Eastwood con el mejor trabajo de Bradley Cooper Clint Eastwood tiene 84 años. Sigue filmando, activo, vigente, enérgico y podemos agregar el término polémico ahora. Sea con los adjetivos que sean en algo es irreductible éste hombre: jamás se moverá un ápice de la profunda convicción de, ante todo, contar una historia. Mejor, peor, con más plata, sin ella, en más tiempo, en menos tiempo; pero siempre contar una historia. Es claramente uno de los últimos narradores artesanales que todavía dan cátedra. Ecléctico en los temas que aborda más no en la manera de hacerlo, el octogenario se interesó por un proyecto dejado de lado por Steven Spielberg hace un par de años, y contestó afirmativamente al deseo de Bradley Cooper de filmar juntos la historia de Chris Kyle, un ciudadano norteamericano que luego del ataque a las Torres Gemelas siente el “llamado del águila” a defender la patria contra el terrorismo. El primero de los muchos aciertos de “Francotirador” es la simple pero muy concreta construcción del personaje. Los primeros pares de minutos son magistralmente tensos. Chris (Bradley Cooper) está apostado en el techo de una casa en Irak, mientras vemos el paulatino avance de una tropa por las calles. Su concentración es extrema. Está allí para evitar ataques suicida, emboscadas y trampas, razón por la cual tiene luz verde para decidir quién vive o muere. A su vez, si se equivoca y mata a algún civil deberá atenerse a las consecuencias. Primero ve a un hombre hablando por celular en un techo. Intuye. Lo vemos dejarse llevar por su instinto. Su mundo y todo lo que importa se ve y cabe dentro de una mira telescópica. Ahora vemos a través de ella a una madre y su niño salir de una casa. La madre esconde algo. Es una bomba. La tensión crece. El dedo está en el gatillo. La madre le da la bomba al nene y éste avanza hacia el pelotón. ¿Lo va a matar? ¿Va a matar a un niño? En ese preciso momento, un flashback nos va a contar quien es Chris y cuáles son los antecedentes que lo llevaron a estar en esa posición. No sólo por una destreza innata para disparar y acertar; sino por el tipo de valores inculcados por su padre en los que cree fervientemente: “Dios, la patria, la familia, en ese orden”. Luego de la primera incursión en Irak “Francotirador” queda dividida en cuatro episodios. Las cuatro idas al frente de batalla para ayudar a sus “hermanos” y compatriotas. Más allá de la superlativa forma de mostrar el contexto y el escenario bélico, Clint Eastwood se aferra como director al núcleo dramático por el cual atraviesa su protagonista. Así, la vida de soldado y la familiar se convierten en vectores de sentidos opuestos. Para una dirección va el crecimiento de la leyenda en el campo de batalla, el héroe que no teme a nada y entrega su cuerpo al servicio del ejército norteamericano, sirviendo como ejemplo e inspiración a sus pares a lo largo de las cuatro misiones en campo enemigo. Para el lado contrario va el decaimiento de su lugar como miembro de una familia. A medida que se prolonga su estadía en plena vigencia del conflicto bélico Chris sufre una suerte de alienación. Un aislamiento de los sentimientos que se focaliza en la defensa de su país (y del American way of life), mientras su esposa le ruega que no vaya más al frente y acepte su responsabilidad como padre y esposo. “Estamos en guerra, la gente se está muriendo y yo estoy yendo al puto shopping” sería la frase que ilustra mejor el sentir del protagonista y la impronta de un héroe (cómo les gusta a los yanquis este concepto) de carne y hueso. El último opus del genial director puede generar dos sensaciones encontradas para aquellos asistentes al cine que tengan a Estados Unidos lejos de su estima. Como ser humano-político (firmo lo que escribo y corre por mi cuenta) estamos frente a un discurso pro yanqui, preminentemente republicano, oportunista y demagógico, que además transita por una línea muy fina entre las causalidades de una guerra y la justificación de la incursión en Irak con aires de superioridad. Por ejemplo: escuchar a los soldados referirse a los habitantes como “bestias” o “animales” no aporta nada a la película ni a los personajes; pero sí al discurso. Es cierto, este producto viene de allá ¿Por qué no inundar la pantalla con banderas? Pero una cosa es amar a su país (Chris Kyle lo amaba sin dudas) y otra distinta es imponerlo en otras culturas a fuerza de guerras falsamente justificadas. Esto se potencia, además porque Eastwood esquiva por todos los medios abordar la enorme cantidad de delitos de lesa humanidad perpetrados en esa guerra desigual, “fuego amigo” y masacre a periodistas incluidas. También es cierto: no es la historia que él quería contar, pero entonces ¿por qué incluir sí, un solo costado del discurso? Por otro lado, como espectadores estamos frente a una obra de excelente realización en términos técnicos y artísticos. El director es capaz de trasladarnos al escenario y meternos en el con una facilidad y realismo asombrosos. Se percibe la tensión de cada incursión, ya sea por la pericia de la cámara en mano o la natural colaboración de los exteriores. Bradley Cooper brinda la mejor actuación de las tres por las que recibió nominaciones consecutivas al Oscar. Su Chris tiene diferentes coloraturas según esté en casa o en Medio Oriente y un nivel de contención transparente a medida que su personaje crece en el relato. En los momentos en Texas cuenta con un fabuloso trabajo de Sienna Miller en el papel de la esposa. “Francotirador”, fuera de lo que uno puede sentir frente al discurso, es coherente con la filmografía de Eastwood, o sea, es una película brillantemente realizada.
