Como si la cosa nunca hubiera cambiado, entre el material de archivo de “Cirquera” y lo filmado de la actualidad, hay un plano de una casa vieja con un pequeño pasillo exterior tapado por una planta del tipo enredadera de la cual brotan algunas flores anaranjadas. La cámara cambia de posición pero sutilmente. Es la misma planta y la misma casa, pero no el tiempo que pasa. El tiempo borra cosas, la memoria por ejemplo, y en ese paso irreductible deja estelas, arrugas en la piel que cede a los años y le dan al rostro otra expresión, más cerca de la nostalgia que de las nuevas vivencias. Con ese nivel de búsqueda, Diana Rutkus muestra una parte de su vida, olvidada por ella y desconocida por el espectador. Era una nena de 6 años cuando dejó de viajar con el circo del cual eran parte sus padres y también sus abuelos) Ella y su hermano han recorrido miles de kilómetros en la década del ’60, amarrando en ciento de pueblos y lugares. Uno imagina el nivel de desarraigo constante. Esto de pertenecer a una familia que no pertenece a ningún lugar. Diana narra en off mucho de lo que le sucede. Lo hace de una manera solemne, como si la elección partiera de ver mucha narración efectista de documentales de Nat Geo. Es cierto, es ella en primera y tercera persona (en el texto cinematográfico de las imágenes del pasado), pero la decisión le resta calidez. Tiene menos organicidad si se quiere. Por lo demás, a esta realización le debe su mejor resultado a la propuesta de la compaginación en la cual, efectivamente, logra plasmar esto de que al circo lo componen personas que están muy lejos del común. Andres Habegger logra captar momentos como los del principio, gestos de la madre tan cómplices, que la cámara parece haberse enamorado de ella. Hay, además, un interesante uso expresivo del material de archivo. Es de colección el momento en que los hermanos sacan algunas conclusiones de las consecuencias del viajar. La realización propone una búsqueda de identidad, un regreso al pasado para reconocer la madera de la que se está hecho. Más que una excusa para la nostalgia, “Cirquera” es un intento de reconstrucción que funciona bien.
Inteligente retrato de un grande del cine sin fronteras Si el mundo lo tiene a Woody Allen en un pedestal, en Argentina, como mínimo, se lo debe haber fabricado. El público argentino es de los más fieles al genio creativo y “Woody Allen, el documental” es funcional, tanto a un repaso minucioso de la filmografía (dirigió 41 películas en 48 años) como al complemento para construir el mito. Aquello que mil veces supusimos del Woody Allen (como actor, guionista, director y dramaturgo) por lo que decían sus personajes, pero nunca pudimos comprobar. A estos efectos, la realización ataca directamente con imágenes de los entrevistados y algunas frases que sirven de introducción. Luego, la estructura nunca se irá de lo convencional en cuanto a la mezcla de material de archivo (inédito o no), compaginado con entrevistas de gente que giró alrededor de él tanto en su vida artística como personal, desde Charles Joffe (productor de toda la vida) a Gordon Willis (su Director de Fotografía de cabecera), a algún que otro pariente o amigo. Pero a la convencionalidad de “Woody Allen, el documental” se antepone el contenido. Es él, el que importa, sus paseos a pie, su casa, su máquina de escribir, su amor por el jazz… Probablemente el fanático no tenga nada nuevo por descubrir, por lo que esta producción es recomendada particularmente para aquellos que no lo son. De todos modos, ya sea por (re) descubrirlo o por una mirada al cine en general, Robert Weide logra un producto sólido porque conoce perfectamente a quién está retratando. Lo persiguió hasta lograr su película, y vaya si valió la pena.
