La historia de Carlos Fuentealba debería, como mínimo, haber cambiado la historia del accionar de la justicia contra la corrupción y la impunidad de los dirigentes argentinos. Pero eso no ocurrió a la luz de las circunstancias. El que disparó estaba preso, pero ya no. Nada de lo que debería haber ocurrido, ocurrió. No es el único caso, pero es el que abordaron Ariel Borenstein y Damián Finvarb con el objetivo concreto de dejar un legado que al menos sirva a los efectos de no olvidar y acaso actuar. Horas y horas de entrevistas a amigos, ex dirigentes de la UOCRA, militantes y colegas docentes que abordaron distintas etapas de Carlos. “En obra” hace un repaso minucioso por los ochenta y los noventa para que conozcamos los antecedentes gremiales y políticos que llevaron al docente a aquella ruta en ese fatídico 04 de abril del 2007. Así conocemos su paso por la construcción, por la docencia, la política, la militancia y, por supuesto, como hombre comprometido con la vida y sus amigos. La estructura pasa casi exclusivamente por el formato de informe que alterna entrevistas con materiales de archivo, algunos de los cuales esclarecen algunos puntos no tan conocidos en su momento, como las repercusiones en la prensa y televisión neuquinas. En este aspecto, bien podría ser un informe especial de televisión. Sucede que la temática y el hombre superan la propuesta estética, y la realización se convierte en un gran aporte a la historia reciente. Conmueven tanto los datos como algunas imágenes, en especial una que da cuenta del paisaje con una foto en la ruta, un viento casi desértico, el pasar de autos y una bandera argentina rota flameando: “Aquí dio su última clase” se lee, y esta película está para que no lo olvidemos.
A la espera de la que seguramente será una gran producción en términos económicos, luego de que la Sony adquiriera los derechos de la biografía autorizada de Steve Jobs, escrita por Walter Isaacson, la maquinaria de Hollywood se puso en marcha más rápido que un bombero. “Jobs” nació a partir del asombroso parecido de Ashton Kutcher al Steve Jobs de la década del ‘70. Hay un director casi novato y un guionista más novato aún. ¿Qué esperar? Para cualquiera que haya buscado en you tube algún video del creador de Apple, y lo haya visto caminar, la primera escena resulta casi fantasmal y contradictoriamente real. Ashton Kutcher camina, habla y se mueve igual en una demostración de búsqueda y composición del personaje. En esos primeros 4 o 5 minutos vemos como Steve presenta el i-pod. Flashback Ahora estamos en 1974, donde todo comenzó. El director se toma su tiempo para retratar. Para trabajar el entorno. Rituales de plaza, contexto socio-políticos, la música de la época (tomando como centro a Cat Stevens y Bob Dylan), y un personaje que ya se dibuja como un pensador fuera del cuadrado. Algo engreído, autosuficiente. Él sabe que su intelecto sobresale por encima de la media, pero todavía no sabe como potenciarlo. Hasta que conoce a aquellos que van a conformar su equipo de trabajo a lo largo de los años, los que “comparten su visión”. Porque si algo tiene muy claro éste hombre es cómo funcionan las finanzas, el capital, las ganancias y además tiene visión, esa visión especial para anticiparse a aquello que en cualquier otro ser humano sonaría ridículo e irrisorio. En esta, y las siguientes dos décadas, se centra el relato aunque llega a abarcar algo del siglo XXI. A medida que pasan los años la narración crece en velocidad, pero sólo en eso. Como si no hubiera más tiempo o presupuesto para retomar el ritmo de la primera hora, por lo que las elipsis resultan algo forzados. También, para aquellos que conozcan al genio en mayor profundidad, faltarán episodios insoslayables como la pelea con Bill Gates (que aquí apenas se menciona y queda al borde del cabo suelto). No es lo único suelto en “Jobs”. Hay personajes poco desarrollados, como el profesor que compone James Woods al principio ¿Qué aporta a la construcción del personaje? ¿Aporta? Sin embargo todos estos detalles se diluyen ante la fuerza del título. El mundo sabe quien era Steve Jobs y su muerte no hizo más que agigantar la figura. Una verdadera ventaja para esta película porque, adicionalmente a lo que el espectador sabe, cuenta con un muy buen trabajo de todo el elenco, en especial los de Dermot Mulroney como Mike Markkula, el primer financista de la historia de Apple, Josh Gad en el papel del ejecutor de las ideas, y un Lukas Haas maduro y pensativo ya lejos de la mirada inocente que tenía aquel chico amish de “Testigo en peligro” (1985). “Jobs” resulta un emotivo y entretenido relato sobre un genio. Si se quiere, a los efectos de conocerlo a fondo, funciona como una introducción efectiva que seguramente lo dejará con ganas de más y con el recuerdo de la interpretación de Ashton Kutcher.
