Uno piensa en Sylvester Stallone y no queda mucho lugar para el análisis porque así son los íconos. Es ese tipo de gente que “está más allá del bien y del mal” haga lo que hagan, porque si bien es cierto que estamos a casi treinta años del folleto propagandístico de “Rocky IV” (1985) y “Rambo II” (1985) - serviles al capitalismo-nacionalismo salvaje de la era Reagan -, también estamos a casi 40 de la primera “Rocky” (1976), la que obtuvo tres Oscar, e incluso una nominación a Mejor Actor. Luego se fue descubriendo que la capacidad interpretativa Sylvester era funcional a determinados roles. No estábamos frente a otro ejemplo de grandes actores italo-americanos como Pacino, De Niro o Pesci entonces, de nominado al Oscar a ícono del cine de acción, Stallone entendió a la perfección para qué estaba. Era él. Él es el producto. Los fanáticos de “una de tiros” lo querían ver a él. Por eso la repetición. Por eso tomó el clásico de 1976, la historia del perdedor que triunfa y la convirtió en franquicia ¿Será el rey de las secuelas éste hombre? No debe estar lejos de serlo: seis del boxeador, cuatro de Rambo (y una más en camino) y (con éste estreno) tres de “Los indestructibles” (con dos más en, incluida la versión femenina con ¿Sigourney Weaver? cómo líder). El último giro en la carrera del actor es un rejunte de casi todo lo hecho anteriormente en su momento de esplendor. Pero Sly sabía que esta era digital de efectos especiales y no podía solo. Todos sus contemporáneos debían participar. Sus ex – competidores debían formar parte, porque la unión hace la plata pero, además, siempre quedó en el top ten de los cinéfilos de la década del ochenta el deseo de verlos a todos juntos. Barney Ross (Sylvester Stallone) anda nostálgico. Al comienzo de “Los indestructibles 3” vemos como él junto a Lee (Jason Statham), Gunner (Dolph Lundgren), Toll (Randy Couture) y Caesar (Terry Crews) van, en una espectacular cacería helicóptero-tren, a rescatar al viejo Doc (Wesley Snipes). La familia unita ante todo. Un miembro más se une al grupo de veteranos de mil batallas. La siguiente misión encomendada por Drummer (Harrison Ford) consiste en impedir que suceda algo en otro lugar, que no viene al caso. Se une el viejo Trench (Arnold Schwarzenegger) como para que no falten balas. Para sorpresa de todos, alguien a quién creían muerto está vivito, coleando, y haciendo negocios nucleares. Se trata de Stonebanks (Mel Gibson), un ex miembro de grupo devenido en mercenario. Como “algo” sale mal (aquí el giro hacia nuevas franquicias), Barney decide desmantelar la organización y reclutar sangre nueva. Como para no tener que sufrir mucho si se le muere alguno. Así entran Thorn (Glen Powell), Mars (Victor Ortiz), Luna (Ronda Rousey) y Smilee (Kellan Lutz). También se suma el personaje más interesante de la secuela, Galgo (Antonio Banderas), un hombre de armas ansioso por entrar en acción a como de lugar. En esta tercera entrega ocurre algo curioso respecto de la propuesta original, más exactamente con el nivel superlativo alcanzado por la segunda. Una gran combinación entre grandes dosis de acción y un humor basado en el sano ejercicio de reírse de ellos mismos aplicado en diálogos, en su mayoría autoreferenciales. Por el contrario, aquí aparece en cuentagotas y no por una cuestión de dirección. El casi debutante Patrick Hughes tiene buen pulso para la acción. No es menos que Stallone o Simon Wincer, los directores anteriores. Da la sensación que el ideólogo de todo esto estuviera virando para otro rumbo con este barco, o simplemente se distrajo esporádicamente. Por ejemplo hay un gran gag referido a la situación de Wesley Snipes en la vida real (realmente estuvo preso por evasión de impuestos), pero se desperdicia la referencia a que Stallone y Banderas trabajaron juntos hace años en una de accióm, “Asesinos” (1995). Con un “te conozco de algún lado” bastaba para mantener la idea fresca. Al dejar de lado esta faceta del guión que parecía ser la marca registrada, la película se transforma en una más de acción, por cierto muy bien realizada que, de todos modos, mantiene el concepto artesanal esquivando los efectos digitales y el CGI a favor del viejo oficio de dobles de riesgo, explosiones y destreza física en la lucha cuerpo a cuerpo. Gran participación de Mel Gibson, mientras que lo de Harrison Ford está bien, pero no hizo olvidar a Bruce Willis al tener que ocupar su lugar.
