Richie (Justin Timberlake) estudia en Harvard una carrera relacionada con el marketing y la administración. Es un joven típico de esta época de redes sociales, mundo globalizado y un sin fin de opciones para hacer dinero si uno busca la oportunidad y sabe aprovecharla. Sin dudas una extrapolación del “American Dream” que ya no parece tener lugar en el mundo real. Richie conoce muy bien el negocio de las páginas de Internet dedicadas a todo tipo de apuestas. En especial aquellas orientadas a jugar al poker o al black jack on line. Curro fácil si los hay, nuestro protagonista cobra dinero sólo por lograr una numerosa cantidad de adeptos que eventualmente caerán en el costado vicioso del asunto. El montaje inicial de varios noticieros e informes periodísticos sobre la adolescencia y el juego sientan la base principal y el contexto utilizado por el guión para sostener la historia. Este estilo de presentación para “poner en tema” al espectador lo vimos ya tres veces en 2013. Dos minutos de flashes televisivos y bajada de línea casi calcados: “Guerra mundial Z” (2013), “El ataque” (2013) y la que es objeto de este comentario, “Apuesta máxima”. Necesitamos un conflicto. Un “quiero pero no puedo”. Richie no anda bien económicamente y necesita de esta actividad para costear sus estudios y terminar la carrera. Advertido por el rector, a nuestro muchacho no le queda otra que probar su propia medicina. Llegado a este punto no conviene preguntarse demasiado. El espectador que lo haga propondrá en su mente no menos de cuatro o cinco opciones que la extrema de jugar todos los ahorros porque el guión falla en establecer sólidamente “la espada y la pared” necesarias para justificar las acciones del protagonista. Todo esto sucede bien rápido para no dar lugar al funcionamiento del sentido común, de modo que la tangente por la cual se escapa el argumento es la estafa. Alegando conocer muy bien el funcionamiento de este sitio web, Richie se sube a un avión con destino a Costa Rica para conocer y denunciar a Ivan Block (Ben Affleck), dueño de la página y tan multimillonario como nómade según pinte la necesidad de trasladar su negocio a paraísos fiscales sin legislación alguna sobre el tema. El pasaje seguramente se lo regalaron por ahí porque recordemos: el protagonista pierde TODOS sus ahorros apostando. Pero no importa, si no se sube al avión se termina la película y sólo van doce o quince minutos de proyección. El dueño del circo no sólo no echa a patadas al joven si no que además lo contrata para trabajar con él. Luego veremos por qué, y si hay alguna damisela en cuestión en el medio como para apoyar la trama. “Apuesta máxima” es otra producción al servicio de instalar la figura de Justin Timberlake como una de las opciones de galán moderno. El ex integrante de los Backstreet Boys se las arregla para ofrecer credibilidad a su personaje., igual que los restantes integrantes del reparto. Sucede que además de prorratear un desenlace, el realizador corre constantemente detrás de su personaje principal en lugar de tomar las riendas y dejarlo liderar el relato. Así, las situaciones se van volviendo un tanto inverosímiles, en especial aquellas que intentan instalar autoridades displicentes y funcionarios que se mueven al compás del soborno. Por otro lado, la decisión de no moverse ni un centímetro de la estrella principal conspira contra la construcción del villano quien termina siendo débil y hasta condescendiente. Algo similar sucede con los otros personajes, algunos de los cuales desaparecen por largos minutos diluyendo la importancia de su presencia en el relato. Por todo esto, el producto final apenas califica como un entretenimiento apoyado en la dinámica del montaje, cierta habilidad para el manejo de algunos climas y lo poco que Brad Furman, director de la interesante “Culpable o inocente” (2011), le deja hacer a Ben Affleck. Todo espectador se la juega cuando paga su entrada si el asunto es contar con las mejores chances, “Apuesta máxima” no es ninguna “fija”.