Con un cine de animación, que a nivel de distribución mundial casi todo viene de Estados Unidos, el hecho de estrenarse producciones como “Zambezia” supondría un ejercicio saludable de la diversidad. No todo es Pixar, Dreamworks, Blue Sky Studios o Disney. Es tanto y con tanta parafernalia mediática la de estos estudios que uno reflexiona y piensa: ¿en Sudáfrica pasará lo mismo que con “Metegol” en la Argentina? O sea que los sudafricanos también comentarán: ¿“Zambezia” no tiene nada que envidiarle a los grandes estudios de Hollywood”? Aparentemente sí, aunque para eso hay que parecerse un poco también a ellos. Desde “Sammy” (2011), de origen belga, hasta la de Campanella necesita cubrir ese mercado para recuperar la inversión. ¿Se diluye un poco la identidad? Kai (Miguel Angel Leal) –voz en inglés de Jeremy Suarez-) es un halcón joven, impetuoso, lleno de brío, con el mundo enfrente y por debajo, y listo para ser llevado por delante. También es muy intuitivo y las fronteras lejanas no le son tan ajenas. Algo del sentido de la pertenencia parece despertar en él. Está allí, contemplando desde arriba. El horizonte es claro, aunque no encaja del todo. Tendai (Gabriel Pindarrón –voz en inglés de Samuel Jackson-), su padre guía y mentor trata de contenerlo, como sucedía en “Buscando a Nemo” (2003), protegiéndolo de los peligros del mundo. Sí, pero además porque hay cosas del tiempo y del espacio que es mejor dejarlas como están. “Zambezia” es el lugar en donde habitan las aves y tiene Sekhuru (Patricio Colmenero –voz en inglés de Leonard Nimoy) como el patriarca y fundador. El lugar, un árbol gigante, es como un paraíso legendario soñado por todos, pero al que no cualquiera puede acceder. Sobre todo si se quiere pertenecer al grupo “vuela y vigila”, para que todo esté bien. De que todo esté mal se encargará Budzo (Gerardo Vázquez –voz en inglés de Jim Cummings), un lagarto muy, pero muy malo, que también tiene que ver con el pasado de los protagonistas. Ciertamente la referencia a “Buscando a Nemo” es ineludible. No por el argumento (acá la búsqueda y/o rescate están invertidos de hijo a padre), sino porque el eje dramático está puesto en la relación entre los dos, y en ambas películas el vínculo se construye aún más cuando están separados. Si es por esto, la producción está realmente bien pensada. Nada mal, considerando los cuatro guionistas y algunos más que ayudaron. También por el lado técnico los logros son numerosos. Los movimientos de los personajes son bien reales, incluso cuando se trata de humanizarlos y convertir las plumas en manos o las alas en brazos. Inteligentemente el uso de los colores de las aves ayuda al espectador a detectar especies y personalidades. No es casual. Por todo esto, pese a parecerse a algunas, “Zambezia” sale airosa de ser sólo un producto de exportación y finalmente prevalecen los mensajes de fidelidad, el trabajo en grupo y el equipo por sobre la individualidad; el respeto por los mayores (por la experiencia) y por supuesto; la confianza en mantener el espíritu inquieto. La dirección de Wayne Thornley, aunque se alarga algunos minutos, supera con creces la condición de debutante.