Ernie (Emilio Treviño) es preadolescente. Sobreexcitado, ropa pop, skate, respondón, bastante engreído, y con excesiva auto confianza. Un chico eminentemente rebelde a las reglas, lo cual le trae problemas dentro de casa. En especial con Julia (Melissa Gutiérrez) una hermana menor tan insoportable como él, pero además con ansias de verlo pisar el palito para acusarlo con la mamá. Hablando de ella, Sue (Adriana Casas), no es muy brillante, sea dicha l la verdad, peca de inocente y sobreprotege un poco. Ernie también tiene problemas fuera de casa. Un día la mamá le encomienda a su hijo la tarea de quedarse un rato en el negocio, pero éste se escapa con su amigo Max (Irving Corona) al museo de la prehistoria para ver un nuevo ejemplar fósil. Como en los tiempos que corren uno pensaría que se escapa para fumar crack, el hecho de que la travesura conlleva cierto aprecio por la naturaleza nos prepara para mostrarnos dos cosas: el tenor de la aventura a punto de comenza, y la edad del público al que está apuntando. Max, a diferencia de Ernie, es hijo de un inventor, el Dr. Santiago (Octavio Rojas), un soñador bastante despistado cuya mayoría de proyectos funcionan a medias por no decir al revés de su propósito original. Remite al padre del protagonista de “Gremlins” (1984). Entre las cosas a medio hacer está la máquina del tiempo, que convenientemente, tiene forma de huevo. Después de desobedecer todo tipo de órdenes los chicos huyen del museo, llegan a casa de Max y, obviamente, culpa de un accidente, retroceden al período Jurásico. Allí se encuentran con Tyra (Claudia Grazón), una tiranosaurio rosa (¿excuse mua?) que al verlos salir del huevo los toma por sus hijos. Además del color, mamá Tyra tiene la buena costumbre de no manducarse a sus amigos de otras especies, más bien prefiere poner en vereda a Ernie, quien tampoco en la prehistoria parece llevarse bien con las pautas. De hecho, contra todo sentido común), el niño esconde una pieza de la máquina para poder quedarse un rato a pasear con dinosaurios, pese al manifiesto temor de su hermana y de Max. “Dinosaurios” es un producto apuntado a chicos de hasta 7 u 8 años cuyos padres sientan indiferencia frente al qué y al cómo de una película animada. Esto sucede dada la enorme cantidad de concesiones que se deben hacer en cuanto a la historia y la construcción de personajes, además de la omisión deliberada de hechos científicos. Esto no sería un inconveniente sino fuera porque esta conclusión sale de la importante cantidad de falencias presentes durante casi noventa minutos. A veinte minutos de comenzada la proyección la subestimación a la inteligencia del espectador, en especial la de los chicos, deja de ser una sensación para convertirse en realidad. El primer ejemplo es básico, pero sirve como muestra. ¿Es necesario ver un tiranosaurio rosa? Atrasa décadas esto de relacionar el género con un color, y sin embargo allí está. Se puede entender que las especies interactúan entre sí. Don Bluth lo hacía hace casi treinta años en la saga de Pie Pequeño. Incluso es tolerable si es a favor de la lucha contra un enemigo en com, pero hay tipos de acepciones que no aportan nada. Es más, los “dinosaurios” villanos le hacen muy mal a un guión que propone un tema interesante (seguir pautas, aceptar límites) para luego no saber, o no poder, resolverlo. Ni siquiera existe por parte de los realizadores, Yoon-suk Choi y John Kafka, una toma de posición al respecto más que la de “si no haces caso a tu mamá te puede ir mal”. No hay reflexión respecto del uso de la tecnología, ni de la falsa sensación de familia, apenas un lugarcito para mostrar el instinto protector materno y una lección mal dada sobre el egoísmo. Así y todo, fuera de un análisis del contenido, “Dinosaurios” es una aventura dinámica. Tiene algunos momentos de buen humor y un manejo del vértigo en la edición que resulta bastante útil frente a la falta de originalidad en el diseño estético. Por momentos parecemos estar frente a algo con más impronta televisiva que cinematográfica.
