Miguel Rodríguez Arias ha cambiado buena parte de la historia de la TV cuando, allá por principios de los noventa, se despachaba con un gran trabajo de archivo en “Las patas de la mentira”. A partir de esa idea vimos infinidad de trabajos televisivos que usaron la base del formato para editar hasta las comas y transformar un chiste en un discurso político. Lo cierto es que el director innovó en un campo que no necesariamente era documental, pero sí formó parte fundamental del consciente colectivo. ¿Quién hubiera recordado si no lo de “dejar de robar por dos años” entre otras perlas? Más de 20 años después se estrena “Buscadores de identidades robadas”. Sin eufemismos y con la misma minuciosidad, con la que buscó material de archivo, Miguel Rodríguez Arias aborda toda la historia de la creación del cuerpo de antropología forense que, al principio por los familiares de los desaparecidos y luego por entes oficiales, impulsó el objetivo de identificar a las personas que fueron secuestradas, torturadas y asesinadas durante la última dictadura. Por suerte para el espectador toda esta información es entregada en orden cronológico y dentro del formato de entrevista-imágenes-material de archivo. Así nos enteramos de los comienzos en oficinas no más grandes que un cuartucho y la incorporación del antropólogo Clide Snow, quién luego formaría un equipo de excelencia para lo que vendría después. Los testimonios de quienes integran “el cardumen” (así llamados en los ochenta porque iban siempre en grupo) tienen la experiencia que da el conocimiento y el haber vivido todo en carne propia. Precisamente eso es lo que funciona en este documental. Hay lugar también para establecer el punto de vista. El comienzo es directamente una declaración de principios. Los primeros segundos muestran imágenes de fosas, pozos y esqueletos paneados vertical u horizontalmente. Mientras el audio es la estremecedora declaración de Jorge Videla hablando de los desaparecidos. Desde el punto de vista de la realización “Buscadores de identidades robadas” respeta a rajatabla el formato televisivo. En este punto no hay sorpresas, pero en definitiva estamos frente a un eslabón importante para revisar el pasado reciente.
Con buenos antecedentes como escritor y guionista de las series “24” y “CSI: Nueva York”, resulta atractivo una adaptación de algo salido de la mente de Peter Lenkov. Este es el turno de su historieta R.I.P.D. (siglas de Rest In Peace Department, cuya traducción literal sería División o Departamento de Descanse en paz) que aquí se estrena como “R.I.P.D. Policía del más allá”. La historia plantea una realidad paralela en la que cualquier policía que haya cometido algún acto de corrupción llega, al morir, a una suerte de purgatorio en el cual debe cumplir una condena antes de merecer el… ¿cielo? Como sea. Dicha condena consiste en volver al mundo de los vivos en un cuerpo aleatorio para identificar y eliminar almas que se niegan a “irse” y andan por la ciudad causando problemas. Nick (Ryan Reynolds) andaba en asuntos raros con Hayes (Kevin Bacon). En un allanamiento encontraron oro y se lo repartieron, pero ahora Nick anda arrepentido y renuncia al mismo poniendo en peligro la tranquilidad y estabilidad del “negocio” de su compañero. En una redada sucede algo que hará entrar a Nick en este mundo paralelo, y como ni la muerte ni la condena son cosa para cualquiera se lo encajan a Roy (Jeff Bridges). Comienza entonces la clásica Buddy Movie en donde uno es rudo, de pocas palabras, y con mucha experiencia en contraste con el otro, novato, abrumado por la sorpresa y algo torpe al principio. Claro, algo conducirá a Nick a entender lo que pasó y tratar de capturar al culpable de todo esto en el mundo de los vivos. “R.I.P.D. Policía del más allá” es una aventura planteada alla “Hombres de negro” (1997 y 2002), pero con su propia idiosincrasia. La comparación surge naturalmente por el tipo de enemigo al que los compañeros deben enfrentarse y la clase de relación que los une. Aún en un género como el de ciencia ficción la sustentabilidad de la trama y de la construcción de los personajes requiere de un cable a tierra de nuestra realidad para lograr comprometer al espectador con la historia. En este caso podría ser la muerte, la posibilidad de enmendar los errores y arrepentirse, soltar para poder vivir lo nuevo, etc. Elementos que permitan ahondar más profundo en las emociones de los personajes con los cuales podremos identificarnos. Sin embargo Phil Hay y Matt Manfredi deciden quedarse en la superficie del comic y apenas rozar una historia de amor que pintaba bien, pero queda trunca para transformarla luego en otra cosa. Así, la película se apoya en lo anecdótico y en respetar la estética de la obra en la que se basa. El nivel de producción hace pensar en la falta de presupuesto para ajustar los efectos visuales, al menos en contraste con cualquiera de Marvel, aunque no por eso estamos frente a una baratija. En todo caso la dirección de Robert Schwentke es pareja en lo técnico. El resto depende de un guión que no ayuda y debe depositar las falencias en el reparto que por suerte está bien elegido. Son esos trabajos los factores para hacer más llevadero lo predecible.