En 2010 los realizadores Pierre Coffin y Chris Renaud presentaban “Mi villano favorito”. En aquella oportunidad veíamos básicamente cómo Gru (voz de Andrés Bustamante –en inglés Stevce Carell-), un súper villano se transformaba en súper héroe merced al amor de tres niñas huérfanas a las que pretendía usar para un plan maléfico y así ser el peor (mejor) malo del planeta. Más allá de la “originalidad” del guión, la historia contaba con los Minions (voz del brillante Ricardo Tejedo –en inglés son los propios directores-), unos simpáticos personajes pequeños, con forma de cápsula amarilla, idioma propio y un comportamiento exageradamente ecléctico. Eso sumado a un movimiento “titiritesco” y bromas pesadas construían los segmentos más graciosos de la película. Vivos como el hambre, en Hollywood llegaron a la conclusión de que la popularidad de los Minions era lo que ameritaba una secuela de una narración que ya había cerrado bien. Así, la segunda parte arranca con Gru, pero lentamente todo se va desviando hacia los chiquitos hasta convertirlos casi en protagonistas. El villano es convocado por una organización anti-malos para encomendarle una misión que rechaza de plano. Entretanto, alguien planea utilizar a los Minions como ejército inyectándoles un químico que los potencia (además de cambiar a color violeta). Si en estado natural son hiperactivos, con éste experimento se transforman en una suerte de monstruos al estilo Gremlins (1984). Hay alguna subtrama con un ex villano y una chica que enamora a Gru, pero básicamente todos los gags se apoyan en los Minions. Y funciona. “Mi villano favorito 2” no da tregua con los gags y sólo hace falta entrar en el código para no parar de reír. Incluso en los títulos que sirven además como la presentación de una posible película sobre ellos. De hecho ya están construidos y cuentan con la popularidad suficiente como para despegarse por completo de esta franquicia. Buen ritmo narrativo, subtramas que aportan a la comicidad, y en nuestro caso el doblaje es más que acertado con la excepción de Lucy, la compañera de Gru, que en el doblaje de Andrea Legarreta parece estar en otra frecuencia que la que proponen los movimientos y las expresiones del original. Pero es sólo un detalle. El entretenimiento y las secuelas están asegurados.
Cuando era chico jugaba al Llanero solitario. Andaba con los pibes del barrio gritando “¡ja iu silver!” en la plaza. Lo veía por la tele en los dibujos animados y además era el héroe favorito de Felipe, el mejor amigo de Mafalda. Y todo porque mi abuelo no se perdía ni un capítulo del radioteatro. Se quedaba pegado a la radio esperando cada capítulo (nunca pude comprobar si acá también se hizo como en Estados Unidos). En el cine tuvo una versión horrible que me llevaron a ver en 1981. La verdad es que de su compañero y amigo, el indio Toro, sabíamos poco. Digamos que no estaba entre los preferidos a la hora de repartir los roles en la plaza. No. El héroe era El Llanero y todos queríamos ser él para que nos toque el sombrero blanco y la cartuchera con el revólver a cebitas. Sin dudas, él y Superman sean, probablemente, los íconos estadounidenses más importantes de la nobleza, la justicia y la incorruptibilidad. En esta versión siglo XXI ocurre todo lo contrario. Es Toro (Johnny Depp) el más importante, aunque no parezca. De hecho es quien narra la historia. En 1933, en una de las clásicas ferias, un niño se acerca a una estatua no tan estatua (¿para qué está ahí?). El niño conoce la historia que le contaron pero no la verdadera, así que tanto él como nosotros asistimos a esta narración para ver cómo fue la cosa. Narrado en forma de flashbacks, con interrupciones aleatorias para poder pasar a otra cosa, o para luego continuar la acción como en las viejas series en episodio. Así conoceremos detalles que estaban muy escondidos en la memoria. Cómo, por ejemplo, John Reid (Armie Hammer) se convirtió en el enmascarado; cómo