Con años récord en recaudación ya no tiene sentido preguntarse por la necesidad del relanzamiento de algunos productos cinematográficos. Es esta gente de marketing de los grandes estudios. Hacen pruebas, encuestas, estadísticas… Uno imagina las carcajadas en una reunión de producción en la cual algún novato pregunta por las razones artísticas. Pobre… Lo cierto es que estamos frente a un reinicio de Las tortugas ninja. Uno de los iconos pop de finales de los ’80, y principio de los ’90, y una de las pocas historietas que no sucumbieron frente al poderío de Marvel y DC Comics, aunque también es cierto que ya tuvieron su momento. ¿Cuanto podía durar la historia de cuatro quelonios mutantes que saben artes marciales y comen pizza? En 1987 fue la serie animada furor en los video clubes (acá las edito AVH en 1989), en 1990 llegaron al cine y de ese éxito surgieron dos continuaciones. Cómo habrá sido el éxito que hasta la industria porno local lanzó en esa época el título “Las tortugas Pinja”. Más de una década después algún nostálgico decidió revivirlas con una nueva versión animada confusa y descolgada, pues retomaba el hilo desde el final de la primera. Así llegamos a hoy, donde todo vuelve a foja cero y como decía Obelix: Vamos allá. En la introducción tenemos la voz de Splinter (Tony Shalhoum, voz en español de Herman López) diciendo un texto de tenor legendario. Nos cuenta que por temor a la discriminación y por protección tomó la decisión de quedarse con Michaelángelo (Noel Fischer, voz en español de Luis Ramírez), Donatello (Jeremy Howard, voz en español de Alan Velázquez), Rafael (Alan Ritchs, voz en español de Gerardo Alonso) y Leonardo (Johnny Knoxville, voz en español de Héctor Gómez), para criarlos y entrenarlos hasta que estuvieran listos para defender a la ciudad de Nueva York. El espectador toma este aviso y se quedará esperando unos 40 minutos hasta verlas. Mientras tanto la joven periodista April O’Neil (Megan Fox, voz en español de Liliana Barba) anda investigando al Foot Clan, una organización con ansias de reventar la ciudad con un virus para luego aplicar antídoto y apoderarse de lo que quede. Como siempre tendremos un lobo disfrazado de cordero y una historia interna que va a dar algunas explicaciones a los fans sobre el origen de los héroes. Siendo una producción de Michael Bay es de esperar que las escenas de acción, sumadas al proceso digital que da vida a las protagonistas, estén brillantemente concebidas. Toda la persecución en la nieve, que incluye un camión, es de colección. Realmente se vive toda esa secuencia a puro vértigo y coordinación. De a poco, forzado al principio, pero luego mejorando, aparece el humor en los personajes que están bien delineados en cuanto a los rasgos característicos de cada uno, y a la vez todos teñidos por una misma coloratura de cierta inocencia. En esto hay un buen mérito de los guionistas para establecer quién es quién. Por el lado de los de carne y hueso también hay algunas certezas. Will Arnet es un actor dúctil que aporta buena química a su partenaire Megan Fox. También queda demostrado que esta actriz es extraordinariamente bella, tan cierto como que no soporta un papel protagónico. Sobreactúa por momentos, además de parecer estar en un registro unipersonal, como si fuera su personaje lo único que importa, aunque esto es un problema de dirección actoral. Un sólido William Fitchner, que siempre está bien, entrega un villano creíble y ajustado. “Las Tortugas Ninja” es una película entretenida, aunque todavía queda por ver si realmente esta fórmula y estos personajes pueden sobrevivir al hecho no tener casi nada para contar. Siempre parecieron el producto de una imaginación forzada a tener que inventar algo nuevo, independientemente del verosímil. Acá es donde los lectores y el espectador deben aportar su máxima capacidad de concesión. Sin esto no queda espacio ni tiempo para generar interés alguno. A ver tortugas, además son mutantes, son ninjas y encima adolescentes (hay que ver cuanto hay de esto último realmente). Son también un poco Taif, lo suficiente como para concluir que estas tortugas entretienen un rato, sí, pero están un poco verdes todavía.