Sin entrar en la gigantesca cantidad de ejemplos sobre la Segunda Guerra Mundial realizados hasta la fecha, podríamos decir que éste estreno va por el lado de (salvando las abismales distancias, por favor) “Donde las águilas se atreven! (1968), “Un puente demasiado lejos” (1977) o incluso “Los doce del patíbulo” (1967). ¿Qué pueden tener en común, además del momento histórico? Misiones u operativos difíciles, dantescos, épicos y la instalación del cuadro de situación que llevará inevitablemente al curso que tomará la acción. Es decir, estamos frente a otra película sobre un grupo de hombres a los que se les asigna ese tipo de tareas, habitualmente ordenadas por altos mandos con poco sentido común y asumidas por grandes “héroes” (con menos sentido común), pero a la vez sin nada que perder y mucha gloria por delante. Los epígrafes del principio nos indican que los tanques alemanes eran mucho mejores que los americanos. Esta aclaración sirve para instalar al que debería ser el “protagonista” (de hecho su nombre es el título original) “Fury”. Como adivinará el espectador, es un tanque de guerra. Estamos en 1945, abril. Unos meses antes del fin de Hitler, quien por estos días lanzaba su ofensiva final justo por la zona de maniobras en las que se desenvuelve el sargento Don Collier (Brad Pitt) y su grupo de fieles soldados: “Biblia” (Shia LaBeouf), “Gordo” (Michael Peña), Grady (Jon Bernthal) y Lerman (Norman Ellison), un novato que se les une al comienzo en reemplazo de un compañero cuya cara ya no está en su cabeza y debe ser limpiada por el recién llegado como parte del “derecho de piso”. Las columnas deben avanzar y ante la falta de recursos y hombres hay que hacerlo con lo que queda, aún a riesgo de que el pánico de Lerman se causa de algunas bajas. “Corazones de hierro”, de David Ayer, comente un exceso de seriedad frente al planteo lo cual no implica que sea aburrida, pero sí innecesariamente melodramática. Hay diálogos que parecen intencionalmente moralistas respecto de la guerra, sus consecuencias, e incluso un juego de dualidad entre conceptos religiosos contrapuestos al discurso del texto cinematográfico. Hay otras contradicciones de algunos personajes que hacen “ruido”. Collier puede ser frío e implacable (la escena en la que obliga al principiante a disparar contra un alemán), o extrañamente misericordioso (toda la escena en una casa con dos mujeres alemanas). Algunos detalles técnicos llaman poderosamente la atención. El espectacular diseño y mezcla de sonido (cada cañonazo se siente como una patada en el pecho) se deslucen un poco al ver que el trayecto de las balas están pintados de verde o rojo fluo, como si en lugar de municiones se tiraran con los sables laser de Star Wars. Cabe mencionar una pobre decisión en cuanto al título, pues el mismo hace alusión a la máquina en cuestión. En este aspecto, la extraordinaria “La fiera de la guerra” (1992) o “Lebanon” (2010) siguen siendo grandes ejemplos de coherencia de ideas. El espectador que no preste atención a estas menudencias tendrá ante sí una de acción bien ambientada, entretenida, decentemente actuada (sin entrar en detalles), y con algunos tintes épicos que le dan emotividad, en especial a la última secuencia.