¿Quién no se fija en los antecedentes cuando estos son muy evidentes a la hora de mirar un afiche y entrar al cine? Por un lado, Tom Hanks en su primera composición de personaje único desde “Larry Crown” (2011). Por el otro, Paul Greengrass quién además de “Vuelo 93” (2006) cambió el rumbo de la saga de Jason Bourne tiñendo de drama personal un argumento de espionaje con altas dosis de tensión y acción en “La supremacía de Bourne” (2004) y “Bourne: el ultimátum” (2007). El resto es casi desconocido, aunque también tengamos en Billy Ray al guionista de “La sombra del poder” (2009) y “Los juegos del hambre” (2012), o sea que escritor hay. La historia real del primer barco de bandera estadounidense secuestrado en más de 200 años pinta a priori como algo muy localista en términos de patriotismo. De todos modos el título, “Capitán Phillips”, sugiere una historia personal que por el sólo hecho de llevar un nombre propio con rango incluido uno piensa: Por algo se decidió contar la historia de éste hombre. En los títulos, el Capitán Phillips (Tom Hanks) tiene apenas algunos planos detalle en su casa como para intuir en él a un hombre metódico, ordenado, casi sistemático en la aplicación de las reglas. Durante los títulos lo vemos leer un mail que advierte de piratas somalíes amenazando las rutas comerciales de barcos cargueros. Luego de esos segundos, en los cuales también lo vemos charlar de sus hijos mientras conduce hacia el aeropuerto junto a su esposa, la trama se bifurca. Nos trasladamos a las costas de Somalía. Vemos una situación socio-económica diametralmente opuesta. Una comarca muy pobre con gente en situación de desnutrición e indigencia que es “copada” por un grupo armado que le exige dinero a los habitantes. Literalmente les ordenan secuestrar algún barco para, con el rescate, pagar tributo al “capo”, a quien nunca veremos. No hay explicación en el guión del porqué de esta situación. Como si se diera por sentado que el espectador sabe como viene la mano en el país. Total que salen dos lanchas y un lanchón. En una de ellas está Muse (Barkhad Abdi), hombre decidido a capturar a su presa a como de lugar, aunque sus compañeros decidan pegar la vuelta. Por supuesto tendremos montaje paralelo hasta que las tramas se unan. La realización de Paul Greengrass está sellada con su estilo “bourneiano” en el cual predomina una cámara en mano vertiginosa que velozmente nos va alejando o acercando el objetivo desde ángulos en los cuales parecería estar buscando algo con una mira telescópica. Esto funcionaba mejor en las multitudes entre las que se movía Jason Bourne para escaparse de sus perseguidores, como si el espectador fuese uno más de los que busca focalizar la acción en medio del tumulto o el tránsito. Aquí, todo ocurre en un barco o en una lancha dejando en evidencia el mismo recurso estético-narrativo. ¿Es efectivo?, sí. ¿Útil?, no tanto. Pero esta apreciación es sobre una cuestión de decisión estética. No hace a la buena construcción de momentos muy tensos y dramáticos donde el peligro está latente y los trabajos actorales (los africanos no son actores pero están muy bien) rinden al máximo para hacer creíble la situación. Toda la secuencia del abordaje es una buena muestra de armonía de rubros, es decir, está dirigida con solidez y seguridad. El problema de “Capitán Phillips”, más allá de resultar muy entretenida, es el desvío del eje. La paulatina transformación del foco de interés y del texto, es otra cosa. El personaje, su meticulosidad, personalidad, instinto, intuición para manejar la situación, su carácter de héroe al ofrecerse él como rehen a cambio de la seguridad de su tripulación, todo eso se va diluyendo para centrar la obra en el operativo de rescate de la marina de los Estados Unidos. El plano final le servirá al lector como ejemplo. Es cierto, el personaje está correctamente instalado y desarrollado cuando todavía faltan cincuenta minutos para el final, ergo, la redundancia está a la orden del día. Bien filmada, pero redundante al fin. Más allá de la falta de las omisiones del guión, estamos frente a un buen pasatiempo, con segura candidatura de relleno al Oscar a mejor película y dirección, y claramente una sólida nominación para Tom Hanks que con la improvisación de la escena final justifica el valor de la entrada.