¡Qué valor viejo! Digámoslo como es. Después de lo hecho por William Friedkin en “El exorcista” (1973), hay que tener cojones para hacer una de terror con exorcismos pretendiendo originalidad y sorpresa. Linda Blair abría un baúl (previo antecedente brillantemente instalado), un vientito le daba en el rostro y ya estaba con el diablo en el cuerpo. Sólo quedaba ver el agravamiento de la nena a través de la cual Satanás escupía las miserias, debilidades y otros productos de la digestión humana. Estaba todo tan excelentemente contado que la secuela fue un verdadero plomazo insoportable. Ojo, nadie en el mundo lo entendió porque italianos, franceses, alemanes y hasta japoneses, quisieron su versión de gente poseída... No hubo caso. Una peor que la otra, ya sea por imitación de la original o por no saber manejar la línea divisoria del ridículo. Imposible acordarse de tantas imitaciones vanas. porque además ninguno pudo tampoco proponer nada nuevo a la hora de mostrar el poder diabólico: vientitos, portazos, objetos que se mueven solos, pasajes bíblicos reinterpretados, etc. En cuanto a la víctima poseída, acá sí que hay necesidad de felicitar a Satanás por la hegemonía estética lograda en cuarenta años ininterrumpidos de posesiones: ojos vidriosos o blancos, dientes bien amarillos, pelo despeinado, escritura con sangre en alguna parte del cuerpo, risa de motor de Rastrojero y, por supuesto; una tremenda voz que se escucha como un coro integrado por una soprano disfónica, el “coco” Basile y “mostaza” Merlo. Es así. No le demos más vueltas. Puede haber más, pero ahora sólo recuerdo un par de estrenos que pudieron (sin salirse de estos códigos) ofrecer una variable. Una era “Constantine” (2005). Estaba basada en un comic, es cierto, pero proponía un universo propio de lucha del bien contra el mal. La otra era “El exorcismo de Emily Rose” (2005) cuya apuesta iba hacia la sutileza más que al gore, pero principalmente focalizaba la atención en el juicio a un sacerdote que había practicado un exorcismo trazando un paralelo entre la justicia humana y la divina, mientras los flashbacks reconstruían el hecho per se (aprovechando esos momentos para generar tensión visual). Justamente el director de la última mencionada, Scott Derrickson, vuelve sobre la misma variable con “Líbranos del mal”, pero en lugar de un juicio tenemos una investigación policial bien condimentada. Luego de una introducción en la cual tres soldados norteamericanos en Irak bajan a una cueva donde pasa “algo”, la historia nos traslada a la ciudad de Nueva York. El sargento Sarchie (Eric Bana) anda muy ocupado combatiendo el crimen, casi sin tiempo para la familia. Su turno no comienza bien cuando a la noche encuentra un bebé muerto y abandonado. La cosa se va poniendo espesa con una serie de muertes que poco a poco van teniendo algún tipo de conexión. El comportamiento humano se oscurece. Llama la atención, por ejemplo, la denuncia a una señora que en plena visita al zoológico toma a su bebé y lo arroja a la jaula de los leones. Pronto, este tipo de manifestaciones llevan a Sarchie, y a su partenaire Butler (Joel McHale), a conocer al cura Mendoza (Edgar Ramírez), un ex--adicto devenido en ayudante de Dios. Lo demás debe averiguarlo el espectador. El realizador hace bien en confiar en su capacidad para narrar una investigación. En definitiva, “Líbranos del mal” es eso. Un policial con elementos sobrenaturales que actúan en forma secundaria a la trama, generando una buena dosis de intriga. Hay un buen acompañamiento de la banda sonora, no sólo por su aporte al subrayado, sino por la evasión al exceso dejando que el silencio también tenga su protagonismo. Además, también se logra una buena construcción de personajes en función de los antecedentes que los llevan al punto de cuestionar su propia fe en Dios o la futilidad de la misma. Por eso se refuerza el concepto de familia, ya que esta investigación aleja al protagonista de la propia sin reparar en que eso es precisamente lo pretendido por el enemigo. Será mejor no entrar a debatir el discurso, porque “Líbranos del mal” lo tiene sin eufemismos.: El diablo está en Irak, y ahora en casa amenazando a la forma de vida estadounidense. No somos tan tontos a la hora de ver una propaganda. Si nos detenemos allí toda la película resulta insoportable, aunque el mensaje sea un enunciado más que un desarrollo. Mejor quedémonos con un entretenimiento bien contado. En definitiva, es lo que el espectador va a ir a buscar al cine con esta película, y por cierto que lo va a encontrar.
