Cuando todo está tan elaboradito desde el discurso hay cierta sospecha volando en el aire. ¿Qué querrá decir en realidad? ¿Es una trampa dialéctica? Algunas de estas preguntas me hacía yo el año pasado frente al estreno de “La noche de expiación” (2013), una película cuyo planteo inicial era el siguiente: futuro cercano en Estados Unidos; Sociedad intolerante, cruda y violenta; Olas de crímenes; Al no poder controlar la situación, “otra gente” toma el poder político; Para bajar la tasa de criminalidad y que los muchachos descarguen la maldad natural de una sociedad enferma los “nuevos fundadores del país” han decretado una noche de “purga”, en ella todos los ciudadanos están habilitados durante 12 horas para cometer todo tipo de crímenes, incluido el asesinato. En aquella oportunidad se abordaban dos temas fundamentales: El primero, la paranoia de una sociedad enferma por la inseguridad interna y externa plasmada a través de un personaje orgulloso por haber instalado el mejor sistema “anti-purga” del mercado para esa noche. El segundo, tenía que ver con las clases sociales, así la clase alta se toma muy a pecho esa noche practicando una forma sádica de violencia en especial (aquí va lo de la trampita), cuando el protagonista esconde involuntariamente a un linyera sin techo y el líder de una banda de gente adinerada le pide que lo entregue para poder descargar su ira sobre el tipo. “Entréguenos al puto pordiosero para que podamos purgar” y “…esta es la forma en la que los nuevos fundadores eliminan la clase baja…”, y cosas por el estilo. Viniendo de Hollywood, era demasiado raro. Menos mal que ya no hay caza de brujas allá. ¡Bah!… En fin, como ya no hay macarthismo, James DeMonaco se puso a escribir una secuela que acá se tituló “12 horas para sobrevivir”. Más allá del discurso de ambas, se puede decir que en la primera al menos había una construcción coherente del relato, pero sobre todo personajes sólidos, creíbles. En esta segunda parte, el discurso no cambia. En todo caso se agrega un tercer factor político (la traducción del título original es “La purga: Anarquía”), un grupo de fanáticos liderados por un tal Carmelo (Michael K. Williams) “en contra de un sistema que utiliza la exclusión de la clase baja como método para la redistribución de la riqueza”. Interfieren los medios monopólicos de la información, sabotean todo lo que pueden… ideal para una rutina de Stand Up made in Argentina. De todos modos sigue siendo supuestamente una de acción Acá es donde se encuentra la falla mayor. Hay un personaje que en la misma noche de purga anda vigilando, buscando vaya a saber qué. El hombre decide salvar dos pares de víctimas inocentes instalando la ruptura del verosímil por falta de justificación de las acciones, no de él; sino de todos los personajes. De ahí en más, usted decidirá si compra o no. En especial una escena de celos en un departamento que tira a la basura lo poco que quedaba de sentido común. Por cierto, el manejo de climas con respecto a la generación de tensión dramática dado el escenario, la dirección de fotografía y la compaginación serían valores para destacar frente a un guión endeble y poco creíble al cual se suman, con excepción de Kiele Sánchez (la novia del tipo que al principio le falla el auto y los deja desamparados), actuaciones poco convincentes de todo el elenco, empezando por un desperdiciado Frank Grillo. ¡Ah! Las preguntas del principio (¿Qué querrá decir el discurso en realidad? ¿Es una trampa dialéctica?), no son respondidas aquí. Tal vez en la tercera, pero lo más probable es que ya deje de importar.