La cosa es bastante simple. Estamos en la Edad Media. Un caballero preparado para la guerra encierra a una bruja en un pozo profundo cavado en la cima de un cerro imponente. Pasan los años. El mal vuelve a despertar. Lo bueno es que cada vez que nace un séptimo hijo de un séptimo hijo, éste tiene potencial para convertirse en un guerrero capaz de combatir las fuerzas del mal. Lo malo es tener que creer que este tipo de genealogía es bastante común, considerando la densidad de población en esa época (más la malaria, la inquisición, etc, a lo que no se hace mención en este caso). Convengamos que es raro, pero como “El séptimo hijo” no intenta en ningún momento tomárselo en solfa, no queda otra que prestar atención a la instalación del verosímil, factor fundamental para este tipo de producciones ya explicado muchas veces en esta misma página. Sigo. El mal se llama Malkin (Julianne Moore). El bien se llama Gregory (Jeff Bridges), guerrero de mil batallas que necesita un nuevo paje ante la muerte del actual, luego de intentar encerrar a Malkin quién finalmente termina escapando para reunir un ejército de villanos con intenciones bastante ambiciosas en términos de dominarlo todo. Aquí entra otro “séptimo de séptimo”, Tom (Ben Barnes) que no sabe nada de nada hasta que Gregory lo va a buscar para “cumplir su destino”. Antes la mamá le da un medallón, un poco más grande que una galletita Oreo, indicándole que nunca se la quite. Algo nos dice que ya no habrá sorpresas aquí. Entre los dos tienen que derrotar a todos los espectros convocados que no siempre se muestran sumisos ante la reina bruja. Hay una escena en la que se intuye una interna peor que la del peronismo de los ’90, pero por suerte no prospera ya que ninguno de los guionistas intenta salirse un ápice de querer imponer una mística forzada, como si intentaran redefinir a J.R.R. Tolkien en poco más de una hora y media. Si a eso le agregamos, no una sino dos subtramas de amor con diálogos de la época de Rolando Rivas Taxista, tenemos cartón lleno. Obviamente, pese a los intentos del diseño de producción y demás rubros técnicos, la película consigue una buena dosis de bostezos al querer ser más de lo que puede. Dicho de otra manera, es pretenciosa. Todo se hace largo, redundante y poco creíble. Desde el punto de vista visual “El séptimo hijo”· es como estar frente a un monumento imponente, pero relleno de telgopor. Extraña ver a un equipo tan talentoso en la historia del cine cayendo en picada desde la primera media hora (tiempo suficiente para “tomarlo o dejarlo”), a saber: Marco Beltrami, el compositor de “Vivir al límite” (2008), con una banda de sonido sobrecargada; Newton Thomas Sigel, director de fotografía de gran trabajo en “Drive” (2011); John Dykstra, hombre detrás de los efectos artesanales de “Star Wars” (1977), y siguen los nombres. Es más, hasta los actores parecen haber caído en la trampa de la solemnidad. Jeff Bridges intenta un acento a lo Sean Connery que le sale mal, forzado, sumado a una impronta caricaturesca de Gandalf, la cosa se hace insostenible. Ben Barnes es la nada misma, al lado de lo hecho en la última versión de “El retrato de Dorian Grey” (2007. ¿Y Julianne Moore? Compone a una villana gritona y acelerada que hubiera quedado fenómeno en un cuento de Disney, pero acá es casi paródico, lo cual encajaría bien si no fuera por el tono adusto que le imprime el director a todo el “metraje”. Por cierto, también es inexplicable el trabajo de Sergei Bodrov, otrora responsable de interesantes películas como “Mongol” (2007) o “El beso del oso” (2003). Tal vez “El séptimo hijo” encuentre su lugar entre los más chicos (de 8 a 12 años, por ejemplo), pero uno intuye a esta altura que con tantas series de TV y tanto video juego sobre magos, espadas, mitología griega, escandinava, etc, etc, difícilmente se instale en la memoria por mucho tiempo.