Adam Sandler obtuvo premios Anti-Oscar o Razzies, esos que se otorgan en los Estados Unidos a lo peor de la industria cinematográfica de cada año. Ya tiene dos por tres películas, y va por más con “Son como niños 2”. El neoyorkino puede no ser un buen actor pero es funcional a los productos en los que se embarca. Su porte y mirada dan con el perfil de alguien naif, atontado, con la paciencia eterna para soportar todo lo que le pasa y, en casi todos los casos, un prototipo de infeliz. Lejos de explorar otras facetas hace de su Physique du role el producto per se alrededor del cual giran los diálogos, las situaciones, los demás personajes y, por qué no, el guión. Así, en más de cuarenta películas a la fecha solamente pudimos ver variantes interesantes en “Locos de ira” (2003) y en la gran comedia “No te metas con Zohan” (2008). Lenny (Adam Sandler) vuelve al pueblo donde nació para reencontrarse con sus viejos amigos. Uno en peor situación que el otro, empezando por matrimonios y familias desencajadas. Así volvemos a ver a Eric (Kevin James) ahora con problemas con una amante; Kurt (Chris Rock) cuya mujer se olvida del aniversario de bodas; Marcus (David Spade) con un hijo bobo que le aparece de repente. O sea todos en peor situación que en 2010, incluyendo al espectador. Los gags son tan básicos que es como retroceder a los años en los que burlarse de la sexualidad funcionaba. Pero tampoco podemos esperar mucho si en la primera escena Lenny es perseguido por toda la casa (con escaleras y todo) por un alce (si, un alce) que como corolario del ridículo le hace pis en la bañadera. Ni pregunte por el lugar que ocupa la mujer o la educación de los hijos en éste mamarracho. “Son como niños 2” (y la primera también) juega a mostrar adultos en situaciones infantiles. Una suerte de grotesco muy lavado que intenta funcionar por contrastes, apoyando toda la responsabilidad del buen funcionamiento en ello, en lugar de ahondar en las posibilidades de la propuesta con un guión bien articulado y personajes mejor delineados. La sensación es la de estar frente a actores que se hacen los graciosos en lugar de serlo. El humor es subjetivo. Hay público para Les Luthiers, que se desternilla de risa con las desventuras de Mastropiero, pero no esboza sonrisa alguna con el Negro Olmedo, y viceversa. Sería la única forma de explicar (no justificar) en términos generales la recaudación millonaria de “Son como niños” en 2010. Para Hollywood, los más de 300 millones en todo el mundo son suficiente justificativo para una secuela. Se trata de la relación costo-beneficio, punto. ¿Calidad? Será para otro momento.