No hay escape en un entretenimiento magnificamente realizado Gran entretenimiento tenemos en esta parte del año con el último film de Alfonso Cuarón. La propuesta argumental es tan simple que es superada por todas las sensaciones generadas desde la pantalla hacia el espectador y que éste a su vez proyectará sobre la protagonista. Ryan Stone (Sandra Bullock) es una ingeniera médica subida a una estación espacial junto al experimentado astronauta Matt Kowalski (George Clooney). Allí están realizando maniobras de rutina y arreglando algún desperfecto cuando Houston, que como todos saben siempre “tiene un problema”, avisa de un satélite destrozado cuyas partes recorren la orbita terrestre amenazando con chocar contra todo a su paso. Todo error técnico es humano y trae consecuencias lamentables. Así lo viven ambos astronautas, quienes deberán resolver las cosas pronto si quieren volver a casa pero, sobre todo, evitar la muerte. El primero de los varios aciertos del guión de Jonás y Alfonso Cuarón es proveer al espectador con información dosificada y no demasiado compleja como para centrar la atención en lo que sucede emocionalmente con Kowalski y con Stone. Así divide la situación en dos matices que funcionan perfectamente en la construcción inconsciente: uno, es la desesperación, llevada a cabo por un magistral trabajo de Sandra Bullock (clara candidata al Oscar del año que viene), el otro, es la tranquilidad, a cargo de George Clooney, en las líneas de diálogo de su personaje es donde recae la esperanza de que todo salga bien, aunque el costado humorístico toma riesgos por momentos innecesarios. Otro acierto concreto es la magnificencia con la cual se muestra el escenario donde transcurre la acción. Los numerosos y bellísimos planos del planeta Tierra y el espacio con referencia de los cascos, o parte de las estaciones espaciales, dan cuenta de la inevitable contundencia del paisaje. Aquí no hay donde escaparse ni correr, pero además cuando se acaba el oxígeno se acaba todo, con lo cual Stone y los espectadores sabemos que respirar de más también es riesgoso. Finalmente, el director acierta una vez más cuando abandona toda pretensión de historia, en tanto relato. Probablemente si quitáramos algunos minutos no modificaría nada, porque en definitiva los eventos conducen a un sólo lugar y objetivo, consistente en mostrar el instinto de superación y supervivencia en circunstancias extremas. Es decir, cómo se producen y cuáles son los disparadores que los hacen funcionar. En este sentido James Cameron lograba lo mismo en “El Abismo” (1989). Magistralmente realizada desde lo técnico, no hay rubro que no colabore a que el viaje sea aún más intenso (y a cosechar premios). La compaginación (el propio Cuarón como en toda su filmografía) es un ejemplo de generación de tensión alternada con pequeñas dosis de calma, pero siempre in crescendo. Por supuesto el diseño de arte de Mark Scruton logra momentos muy altos: los mencionados planos generales exteriores y en el interior de las naves el diseño de esos tableros, todos iguales, pero en distinto idioma, son un gag en los que tienen fuerza suficiente las imágenes de choque y se había anunciado la ausencia de sonido en el espacio con lo cual la banda sonora disminuye un poco la fuerza de las imágenes. En el espacio no hay oxígeno, por ende no hay sonido reza la introducción escrita de “Gravedad”. Podríamos agregar el slogan de “Alien” (1979): en el espacio nadie puede escucharte gritar. En este par de líneas se instala la médula espinal de esta obra. La sensación de impotencia, desesperación, asfixia y desamparo es el gran objetivo. Vivir un rato la experiencia de acumular adrenalina y apretar los brazos de la butaca. Encarar como espectador una película como “Gravedad” es como pararse frente a la montaña rusa, mirarla, ver los peligros que conlleva dar una vuelta y aún así, subirse igual. Disfrute entonces, hay pocos entretenimientos como este.
¡Ufa! Bueno, está bien. Pero siempre me toca a mí, viejo. Además ya lo expliqué muchas veces. ¿Cuántas veces tendrá el lector que leer (y yo escribir) esto del “Proyecto Blairwitch” (1999) como antecedente de las películas de archivo encontrado y todos los etcéteras? Para los que no tengan la desgracia de recordar la primera, “Fenómenos paranormales” (2011), dirigida por los sobrevalorados The Vicious Brothers (la dupla Colin Minihan - Stuart Ortiz), contaba la historia de un equipo de producción que para buscar material para un reality show sobre fantasmas y apariciones, se meten en un hospital abandonado con rumores de estar supuestamente maldito o algo así. Ciertos los rumores, muertos los personajes. Como hacerla costó un millón de dólares y recaudó x veces más, era de esperar que parieran otra lo cual ocurrió al año siguiente. Obviamente no nos íbamos a salvar acá porque por la plata baila el mono. Es así. No conformes con el hecho de justificar una secuela basada sólo en el éxito de taquilla, ambos guionistas (esta vez no dirigen) comienzan con un montaje de gente hablando de la primera parte, de lo buena que fue y lo mucho que se asustaron, incluido un empleado de video club. Entonces… si a todo este grupo de personas les gustó, ahí tenemos más. Fíjese que uno de estos entrevistados anda con ganas de conectarse con la gente que realizó la primera parte e investigar “de verdad” sobre el hospital. Es el lugar maldito donde murieron todos los que iban a filmar un reality, un lugar maldito en el que ahora quiere filmar este pibe para ver si el lugar está realmente maldito. ¿Me sigue? Bueno, No importa. Esta patética justificación sirve como excusa para repetir casi con exactitud la fórmula de la anterior, convirtiendo a “Fenómenos Paranormales 2” en la remake más rápida de la historia. Las pocas diferencias respecto de la de hace dos años están: en el reparto, aunque por ahí aparece alguno del viejo elenco, nunca se sabe; y en una mayor capacidad para confundir con el montaje o con el espástico manejo de cámara. Tanto es así que los pocos encuadres reales parecen accidentales y sirven para que el espectador descanse la vista y sepa al menos a quién se escabecha el fantasmita de turno. El elenco parece saber de qué se trata esto e intenta darle espontaneidad a una propuesta que vive precisamente de eso: un registro realista propio de cualquier edición de Gran Hermano, aunque claro… algo de guión había en aquel caso. Lo poco que funcione se deberá exclusivamente a la inmensa generosidad de los espectadores que tengan ganas de hacer valer el precio de la entrada. El resto se pegará una tremenda siesta, lo cual no sería incoherente considerando que hasta el fantasma del afiche parece estar bostezando.