Mirada retrospectiva a una cárcel con historia negra “La cárcel del fin del mundo” por fin trae a la luz la historia de una de las cárceles más despiadadas con la condición humana. Hay una decisión estética que combina elementos del cine de terror y misterio al colocar las cámaras en las mismas posiciones en que estaban aquellas utilizadas en los años ‘20, ‘30 y ’40, de manera tal de poder superponer pasado con presente en pequeñas apariciones casi fantasmales de los reclusos que sufrieron las condiciones del lugar hace muchos años. El film arranca con una representación. Una obra de teatro viviente que sirve a los efectos de un recorrido turístico mediante el cual los turistas obtienen una pequeña muestra de la dimensión real del presidio. Un segundo elemento, no narrativo, es la lectura de cartas recuperadas tanto de reclusos como de guardias. En esas palabras, leídas con cierto tono lúgubre, están los testimonios reales lo cual ayuda a bajar a tierra algunas imágenes de ensoñación que sirven para darle entorno geográfico. La película de Lucía Vasallo logra el objetivo principal de narrar la historia del penal alrededor del cual se construyó la ciudad y que funcionó hasta 1947. Una estupenda dirección de fotografía de Guido de Paula y la edición de Axel Krygier colaboran intensamente a darle a “La cárcel del fin del mundo” una impronta que por momentos deja picando la sensación de fantasía sutil frente a semejante crudeza. Es cierto que la estructura de la investigación y del guión no se escapa, ni pretende hacerlo, a un convencionalismo que en este caso se percibe necesario, pero en definitiva el personaje principal (el penal en sí mismo) queda realmente bien escrito en la memoria del espectador.
En el género documental, más allá de la forma de su realización, hay algo que destaca a los autores del resto de los mortales en forma concreta: el poder de observación y el deseo de investigar para satisfacer la curiosidad. Por eso el género necesita de realizadores como Franca González. Deben ser miles las veces que hemos pasado por Retiro sin reparar en ese tótem que se erigía en la Plaza Canadá. Y debemos ser muchos menos los que nos hemos preguntado por qué estaba allí. “Tótem” hace un recorrido de su historia en particular. El espectador encontrará sorpresas como que fue donado por Canadá a nuestro país, o que se trata de un verdadero objeto de la cultura indígena del norte del continente. La película en este sentido hace el recorrido inverso en el tiempo para ir del penoso estado en que se encuentra hoy, arrumbado en un baldío, al momento de ser tallado. Si el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires tiene o no desidia para con éste regalo es un tema presente durante un rato. Pero la responsable de “Tótem”, un estreno interesante, no se contenta con eso, y le otorga un costado histórico e inequívocamente místico al tratar de encontrar el significado de éste tipo de manifestación de cultura ancestral mediante el seguimiento de personajes que todavía hoy mantienen la tradición y la técnica del tallado en madera. Así llega a Canadá. Conocemos entonces a Stan Hunt, hombre de palabras concretas que ha heredado el arte de hacer estas estatuas talladas directamente desde la madera de los árboles. Se siente cierto bajón rítmico en la narración, probablemente por una incipiente sensación de agotamiento de algún que otro fragmento de la obra, pero la intercalación de archivo invita a focalizarse nuevamente. Como un ping pong donde el disparador inicial tiene su rebote final al volver del viaje, “Tótem” no se propone otra cosa que obedecer al instinto indagatorio, así el documental no sólo pasea al espectador por lugares poco comunes, sino que también lo invita, a través de lo tácito, a sentir otra muestra del poder de observación en pos del aprendizaje.