Cualquiera que ve una obra y la comenta difícilmente pueda evitar las referencias. En la conversación cotidiana es probable que estemos más preocupados por darle ejemplos a nuestro interlocutor que fundamentos más concretos. Explicar las cosas “con manzanas” a veces simplifica la cuestión. “Es como “Duro de matar” (1988 y las tres posteriores), pero en la Casa Blanca”, escuché en la cola del cine. La referencia era para comentar “El ataque” (2013). La misma persona hizo comparaciones entre Bruce Willis y Chaning Tatum, y entre un clásico y una “truchada” pero, en definitiva, logró que quien escuchaba entendiera su posición frente a lo que había visto. Esta forma de darse a entender establece un código concreto del cual no conviene salir si se quiere disfrutar de todas las posibilidades estéticas ofrecidas por los géneros y, sobre todo, sub-géneros cinematográficos. Por ejemplo, comedia es una sola, pero abarca muchos estilos y así veremos que no nos gusta cualquier tipo de humor. “El hombre de los puños de hierro” se ubica en una localidad en medio de la nada llamada Jungle Village, donde habita todo tipo de malhechores. Un pueblo sin ley en el que sobrevive el más fuerte, o quién más hombres tiene en su bando (no parece, pero no estamos hablando de un western). Hay mucho oro dando vueltas. El jefe de un clan es asesinado por León de Plata (Byron Man), quien junto a León de Bronce (Chung Le), y un ejército de secuaces, están dispuestos a poner de rodillas al lugar y quedarse con todo. Allí viven El Herrero (RZA –el cantante de Rap que también es el director y coguionista de la peli-), Madame Blossom (Lucy Liu), la dueña del prostíbulo que sabe todo de todos, y alguna que otra bella muchacha. Enterado de la traición X-blade (Rick Yun) llegará a la villa en busca de venganza. También llegan Jack Knife (Russell Crowe), un mercenario inglés que también tiene sus intereses en el lugar, y Brass Body (Dave Bautista), un enemigo tan indestructible como improbable. Obedeciendo a los cánones de este tipo de historia cada personaje tiene un arma sofisticadamente favorita, y una razón poderosa y conveniente para que el resto muera o desaparezca con el consiguiente pronóstico de “baño de sangre, mutilaciones y muerte”. La estética propuesta por esta realización obedece al amor y la nostalgia que RZA (está preparando “Gengis Khan” con guión de John Milius) tiene por el spaghetti western y por las películas de karate producidas hacia finales de la década del ‘70 y principios de los ‘80 como “El rey del Karate” (1980), “Shaolin vs Ninja” (1978,”Los puños de Bruce Lee” (1978), “La furia del tigre” (1976) o “La justicia del ninja” (1981) con Franco Nero (me acuerdo y me río). Golpes con sonido a parche roto, patadas voladoras en perfecto horizontal de un costado del cuadro al otro, coreografías en donde se pegan hasta con las uñas y zooms violentos a la cara de los contrincantes, eran las características principales de estas producciones que salían como por una máquina de hacer chorizos. Hasta los nombres de las estrellas causaban gracia con Bruce Li o Bruce Lai a la cabeza. En su época se estrenaban en el Select Lavalle o el Electric, desde donde salían a girar como doble programa en cualquier cine del interior. Teniendo en cuenta todos estos aspectos la película está lo suficientemente cargada de elementos como para ostentar el mote de homenaje a ese cine, cosa que ya vienen haciendo hace rato Quentin Tarantino y Robert Rodriguez con “Kill Bill” (2003 y 2004) y la saga de “El Mariachi” (1992). Sin embargo “El hombre de los puños de hierro” sobrevive por sí sola apoyándose en el peso de la historia como para resultar tan entretenida como olvidable. Sin estas referencias el espectador que entre a verla se encontrará con una de mucha acción que rompe su propio verosímil a cada rato y probablemente salga bastante enojado. Podría decir que es sólo para fanáticos del sub-género, pero en definitiva se trata de correr el riesgo, el mismo que corre RZA como director a la hora de elegir texturas y mezclarlas.
Desde el afiche queda todo muy claro. Cualquier niño o adulto que haya visto “Cars” (2006) sabrá de qué se trata “Aviones”, o al menos una idea inmediata de con qué va a encontrarse. Se venía pensando desde hacía tiempo esta suerte de desprendimiento del mundo de los autos. De hecho, en la segunda parte podíamos ver barcos ya con los ojos característicos. El proyecto cobró más consistencia y creció a la par de algunos reparos. Se redujo el presupuesto a menos de la mitad de lo que costaría una producción pensada para cine. “Cars” costó 120 millones, y esta apenas alcanzó los 50. Para no correr riesgos los generadores de la idea y el guionista pusieron un papel de calcar sobre aquél guión de 2006. Solo cambiaron los nombres y les puso alas, de modo que las similitudes entre los personajes de una y otra son asombrosas. Se corrió Pixar de la ecuación. Se nota. Dusty (voz en español de Edson Matus) es un avioncito fumigador, vuela bajo y sueña alto, con pretensiones de participar en una carrera mundial de aviones de poca autonomía. Entre sus amigos está Dottie, una arréglalo-todo; Chug (voz en español de Rubén Moya), un camión de bomberos desvencijado y