¿Qué le pasa a Pierce Brosnan? Desde que dejó al 007, allá por el 2002, viene tambaleando, por no decir en picada. Es un buen actor. Conoce la cámara, además de ser un gran dosificador de gestualidad. Es de esos actores que sino está bien dirigidos no “salva” una película. Un breve repaso ejemplificador sería el flojo protagónico de “Al caer la noche” (2004), un mal villano en “Chantaje” (2007), el espantoso melodrama “Prueba de amor” (2009), con una escena patética en la cual intenta llorar pero parece estar seco de vientre, flojísimo en “¡Mamma Mía!” (2008) tratando de hacer lo que no sabe. errático en “El camino de la salvación” (2011), estrenada en DVD. y jugando al “pendeviejo” con Emma Thomson en “Love Punch” (2013), estrenada entre nosotros hace un par de meses. Los pocos trabajos con cierta composición fueron en “Perseguidos por el pasado” (2006), ese western inquietante junto a Liam Nelson, lo hecho con Polanski en “El escritor” (2010), y la comedia de 2004 “Las reglas de la seducción” junto a Julianne Moore. Todo esto para presentar un nuevo traspié en su carrera que, en realidad, es otro caso de falta (o equivocada) dirección de actores. “Todo lo que necesitas es amor” es, además, la demostración que se puede ser brillante en la dirección cinematográfica, pero si el guión falla es difícil salir a flote. Susanne Bier ha demostrado sensibilidad en sus películas. No solamente con “En un mundo mejor” (2012), ganadora del Oscar a mejor película de habla no inglesa, también con el drama “Hermanos” (2004), o “Lo que perdimos en el camino” (2007). Aquí, en dupla con Anders Thomas Jensen, su ya co-guionista habitual, presenta un drama con algo de humor que en realidad comienza al revés. Ida (Trine Dyrholm) es una peluquera sin pelo por causa de un cáncer del cual se está recuperando, aunque tiene otro en forma de marido a quien encuentra in fraganti en la casa un día cuando vuelve del médico. Por otro lado Philip (Pierce Brosnan) es un empresario fruti-hortícola con base en Copenhague. Es viudo, pero el dolor lo canaliza con poco tiempo para los afectos y adicción a su trabajo. Sus vidas chocarán (poca sutileza la de la directora al mostrarlos colisionando en un estacionamiento) para enterarse, en un diálogo muy forzado, que sus sendos hijos se van a casar en Italia. Nos enteramos porque además suena That’s Amore” todo el tiempo como un jingle de publicidad. Hasta allí la comedia que luego da paso a una densidad innecesaria para el planteo inicial. Sucede que el guión empieza a ramificarse y darle más importancia a las subtramas que a la relación entre ambos. Se multiplican los temas (salir del placard, la infidelidad, sobrellevar el dolor, la hipocresía, etc) y lentamente va perdiendo el interés, se diluye la idea ver la historia de dos personas cuyo pasado e inmediato presente funciona como una mochila no asumida, como barrera entre ambos. “Todo lo que necesitas es amor” encuentra apenas algunos momentos de la danesa Trine Dyrholm como para despertar interés por un personaje que se deja avasallar por lo insólito de algunas situaciones, y eventualmente un buen trabajo en la banda sonora. De Pierce Brosnan concluimos que su problema es la mala elección de sus trabajos. Por el lado de la puesta, ni siquiera algunos inserts de imágenes postales de la costa italiana están justificados. Hay poco para rescatar porque así sucede cuando se carece de solidez literaria.
Obra sólida que sin renunciar a ser comercial hace valer cada una de sus imágenes Tuvo un excelente comienzo en 2011 el relanzamiento de la saga “El planeta de los simios” con (R)evolución, por ritmo narrativo, creatividad para encontrarle intensidad dramática, y capacidad para hacer una relectura del texto original interpretándolo y re-significándolo; ofreciendo varias aristas para el análisis del espectador. A partir de la distopía en la que se planteaba la novela original y sus versiones cinematográficas, estas dos producciones consiguen construir un universo tan coherente desde la idea que se aparta del producto pochoclero hollywoodense y deja lugar a una cosmovisión política, social, económica e histórica que gira alrededor de la relación del ser humano consigo mismo, en función de su organización en sociedad; pero también con el mundo que lo rodea. “El planeta de los simios: Confrontación” toma la posta en el punto exacto dejado por su antecesora: uno de los científicos