conoció a Toro; el caballo, la bala de plata; por qué se llaman así los personajes, etc. Hay que decir que los guionistas Ted Elliott, Terry Rossio y Justin Haythe se esmeraron en cada detalle. No se guardaron nada en esta construcción del relanzamiento de un personaje casi olvidado y del cual esta generación de chicos no tiene ni la menor idea. La taquilla dirá si hay franquicia o no. Decía que todo, o casi todo, gira en torno a Toro y en su versión de la historia. Mucho sirve como una muestra de la enorme cantidad de recursos de Johnny Depp, en quién descubrimos un nuevo personaje de los que le gustan interpretar. Muchos buscarán coincidencias con el Jack Sparrow de la saga Piratas del Caribe. Casi no las hay. Salvo por pequeños detalles de miradas de reojo y algún manejo de silencios. Toro no es Sparrow y Depp no se plagia a sí mismo. En todo caso la importancia de ambos se asimilan, pues casi todo lo relacionado con gags y humor de esta aventura descansa en él. Por el lado del ritmo narrativo hay baches importantes en los cuales, por darle un subrayado especial o místico a ciertos momentos, el relato se plancha (la historia de Toro cuando era chico, por ejemplo). Para una película de dos horas cincuenta minutos es un riesgo. El director Gore Verbinski no tomó riesgos innecesarios y se armó casi del mismo equipo que en las tres primeras “Piratas del Caribe” (2003, 2006, 2007, 2011). Johnny Depp en la actuación, Hanz Zimmer en la extraordinaria banda sonora, y Craig Wood en la compaginación a quien se sumó James Haygood, habitual montajista de David Fincher. La fotografía es de Bojan Bazelli que logra momentos interesantes, sobre todo en los escenarios naturales. Por lo demás, “El llanero solitario” resulta un entretenimiento a la medida de los grandes estudios. Una verdadera superproducción que combina bien lo artesanal con las nuevas tecnologías, y aunque está más cerca de la aventura que del western propiamente dicho, no va en desmedro de pasar un buen rato.
Una producción como “Ritmo perfecto” tiene un target al cual va dirigido, seguramente con claras intenciones de convertirse en un producto que pueda retro-alimentarse. Es como todo en la industria más industrial del cine, una buena idea dispara quinientas parecidas. Alguna sale bien. También es cierto que sólo en Estados Unidos puede generarse un escenario tan propicio y repetido como las universidades para desarrollar una historia. No hay género que no haya incurrido en estos sets, y habría que ver cuantos actores de habla inglesa, novatos o consagrados, no pasaron por alguna fachada, escalera, aula, salón de actos o noches de egresados para decir algún diálogo. La universidad, pero sobre todo el conjunto de seres que la habitan, es parte fundamental de la cultura muy arraigada en la confección y manufactura de la idea del sueño americano. Es de esperar entonces que los veamos veinte veces por año. Por lo que nos cuentan desde el país del norte, la universidad, en términos culturales, funciona como un tamiz. Una suerte de colador sobre el cual sólo quedan los que la sobreviven. Allí se genera el deseo de pertenencia muy por sobre el derecho de la misma dado que, la posibilidad de “pertenecer a” la tienen o la detentan unos pocos: La rubia bonita o el fortachón fachero que por carácter transitivo se convierten en portadores de los pares de medias a ser lamidos por el resto para poder decir “ando con fulano o soy del grupo de mengana”. ¿Quiénes quedan “afuera” según estos cánones? Los que, precisamente, van a estudiar. Los nerds (en Argentina, “tragas”). Usualmente chicos muy flacos y desgarbados, o con un importante sobrepeso, peinado al agua, camisa a cuadros suelta o remera de Star Trek y, por supuesto, anteojos culo de botella y/o mucho acné. Por cierto, su capacidad intelectual es superlativa lo cual va en desmedro de sus chances de perder la virginidad. Los empujan, los golpean, les roban la plata