Dos hermanos provenientes de Francia llegan al aeropuerto de Buenos Aires. Marcus (Philippe Rebbot) trata de comunicarse en idioma “fran-glés-ñol” con alguien en Mendoza para avisar que llegaron. Su hermano Antoine (Nicolas Duvauchelle), anda con mal de amores, aunque parezca que se está recobrando de una resaca gigantesca. Los dos vienen al casamiento de un hermano en la provincia del vino. Antoine se mueve más arrastrado por Marcus que por convicción propia, y deberán encontrar la forma de llegar antes de la boda. Claro, suceden todo tipo de vicisitudes hasta que se suben a un auto y encaran la segunda parte de la narración, cuyo escenario será la ruta junto a un par de compañeros ocasionales. El primero es un portero (Gustavo Kamenetzky) que aporta grandes dosis de humor con su personaje de impronta desinteresada, y la segunda es una chica (Paloma Contreras) que instala “la segunda oportunidad” en aspectos sentimentales. Al final todos queremos amor, parece ser el hilo conductor. La mayor virtud de “Voyage Voyage” es el no intentar ser lo que no puede. Esto dicho en términos de producción: economía de recursos pero con habilidad para usarlos, y sobre todo una dirección sólida de Edouard Delouc (quien también escribió el guión). Ante todo está la historia para contar, luego la forma de hacerlo. Siguiendo estas simples premisas la película se convierte en una agradable comedia con tintes dramáticos que no tiñen el resultado final ni ofrecen todo masticado para la lágrima fácil. Es una película de actores y claramente esto es otro de los puntos fuertes. Más que destacar a uno u otro, lo importante es el funcionamiento en equipo para que los vínculos crezcan y sean creíbles, en la naturalidad con la que el elenco aborda cada personaje está el secreto de no parecer forzado. Uno desearía mejor suerte para éste tipo de realización que pasa por la cartelera porteña. En todo caso es de esperar que el público responda y las dos o tres funciones que tenga “Voyage voyage” lo sean a sala llena. Calificación: Buena. (Iván Steinhardt).
El término biopic refiere a un tipo de filmes en los que se cuenta la historia y la vida de alguien que existió en la vida real, algo que es de práctica desde los comienzos de la cinematografía. “Renoir” se puede inscribir en éste sub-género, aunque aborda la última parte de la existencia del gran pintor. No es casualidad. Gilles Bourdos (que no había realizado nada memorable hasta ahora) decidió centrarse en sus días finales porque es donde encontró una riqueza dramática que habría resultado muy vaga de haber abordado toda una vida. La historia gira en torno a varios personajes centrales: Pierre Renoir (Michel Bouquet), sus hijos Cocó (Thomas Doret), Jean (Vincent Rottiers) y Andreé (Christa Theret). Jean vuelve muy herido, y con licencia como soldado, de la Primera Guerra Mundial, mientras todavía se lucha encarnizadamente en los campos de batalla, para reencontrarse con su hermano menor (Cocó), quien vive a un costado de todo, como marginado y a la vez testigo de lo que pasa. Es probablemente el personaje que menos dice, y sin embargo el que pone una cuota de rebeldía en estado animal, observándolo todo desde lejos. Por su parte Pierre está con tremendos dolores causados por la artritis, pero con la misma fuerza de convicción para pintar todo lo que puede a partir del ingreso de Andreé, una nueva bella y joven musa que debe posar en forma casi constante mientras dirime su vida entre echar o no raíces, a partir del gusto por los bienes materiales del que sea su futura pareja. Jean se presenta como un idealista, un hombre de convicciones profundas al punto de discutirlas con su padre, quien no ve en su hijo mayor una posibilidad de futuro próspero. Cada una de estas historias por sí solas constituye un drama de difícil abordaje, sin embargo aquí confluyen y conviven como parte de un texto donde todo parece partir de un punto pero que va en distintas direcciones. El eje de acción sobre el que se mueven los conflictos son los distintos paseos a los cuales Pierre es llevado para situarse a retratar un realismo sujeto a la naturalidad del entorno y a los usos y costumbres de la gente que lo habita. Cada cuadro es como una nueva etapa para que al espectador le quede muy en claro la toma de posición de cada personaje frente a las distintas circunstancias. Hasta