gracioso; Skipper (voz en español de Armando Rendiz), un avión de la Segunda Guerra Mundial, con alguna herida y una vieja historia que justifica su presencia y, por supuesto, hay un “villano” que no es otra cosa que un competidor sin escrúpulos llamado Ripslinger Dusty por casualidad logra clasificar para la carrera y así se lanzará al desafío de correrla y ganarla, si es que puede. En el trayecto descubrirá distintas posiciones frente a la vida y re-descubrirá su personalidad con tiempo suficiente para hacer lo que está bien, antes que pensar en el mérito y la gloria. Como ve, pueden ser autos o aviones, pero la carcasa está hecha de lo mismo. Sería necio negar que los personajes y la trama resultan simpáticos. Los que vieron la de los autos hace 7 años probablemente pasen de largo, pero el público se renueva con lo cual el éxito está garantizado. En “Aviones” la aventura y los gags funcionan a la par y con buen ritmo en una historia casi sin sub-tramas que la apoyen. Más bien son personajes con situaciones específicas que, tarde o temprano, terminan por resolverse, aunque no siempre aportando a la acción medular. Un trabajo modesto pero efectivo de Klay Hall en su primer largometraje. Donde sí pierde algo esta producción es en la sutil profundidad presente en casi todas las de Pixar: La fórmula perfecta para que grandes y chicos se lleven algo. El sub-texto de “Cars” abordaba el sentido de pertenencia a un lugar y la sensación de desarraigo y olvido que trae aparejado el progreso y la vorágine de este tiempo. Nada de eso hay en “Aviones”. Mejor dicho, no con el nivel de análisis que tienen los guiones de Pixar. En todo caso hay algo del compañerismo y de tener una escala de valores inquebrantable ante cualquier tentación. Sucede que cuando un mensaje como este es simplemente mencionado en lugar de darle tratamiento, parece tan anecdótico como la carrera en cuestión. De todos modos, estamos frente a un producto ideado y pensado para entretener. Si es por eso, “Aviones” cumple con el mandato. Los chicos (de hasta unos 10 años, más o menos) pasarán un muy buen rato.
Carlo Verdone es un director y actor italiano con una extensa filmografía desde principios de la década del ‘80. Muy poco conocemos de él por estas latitudes. Recuerdo vagamente una comedia con Ornella Mutti donde ambos eran hermanos, y otra llamada “Enemigos íntimos” (2006), cuyo argumento quedó en el olvido. No es suficiente antecedente como para verificar si el estilo se mantiene o no, con lo cual sólo tengo “Un piso para tres” que se estrena hoy. A juzgar por lo visto todo parece indicar que el Verdone director se quedó en el tiempo, o volvió atrás en el mismo confiando en la vigencia de cierto tipo de fórmulas. Ulises (Carlo Verdone), dueño de una disquería de viejos vinilos, es un ex – productor musical en bancarrota por haber confiado en producirle un disco a su ex mujer, quien ahora lo persigue por la cuota alimentaria. Domenico (Marco Giallini) es un empleado de inmobiliaria que trata de rascar alguna comisión por el alquiler de departamentos en estado dudoso. Su impronta es como la del porteño piola que se las sabe todas. Anda con muchas mujeres y hasta tiene un currito como gigoló con alguna que otra veterana, mientras es perseguido por su ex mujer (una de ellas) que ahora lo acosa por la cuota alimentaria. Fluvio (Pierfrancesco Favino) era crítico de cine, pero fue degradado a notas faranduleras. No es lo único en lo que ha bajado de categoría. Ahora es hospedado por monjas pues engañó a su ex mujer que lo persigue por… Para anticipar lo que sigue sólo debe volver a leer como se llama la película. El planteo es: hombres pasando los cincuenta pirulos, separados o divorciados; tienen viejos y obsoletos oficios, están sin vivienda o no pudiendo pagarla, y sin oportunidad de inserción en una Italia globalizada y en crisis económica. En realidad esta conclusión va a estar elaborada más por la buena voluntad de los espectadores que por el tratamiento del coguionista y director, porque todo esto en lugar de funcionar como contexto termina siendo un mero decorado. “Un piso para tres” es una intención de comedia picaresca cuya forma tiene la misma estética, el mismo ritmo y los mismos gags de hace treinta o cuarenta años. No es que haya nada de malo en esto si no fuera por la falta de revisión para ver qué funciona y qué no a esta altura del partido. Así, nos veremos en la penosa tarea de creer situaciones muy lejos del verosímil. De todos modos, lo peor no es esto, sino los fundamentos para justificarlas. Por ejemplo, Gloria (Micaela Ramazzotti), una rubia despampanante, se enamora de Ulises. Para Carlo Verdone esto está sustentado sobre la misma base de hace décadas: las mujeres son histéricas, estúpidas, o ambas cosas a la vez. Un axioma que en la historia del cine y la televisión argentina sobrevivió hasta el teleteatro de Darío Vittori. Hoy resulta tan anacrónico que las sonrisas dependerán del talento del elenco para sobrellevar el género, aún con chistes y gags que Solís le debe haber contado a Magallanes mientras venían para estos lares. Escuché por ahí el término “comedia alla italiana” relacionadolo con “Un piso para tres”. Vaya a verla esperando cualquier cosa menos eso.