del almuerzo, les pinchan las ruedas de la bicicleta, etc. Siempre por un montón de facinerosos con buzo del equipo de fútbol americano, o por cinco pibas rubias preciosas cuyo futuro es fácilmente imaginable. Así lo vive la gente y así lo muestra el cine de Estados Unidos. Desde “Monsters university” para atrás pasando por “El graduado” (1968), “Carrie” (1976) “American graffiti” (1973), “Scream” (1993), “La sociedad de los poetas muertos” (1989, en la tele con “Buffy”, “Glee” o “Fama” (la lista es infinita). Todos géneros distintos, pero con el mismo escenario e idénticos estereotipos. Sin ahondar mucho en el análisis sociológico del asunto, porque es tema para muchos años, estoy en condiciones de afirmar que nada de eso cambia en “Ritmo perfecto”. Los estereotipos están intactos pero llevados a un plano que roza con la parodia, lo cual hace que resulte una comedia con cierta frescura. Todo comienza con un duelo entre banda de chicos vs banda de chicas en el marco de un concurso universitario anual. El enfrentamiento no es violento sino con canto a capela y una leve coreografía (propuesta tomada mayormente de la serie “Glee”). El concurso es seguido por dos comentaristas que funcionan al estilo de los viejos criticones de Los Muppets, ya que nunca sabremos para qué o para quién trabaja. Algo falla y “Las Belles” pierden por bochorno. Todo vuelve a empezar cuatro meses después, al inicio de clases con los grupos tratando de reclutar nuevos talentos para el canto y así volverse a enfrentar. Obviamente conoceremos las historias de los dos o tres personajes que vienen a romper el molde. (¿Se nota que no quiero revelar mucho de la historia? Es que perdería la poca sorpresa que tiene) Jason Moore, un director de TV que conoce mucho el paño de lo que funciona y en qué público impacta, realizó una producción centrando la atención fundamentalmente en los talentos para el canto, mechados con dos o tres talentos para la comedia. La música es el elemento principal y el catalizador de los conflictos. Obviamente estamos frente a un elenco funcional a lo que pide el argumento: buenas voces, movimientos, alguna característica distintiva. Actores y actrices que bien podrían haber salido de “Camino a la fama” o “American Idol”, acaso las dos mayores productoras de talentos prefabricados. Todo metido en un guión básico donde todos tendrán su oportunidad de brillar. “Ritmo perfecto” cumple con lo que es, admitiendo en su texto que no intenta descubrir la pólvora, sino usarla para ser un producto adolescente y entretenido. No pida más… pero no busque menos.
Ante una superproducción como “Guerra mundial Z” me surgen un par de preguntas inherentes al género. La primera es ¿Qué le aporta esta película a lo hecho hasta ahora con la temática? George A. Romero prácticamente lo inventó en 1968 con “La noche de los muertos vivientes”, porque además del gore, de esos efectos especiales y de maquillaje proclives a mostrar el interior del cuerpo humano en estado putrefacto, Romero hizo su particular lectura de la sociedad, la discriminación, la crueldad humana, los medios de comunicación, las redes sociales, y otros temas, todo con la utilización de las criaturas al servicio del mensaje. Pero ojo, Romero nunca fue metafórico con su cine. Son películas del género del terror con todos los condimentos, pero que ofrecen la posibilidad de segundas lecturas del texto cinematográfico. Así, todo lo que vino después tenía poco para ofrecer en este aspecto y por ende debía crear otros. La sofisticación y la tecnología hicieron posibles tripas más vistosas o cerebros mejor hechos, nada más. En todo caso, pocas películas han ofrecido algo diferente de lo exclusivamente técnico. “Re-animator” (1985) jugaba con la obsesión de querer ser Dios y pretender reconocimiento, y este año vimos una grata sorpresa en “Mi novio es un zombie” con su lectura sobre la incomunicación humana, la condición del ser, y un guión