ahí todo muy bien elaborado, tanto en la composición de la imagen como en las actuaciones. Michel Bouquet es un verdadero maestro que está a la altura del trabajo de Jean Louis Trintignant en la multipremiada”Amour”, también de 2012. Christa Theret ofrece una musa que respira libertad en su cuerpo, pero sólo como una capa superficial de un deseo mucho más contenido. El único problema en el que cae “Renoir” es el cambio arbitrario de perspectiva. Salta del punto de vista sin que premie una justificación sólida, y por esta razón el relato central, el que da título a la película, se diluye. Distrae. O mejor dicho, abandona y retoma aleatoriamente con lo cual, independientemente de tener a Bouquet en el afiche el texto cinematográfico parece indicar otra cosa. De todos modos esto no hace que “Renoir” sea un plomo, ni mucho menos. Ya sea por contenido y/o por estética, a la producción se la disfruta y tiene su peso específico. En esta época de abundancia de pochoclos es más que bienvenida.
Triunfal retorno de un género Hay algo extraño en la apertura de “El conjuro”, algo que parece presagiar un desastre pero a la vez confunde. Tres adolescentes están sentados en un sillón compareciendo, prácticamente, frente a un grupo de adultos. Cuentan algo que los asustó. Para una película de terror, y para los amantes del género, el relato es tan inverosímil como ridículo. La historia (con rápidos flashbacks) pasa por un par de amigas jugando a lo que no deben, y un muñeco poseído. Uno siente que le están contando “Chucky” (1988), y suena tal cual. Sólo que ya no estamos para bromas y uno se pregunta: ¿En serio vamos a ver una de muñecos malditos? ¿Habremos de soportar bracitos de plástico manejando el cuchillo de Rambo? O siendo más derrotistas: “Uh… bueh… ¿Cuánto falta?” Entonces se produce la dualidad. La contradicción en la apreciación. Mientras escuchamos la introducción contemplamos una textura cinematográfica que se toma todo muy en serio. Una dirección de fotografía jugando con los opacos y las sombras, un montaje despojado de efectismo y (lo más importante) los encuadres. La cámara se corre, se asoma con el espectador a un pasillo o a una puerta entornada. Suena la banda de sonido que es más evocativa del género que útil a la trama. Pero se corta y entonces se escucha algo mucho más atronador. El silencio. Y así será en muchos pasajes de la realización. Justo en esos silencios, justo cuando ya no importa si el relato es o no creíble, nos damos cuenta de las mariposas en el estómago y de un creciente ritmo cardíaco. Y claro, hay que admitirlo: ¡Estamos asustados! Después de esta introducción en la cual James Wan (autor de la primera de la saga “El juego del miedo” (2004) y de la fallida “La noche del demonio” (2010), muestra lo que aprendió. El espectador está listo para ser llevado de las narices por una variada paleta de recursos propios del género para narrar los hechos reales acaecidos en una casa en Rhode Island, a la cual se muda una familia tipo de principios de la década del ’70, matrimonio y cuatro hijas. En la casa pasan cosas raras. Y serán los mismos adultos que vimos en la primera parte los que intervendrán como expertos en parapsicología y otras yerbas. Todos los elementos que el director muestra en detalle o en un simple paneo, sirven. Tarde o temprano volverán a aparecer para justificar su presencia (o su ausencia) en una verdadera muestra de elaboración de guión y puesta en escena. Nada es por azar, y a la vez estará al servicio de enriquecer la tensión dramática (de colección la utilización del juego de “la escondida”). Para lograr todos estos climas densos de demonios y fantasmas, fue fundamental el altísimo nivel de actuación del elenco, en especial la parte femenina con Vera Farmiga, Lily Taylor y las chicas Hayley McFarland, Joey King, Mackenzie Foy y Kyla Deaver a la cabeza La estética y la estructura narrativa son también una mirada a la década del ‘70, no sólo por estar ubicada en la época sino por las formas. El realizador se toma su tiempo para todo, sabiendo y confiando en el resultado final. Se nota. Y así sale. “El conjuro” es una gran película de terror porque nunca decae, nunca abandona la propuesta y salvo en contadas ocasiones, no recurre al golpe de efecto. Junto con “Mamá” (2013) es lo mejor del género en mucho tiempo. La entrada vale cada sobresalto.