intoxicado en un laboratorio estornudaba sangre en la cara del vecino (piloto de avión) de César (Andy Serkis), provocando la propagación del virus que se veía multiplicarse en los créditos finales. Casi con los mismos gráficos vemos un globo terráqueo con la trayectoria que alcanza la enfermedad de un punto al otro, disparando a su vez varias redes de contagio. Superpuesta hay una serie de flashes informativos, comentarios e informes periodísticos (¡basta de este recurso por favor!), de manera tal que para cuando aparece el título sabemos que hubo un “paciente cero”, pandemia, disturbios, posibilidades de supervivencia de uno en quinientos y que, finalmente, sólo quedan algunas comunidades humanas incomunicadas por falta de energía. El “virus del simio” aniquiló la raza humana. A partir de allí, imaginamos que luego de la revolución iniciada ahora la cosa está más equiparada. César tiene su lugar en el mundo, una comunidad organizada a partir de su mensaje (transformado en causa) con él como líder y, por supuesto, tiene una familia. Mujer y dos hijos. Luego de una introducción en la cual vemos un ritual de caza con lección de “piensa antes de actuar” incluida, vendrá la escena disparadora del conflicto. Dos monos vuelven de pesca y se encuentran con un grupo de exploradores humanos en busca de reactivar una central hidroeléctrica para poder hacer contacto con sobrevivientes de otras partes del mundo. Presa del miedo, uno de ellos hiere de bala a un primate. El alerta deja enfrentados a ambos bandos y a la vez a sus líderes con sus lugartenientes. Veamos: en el bosque Koba (Tobby Kebbell), mano derecha de César, desea la inmediata aniquilación de los humanos pues todavía le queda rencor por los vejámenes sufridos cuando era un entretenimiento circense. Esto lo enfrenta al jefe desde el punto de vista ideológico ya que él sólo desea que cada uno habite en su casa en paz. Algo parecido ocurre en la zona donde antes se erigía San Francisco. Dreyfus (Gary Oldman) entiende que en su comunidad está todo a punto de estallar por la falta de energía y quiere atacar a los simios ante la oposición de Malcom (Jason Clarke), quién sólo quiere pactar con los monos para que los dejen pasar a arreglar la represa y después cada cual a su casa. El cuadro de situación entre el mono y el hombre podría resumirse en civilización y barbarie (estoy dispuesto a discutir cuál es cuál), pero viendo que unos y otros se encuentran en ambos extremos del puente de San Francisco es más jugoso pensar en la gran metáfora sobre la teoría evolutiva de la cual, entre el mono y el hombre, sólo queda un viejo puente a punto de desmoronarse, como una vieja idea cuya discusión ya carece de sentido. También de un lado y del otro se plantean juegos políticos, alianzas y traiciones, lo cual remite dramáticamente a conceptos shakesperianos. Los guionistas bebieron (muy bien) de “Coriolano”, “Julio César”, “El Rey Lear”, y hasta de “Macbeth” del gran dramaturgo inglés, si tenemos en cuenta la trama que Koba arma alrededor de un atentado. En cuanto a la fuente original, la novela de Pierre Boulle, más que una precuela hay, de parte de los guionistas Mark Bomback, Rick Jaffa y Amanda Silver, una deconstrucción previa de la idea para luego armar una nueva muy por fuera de todo lo realizado hasta ahora. Haciendo las concesiones visuales necesarias, Star Wars se puede ver en orden pese a que los episodios IV, V y VI se filmaron entre finales de los ’70 y principios de los ’80, con mucho menos adelantos técnicos. Por el contrario, una vez terminada de ver la tercera parte (a estrenarse en 2016) será poco soportable seguir en casa con las realizadas entre 1968 y 1973. No por una cuestión visual, sino conceptual, empezando por la multiplicidad de lecturas que permite esta nueva versión. No debería haber más que espectadores agradecidos al término de “El planeta de los simios: Confrontación”. Aún con cambio de director (Matt Reeves por Rupert Wyatt) la idea se mantiene intacta. Sólida. Estamos frente a una obra en la cual nadie renuncia a ser comercial, pero hace valer cada segundo de imagen en pos de hacer una historia bien narrada. Para luego quedará el análisis del texto cinematográfico, la interpretación del funcionamiento de la sociedad occidental tal cual la vemos hoy e incluso la detección de algunos homenajes sutiles al western de John Ford. Hasta eso es lujoso en esta gran película.