Que cada género tiene sus códigos, acepciones, convencionalismos y formas de hacerlo es una verdad de Perogrullo, pero útil de recordar a la hora del análisis. Es más, en este creciente cine argentino del género de terror es fundamental tener en cuenta el nivel de producción. No puede medirse con la misma vara que a las procedentes de Hollywood, porque en cualquier caso todo termina en el guión. Si el guión no es sólido, tanto en la historia principal como en las subtramas, y si los personajes no están bien pensados y delineados, no hay manera de lograr una obra de calidad, por más millones que se invierta la cosa no funciona, o salen garrones engañosos como casi tres insoportables horas de “Transformers: La era de la extinción” (2’14) En un registro estético emparentado con las dos primeras películas de Rob Zombie, en especial con “La casa de los 1000 cuerpos” (2003), “Making off sangriento: Masacre en el set de filmación” propone, desde el comienzo, ser una película ochentosa de asesinatos en serie, mucho gore y mucha sangre. En una locación de filmación, en la cual un grupo de estudiantes pretende terminar la tesis final de la carrera de dirección de cine, aparecen muertos la directora y uno de los actores. Luego de los títulos, lo que queda del grupo toma el olvido de suspender el catering de esa jornada como una señal para seguir adelante y “filmar otro guión”. Para ello convocan al actor ya antes seleccionado, Ricardo B (Marcelo Pocavida), una especie de Pappo, con menos tachas pero ostentando contra los estudiantes de cine, la misma actitud que “El Carpo” tenía hacia la música pop. También llaman a Lisandro Acuña (Hernán Quintana), una especie de leyenda entre los estudiantes, para que les dirija la tesis (un Alan Smithee encubierto). Al equipo se suma una directora de arte que, irónicamente, no modifica en nada lo que ya estaba pensado. A todo esto, un inspector de policía (Valentín Javier Diment) está a cargo de la investigación de los asesinatos porque, no olvidemos, acá hay dos muertos y alguien tiene que hacerse cargo. Ya desde los diálogos entre los atribulados estudiantes en el sillón, post interrogatorio, adivinamos un registro paródico que a su vez funciona como una constante burla a los lugares comunes del género. Aparentemente, todos están más preocupados por desaprobar el final que por las muertes. Así funciona el absurdo en ésta producción, y resulta efectivo gracias que Hernán Quintana y Gonzalo Quintana exponen en la puesta un notable fanatismo (a veces mucho) por el cine clase B. Guionistas y directores, los dos se permiten en igual medida tanto la posibilidad de divertirse con los clichés, como algunos guiños u homenajes al cine de Corman, Romero, Miner, el propio Zombie, y por qué no a otros viejos maestros, empezando por el apellido del detective: Caligari. También aparece la estética bizarro sexual de los ‘50. Como si Bettie Page fuera a algún programa de Crónica TV. De todos modos, esta comedia negra sobre el terror, que además se anima a hablar del esnobismo o la inseguridad (la secuencia de la encuesta de la comunidad vecinal no tiene desperdicio), tiene personalidad propia, un ritmo narrativo acorde con la duración y buen timing para los gags visuales (“la vieja hecha percha” por ejemplo). Hace más de 20 años que éste cine intenta salir a acortar la brecha generacional entre Narciso Ibañez Menta y el siglo XXI. Si bien el público tiene la última palabra, es hora de empezar a quererlo (INCAA, atiendan el teléfono por favor), y darle la oportunidad que merece. “Making off sangriento: Masacre en el set de filmación” es la confirmación de que si hay tal cosa como “nuevo cine argentino” (“Que se muera Trapero”, que. modo de gags de tribuna, se escucha en un momento en una manifestación). Al menos en éste género los realizadores tienen mucho más claro qué y cómo hacerlo. El terror argentino está vivo y goza de buena salud.