Hollywood tiene tantos matices en la composición de su constelación de estrellas que uno podría tomar, entre tantos nombres, un puñado de actores que cumple el sólo propósito de estar en la pantalla para un (in) determinado fin. Hollywood tiene tantos matices en la construcción de su industria que hasta hay películas en las cuales sólo podría haber un actor o actriz en el rol protagónico, independientemente de sus capacidades expresivas, la escuela en la cual estudió o sus técnicas de composición de personaje. Se produce tanto que hasta gente sin otro talento que el physique du rol tiene su lugar en la historia. Sin dudas es la tierra de las oportunidades para quienes tengan la virtud de la paciencia, habilidad para elegir (entendiendo sus limitaciones), y un representante lo suficientemente “bicho” para entender, no sólo la madera de la cual está hecho su representado, sino también el tipo de bote que se puede construir con la misma. También es cierto que dos o tres traspiés (casi un trabalenguas), seguidos en términos de taquilla y calidad, pueden hacer de una carrera prometedora y con futuro una caída en picada sin fondo definido. Preguntémosle sino a Nicolas Cage. Desde 1989 hasta 2015 Keanu Reeves no será recordado jamás por deslumbrar con sus trabajos, pero Neo, al igual que el robot Terminador, por ejemplo, hay uno sólo. Tan cierto como que hay sólo una (e irrepetible) saga de “Matriz” (1999/2003) o de “Terminador” (1984/2003) y estas, a su vez, se identifican con un rostro. John Wick es un ex asesino que se “despierta” furioso a su nuevo oficio por venganza contra gente muy mala. Terrible. Es eso. Para qué decir más. Una de tiros por venganza. El trabajo de Keanu Reeves cumple con lo que pide la historia, pero para los más observadores es como si en lugar de “desconectarse de la “Matrix”, Neo hubiera encontrado laburo de matón. Habla igual, se mueve igual, y dispara igual. Si “Sin control” se hubiese estrenado en los ‘70, hoy sería un clásico al estilo “El vengador anónimo” (1974, pero hay dos grandes diferencias entre ambas (hay cientos, pero usaremos ésta como ejemplo de acá en adelante). Una es la factura técnica, pues el clásico con Charles Bronson no tiene nada que hacer frente a esta producción. La realización de Chad Stahelski y David Leitch (es una co-diercción a pesar de lo que dicen los créditos) remite a exponentes de un grande del cine de acción como John Woo. Por espectacularidad en su concepción estética las más cercanas a éste estreno son probablemente “Contracara” (1997) u “Operación cacería” (1993). Estamos frente a una de acción “filmada del carajo”, como diríamos entre amigos, razón por la cual cada uno de los rubros técnicos es impecable, en especial el diseño de sonido que se potencia aún más cuando hay cámara lenta. Sin embargo, hay una cuestión temporal que impide ir más allá de entender que las herramientas técnicas en la década del 70 eran muy distintas con lo cual, vista hoy en su contexto, “El vengador anónimo” todavía funciona bien. La otra diferencia es más grave y es donde “Sin control” queda en jaque: el guión. El personaje de Charles Bronson reaccionaba contra pandilleros que habían violado y matado a su mujer; Acá John Wick se despacha a tiros contra la mafia porque al no querer venderle el auto a un gángster desubicado, éste se la agarra con su perro (¡¿?!). Convengamos que es más endeble la justificación, y por ende no queda otra que “comprar” o irse de la sala. Olvidado el percance de los guionistas, que bien podrían haber buscado la parodia en lugar de hacernos reír con lo serio con que se toman el asunto.”Sin control” se regodea en lo que mejor hace: entretener con acción de máxima tensión.