Lo dijimos mil veces: ser predecible en un género como el terror es el peor enemigo de sus enemigos, salvo que estemos frente a una saga ochentosa de esas en las cuales todo era una excusa para ver como el monstruo de turno se superaba a sí mismo en la sofisticación de la forma de matar a sus víctimas. Desde “Martes 13” (1980 y secuelas) hasta “El juego del miedo” (2004 y secuelas), por abarcar cuatro décadas, la calidad de los guiones se fue al tacho que está justo a la máquina de pochochos, y los villanos se convirtieron en una suerte de antihéroes de la cultura pop en tono paródico. No es el caso de “La invocación”, pero qué bien le hubiera venido un giro hacia la comedia para evitar el desastre. Hay intención de contar una historia, pero la mayor dificultad es compartida entre el guión y la dirección. Introducción: un tipo está desesperado tratando de sintonizar algo con una especie de radio. Transpira con cara de "falta un minuto, 0 a 0, penal a favor de su equipo y la radio que no anda bien". ¿Hacía falta exponer al actor a ese objeto que da para el chiste inmediato? Finalmente habla alguien. Son los hijos que andan perdidos en el éter, ¡vaya uno a saber cómo! El hombre pide perdón. Acto seguido es poseído hasta caer escalera abajo y romperse la mollera. Tiempo después una nueva familia se muda a la casa, pero pese a las ochocientas señales nadie percibe que hay algo raro. A todo esto una chica del barrio se hace la histérica con hijo adolescente, pero después le da bola. Luego quiere convencerlo de meterse en el desván donde está la famosa radio para develar el misterio. Le dice que ella conoce bien la casa pero, luego se arrepiente de andar llamando al espectro y dice que tiene miedo. Eso no será la única incoherencia de la película. El culpable de este bodrio se llama Mac Carter, un novato que atenúa este mal paso gracias a la incondicional colaboración del guionista Andrew Barrer, también debutante. La sensación es la de estar viendo un trabajo de estudiantes de cine fanáticos del género que no supieron como resolver la construcción de sus personajes ni de sus acciones. La banda sonora ayuda a anticipar mejor los sustos y la fotografía tiene un tufillo artificial, más técnicas que artística. Se sabe que en el rubro actuaciones el terror necesita actores que entiendan el código para hacer creíble el planteo. En “La invocación” hay fallas en el casting. No se salva casi nadie, excepto por la vecina (Liana Liberato), pese a las contradicciones de su personaje, y aunque Jackie Weaver hace rato peina celuloides acá está tan obviamente maquillada e iluminada que hubiera sido mejor taparla con una caja para que el espectador no sospeche que sucede algo raro con la señora. Por cierto, la escena en la que le grita a los chicos: “¡váyanse de aquí!” (o algo así) está dentro de las peores de la década y provoca carcajadas en lugar de su intención original.
Las películas sobre enfermos terminales tienen aristas muy definidas cuando se habla de los ejes del conflicto. Tres vértices principales sobre los cuales se apoya el drama: primero, la discriminación, indiferencia y cómo el entorno social y familiar toma la situación; segundo, la burocracia del sistema de de salud y/o la ausencia del estado como factor de contención; tercero, la propia forma de tomar las cosas por parte de quien padece la enfermedad, lo cual supone una gran oportunidad para hacer crecer a un personaje. Sea el SIDA como en la extraordinaria “Philadelphia” (1993), una enfermedad desconocida como en “Un milagro para Lorenzo” (1992), o elefantiasis como en “Máscara” (1985), el espectador deberá convivir con “eso” invitándolo casi por carácter impuesto a ponerse en el lugar de quien padece. Llorar se llora pero cómo se llega a eso marca la diferencia entre “50/50” (2013) o “Eternamente amigas” (1991) entre los miles de ejemplos posibles. Claro, según como sea el abordaje de la temática estaremos frente a un dramón lacrimógeno, a veces con golpes muy bajos a la sensibilidad, otras con salidas más pensadas y elaboradas), o frente a una obra muy parecida a una comedia que intenta llegar, a través del humor y la emoción, no sólo al corazón de la platea sino a un gran nivel de profundidad del tema. “Bajo la misma estrella” (pésima elección respecto del título original) transita por esta última opción, adosándole los elementos clásicos del romance. Hazel (Shailene Woodley) tiene cáncer de pulmón, lo cual la obliga a ir de acá para allá con un respirador artificial. No tiene muchas esperanzas pese al intento denodado de sus padres de encontrar actividades que la hagan abrazarse al lado luminoso de la vida, evitando que la depresión de su hija pese a la propia. Asiste a un grupo de autoayuda en el cual conoce a Gus (Ansel Elgort), quién perdió la pierna por otra variante de la misma enfermedad. Desde el vamos, entonces, la protagonista nos avisa que no estamos frente a “una de esas de Hollywood en las que al final todo se arregla”, y luego agrega: “A mi me gustan más ese tipo de historias, sólo que no son verdad”. Si me permite yo voy a agregar: vaya al cine con un kilo de carilinas. Hazel y Gus parecen la antítesis del otro respecto de cómo tomar su condición. Gus ha decidido que quiere trascender, llegar a ser, o hacer