que jugaba también con Shakespeare. También Danny Boyle le imprimió vértigo a las criaturas haciendo que corran impulsados por la adrenalina de la rabia en “Exterminio” (2002) Lo demás ha sido repetir la fórmula de pandemia o epidemia que dejaba zombies por todos lados, y un grupo de sobrevivientes que se resiste ser convertido por obra y gracia de las mordeduras. Para matarlos, siempre un tiro en la cabeza o destrozarla con lo que esté a mano. Si no, los pedazos de cuerpo se siguen moviendo. La segunda pregunta es ¿qué quedó del libro de Max Brooks? “Guerra mundial Z” comienza entregando en los títulos, con una suerte de compaginación de noticieros y grabaciones de celular, la información necesaria para entender el comienzo de todo. Empieza por un caso y luego se van reproduciendo hasta lograr la histeria colectiva. Garry Lane (Brad Pitt) es padre de familia. Mujer y dos hijos, uno de los cuales es asmático (condición que se subraya y luego el guión abandona). También es un ex empleado de las Naciones Unidas a quien llaman cuando a los 8 ó10 minutos de proyección estalla el conflicto. Gritos, tiros, explosiones, choques, mucho caos y confusión. Una posible guerra civil entre saqueos y corridas. Las autoridades empiezan a perder el control, la gente huye mientras los zombies (que corren y saltan más rápido) transforman a los ciudadanos en sólo 12 segundos luego de mordisquearlos. Por supuesto que Garry es “invitado” a buscar el origen de todo esto en pos de encontrar una cura. Marc Forster logra la forma de abarcar el problema a nivel mundial y así nos trasladamos de EE.UU a Corea, de allí a Israel, y así por el estilo. En lo técnico la película es impecable. Se amalgama bastante bien lo real de lo digital y, efectivamente, hay escenas donde los desaforados muertos corren hasta formar verdaderas escaleras capaces de saltar muros. Eso sí, todo mostrado de lejos. Realmente muy poco del gore clásico se ve de cerca. Como si el director quisiera evitar caer en lo extremadamente gráfico. Los escenarios panorámicos dan cuenta de la grandilocuencia con la que se adaptó la novela. Una gran carcasa que en realidad rodea un argumento bastante convencional. Adicionalmente, los tres guionistas Matthew Michael Carnahan, Drew Goddard y Damon Lindelof, evitaron a toda costa las connotaciones y lecturas de la política mundial que tiene el libro, hasta cambiaron el escenario del origen de todo para evitar escandalotes con China. Así pierden la gran oportunidad de convertir una de zombies en algo con mucho más contenido y polémico, para sólo centrarse en el entretenimiento puro. Nada para decir a este respecto. Efectivamente “Guerra mudial Z” resulta entretenida y con algún que otro pasaje de suspenso y tensión muy bien manejados, como toda la secuencia del laboratorio de la OMS. Por lo demás… y sí, es una de zombies con mucho presupuesto.
Hay que decirlo: Pixar lo hizo de nuevo La tan anunciada secuela de “Monsters Inc.” (2001) finalmente tiene su estreno en Buenos Aires. Hay que decirlo: Pixar lo hizo de nuevo. Parece ya una verdad de perogrullo, pero realmente vale destacarlo. Luego del Oscar por “Valiente” (2012) y una floja segunda parte de “Cars” (2007), había que ver como encaraban otra entrega de un producto ya instalado en la memoria colectiva de los espectadores. Como recordarán, Monstruópolis es una ciudad en una dimensión paralela en la que habitan monstruos. La energía no se obtiene de una planta nuclear sino de los gritos de susto provocados por ellos, cuando los Asustadores se escurren por las noches en los dormitorios humanos y les pegan un julepe de novela. La empresa a cargo de semejante tarea es Monsters Inc. “Monsters University” se sitúa algunos años antes, cuando Mike Wasowski era un niño y en una visita escolar a la planta descubre su vocación. Elipsis de por medio, vemos a Mike bajar del autobús que lo deja en la universidad del título, dispuesto de seguir adelante