Obra que no intenta responder ninguna cuestión, sólo plantear dilemas A poco más de un año del estreno de la notable “El otro hijo” (2013) en nuestro país, el cine vuelve a ofrecer una misma situación para adentrarse en los confines del comportamiento humano. En ambas películas el eje central disparador del conflicto es el de dos matrimonios que descubren que, por un error garrafal en el hospital, han estado criando al hijo equivocado merced a un intercambio involuntario de bebés. Dos obras que comparten el mismo punto de partida, pero con resultados diferentes. En la citada anteriormente, el contexto de la equivocación era el caos durante un bombardeo en pleno conflicto palestino-israelí, y el dilema estaba apuntado a la (casi) obligada modificación de la identidad a partir de la religión. La identidad de estos adolescentes se ve aturdida por la situación, hasta se podía adivinar cierta bajada de línea según como cada uno reaccionaba frente a su nueva realidad. El estreno de esta semana se diferencia para mejor. En busca de una educación de privilegio y exclusiva para su hijo Keita (Keita Ninomiya), Ryota (Masaharu Fukuyama), efectivo, exitoso y adicto al trabajo en un prestigioso estudio de arquitectura, lo lleva a una entrevista de admisión en la cual el niño responde varias preguntas que se adivinan un poco ensayadas. A su lado, Midori (Machito Ono), la mamá, observa y asiente. En todos estos primeros minutos vemos al padre queriendo no sólo hacer a su hijo a imagen y semejanza, sino también una versión mejorada de sí mismo (la rutina de practicar con el piano antes de ir a dormir por ejemplo). En una muy pensada presentación del cuadro de situación de esta familia se deja ver, sutilmente al principio, cierta frialdad o falta de demostración de afecto como punto de contraste frente a la otra en cuestión. Pronto el papá se entera de la terrible situación: su hijo no es “de su sangre” (así lo define Ryota para justificar su decepción), pues una enfermera del hospital lo intercambió por accidente. Su verdadero hijo se llama Ryusei (Shogen Hwang), también tiene seis años y fue criado por un comerciante, claramente de costumbres más mundanas (el ritual de bañarse y jugar con sus hijos) y posición económica notoriamente inferior. “De tal padre, tal hijo” se (pre)ocupa de ir mucho más a fondo con la propuesta. La despoja de cuestiones religiosas por un lado, y deja en baño maría la moral de la superficie por el otro. Al hacerlo, centra casi todas sus fuerzas en sembrar de dudas a los personajes, más allá de la obviedad de dilucidar qué hacer. ¿Se puede dejar de querer automáticamente? ¿Cambiar él la mirada sobre un hijo (y por carácter transitivo sobre la prolongación de la vida) como si el corazón tuviera un interruptor? ¿Pueden mandatos culturales cambiar a partir de una situación extrema (la posición que ocupa la mujer-madre en la sociedad)? Y desde el rol de las instituciones: ¿Lo que se debe, es lo que conviene si atenta contra la calidad de vida de las personas? ¿La identidad sólo depende de la sangre? ¿Nos pertenecen las personas? ¿Somos dueños de nuestros hijos? El nipón Hirokazu Kore-eda vuelve a posar su mirada sobre los más chicos luego de grandes (y distintos) puntos de vista anteriores como en “Kiseki” (2011) – dos hermanos de padres separados - o “Nadie sabe” (2005) – el mayor de los hermanos cuidando de los menores -. Este gran director de cine tiene como eje central de sus inquietudes artísticas no sólo la conformación y la construcción de la familia; sino a esta como núcleo constitutivo de las sociedades, y la lectura de las mismas a partir del comportamiento humano (individual y colectivo). Adicionalmente, su mirada pretende dejar muy en claro que el mundo de los chicos depende de los adultos. Parece una obviedad, pero el realizador la profundiza en imágenes tan reales como sugestivas, como la citada escena donde Keita repasa la lección de piano fuera de campo mientras los padres conversan. Así mismo, las acciones de Ryota están motorizadas por la vanidad y la autosuficiencia, sin embargo Kore-eda no juzga a sus criaturas, más bien las utiliza para interpelar al espectador que es en definitiva quien se lleva la mejor parte. “De tal padre, tal hijo” no intenta responder ninguna cuestión, sólo plantear dilemas donde la premisa es desconfiar del sentido común. Cine del bueno propone el comienzo de año. Por ésta obra, sí; pero además busque las anteriores.