algo importante, que cambie la vida de la gente; Hazel está absolutamente resignada. Se tiran dardos en la reunión… Ni pregunte. Se gustan mucho. Muchísimo. Allí está el segundo acierto del director Josh Boone de la correcta “Un lugar para el amor” (2012), estrenada el año pasado, lograr en el espectador en pocos minutos, un nivel de compromiso con la historia desde el punto de vista de Hazle, para luego contraponer un altísimo grado de optimismo en el personaje de Gus. Sobre él descansa el peso de casi toda sonrisa posible a lo largo de la obra. Desde el vamos, el primer acierto es la elección de la pareja protagónica (venían de hacer “Divergente” , 2014). Shailene Woodley y Ansel Elgort le otorgan a sus personajes frescura, personalidad y determinación. Funcionan en cada fotograma como un ejemplo cabal de química escénica sosteniendo cada escena con tanto talento que sobrellevan varios pasajes muy cercanos al melodrama. Es por estos personajes (muy bien concebidos y descriptos en la novela de John Green) que el espectador vibra y siente su propia construcción de la historia. El realizador apela siempre a la sensibilidad, pero no por acciones de la historia sino por la omisión del golpe, bajo aunque haya escenas que subrayan la lágrima. El resto del elenco cumple con creces (tal vez Willem Dafoe está un poco sobreactuado), y así la historia de amor se hace creíble y llevadera. Una suerte de “Amor eterno” (1981) moderna y varios etcéteras, “Bajo la misma estrella” camina con música acorde a esta época, diálogos sueltos y ocurrentes, y un desenlace que se corresponde con el mensaje final. No pasará desapercibida en los próximos premios de la academia pero, sobre todo, hay una generación que tendrá motivos para recordarla mucho tiempo. No estamos frente a una obra maestra, claro está, sino ante una producción que tiene las características necesarias para convertirse en un referente a la hora de recordar las películas de la segunda década del siglo XXI. Si quiere llorar, llore.
Sabemos que la justificación de una secuela obedece, en la industria hollywoodense, a la importancia del engrose de las cuentas bancarias de los productores en desmedro de la calidad de los relatos o de la necesidad de expandir la historia original. En 2010 la Dreamworks lanzó al mercado “Como entrenar a tu dragón”, que ya desde el título alimentaba la curiosidad y de hecho la satisfacía con creces. La historia era la de Hipo (voz de Eleazar Gómez), un pre adolescente hijo del jefe de un clan de vikingos que habitaba en un peñasco. Gente feliz, excepto cuando la aldea era asolada por dragones de todos los tamaños, colores y formas. Hipo, demasiado flaco y desgarbado para ser guerrero, contrastaba mucho con los suyos empezando por un interés hacia la física y hacia los inventos o sea, una mente expandida que eventualmente termina entendiendo a los dragones para lograr ponerlos de su lado. Perder el miedo a lo distinto, aceptar otra mirada, etc. era en definitiva por donde pasaba el mensaje. Bien. Cerró allí. El protagonista reflexionaba sobre el pueblo, las desventajas de la comida y lo bueno de que haya mascotas dragón en lugar de loros (¿?). Si eso no es un cierre, el cierre dónde está? Mucha plata después Hipo creció un poco y anda medio rebelde a los mandatos paternos. Sobre todo cuando se entera que su padre (voz de Idzi Dutkiewicz) planea entregarle el liderazgo. Él, espíritu libre, adolescente, quiere otra cosa, como volar e investigar otros mundos junto a Astrid (Leyla Rangel). En uno de esos viajes descubre un grupo de mercenarios cazadores de dragones que deben llevar su particular botín a Drago (voz de Carlos Segundo), el villano de turno que pretende dominar a todos los dragones mediante un macho alfa gigante (parece un homenaje a Godzilla), al cual tiene bajo su yugo. Dentro de esta aventura conocerá a su madre Valka (Rebeca Patiño) a quién se dio por perdida 20 años atrás. Dean DeBlois, director y guionista de ambas entregas (y de la tercera para 2016) saca de una galera artificial la excusa para darle peso dramático a la historia. Convengamos que la reacción del padre ante la aparición de su mujer veinte años después está más cerca de Migré que de la realidad. De todos modos, la curva de tensión tiene su ritmo aunque la decisión para el producto final pasa por la aventura con algunos toques de humor que funcionan muy bien, pero deja todo librado al entretenimiento puro perdiendo así alguna posibilidad de ahondar más en los lazos familiares, la fidelidad, e incluso el cuidar de los suyos por más que la frase se diga dos o tres veces a lo largo de los 102 minutos. No hay nada de malo en la intención de entretener a los chicos y de paso dejar alguna moraleja. En este último sentido, “Cómo entrenar a tu dragón 2” apunta más alto de lo que le da el rango de tiro. Por cierto, su aspecto de leyenda medieval se mantiene intacto con un doblaje que repite casi el mismo elenco de la anterior. Tal vez los estudios de animación nos tengan mal (bien) acostumbrados a un contenido más profundo sin dejar de lado el vértigo de la aventura. Análogamente, al término de ésta película uno puede concluir en que se vio algo decentemente bien hecho pero, ¿no había otra idea como para no forzar tanto una secuela?