con su sueño de ser el mejor Asustador, casi ignoto de las circunstancias de su mundo, e incluso con cierto aire ingenuo que le impide ver (sanamente) sus limitaciones. Claro, en seguida entendemos que nos vamos a encontrar con todos los personajes de la original para ver cómo se conocieron. Sully viene de familia de asustadores y cree que con la portación de apellido alcanza. Los gags son varios, muy seguidos, muy graciosos, y con varios guiños a la anterior, además de cuestiones externas pero inherentes a la cultura universitaria, por ejemplo la formación de grupos o cofradías a las cuales los novatos quieren entrar para evitar el rechazo; los nerds que al final tienen su triunfo; profesores exigentes, y hasta hay un detalle delicioso cuando vemos a los monstruos tocar el pie de una estatua en la entrada del edificio principal. Así sucede en la vida real en la Universidad de Harvard, los estudiantes que quieren aprobar el examen de ingreso tocan el pie de la estatua para que les de suerte. Quizás lo mejor de esta segunda parte es que sobrevive por sí sola. El lazo con los personajes ya conocidos es fuerte, pero un guión bien trabajado puede lograr que sin haber visto nada antes, todo se comprenda y fluya independientemente. En aquella oportunidad, hace más de una década, estábamos frente a un guión que daba un palo a las empresas de entretenimiento sin escrúpulos, pues hacia el final de “Monsters Inc.” la vuelta de tuerca mostraba que se obtenía más energía de los chicos cuando se los hace reír que asustándolos. Pero principalmente trabajaba los miedos y como trabaja la mente para hacerlos más grandes, tanto de un lado como del otro, porque entre los monstruos y los humanos el miedo era recíproco. “Monsters University” trabaja entonces en cómo vencer los miedos y superar las adversidades. Por si fuera poco, la importancia del trabajo en equipo cuando se usa y se potencia lo mejor de cada uno. Las voces de la versión en inglés son los talentos (nuevamente) de Billy Crystal y John Goodman. Extraña el cambio de titulares en la versión doblada. En la proyección de prensa con chicos fue una de las primeras observaciones que escuché de los pequeños y es cierto. Algo de la cadencia se pierde en este actor lo cual para nada empaña el producto final. No llegue tarde al cine. El primer corto sobre dos paraguas es una delicia y por cierto, quédese hasta el final en los títulos, pues “Monsters University” le regala una última sonrisa.
Este buen documental que se estrena esta semana tiene y cuenta con el punto a favor de la temática que trata. Pronto serán innumerables las obras hechas alrededor de la figura del Che Guevara, al punto de no quedar prácticamente ningún secreto. En lo concerniente a la historia per sé, “La huella del Dr. Ernesto Guevara” viene a ser el eslabón faltante entre “Diarios de motocicleta” (2004) y el díptico que sobre el Che realizó Steven Soderbergh en 2008 (“Che, el argentino” y “Che: guerrilla”). Un complemento de información que alimenta la primera con mucho trabajo de investigación proporcionado mayoritariamente por las entrevistas a varias personas que acompañaron, o fueron testigos del viaje de Ernesto Guevara por Latinoamérica. Todas las entrevistas (ricas en contenido y llenas de nostalgia y detalles deliciosos) están insertadas con material de archivo. El formato más clásico por cierto, más cerca del lenguaje televisivo que del cinematográfico; pero así y todo logra entretener. El tema está bien abordado y denota preocupación de la producción para hacerse del material necesario. Hablando en general, sería interesante un planteo estético más elaborado, una búsqueda de imagen que no sobre, explique las cosas porque si tomamos el esqueleto de documentales como este bien podría convertirse en una suerte de carcasa en la que sólo hay que cambiar los invitados y las imágenes de archivo a intercalar. Buen contenido en una compaginación convencional.