Además de todo lo que revela el trailer, y el afiche de “¿Quiénes *&$%! son los Miller?”, da las pistas que faltan para intuir mucho del desarrollo. Seamos claros: cuando estamos frente a una película previsible, sobre todo si es una comedia (nada peor que adivinar un remate), hay pocos factores que pueden salvarla. Entre ellos está el elenco. Rose (Jennifer Aniston) es una bailarina stripper con algunas reservas, David (Jason Sudeikis) es un dealer de todo tipo de marihuana, Casey (Emma Roberts) es una malcriada que elige la rebeldía sin sentido para vivir casi en la calle, y Kenny (Will Poulter) es un chico de apariencia tonta y comportamiento aún más tonto, sólo sabe que quiere fumar un porro y, si puede, ser amigo de David. Los cuatro no tienen nada que ver uno con el otro. Serían los cuatro puntos cardinales en casi todos los aspectos de la vida y no tienen nada en común, salvo por ser todos solteros, sin lazos familiares importantes y con el deseo de que su vida fuese diferente. David se mete en problemas por intentar salvar a ambos chicos de una pelea callejera, y es robado en su propio departamento, la plata y la droga. Amenazado por el capo se ve obligado trazar un plan para pasar introducir mucha “mercadería” de México a USA. Para pasar inadvertido debe armar una familia ficticia y cruzar la frontera en una casa rodante. ¿Hace falta decir quienes integran el clan? Se inventan el apellido del afiche y salen. La comedia está plantada. Ahora la pelota la tienen los actores y la química que se pueda generar entre ellos, porque de por sí el guión propone a un norteamericano traficante que para salvar su pellejo y ganar guita se le ocurre imitar al norteamericano tipo. Pero para hacer un breve e incompleto racconto, los creativos de MAD y de National Lampoon ya no están tan presentes en este género cinematográfico. Tampoco el trío Z.A.Z., ni Mel Brooks… toda la creatividad y comicidad más importante de USA está puesta, casi exclusivamente, en la tele con Larry David, Seth McFarlane, las sit coms y por supuesto Matt Groening con Los Simpsons que lleva 24 temporadas, y Saturday Night Live, cuna de algunos de los grandes cómicos contemporáneos. ¿Y el cine? No tiene tanta suerte. Todo parece haber derivado en humor escatológico y negro, muchos de ellos de dudoso gusto, o en pretensiones de sátiras o parodias que en realidad no son más que la copia de escenas famosas llevadas al plano del ridículo. Sinceramente, no es muy esperanzador. A la luz de las circunstancias “¿Quiénes*&$%! son los Miller?” resulta más liviana de lo que parece, con algunos gags que funcionan en forma lo suficientemente espaciada y alternada como para no decaer. Jennifer Aniston (o su agente) insisten en mostrar su buena forma a los 44 años, así que, aunque rompa el verosímil y sea innecesaria para resolver cuestión alguna del argumento, la tendremos igual con un strip tease a medias. La improvisada familia va a ir conociéndose en el viaje y deshilachando el par de subtramas que ayuden a llevar la historia adelante sin perder de vista el objetivo principal de entretener. Adicionalmente, los guionistas Bob Fisher y Steve Faber, responsables de “Los Rompebodas” (2005), se las arreglan para mantener a flote la historia porque hacen crecer dramáticamente a sus personajes. Los cuatro tendrán su lección y ninguno será el mismo al término de la película. Viene poca buena comedia últimamente. “¿Quiénes *&$%! son los Miller?” no es la solución de nada, pero alcanza el piso mínimo de la risa bien gestada.