Se puede empezar con una suerte de axioma para comenzar este comentario. La historia del séptimo arte está repleta tanto de actores cómicos como de público alabador o detractor de los mismos. Chaplin o Keaton son valores universales hoy día, pero como la risa y lo que la provoca son muy subjetivos. Uno puede suponer que en sus épocas habrá habido gente que salía de ver “Carlitos Bombero” (1916) diciendo: “yo a Chaplin no me lo banco”. Lo mismo habrá ocurrido con Totó, Jerry Lewis, Lolita Torres, Cantinflas o Pierre Richard. Adam Sandler no escapa a esta posibilidad, de modo que aquellos con opiniones en contra del actor pueden abandonar la lectura de este texto e ir a buscar otro comediante. Para aquellos a los que su sola presencia impulsa a la compra de la entrada, se pueden quedar un rato más. Su impronta de tipo buenazo de comentarios graciosos que funcionan como tiros por elevación está intacta, a la vez saludablemente contenida para no saturar ni caer en facilismos. Al comienzo de “Luna de miel en familia” una cita a ciegas entre Jim (Adam Sandler) y Amay (Drew Barrymore) sale de la peor manera. Se manifiestan las cosas que cada uno detesta más del sexo opuesto. El sello de semejante mal momento es el juramento de no volverse a ver. Pero la vida (y la comedia) les da revancha cuando cada uno por separado decide irse de vacaciones con sus respectivos hijos. Ambos coinciden en Africa (cómo y por qué, dejémoslo ahí así no se borra la sonrisa). El resto del guión de los casi novatos Ivan Menchell y Clare Sera es predecible, pero no por eso carece de virtudes. Como si sabiendo que el público puede adivinar como termina le sacaran el jugo a cada situación y personaje. Por su parte Frank Coraci dirige a Sandler por cuarta vez y ya parece conocer de memoria las herramientas histriónicas del actor como para acertar siempre. Por si fuera poco, es la tercera vez que lo vemos como partenaire de Drew Barrymore después de “La mejor de mis bodas” (1998) y “Como si fuera la primera vez” (2004), estableciendo claramente una dupla con mucha química que merece estrenar más seguido. Pese a cierto exceso de edulcorante para cuando la situación entre ambos entra en zona de definición, y dejando de lado alguna de las arbitrariedades de la historia, ”Luna de miel en familia” se transforma en la comedia del momento gracias todo lo expuesto anteriormente, sumado al elemento principal: el timing. Tanto en diálogos como en las acciones de casi todos los personajes, el engranaje funciona como un relojito. Las ganas de reír, agradecidas.