Con dos producciones que a través de la ciencia ficción plantean dramas de la condición humana puede ser prematuro encasillar las motivaciones de Neill Blomkamp como artista del mainstream. Lo que es seguro es que no le da lo mismo como mostrar ni el futuro ni las consecuencias de la intolerancia y el descuido del medio ambiente. “Elysium” es, ante todo, un entretenimiento. Planteada en 2154, la historia tiene a Max (Matt Damon) como un ex convicto en libertad condicional que desde chico sueña con ir a Elysium, una estación espacial donde los ricos viven una vida de publicidad. Todo es perfecto en esa sociedad. En especial gozan de buena salud con un sistema que reconstruye desde una roncha a toda la cara si algo llegara a pasar. Un ratito en la camilla, un escáner y chau enfermedades. Con razón quiere ir. El lugar se ve desde el planeta como una estrella de salvación. Claro, aquí hay hambre, sed, desocupación, contaminación, y por supuesto un sistema de salud absolutamente colapsado, con hospitales atiborrados de gente con necesidades básicas. Allí trabaja Frey (Alice Braga), médica desbordada por la situación y por una hija con leucemia terminal. Lejos está de la niña con la que Max solía ir a jugar y a quien en la niñez le prometió llevarla algún día allí arriba. Su máximo deseo solía ser minimizado por la niñera (Yolanda Abbud), quien insistía en decirle al niño que lo importante no es el lugar sino las personas, y que él va a ser alguien especial que va a hacer algo muy importante algún día. Hecha la introducción, al espectador le quedará por ver (deducir no será difícil) cómo y por qué ambos llegarán a Elysium. En definitiva, es lo que importa y por ello el director se va deshaciendo de los personajes con muertes tremendas a medida que la trama lo requiere. Como si fuera una suerte de tamiz aplicada a un guión que desde el vamos deja clara su intención de mostrar el camino del héroe con formato de historieta. En realidad habrá lugar también para un costado panfletario donde queda muy en claro la postura anti-derechista, coincidente con un momento crítico del sistema de salud norteamericano. La “resistencia” llevada a cabo por Sandro (José Pablo Cantilo) sólo busca desestabilizar el poder para conseguir medicina para todos (no es un eufemismo). Como sucede con la frontera mexicana, mandan naves con inmigrantes ilegales que van a conseguir un poco de salud. No va a faltar un presidente (Jodie Foster) que no dudará en volar en pedazos una nave con mujeres y chicos adentro con tal de preservar la “way of life”. ¿Parezco estar hablando de otra película? Perdón. Vuelva arriba o recuerde que esto es entretenimiento que en todo caso le tira palos a un sistema desigual. Sucede que como hay que vender pochoclos, los palos apenas terminan siendo escarbadientes. Desde el punto de vista estético “Elysium” hace referencias leves al género, pero sobrevive por sí sola gracias a una estética de comic, un buen diseño de vestuario, armas, vehículos, y en especial gracias a la solides de las actuaciones factor fundamental para establecer la credibilidad. Punto especial para el villano Terminator compuesto por un deshumanizado Sharlto Copley. Como aventura, funciona bien en todas las líneas y demuestra en el director una interesante pericia para aferrarse a su propuesta de cine de ficción con “alguito” de contenido social, aunque sufra de “presupuestitis”. Su primera película (mucho más visceral), “Sector 9” (2009) costó un cuarto de los 120 palos que salió esta. Como siempre (por suerte) más plata no garantiza mejor cine.