Morgan Spurlock es un director que alguna vez estuvo nominado al Oscar por un documental llamado “Super size me” (2004). En él investigaba la veracidad del marketing de las cadenas de comidas rápidas, y a tales efectos se sometía él mismo a consumir comida de McDonald’s durante un mes con consecuencias deplorables para su organismo. Veíamos deterioro físico y mental en él y en su pobre novia que lo acompañaba en la (in)gesta. También fue responsable de “La historia más grande jamás vendida” (2011), otra mirada interesante al mundo del marketing y la publicidad, pero en el cine. Básicamente se metía directamente con los vericuetos que los grandes productores exploran para aprovechar ganancias en cada segundo de lo que se filma. Ahora, muy lejos de ese tipo de compromiso para documentar, se puso detrás de las cámaras para “One Direction: Así somos”. Desde Los Parchís a los Jonas Brothers cada generación ha tenido que soportar el grupito de moda. Ese de coreografías, música, letras y talento prefabricado. Un producto televisivo salido de esos programas tipo caza-talentos. Mezcla de reality show con casting de cantantes (a veces se molestan en buscar alguno que puntee con la guitarrita o sepa tocar “Para Elisa” en el pianito). Asistimos una vez más a un producto que se fundamenta en la misma fórmula: Casting gigante, cinco elegidos, emoción familiar, canciones pre-producidas con el mismo esqueleto de introducción (estrofa y estribillo pegadizo) y más grandes que U2, y mucho más músicos que los Rolling Stones. Hasta Martin Scorsese va a verlos y Chris Rock y se declara el fan número uno. “One Direction”…”, como todos los otros, es el producto de moda. Los que venden discos y dejan afónicas a todas las chicas de entre 9 y 15 años. Las mismas que, como todas, sacarán el polvo de los CD’s dentro de 15 años y sonriendo dirán: “¿Cómo me podía gustar esto?” Mientras tanto: gorro, bandera y vincha. Hay que vivir el presente, y si hay bolsitos, remeras y figuritas, también una película (es una forma de decir). Nada de esta producción escapa al formato televisivo inventado hace como treinta años por MTV. La estructura es calcada: Entrevista a uno de los chicos, momento de recital, viaje en limousine, habla el productor, y se vuelve a otro de los chicos, sin antes olvidar a alguna imagen de la abuela emocionada. Sus pensamientos están más cerca de los slogans que de la reflexión: “Sin mi familia no sería nadie”; “Queremos la paz del mundo”; “Esto es increíble”; “Quiero hacer esto toda la vida”… y varios etc. Nunca va a dejar de funcionar esta fórmula porque nunca dejará de haber chicas adolescentes de entre 9 y 15 años. El producto empieza en la tele y luego pasa a digital para estrenarlo en cine. Discúlpenme, pero para ver tele me quedo en mi casa. En todo caso, algo que puede considerarse a favor de “One Direction: Así somos” es la capacidad para no dar nada por entendido. Cualquiera que la vea sabrá todo de esta banda nueva. Parece mentira ponderar aquello que en realidad debe suceder con un documental, pero así está planteada la industria. La realización técnica cumple con el producto. Está diseñada para moverse como parte del engranaje. Esa máquina de hacer chorizos para adolescentes. Dentro de cuatro años nadie va a recordar nada de esto, aunque quizás tengamos a uno de estos chicos con carrera de solista. Por suerte cuando se separan no se hacen cinco documentales individuales. Funciona sólo para su público. El resto queda bostezando.