Vayamos directo al grano en estos tiempos de vorágine. Si el dilema pasa por saber si vale la pena el paseo con los chicos al cine para ver “Los Pitufos 2”, la respuesta es que a ellos les va a gustar. Siempre partiendo de la base de haber aprobado con ganas la primera de 2011. Si el análisis pasa por la elaboración de la obra, la cosa es distinta. A diez minutos de comenzada la proyección, no solamente está hecha la presentación de los personajes, sus intenciones y el anticipo del conflicto, sino que además se anuncia como va a seguir el argumento y, si me apuran, hasta como va a terminar la narración. Nada de sorpresa, y la elección deliberada de atemperar el humor en los momentos clave o potenciarlo cuando no hace falta con gags repetidos, es demasiado riesgo para una producción de esta naturaleza y factura. Y eso es precisamente lo que sucede. A la Pitufina la creó Gargamel para infiltrarla en la aldea pitufa y logar encontrar la ubicación, pero Papá Pitufo logra llevarla al lado bueno y la convierte al “azulismo”. Así las cosas, el villano instalado en París quiere a toda costa apoderarse de varios pitufos para extraer su magia y usarla para dominar el mundo. Nunca sabremos por qué quiere eso. Las cosas de las que disfruta no parecen requerir ser dueño del planeta, sino más bien robar un par de bancos con la varita y retirarse. Sólo queda su odio hacia los enanitos, pero no alcanza para sostener dramáticamente sus intenciones. A todo esto tenemos a la familia cuyo jefe, Patrick (Neil Patrick Harris) sigue con ese registro entre tonto e ingenuo que lo caracterizó en la primera. Su mujer no le va en saga, y en todo caso es el abuelo Víctor (Brendan Gleeson) el único que parece nacido con dos dedos de frente. Pero en el fondo todos se quieren. Hay alguna culpa mal echada de un personaje hacia otro como para convertirse en subtrama, pero es de poca utilidad al relato principal. Irónico porque allí reside el mensaje o la moraleja. Entonces, con los pitufos y todo el elenco cumpliendo a rajatabla lo anunciado al principio, sólo queda esperar una buena dosis de efectos que reemplace el atractivo del que carece la historia. Eso, y el trabajo brillante de Hank Azaria como Gargamel es lo que sobrevive en esta segunda parte. El 3D no tiene una sola escena que justifique los anteojos. Es más, no parece una película pensada o construida teniendo en cuenta la profundidad. Por cierto, la versión doblada resulta un poco más amable. Quizás porque estamos acostumbrados en esta parte del mundo a no haber visto nunca los pitufos en otro idioma. A veces funciona esto de estirar un guión para convertirlo en chicle, en la mayoría de los casos no. “Los pitufos 2” debería durar 20 minutos. Para los chicos, bien (hasta ahí); para los grandes puede haber más de un bostezo.