Bellocchio otra vez aborda al ser humano en una cita obligada para el espectador El cine de Marco Bellocchio tiene ante todo su postura política frente a cada historia que retrata. Pude ser en forma subrepticia como en “La nodriza” (1999) o “El diablo en el cuerpo” (1986). En ambos casos, la historia pasaba por otro lado, pero ambas protagonistas tenían novio o marido presos por subversivos, lo cual era determinante en sus acciones. Otras veces, la mayoría, tomando postura a través del texto cinematográfico con en “Buenos días, noche” (2005), sobre el secuestro de Aldo Moro; “Vincere” (2009) sobre Mussolini; ahora claramente en “Bella Addormentata”, abordando la ley de eutanasia o muerte digna. El compromiso con su ideología es innegable factor que predispone naturalmente a la polémica y por supuesto al debate. Hay algo que colabora notablemente a todo, más allá de lo subjetivo frente a las temáticas: Marco Bellochio filma bien. El título ya juega una dualidad interesante en la mente. Sabemos de antemano que no entramos a la sala a ver una para chicos. No hay duendes, no hay bosque y no hay príncipe azul que la despierte. La bella durmiente no es un cuento de hadas porque en 2009 Eluana Englaro (el caso real sobre el cual se apoya la historia) estaba postrada en cama hacía 17 años, en estado vegetativo. Su madre pidió desconectarla y el padre quería que fuera aplicando la ley. Berlusconi tomó palabra (intrascendente y neutral en el discurso). Luego todo el caso fue aprovechado por los medios y la clase política para sacar rédito de la sensibilidad de la población que en ese momento, además de fútbol no se hablaba de otra cosa. Estos eventos sirven a los guionistas y al director para sentar su postura frente a la clase política, los médicos, la influencia de la iglesia, los medios de comunicación masiva y otros frentes. A este marco lo va llenando con historias de mayor o menor envergadura, tomando como centros autárquicos por un lado a una madre, ex diva digamos (brillante Isabelle Huppert), cuya hija también está postrada, por otro lado a un político honesto (excelente Tony Servillo), pero partidario de Berlusconi, que se debate entre su voto por fidelidad partidaria y su ideología marcada a fuego por un hecho del pasado que además es causa de una relación insostenible con su hija. Las otras historias menores no son sub-tramas per sé, más bien actúan como elementos corales aportando una visión periférica y global en donde en definitiva se apoya el film. Eventualmente, Bellocchio se alejará de lo individual para ofrecer una reflexión profunda sobre la indiferencia (médicos apostando por los días de vida que le quedan al paciente), el execrable aprovechamiento de las circunstancias adversas, la crueldad, y sobre todo la intolerancia. Casi sin darse cuenta el espectador es transportado hacia la mirada de cada personaje teniendo la oportunidad de ver y escuchar varias campanas como para poder ofrecerse a sí mismo una propia. “Bella Addormentata” no tiene una bajada de línea política (en todo caso la opinión del director sobre Berlusconi está, pero no influye), pero sí establece una línea de pensamiento sobre el tema que trata. Los personajes están bellamente fotografiados por Daniele Cipri. Aún de día todos están encuadrados al costado de sus circunstancias y con un velo de oscuridad que no retrata intenciones, sino estados de ánimo frente a la adversidad al punto de parecer estar pidiendo ayuda Una realización que aborda al ser humano tomando decisiones, y se transforma en una cita ineludible para ir al cine.