Con la rapidez generada por el deseo de engrosar la billetera, luego del éxito de la primera, el año pasado (estrenada en febrero de este año en nuestro país), llega “Las crónicas del miedo 2” a la cartelera vernácula. Apenas seis meses después. Ya explicamos esta suerte sub-género del terror al que podríamos calificar como de “película encontrada”, pero ampliemos un poco el concepto, así de paso me ordeno un poco por qué este tipo de producciones dependen de la buena predisposición del público que le es fanático para sobrevivir. La primera convención, en realidad concesión, que el espectador debe hacer es la siguiente: alguien encontró un material filmado, en general de forma y con formatos caseros, y ahora se proyecta en la pantalla previo pago de la entrada. Claro, lo que vemos es material sobre terribles eventos “ocurridos realmente”. Terroríficos. Por eso los finales abruptos son parte de las reglas de juego porque se supone que quién grababa con la cámara no vivió para contarlo, y por eso (vuelta al principio) alguien lo encontró y lo muestra. Hay algunas variantes según las secuelas, pero digamos que este axioma es el propuesto en 1999 por Daniel Myrick y Eduardo Sanchez en “El proyecto blair witch”. Otra concesión que el espectador debe hacer es inherente a la calidad de la película encontrada. Como son formatos hogareños (celulares, camaritas digitales o VHS, como en este caso) y la que filma o graba es gente no profesional, se permite el fuera de foco, movimientos espásticos, encuadres patéticos en los cuales, por ejemplo, la acción ocurre en el vértice superior izquierdo de la pantalla y el resto de la imagen es la alfombra del piso, pero por sobre todas las cosas los espectadores deben conceder que el dueño de la cámara decida siempre, siempre, siempre, tenerla prendida y filmar lo que pasa. Aunque lo que pase sea un engendro despedazando a la novia, nada de defenderla o siquiera salir corriendo. Mejor dicho, si sale corriendo es con cámara en mano y encendida. Es como un karma. A pesar de manifestar terror, pánico o deseo de irse a llamar a la policía, el improvisado camarógrafo tiene la filmadora ahí registrándolo todo. Los archivos encontrados rompieron su propio código cuando en más de una oportunidad el registro empezó con una cámara, pero luego había cinco ángulos diferentes de vision. Se suponía que si una persona registraba todo con la misma cámara el contra plano no podía existir. Del verosímil no hablemos, y de la construcción de personajes mucho menos. No corresponde a este tipo de producto. Así llegamos a “Las crónicas del miedo 2”. Al igual que en la primera, por carpichos del guión que funciona como nexo entre una historia y otra, un grupo de personas llega a una casa (¿deshabitada?) y sin luz, mejor dicho sin bombitas porque electricidad hay. En una de las habitaciones tenemos un televisor encendido, una video casetera, varios VHS desparramados y alguien ordenándole a otro (en esta oportunidad es una pareja de detectives) que los vea para ver si encuentra algo. Así veremos cuatro historias dirigidas por cuatro directores. Cada vez que una termina volvemos a la tele y al aparato de video, como ocurría con el libro y la congelación de la imagen final en la serie de Steven Spielberg “Cuentos asombrosos” (serie de TV 1985-1987, y 3 episodios en la película de 1985) De paso retornamos al guión central. El de la-casa-de-las-luces-apagadas con la pareja detrás del rastro de un chico desaparecido. Ahondar en las historias no tiene mucho sentido porque son cortas. En todo caso se destacar “Un paseo en el parque” de Eduardo Sanchez y Gregg Hale, con la original idea de contar una historia de zombies desde la subjetiva de un ciclista desde su paseo hasta ser mordido y tansformado, y la atmósfera efectiva creada alrededor de una secta suicida en “Safe Haven” (2013) dirigida por Gareth Evans. Ninguna es una maravilla, pero están un par de escalones más arriba que el resto y justifican la entrada. Aprovechemos a recordarlas ahora. Cuando dentro de un mes (es una forma de decir) salga la tercera y a la semana siguiente la cuarta antología de historias, se nos van a mezclar todas.
Comienza “Amenaza roja”. Montaje de noticieros del mundo diciendo que Corea del Norte anda con los cables pelados. Aparecen Hillary, Obama y algún otro diciendo que no van a tolerar acciones violentas. Los norcoreanos aparecen como salidos de una caja de Pandora atómica a punto de despertar. Caos, miedo, incertidumbre… ¿De qué serán capaces ahora que la Primer Ministro murió y tomó el mando lo tomó el hijo? Listo. El mensaje se instaló. Ese país es malo, feo, caca. Nene no toca Corea del Norte que se va a lastimar. Corea del Norte, cuco. Peligroso. Corte. Una noche cualquiera en Estados Unidos. Partido de fútbol americano y luego al bar. Allí se irán “presentando los personajes” con el foco de atención en Jed (Chris Hemsworth), recién llegado de servir militarmente en