Una ametralladora de chistes para dos horas de buena comedia El momento creativo por el cual está pasando Seth McFarlane ya no puede ser definido como “momento”. Es un rato largo que, como todo en Hollywood, comenzó con el típico “There’s a new guy in town” (hay un nuevo muchacho en la ciudad) en los ‘90 como guionista de algunos episodios de los dibujitos más “borders” de Cartoon Network como “La vaca y el pollito” o “Johnny Bravo”. Pero fue en 1999 con “Padre de familia” (la versión sobrecargada de Los Simpsons) para la señal Fox, en donde el hombre de Connecticut se soltó con la comedia de diálogos filosos, ácidos, políticamente incorrectos, y con una irreductible capacidad de observación de la realidad presente en la clase media norteamericana con la cual es visceral. Casi condenatoria. El turno del cine fue con “Ted” (2012), ese osito de peluche asqueroso, mal hablado y desopilante, que cobraba vida para convertirse en partenaire de su dueño. Luego de su brillante participación en los Oscar 2013 avanzó con su humor sobre nuevos escenarios, esto último ha de tomarse literalmente. En “A million ways to die in the best” Albert (Seth McFarlane) es un criador de ovejas en Arizona en 1882. Para los códigos sociales de esa época es un cobarde bueno para nada, lo cual no parece del todo incierto porque en el arranque trata de evitar un duelo a fuerza de chistes. A partir de ello su novia Louise (Amanda Seyfried), lo abandona por el dueño de una “bigotería”, dejando a nuestro protagonista en una tremenda depresión de la cual se desahoga de vez en cuando con su amigo Edward (Giovanni Ribisi), un idiota que conserva su virginidad para casarse con su novia prostituta de profesión. Clinch (Liam Neeson) aportará al guión el rol de villano codicioso que mientras planea un asalto a una diligencia deja a su bella esposa Anna (Charlize Theronm) en el pueblo en donde conocerá a Albert. Claro, se enamoran. El resto ya se sabe por donde irá. En términos de ritmo, el humor de McFarlane es como un solo de batería, una ametralladora de chistes que en este caso son casi todos sobre el oeste o sobre el western como género. Todo vale aquí. Desde romper la cuarta pared a homenajear a “Volver al futuro” o al propio Clint Eastwood (el villano se llama Clinch Leatherwood). Por eso no debería uno confundirse. Este, ni es un western ni aborda su temática. El far west sólo sirve como marco, como escenario para justificar todo tipo de gags, en especial los sexuales o escatológicos que el director (por su oficio de comediante) hace funcionar bien. Por supuesto que para desplegar todo esto hace falta una historia básica y archiconocida, lo cual es lógico porque sino no habría parodia posible. Habrá varios cameos, tomas panorámicas grandilocuentes y hasta la banda de sonido suena como una suerte de reverencia musical. Si el espectador lo analiza a nivel macro, ver “A million ways to die in the best” es, en el texto cinematográfico, como presenciar una rutina de stand up por momentos literal (al principio cuando Albert habla del lejano oeste), por momentos desde la imagen. Todo para dos horas de pura comedia. Ideal para los que vayan a buscar todo tipo de variantes de humor y sobre todo para los fans de éste gran comediante.
Durante la década del 80 hubo una gran inundación en Buenos Aires que afectó a los argentinos en general,y a los de esta provincia en particular, con distintos estragos según la región. Quien escribe recuerda a ese San Pedro con playas tapadas por el agua que llegaba casi al pie de la barranca. Las imágenes vienen solas a la memoria, aisladas. Como si la mente hubiera querido borrar o cortar algunos fotogramas para dejar cuadros como ese largo puente que une Baradero - San Pedro con el agua casi llegando a las vías, vista desde la ventana del tren. Por suerte para los desmemoriados Juan Felipe Chorén avanzó en “Cuerpos de agua” con una investigación que se adivina exhaustiva, profunda, llena de material, pero sobre todo cargada con cierto aire de tristeza legendaria. El director posó su mirada sobre la zona de Bolívar de aquellos años para recordar cómo a partir del avance irrefrenable del agua la historia de la gente se vio afectada hasta cambiar sus vidas para siempre. A través de un texto evocador y contundente, vamos conociendo un aspecto general mientras la edición se va deteniendo en algunos personajes que cuentan su experiencia desde el que perdió algo hasta el que perdió por completo, aunque el contexto deja muy claro que aquella vez perdimos todos frente a la implacable fuerza natural y la desidia de un estado que nunca tiene un plan “A” de contingencia y al no haber capacidad de anticipación (ni entonces, ni ahora), pues todo depende de la solidaridad y de la buena voluntad de la gente. El texto va allanado con pericia el camino que lleva al momento más duro, cuando los habitantes de Bolívar decidieron dinamitar la ruta 226, ante la desesperación por un lado y la falta de reacción estatal por el otro. “Cuerpos de agua” basa lo mejor de su estructura en la evocación seguida de la acción sana y necesaria de la investigación. Es allí, con algunas sutilezas y decisiones de contenido, donde el espectador puede apoyarse para tener una versión clara y concisa de esta parte de la historia. Un documental que no necesita atacar a nadie en particular, porque las huellas que el hecho dejó sobreviven hoy con la vigencia suficiente Una obra que deberían ver todos los espectadores, en especial aquellos a cargo de manejar estas situaciones, no sólo para aprender del pasado, sino para evitar en la gente la sensación de ausencia y abandono.