Con el estreno del trigésimo octavo documental argentino en el 2013 hay que notar la enorme variedad de temáticas abordadas, y la escasa originalidad de las propuestas estéticas. Para no contradecir opiniones anteriores es importante sostener la idea del contenido por sobre la forma cuando de documental se trata. Las estructuras narrativas se mantienen bajo una misma fórmula de factura, efectiva y probada, aunque más cerca de un formato televisivo que del cinematográfico, pero es entonces el contenido el factor principal del objetivo buscado. Entrevista – archivo –entrevista – fotos… y así sigue el círculo. El resultado final depende de las pericias del guionista, de la dirección y la compaginación. Por una parte enfocar en redondear la idea y seleccionar el material, la otra en darle vida y ritmo a todo lo preconcebido. A priori “Nos habíamos ratoneado tanto”, que suena como titulo de un espectáculo de teatrote de revista, resulta interesante como propuesta. Una mirada al pasado reciente, con el retorno a la democracia, la sociedad argentina se debatía en enredos morales. Nos libramos de los militares pero los tabúes ya estaban férreamente instalados en el inconsciente colectivo. Hablar abiertamente de sexo era difícil, prohibido, censurado, furtivo… imagine mostrarlo. El escándalo estaba a la vuelta de la esquina con las revistas y la TV pícara condenada por las señoronas moralistas. En definitiva, una temática de revisión con muchas posibilidades, tanto en riqueza de contenido como en posibilidad de reflexión, que el director Marcelo Raimon desaprovecha al hacer de la fórmula ya mencionada un abuso. “Nos habíamos ratoneado tanto” gira incesantemente sobre lo mismo. Entrevistas a diferentes personalidades, algunas analíticas de la época como Marcelo Olivieri o Jorge Guinzburg, y otras protagonistas de ella como Vicky Olivares, Elvia Andreoli, Noemí Alan o Silvia Pérez. A todo este material se le insertan imágenes de tapas de revistas “Libre”, “Destape”, “SOC", y muy, pero muy poco, archivo fílmico o televisivo que al menos sirva para ilustrar los pensamientos entre el ayer y el hoy. Cada segmento del documental comienza con la imagen de un televisor viejo, dentro de cuya pantalla encontramos las imágenes de los especialistas grabados en una oficina o en un bar. Un recurso visual burdo y anacrónico que resta en lugar de sumar. Si no fuera por la palabra de los protagonistas no habría casi nada que no sepamos ya. Y a esto hay que agregarle la ausencia de varias personalidades como Moria Casán, Susana Traverso, Susana Jiménez, y varios etcéteras por no mencionar la ausencia total de artistas y cómicos alrededor de los cuales giraba una parte importante del destape argentino de los ochenta, aunque más no fuera con archivo fílmico. Habría que ver cuánto aporta esta producción a las generaciones que quieran entender esos años desde ese punto de vista. Quizás funcione como un disparador para querer profundizar, porque claramente con esta realización no alcanza. Deja con ganas de más.
A la salida de la proyección de “Historias Breves 8” en el microcine de la ENERC, quién escribe presenció el siguiente diálogo entre un par de colegas y alguien de la propia escuela de cine fuertemente vinculado a distintos proyectos. -- Che, un par de cortos zafan, pero el resto no me gustó nada. ¿Quién les enseña guión a estos chicos? ¿Cómo aprenden? ¿Le dan bola al guión de cine? -- Y… es el gran problema del cine argentino. No hay dramaturgia, no hay dramaturgos… se escribe mal. Este diálogo casi literal podría resumir y calificar la versión 2013 de las Historias Breves que compila, una vez más, una serie de cortometrajes realizados por estudiantes y/o egresados de las escuelas de cine. Son 9 en esta oportunidad y fiel a las ediciones anteriores no hay unidad temática, ni de género, ni de estilos, factores que, paradójicamente, hace todo más llevadero. Sería injusto tratar la compilación en forma general porque ante tanta variedad el resultado final puede ser confuso. Entonces habré de escribir un par de líneas sobre cada uno, no sin antes pedir aumento retroactivo y días extras de vacaciones al editor de la página. “De cómo Hipólito Vázquez encontró magia donde no buscaba”, de Matías Rubio Es el mejor de todos los que se presentan y vale el precio de la entrada en el Gaumont. Con estética y banda sonora a la Spaghetti Western, cuenta la historia de un representante de jugadores de fútbol (Javier Lombardo) que va a un inhóspito lugar a buscar a la supuesta nueva maravilla. En el camino encontrará a una suerte de fantasma de los caminos (Víctor