Probablemente cuando se estudie la historia del cine dentro de muchos años, en lo correspondiente al cine norteamericano se podrá trazar un paralelismo entre los viejos seriales de las décadas del ‘30 y ‘40 con el Capitán Marvel a la cabeza, y la era de las grandes sagas en el comienzo del siglo XXI. Se buscarán antecedentes en los años ‘70 y ’80, pero innegablemente el auge total y marcado será emplazado en estos (¿últimos?) años. ¿Qué tienen en común? La empatía natural por lo héroes, el deseo de que salgan ilesos y defiendan ciertos valores, y por supuesto la necesidad imperiosa de saber qué sucede con ellos en el siguiente capítulo. Podría ser anecdótico sino fuera porque las secuelas, en especial las basadas en historietas, son una pata fundamental para sostener la industria. Es difícil saber en qué estado la encontraríamos sin los miles de millones generados por Marvel, DC Comics y Star Wars. Por supuesto que hay muchas más, pero estas tres en particular son de las pocas que todavía se siguen escribiendo y editando. En la bolilla correspondiente a X-Men no podemos vaticinar exactamente cuántas habrá, pero con las cuatro ya realizadas (más una quinta en camino) y las que se ocuparán de cada personaje en particular, pensar que hay material para al menos 20 entregas no suena muy descabellado. Para empezar, con el desarrollo de cada uno eligieron al mutante más enigmático en contenido pero menos expresivo en su impronta, Logan / Wolverine (Hugh Jackman). Su pasado conflictivo, sumado a su espíritu rebelde y pendenciero (más el poder de auto-curarse las heridas), lo convierten en “el personaje a seguir” por los fans. Para los que esperamos una lógica dentro de lo ilógico del género la deuda está pendiente y, como sucedía en los seriales, a veces había trampa. Hugh Jackman ya demostró ser un muy buen actor, sin embargo habría que juntar todas las X-Men para ver si los diálogos, reflexiones y demás llegan a completar una página de Word tamaño A4. Además es indestructible, y a la vez una máquina de matar. ¿No pierde un poco de interés entonces? A ver, Terminator (por poner un ejemplo) también era invulnerable, hasta el momento en que tenía que serlo porque de lo contrario, ¿por qué habría de involucrarse el espectador, con personajes que de todos modos serán destruidos? Wolverine avanza. Le tiran tiros, bombas, cañonazos, espadazos, gases… hasta la bomba de Nagasaki explota casi en sus narices. Pero nada. Por otro lado en “X-Men Orígenes: Wolverine” (2009) nos contaban que nació en Canadá en 1840. No existía Canadá en esa época, pero él nació igual ahí. A Marvel no le interesa mucho el rigor geográfico. Ya lo había demostrado poniendo una montaña gigante en Villa Gesell ¿Se acuerda? Sigo. El mutante peleó en toda guerra que se le cruzó por delante y después se olvidaba (convenientemente) de todo (trampita). Así llegamos a “Wolverine: Inmortal”. Empezamos unos minutos antes de la bomba atómica. El héroe salva a uno de los oficiales por partida doble: del harakiri que el soldado estaba a punto de ejecutar y de la bomba que cae a 200 metros, tirándose ambos a un pozo y tapándolo con una chapa (¿perdón?). Sobreviven ambos. Creer o reventar, pero es lo único que se les ocurrió a los guionistas para instalar el conflicto interno y contrapuesto de ambos personajes. La elipsis nos trae a nuestros días. Ahora vive como un eremita tratando de evitar cualquier contacto con el mundo y la gente. Logan está acosado por las pesadillas. En especial aquellas en las que vuelve a encontrarse con Jean (a quién mató en “X-Men III”). Ella lo incita, lo psicopatea con “soltar” y aceptar que algún día la vida debe terminar y dar paso a lo que sigue. Tal vez encontrarse. Todas estas pesadillas y recuerdos son las que sirven para alimentar y construir el conflicto del personaje. Y viene de perillas porque aparecerá alguien que le ofrece, precisamente, volver a ser mortal. Si es por esto, apenas aparece el ofrecimiento la película debería culminar a los 40 minutos, pero no es tan sencilla la cosa. Habrá que ver, por qué deseando tanto morirse no lo hace. James Mangold, quien ya había trabajado con Hugh Jackman en “Kate & Leopold” (2001), está a cargo de una dirección sólida, en especial las secuencias de acción (toda la escena de la lucha en el tren en Japón es de colección). Esa solvencia es la clave para sostener un guión que a veces decae en ritmo narrativo, por no mencionar alguna redundancia. ¡Ah!, aparece Viper (Svetlana Khodchenkova) como para agregar un mutante más aunque no aporte demasiado. De todos modos, “Wolverine: Inmortal” es lo suficientemente entretenida como para no defraudar a los seguidores. En la historia global de los X-men, será poco lo que quede para completar los eslabones de su universo, y hablando de eso, a quedarse en los títulos para el anticipo de lo que viene.