Cita ineludible a una de las grandes obras producto del cine industrial Siempre es más fácil con el resultado puesto, y lo cierto es que mucho de lo que “El hobbit: la batalla de los cinco ejércitos” significa, como cierre de la trilogía basada en el libro de J.R.R. Tolkien, como fenómeno cultural y como obra cinematográfica, ya se anticipaba y se dijo en las dos anteriores y en la trilogía “El señor de los anillos”. Lo que hace Peter Jackson aquí no solamente sirve para terminar de contar “El hobbit”, sino para unir ambas trilogías como parte del mismo universo. Cualquiera que termine de ver éste estreno puede ir a su casa y poner el DVD de “El señor de los anillos: La comunidad del anillo” (2001) para contemplar (ahora sí) toda la historia de Tierra Media. Es cierto, en las tres de “El hobbit” se toman más licencias en cuanto a la sucesión de los hechos o el agregado de escenas que concatenan con lo realizado hace trece años. Ya sea para los fanáticos a secas o del cine como narración clásica, estamos frente una obra indispensable de este género. Sin contar las versiones extendidas son diecisiete (¡¡17!!) horas de duración. Años de gestación. Visto a la distancia es dantesco lo que se hizo con estos cuatro libros. El director neozelandés parece decir: "Nadie va a poder abordar este mega-proyecto de esta manea, salvo que se haga una re-lectura o una re-significación, ya está todo dicho". Cuanta razón tiene. ¿Qué otro proyecto en la historia de las adaptaciones al cine se puede poner a la par? “Harry Potter” está lejos por la irregularidad ante tanto cambio de directores, y “Star wars”, si bien en términos de producción y grandilocuencia está en la misma página, el propio George Lucas fue el que narrativamente se quedó en el tiempo. “El hobbit: la batalla de los cinco ejércitos” retoma la historia como si hace un año alguien hubiera apretado el botón de pausa en la sala de cine. El Dragón Smaug (voz de Benedict Cumberbatch) se dirige a la aldea del pueblo lago para incendiarlo todo mientras los enanos al mando de Throin (Richard Armitage) intentan recuperar la piedra del arca, símbolo del poder legítimo del rey de la Montaña solitaria. Bilbo (Martin Freeman) ve con desolación cómo el oro y el poder corrompe la mente del líder. La otra pata de la historia tiene a Azog (Manu Bennett) organizando a los orcos en un gigantesco ejército para invadir y ocupar el castillo de la montaña solitaria que, recordamos, está repleta de oro. Este símbolo de poder y status, tan viejo como la humanidad, sirve como disparador para que hombres guiados por Bardo (Luke Evans), y elfos al mando de Beorn (Mikael Persbrandt) - con el rebelde Legolas (Orlando Bloom), la bella Tauriel (Evangeline Lilly) siguiendo de cerca -, se unan para alzar espadas, hachas y otros elementos contundentes, contra los enanos. En otro lugar, Gandalf (Ian McKellen) y Radagast (Sylvester McCoy) están prisioneros esperando el rescate por parte de Galadriel (Kate Blanchet) y Saruman (Christopher Lee). Esta escena es clave para la construcción de todo lo que sucede en “El señor de los anillos Así las cosas. Muchos años antes de enfrentarse al oscuro poder de Sauron, la Tierra Media tenía su lindo conflicto de intereses. Este cierre tiene por supuesto una impronta de clímax constante, como sucedía con “El señor de los anillos: El retorno del rey” (2003). Una vez terminado el tema del dragón, el guión de Fran Walsh, Philippa Boyens, Peter Jackson y Guillermo del Toro se aboca por completo a plantear, desarrollar, y justificar los cinco puntos de enfrentamiento bélico que llevarán, una vez más, a secuencias de acción sencillamente espectaculares. Como dijimos hace un año, fue una gran jugada darles lugar a dos personajes que apenas aparecían en los apéndices del libro de Tolkien. Azog y Tauriel, los que aportan un antagonismo mucho más rico en su forma y la historia de amor, respectivamente. Aun cuando esta última, si bien no es trascendental para el contexto general, agrega los elementos dramáticos necesarios para instalar sentimientos encontrados en los personajes que giran alrededor ella. Un poco como sucedía con el vínculo entre Aragorn y Arwen en la saga anterior. Como es habitual en Peter Jackson, el manejo del montaje paralelo, las escenas de batallas, y sobre todo la esencia dramática de la historia, es magistral. Se toma tan en serio todo que realmente se perciben los tintes épicos decorados con momentos emotivos. La fidelidad, los valores del alma y del corazón, la convicción en el honor y en la palabra empeñada, son las virtudes que se resaltan en este enfrentamiento entre el bien y el mal. Bien clásico. Tanto que el uso del 3D es casi injustificado. No es el tipo de chiches que aportan al cine de Jackson porque todo lo otro ya es suficientemente espectacular. Somos espectadores contemporáneos de uno de los grandes eventos en la historia del cine industrial. Pasarán los años y así como quien escribe ha preguntado con asombro y cierta envidia: “¿Pudiste ver “Ben Hur” en el cine en su momento de estreno?”, lo mismo ocurrirá con los nietos. Por lo que sea, “El hobbit: la batalla de los cinco ejércitos” es una cita ineludible con el cine de pura aventura.