Hugo Morales) que lo pondrá en la encrucijada entre el amor por la belleza del juego y el negocio millonario que representa. Tan nuestro como universal, el fútbol cobra vida cinematográfica en un guión muy cercano a la inventiva poética de Fontanarrosa. Sobra el remate final, pero el corto presenta introducción, nudo, desarrollo, desenlace y hasta epílogo. Parece mentira tener que ponderar lo básico. “Vida nueva”, de Lucas Santa Ana. Otro guión bien terminado que descubre el amor en la adultez temprana, y lo redescubre en la vejez a través de dos ancianos que viven solos en el mismo piso de un edificio, con un ascensor de por medio. Todo sucede en una navidad que se revela determinante para aquellos que no se deciden a dar el paso adelante. “Cuestión de té”, de María Monserrat Echevarría. Empieza bien esta historia del mundo de un matrimonio a punto de romperse visto a través de los ojos del hijo de la pareja, ayudado por una vecinita que plantea el “jugar a tomar el té, como los grandes”. La historia se pierde en lo anecdótico y en la bajada de línea, pero presenta una gran sorpresa estética, conceptual y metafórica. Una de esas imágenes que sobreviven en la mente durante días y que no conviene revelar. Realmente un trabajo de maquillaje, y efectos de maquillaje, dignos de destacar. A partir de “El conductor”, de Maximiliano Torres, “Historias Breves 8” decaerá inevitablemente. Una familia se va de vacaciones en un auto sin aire acondicionado y bajo un calor importante. Los chicos molestan, el mate se cae y la velocidad aumenta. Se insinúa una especie de alienación en el padre (como un Taxi Driver diurno), pero todo se transforma en algo inverosímil y pretencioso. Sobre todo con un parabrisas que desorienta como elemento simbólico. De todos modos, no lo sabremos porque se terminó la resma de papel o algo así y los créditos asaltan los ojos del espectador antes que se pueda preguntar: ¿Así termina? “Superficies”, de Martín Aliaga, es otro guión al que le faltan las últimas hojas. Plantea un tema de discriminación a partir de un grupo de chicos revoltosos que en un colegio secundario insultan, torturan, vejan y humillan a un compañero que elije no reaccionar. La elección del guionista es bajar línea con un costado facho que ni siquiera se abre a la interpretación de ofrecer la otra mejilla. El espectador asiste con impotencia al calvario al que el director somete al protagonista, para luego insinuar la posibilidad de que semejante brote violento sea producto de una autocensura sexual. No lo sabremos porque no hay final. Que el espectador se las arregle sólo. “El ramal”, de Mena Duarte, propone un triángulo pasional con ribetes de cine negro que al minuto su propuesta cambia de punto de vista y sale de su eje. Además, empieza por un final que termina confirmando provocando el “ Sí,. ¿Y…?” que brota natural de cualquier mente que se hace preguntas. “El olvido”, de Fermín Rivera, sube el nivel (un poco nomás) contando la historia Juan, un hombre que en busca de un lugar más grande para su mujer y su futuro hijo, visita una casa en venta de cuyas paredes brotan recuerdos enterrados de un pasado triste y doloroso relacionado con la ultima dictadura. En los últimos dos cortos aparece el género del terror y/o fantástico. “Liebre 105”, de Sebastián y Federico Rotstein, también tiene serios problemas de guión para solidificar el verosímil. Una chica distraída, hueca y básicamente tonta, no encuentra su auto en el vasto estacionamiento de un Shopping. Así sigue hasta que todo se apaga y ella queda sola y paranoica frente a la posibilidad de que la sigan. Las actitudes de esta chica están tan cerca del ridículo que su torpeza es sólo comparable con la de los escritores. Sin embargo, hay decisiones estéticas y rubros técnicos de muy buena factura y calidad. Finalmente, “El desafío”, de Andrés Arduin, podría ser un buen cierre si no fuera por la espantosa mezcla de sonido con serios defasajes en la toma de audio, al punto de aturdir o resultar inaudible, según sea plano o contraplano. Una lástima, porque no está nada mal poner en lenguaje de western una historia de leyenda del campo. Un espíritu que anda suelto y, como siempre sucede con habladurías como esta, hay algunos que la creen y alguien que no. Un guionista puede elegir no explicarle nada al espectador, pero darle elementos para que éste pueda elaborar conclusiones y aferrarse a su interpretación. Distinto es un guionista que oculta información por no animarse a ir a fondo con su propuesta, o simplemente admitir que no había nada por contar y ponerse a escribir otra cosa.