Tal vez por la escasa cantidad o calidad (me niego a pensar que todo está dicho) el cine de ciencia ficción es probablemente uno de los más “refritados”, junto con el de terror. Es curioso porque sentarse a pensar e imaginar un futuro para la raza humana, sea o no en términos apocalípticos, debería servir para precisar, entre otras cosas, por qué y cómo hemos llegado a la situación planteada. Hay mucho para preguntarse sobre cómo modificar el presente para augurar un futuro menos desértico en todos los términos posibles. De una producción de Hollywood sobre un futuro apocalíptico que incluye una invasión extraterrestre uno ya sabe que el gen de la idea no es para la filosofar, sino para vender todo el pochoclo que se pueda. Por eso, es en los antecedentes de los creadores de donde uno se puede agarrar para vislumbrar las posibilidades de ver entretenimiento puro o algo más. Veamos entonces. El director es Doug Liman, hombre de cal o de arena si tenemos en cuenta buenos pergaminos como “Identidad desconocida” (2002), el inicio de la saga de Bourne en 2002, aceptable manejo de humor y acción con “Sr y Sra. señora Smith” (2005, o la muy olvidable “Jumper” (2008). Los guionistas son tres: Christopher McQuarrie, guionista que aburrió mucho con “El turista” (2010) pero entretuvo bien con “Operación Valkiria” (2008), y los hermanos Jez y John-Henry Butterworth, quienes ya habían trabajado con éste director en aquella “Poder que mata” (2011), con Naomi Watts y Sean Penn. Así las cosas., el lugar que ocupan la idea y el argumento no será tan importante aquí. El mundo está en crisis luego de una invasión extraterrestre, todo esto explicado en algunos segundos con flashes de noticieros de todo el mundo de forma tan rápida como poco concreta (¿no se cansan de este recurso?). Por supuesto el ejército de los Estados Unidos está, como siempre, bregando por la democracia, el american way of life, etc. Hay que recuperar el orden como sea. Rápidamente se avanzó en la tecnología para combatir a los bichos que son una mezcla de pulpos mecánicos inyectados con cocaína de la mala. Se mueven tan rápido que apenas se pueden ver como para corroborar el plagio de diseño de los centípodas de “Matriz” (1999). En fin. Cage (Tom Cruise) es un militar con el talento suficiente como para haber podido evitar el campo de batalla y a la vez convertirse en un carismático lobbysta a favor de la exterminación. Pero un día, yendo a Londres, el General Grighman (Brendan Gleeson) lo manda carrera march a encabezar las tropas que revivirán el día “D”, casi 70 años después en el mismo lugar. Pavada de referencia histórica, pero sucede que a los aliens les encanta el aire parisino, o el buen vino, y ni que hablar del arte a juzgar por el lugar en donde deciden instalar el núcleo de la invasión. Defecado en los pies, y contra su voluntad, el bueno de Cage baja a la playa, esquiva un par de cosas y muere. Inmediatamente después, despierta nuevamente en el momento previo a ser incorporado al batallón iniciando así un constante reinicio de la misma secuencia una y otra vez hasta poder entender qué pasa a través de Rita (Emily Blunt), quién servirá de guía al novato y al público. Aquí es donde la memoria del espectador acudirá raudamente para responder de dónde le suena esta idea entretenida si, pero con grandes diferencias. “Hechizo del tiempo” (1993) inquietaba con humor sobre la rutina, el desaprovechamiento del tiempo y la autenticidad del ser, y “8 minutos antes de morir” (2011), si bien está lejos de la anterior, al menos dejaba picando esta sensación del ejército norteamericano explotando a sus hombres hasta gastar lo poco que queda de vida digna. “Al filo del mañana” esquiva con éxito cualquier planteo de este tipo dejando descansar su esencia en la acción continua, en algo de humor, y en la progresión del personaje principal cuyo tránsito de holgazán acomodado al héroe que salva el día es notable. Sólo por estos detalles la película no sigue el camino de “Invasión del mundo: Batalla Los Angeles” (2011), pero claro, nada puede ser peor que aquella. La temática de ciencia ficción necesita renovación de ideas. Mientras tanto la sensación es que todo se parece.