Irak. Encuentros, reencuentros, flirteos y bromas entre Matt (Josh Peck), Robert (Josh Hutcherson), Toni (Adrianne Palicki), Erica (Isabel Lucas), Daryl (Connor Cruise) y Danny (Edwin Hodge). Chicos adorables con todo por delante. Al día siguiente empieza a caer una lluvia de soldados en paracaídas. Corea del Norte invade el país así, de sopetón, y sin ninguna explicación. Pero ninguna ¿eh?, ni al comienzo, ni en el medio, ni al final. Algún discursito endeble, y listo. Parece que esta gente considera que USA tiene gobiernos corruptos y el pueblo está oprimido, por eso lo invaden para restablecer el orden. Igualito a los yanquis en cada país que invaden. La estrategia militar de Corea del Norte para conquistar por la fuerza al país más armado del planeta consiste en cortar la luz para invadir Seattle. Eso. A lo mejor, sin la posibilidad de hacer zapping ni jugar a la playstation, convierten a todos al comunismo y quizás después la idea se esparce, vaya uno a saber. A pesar del intento, nunca jamás en 93 minutos el espectador sentirá que Seattle es una muestra y que la invasión es total. De todos modos contrarrestar el ataque no parece tan complicado porque las comunicaciones andan bien, los pelotones cortan algunas cuadras nomás y para ser una ciudad sitiada la gente anda bastante suelta y sin problemas. Hay que defenderse. ¿A quién acudir? Y bueno, Jed parece el de más experiencia. Primero se escapan en camioneta. Luego se agrupan y toman la decisión de combatir. Los seis o siete chicos amigos de la secundaria son entrenados por el ex marine, y en cuatro días y 15 tomas son todos Rambo, y un par de Rambas para incluir también a mujeres. Ante la desatenta mirada del enemigo, los pibes colocan bombas y disparan balas con la misma eficacia con la que hacía una semana mandaban twitters y pedían pizza. Hace 29 años, la primera versión de esta película se estrenaba directo en video con el nombre de “Red dawn”: Los jóvenes defensores. En esa época en vez de Corea del Norte era la desaparecida U.R.S.S. la invasora. A estos efectos podríamos decir que la remake es un calco casi literal. No digo toma por toma, pero casi. Uno podía entender la propagación de los folletos en una época en la que hasta comunicarse por teléfono era difícil. En los '70 u ´80, decir que los rusos eran los malos en una película podía quedar instalado mucho tiempo si no había lugar a respuestas inmediatas como hoy existen en la era digital. ¿Se acuerda de “Rocky IV”? (1985) ¿O “Invasión USA”?(1985). Supuestamente estamos frente a una suerte de aventura bélica con dos ejércitos enfrentándose a muerte para dirimir sus cuestiones. Consecuentemente la carga dramática debería descansar en el peligro latente de que a los milicos se les suelte la cadena y escabechen a nuestros héroes. Sin embargo no pasa esto porque el diseño del accionar del enemigo es displicente. Después de los alemanes de la serie “Combate” (1962-1967) estos norcoreanos son los soldados más idiotas que el cine recuerde. Ellos miran como explota todo mientras los extras si tienen ganas corren. Algunos ni se tapan los oídos, ni gritan. Están ahí, digamos, y de vez en cuando se mueven a la derecha o a la izquierda, según si están mirando las indicaciones de alguien detrás de cámara. Las escenas de acción, por una buena que hay vienen tres o cuatro mamarrachos espantosamente coordinados y peor editados, por lo que si quitáramos el discurso panfletario y mal redactado que tiene “Amanecer Rojo” para analizarla sólo como una de acción, no hay nada atractivo, rescatable o creíble. Es raro porque el director debutante Dan Bradley tiene, casi como único antecedente cinematográfico el haber sido doble de riesgo en varias películas pero ni eso le sale bien. Párrafo aparte para el elenco. En aquella de 1984 (que estaba tan mal hecha como esta, pero al menos obedecía a la coyuntura política de la propaganda del gobierno de Reagan), teníamos, atención a C.Thomas Howell, Patrick Swayze, Charlie Sheen, Lea Thompson y apariciones de Powers Boothe y Harry Dean Stanton. Buenos actores en lo suyo y además dispuestos a trabajar unos con otros para amalgamar el grupo e intentar lograr cierta empatía con el público. En este caso, es un conjunto de individualidades esperando poder hacer lo suyo en cada toma, escupir la letra y pasar a cobrar. El nivel de calidad de actores es mediocre. Demasiada ventaja para un guión como este. Se dice que uno debe evitar hablar del discurso de una película, ser objetivo y ajustarse sólo al análisis de si está bien o mal realizado. Sucede que ante la clara intención de ser un folleto republicano a favor de instalar en los espectadores al nuevo y temible enemigo de la libertad y la democracia, es imposible no hacerse cargo. Si “Ataque a la casa blanca” (2013), estrenada este año, ya daba asquito (el enemigo era el mismo), “Amanecer rojo” directamente subestima la inteligencia del espectador con un discurso vulgar, tosco y hasta anacrónico en su forma.