Difícil hablar de “Dragon Ball Z: la batalla de los dioses” sin mencionar, por un lado, una base mínima de la historia que la precede, y por otro, el ineludible hecho de ser una película casi exclusivamente para fanáticos seguidores. Dragon Ball es una historieta Japonesa de la década del ’80, pero que recién llegó a su versión en español en la década del ‘90. Todos los volúmenes de la historieta fueron llevados a la televisión, y la industria nipona dio cuenta también de algunas películas dada la aceptación mundial. Básicamente el argumento se centra en Gokú, un extraterrestre (esto se supo mucho después en la serie) experto en artes marciales que recorre la tierra en busca de siete bolas de dragón, las que juntas llaman a un dragón/dios gigante que concede deseos. A partir de esta idea medular basada conceptualmente en “Viaje al Oeste”, una de las cuatro obras fundamentales de la literatura china del siglo XVI, el viaje de Gokú se plagó de amigos y enemigos, algún amor y viejas rencillas entre planetas y dioses. Con esto dicho, y sin ningún preámbulo que resuma nada, “Dragon Ball Z: la batalla de los dioses” deja afuera a cualquiera que no haya visto o leído la historieta de Akira Toriyama. Treinta y nueve años después de la siesta el Dios de la destrucción se despierta y anda con ganas de medirse contra alguien poderoso para recordarle a la gente que es el capo di tutti capi. Adivine a qué planeta viene y con quién se enfrenta. Lejos de cualquier rimbombancia de efectos y estética tridimensional, el largometraje de más de ochenta minutos respeta a rajatabla el dibujo original y hasta cuenta en su versión en español con las voces originales. Como corresponde al comic japonés, la acción es mucha y variada y las dosis de humor recaen en los personajes más chiquitos y en los caprichos del protagonista. Puede que suene sectario, pero realmente los fanáticos pueden ir tranquilos. Los demás, a ponerse al día o ver otra cosa.
En 1995 María Inés Falconi comenzó a escribir “Caídos del Mapa”, una larga saga de libros (está terminando el volumen 11) que aborda básicamente el mundo pre-adolescente. En el primero, ese que leído hoy parece naif dada la globalización y el fácil acceso a la tecnología sumada a las redes sociales, un grupo de chicos de séptimo grado planifica zafar de una maestra a la que llaman “La Foca”. Fue la propia autora la que adaptó su novela al cine, así como ocurrió con J.K. Rowlings con Harry Potter, salvando las distancias. El guión peca de falta de aggiornamiento (era totalmente válido poner 1995 para justificar el entorno), pero no por eso deja de entretener con momentos que funcionan como boyas que mantienen a flote el bote (los chicos en clase, la música en el sótano, etc) Para muchos, la película podría parecer que atrasa treinta años y vuelve a “Señorita Maestra” (1982-1985) pero sin Jacinta Pichimahuida. Ante todo “Caídos del mapa” está planteada como una aventura construida con elementos de la vida real. El comienzo tiene una banda sonora muy cercana a la que Dave Grusin compuso para el clásico “Los Goonies” (1985), otra aventura con chicos de primaria. Vemos a los alumnos acercarse al colegio con algún accidente de bicicleta que servirá también para presentar algunos personajes. Paula (Ailén Caffieri), Graciela (Sofía Calzetti), Fabián (Tomás Carullo Lizzio) y Federico (Felipe Corrado) planifican una rateada, pero dentro del colegio. El sótano parece el lugar ideal para desaparecer por una hora y volver a la siguiente clase como si nada. Miriam (Brenda Marks) se presenta como la “buchona” de la maestra y la que intenta arruinar todos los planes, más por el deseo de ser incluida que por mala, pero esto se resolverá luego. La rateada se reconvertirá en un espacio para descubrir muchas cosas. Gracias al estupendo trabajo de María Laura Berch (coach y encargada del casting de chicos) estamos frente a un elenco de pibes cuya frescura ayuda a sostener las carencias del guión. Los cinco purretes mantienen un registro realista para poder dar énfasis a los conflictos (descubrir el primer amor, aprender a no juzgar, el compañerismo, el fin de la inocencia, etc.), mientras que el elenco adulto juega a caricaturizar tanto la paternidad y sus pretensiones como el autoritarismo retratado en tono cómico por Karina K en el papel de La Foca. Lo mismo sucede con la directora (Tina Serrano –un poco menos eléctrica-), el plomero (Oski Guzmán) y el padre de Miriam (Marcelo Savignone). El único que está en un nivel más realista es el portero (Atilio Pozzobón) que tiene dos grandes momentos con una misma frase que se resignifica: “a mi nadie me escucha”, dice. A los chicos tampoco, parece querer decir el texto cinematográfico. La dirección de Nicolas Silbert y Leandro Mark parece más preocupada por ser fiel al libro que por impregnar el guión con ideas frescas, pero en definitiva, ambos redondean un producto que desde las acciones y los sucesos es casi literal y no debería defraudar a los fanáticos. “Caídos del mapa” no pretende ser otra cosa que transformar el popular libro en imágenes. Las siguientes adaptaciones dependerán de la respuesta en la taquilla, pero todo parece conducir a una buena oportunidad para ajustar lo técnico, lo literal, para no subestimar al público y convertirse en un hecho histórico.