“Turbo” llega a los cines argentinos con la difícil tarea de hacerle frente a los otros tanques animados ya estrenados: “Metegol”, “Monsters University” y “Mi villano Favorito 2”. Para cuando salga este comentario las cuatro películas integrarán el podio de lo más visto en esta primera semana de vacaciones. Un cuarteto de animación, cada uno con su propuesta particular. La historia pasa por un caracol consciente de ser y estar en el cuerpo y lugar equivocados. No sólo anhela moverse de otra manera y en otro ambiente, sino que también desea fervientemente ser ultra veloz para poder seguir su sueño de correr carreras. En este contexto, su hermano Chet representa la resignación incondicional a su condición de caracol y se lo comunica constantemente. Digamos, el “no poder ser” más de lo que se es. Una virtual renuncia a cualquier tipo de aspiraciones, lo cual excede a ser simplemente un realista consciente de sus limitaciones Por circunstancias de esas que hay que tener muy buena voluntad para aceptar en el marco de lo verosímil (ya sé, es de dibujos animados pero todo tiene su código), Turbo cae en manos de Tito, su homónimo en versión humana en tanto querer y creer lo imposible. La diferencia está en las ideas alocadas que se le ocurren para levantar el negocio de “tacos” que tiene con su hermano Aneglo (Sí. La versión humana de Chet) Turbo no aspira a otra cosa que ser una película con guión de conflicto débil (por ausencia, no por omisión), centrándose casi exclusivamente en mostrar el deseo de superación. Nada más. A decir verdad, para el momento en que se manifiesta un personaje antagonista que podría funcionar mucho mejor para instalar la conveniencia de la sana competencia estamos casi en el final, y ya es tarde. Al menos no estamos frente a algo pretencioso. El director debutante David Soren se pone al hombro un tipo de producción que, por sus características, es muy difícil volver atrás o filmar de nuevo. “Turbo” cumple con la tarea de entretener, sobre todo a los pibes tuercas, y deja lo mejor del humor para Tito. Está lejos de convertirse en un clásico, pero justifica el paseo con los chicos.
Casi como si se hubiera ensañado conmigo, el género documental me tocó por triplete esta semana. En este caso se trata de “Norita, Nora Cortiñas” de Miguel Mirra. Ante todo, cabe aclarar que la temática a abordar en esta realización tiene que ver con tres pilares fundamentales: La búsqueda incesante de las madres de los desaparecidos, la construcción de la tragedia de vivir con quién no está y de quien no se sabe mas que eso, y, por último, un homenaje en vida a una de las co-fundadoras de Madres de Plaza de Mayo. Poco a poco nos iremos sumiendo en la historia de Nora. Un par de anécdotas darán cuenta de los lugares donde nació, creció, además de iniciar un viaje hacia el reconocimiento del ausente. Al término de “Norita, Nora Cortiñas” no sólo sabemos una parte importante de la historia del proceso militar y de cómo la protagonista lo vivió (antes y después), sino que también sabremos tanto de Carlos, su hijo, que nada más falta verlo al lado de su madre. La compaginación, con una previa observación de los gestos y expresiones de Nora, es útil para construir los pequeños microclimas de la película, algunos de ellos muy emotivos y efectivos. Es cierto que aún tratándose de alguien con muy poca presencia mediática el documental logra lo que se propone. Un retrato crónico de una vida difícil y llena de dolor. El mismo por el que cualquier espectador sentirá compasión, bronca por las heridas abiertas, y el deseo latente justicia.