Sino fuera de Marvel y de Marvel Studios, es difícil precisar cual sería la suerte de una película como “Guardianes de la galaxia”. Es cierto que la historieta data de fines de la década del ‘60. Tan cierto como que en 2008 necesitó un nuevo equipo de escritores para evitar la debacle (ahora lo llaman relanzamiento). Si se pudiera tener una visión global, un cuadro gigante con todos los personajes de Marvel, lo de esta película parecerían ser viejos bocetos. Las ideas que no prosperaron. Tal vez este concepto sea la mayor ventaja y a la vez la peor contra que tiene este producto. Ante todo “Guardianes de la galaxia” es una comedia de acción ubicada en un futuro incierto y en algún confín del espacio. Lejos están los planteos existencialistas del héroe de El Hombre Araña, la lucha con la bestia interior de Hulk o la oscuridad de los X-Men a partir de la discriminación y el ser distinto. Es como si Stan Lee (que no para de hacer cameos últimamente) en lugar de mandar a los guionistas a hablar con un psicólogo para nutrir el intelecto de los personajes los hubiera mandado ver a Tinelli, o una maratón de los freaks que suelen desfilar por Crónica TV. Hospital. Un niño desgarrado y triste aguarda en una sala de espera mientras su madre muere de cáncer. Lo llevan a verla, pero él no quiere saber nada. La madre le da un regalo y extiende su mano para tocarlo por última vez. Él trata de no ver. Ella muere. Todos lloran, así van a ver los chicos de hoy lo que sentimos los grandes cuando vimos “Bambi” (1942). Lo dicho antes: si fuera X-Men la intro serviría para justificar que Magneto quiera convertir el planeta en una canica, pero acá, apenas si sirve para justificar un gag musical en el último acto. En fin, veinte años después, Peter Quill/Starlord (Chris Pratt) es un hábil ladrón con problemas de dinero que roba un orbe (objeto que guarda un enorme poder) codiciado por otros enemigos. Entre ellos por Ronan (Lee Pace) quien lo pretende para gobernar la galaxia traicionando a su jefe primero y por Yondu (Michael Rooker), quién lo pretende porque sospecha que vale mucha plata. Por razones que no conviene revelar, Peter termina involuntariamente aliado a Groot (Vin Diesel), una especie de tallo color habano que sólo dice “soy Groot”, Rocket (Bradley Cooper), un mapache renegado y mal llevado, y Drax (Dave Bautista) un patovica desteñido que pega antes de preguntar. A ellos se sumará Gamora (Zoe Saldaña) con otras intenciones. Este rejunte de forajidos vienen a ser los que eventualmente salvarán el día. Desde el punto de vista de la adaptación, se diría que esta versión es más fiel al “relanzamiento” que a lo hecho en los ’70, aunque no faltarán cameos o referencias como para que los fanáticos queden conformes (el perro Cosmo por ejemplo, que seguramente tendrá otra participación en el futuro). En cuanto al nivel de producción, sabiendo que la mayor parte del presupuesto se va en la post-producción, “Guardianes de la galaxia” está un par de escalones debajo de lo ya visto. Se notan algunos escenarios digitales (en especial en las tomas panorámicas) y lo artificial del diseño de arte lo cual, paradójicamente, colabora con la impronta conceptual de ser una suerte de ficción clase B que se toma algunos gags para reírse de sí misma. “Esa frase el lo más cliché que existirá jamás”, le recrimina Rocket a Peter en un momento, invitando al espectador a no tomarse nada en serio. En esta constante presencia del humor es donde se halla el mejor valor de la obra. Hay algo extraño con la música. Como una intención de rescatar viejos éxitos de los ‘70 que casi nunca funciona. Dave Jordan, el supervisor musical no ha logrado prácticamente en ningún momento que los temas seleccionados tengan un “punch” concreto. Sólo alguna que otra alegoría en la letra que acompaña determinadas situaciones. Mientras el espectador vaya esperando reírse simplemente, sin más profundidad ni sustentabilidad que la risa misma, la va a pasar fenómeno con este entretenimiento. Por cierto, sin eufemismos, lo último antes de comenzar los créditos anuncia lo inevitable: “Los Guardianes de la galaxia regresarán”. Están todos avisados.
Una película que arranca con cuatro minutos de un plano fijo en una calle como esperando salir, y que luego suma otros tantos en un recorrido nocturno por barrios no muy pudientes mientras suena un programa dedicado a las canciones revolucionarias de antaño, da cuenta de dos datos fundamentales: el ritmo narrativo elegido por el director Michael Wahrmann y la temática a tratar que, como pasa con la radio de noche, es escuchada por pocos quedando en forma subrepticia en la historia. Así comienza “Avanti popolo”. Suena “La muralla” (Los Quilapayún) o el uruguayo Daniel Viglietti (“Me matan si no trabajo”). Luego que el Hijo (André Gatti) llega a la casa de su Padre (Carlos Reinchenbach) comienza el encuentro generacional y la búsqueda de un pasado no tan reciente, pero bien a flor de piel desde el afecto. Allí mismo, como fantasmal, aparece el primero de varios registros en Súper 8. Dos hermanos jugando a los pistoleros. Un recuerdo, una fantasía de antaño, un sueño… El realizador utiliza las viejas películas por un lado, y las actuaciones por otro, pero al revés de lo que se supondría. Los dos actores se ven en un registro absolutamente natural, casi en estado puro en donde el realismo es la herramienta principal que nos remite al documental. Por el contrario, las viejas cintas y la intervención de un hombre que repara el proyector de súper 8, comienzan lentamente a construir una suerte de relato en el cual el eje central es el reencuentro con alguien que ya no está. Despareció hace tiempo. Todo un collage de conceptos (rara la inclusión de una charla sobre el dogma) que giran en torno a la espera. En este sentido, se agradece el gran trabajo de Carlos Reinchenbach en conjunto con dos pequeñas joyas visuales: la dirección de arte presentada en un living que parece salido de un cuento de Po, y el hallazgo de incluir un perro como metáfora de la soledad. El padre perdió un hijo, y en la espera del mismo también signos vitales que,junto con el lugar donde vive, se deteriora inevitablemente. Por otro lado, el hijo no le va en saga, y si bien representa cierto empuje a salir adelante, no parece tener un destino muy distinto del de su progenitor. “Avanti popolo” no intenta bajar línea ni ponerse de un lado o del otro de la historia. Es simplemente un retrato del paso del tiempo frente a las pérdidas. Una buena propuesta del reciente cine de Brasil.
Un año después de terminar “Tótem” (2013), Franca González avanza en su carrera como documentalista. Si la anterior miraba hacia atrás en el tiempo para desandar el viaje de un objeto, en “Al fin del mundo” hay una intención de registro como para mirar el futuro con cierto tono optimista. Todo documental tiene su génesis en la inquietud. En el espíritu de la curiosidad provocadora, en el deseo de investigar. A veces funciona como disparador para hacer registros lúdicos sobre la vida humana. La directora presenta, en esta suerte de díptico caprichoso por la distribución del cine vernáculo, a un personaje de singular carácter. Un voluntario “salvador” del pueblo donde vive. Roberto vive en Tolhuin, Tierra del fuego. Un lugar en el cual la nieve, el frío, y las consecuencias en el ánimo de los habitantes, forman casi un paisaje del sentir colectivo en una pequeña comunidad que convive con las inclemencias del tiempo. El formato elegido ésta vez, a diferencia de cierto convencionalismo de “Tótem”, está más emparentado con el reality show de cámara oculta como recurso estético, aunque está claro que el género es documental. El seguimiento a este hombre por parte de la cámara obedece a una impronta optimista en su personalidad. Dadas las condiciones en las cuales vive, lo mejor que se le ocurre es organizar un carnaval en el lugar. Casi como un homenaje no velado a las utopías la idea es seguirlo en esta empresa, ver si se presenta alguna dificultad en el camino y si eventualmente logra el objetivo. Tal vez lo más interesante no sea la organización per sé, pues ya dijimos que parece una metáfora de la utopía. Lo más jugoso consiste en ir conociendo otros personajes en su cotidianeidad, cada uno con su propio universo, unidos a su vez por las imponentes y bellísimas imágenes exteriores que, sin escapar a la postal, se encargan de establecer un marco tan cerrado que sería difícil imaginar esta película sin ellas. Es decir, el pueblo de Tolhuin también participa activamente en “Al fin del mundo”. Dejando de lado alguna situación donde se nota una intención de intervenir el realismo con indicaciones necesarias para que la narración funcione como tal, y cierta extensión innecesaria cuando ya la imagen contó lo que tenía y podía contar, se aprecia el amor por el detalle que la autora impregna a los encuadres. Una producción coherente que se amalgama con su anterior filmografía, pero sobre todo una obra que permite ver un ejemplo de cómo plasmar una temática abstracta, en este caso el optimismo, en algo mucho mas tangible.