El gran casamiento A priori, los condimentos que se sugieren desde el afiche publicitario prometen varias cosas: Comedia al estilo clásico de los ‘40 y ‘50, gran elenco, buenos gags y mejores diálogos. Es lo que promete “El gran casamiento”, a priori... Es muy distinto lo que sucede una vez iniciada la proyección, y digo iniciada porque desde el minuto uno la situación está sospechosamente forzada. Don (Robert de Niro) y Bebe (Susan Sarandon) están en pleno coqueteo previo al sexo, mientras Ellie (Diane Keaton), la ex de Don, recién llegada de visita, se pasea por la casa en puntas de pie para no ser descubierta y pasar un momento embarazoso… Ocurre el momento embarazoso con Robert de Niro despatarrado en el piso en una de las caídas menos orgánica y peor simuladas de la historia. Ojo, ya tenemos a tres de los más grandes actores de la historia de Hollywood en el mismo encuadre, sin embargo algo parece no funcionar. Se prende una señal que avisa: "A partir de este momento todo depende del talento de los presentes" Alejandro (Ben Barnes), hijo adoptado por Don y Ellie antes de separarse, está a punto de contraer matrimonio bajo la supervisión estricta del Padre Moinighan (Robin Williams). Al evento van a asistir todos, incluida la madre biológica (Patricia Rae), quien desde lo verbal se presenta como ultra conservadora porque es ultra católica. Digamos que se trata del personaje a temer. Lo cierto es que para satisfacer a su madre colombiana Alejandro les pide a sus padres adoptivos y separados que simulen no estarlo durante el fin de semana del casorio. Don accede insólitamente ante la atónita mirada Bebe, quién le echa en cara el asunto que en realidad originó el hijastro. Para cuando la madre biológica se hace presente, varios personajes ya desfilaron por la pantalla, y desfilaran otros tantos. Como si el director quisiera presentarnos a todos los invitados cada uno con sus propios problemas Lo que supondría una comedia de enredos en el marco de un casamiento mal encaminado, se transforma en un continuo aburrimiento merced a dos factores: El primero, los diálogos y situaciones extraídos de lo más básico del género, pero sin ningún trabajo que permita a los actores hacerlos propios. Como si lo que dice cada personaje estuviera casi disociado de lo corporal con lo cual, hay muchos pasajes que rayan el ridículo. El segundo factor tiene que ver con la compaginación. Jon Corn va a una velocidad menor que la que piden los gags quitándole punch a lo poco que ofrece el guión merced al primer factor. Adicionalmente, la historia está superpoblada con personajes que aportan dudosos tanto a la comicidad como, por ejemplo, la relación del hermano de Alejandro con la hija promiscua de la madre biológica. Por estas razones “El gran casamiento” atrasa 50 años en su realización y en su pretensión de comedia familiar clásica, y gran parte se lo debe a la dirección de Justin Zachkam, quién parece haber confiado más en el elenco en lugar de apoyarse en una buena historia bien planteada y desarrollada. Apenas si con las apariciones de Robin Williams se logra esbozar una sonrisa, pero como escasea la dirección de actores el gran actor va un paso más adelante que el resto. Demasiado reparto para poco argumento.
¿Cuánto realmente conocemos de nuestro lugar en el mundo? En el género documental no hay demasiado por descubrir en términos narrativos. Cuando se intenta pasar la frontera del objetivo por el cual se documenta algo, en primer lugar se puede caer en el híbrido (hoy mal llamado docu-ficción) o directamente perder el sentido. En cambio, sí hay mucho por descubrir en términos estéticos. En este punto es donde los documentalistas como Mathieu Orcel o Sylvain George con la magnífica “Figuras de la guerra” (2011), y el propio Werner Herzog marcan la diferencia. A ellos evidentemente no les alcanza con entrevistar gente y asumen el desafío de meterse de lleno en aquello que buscan revelar superando con creces el rótulo de cronistas. “Para los pobres, piedras” es una realización que se adentra en el corazón de una comunidad Wichi. Una profunda contemplación permite al director comprometerse con su material a niveles introspectivos. Él y su equipo estuvieron maá de tres años conociendo lugares, viviendo costumbres, adoptando idiomas… luego uno entiende por qué un encuadre a una hora determinada es muy distinto de otro, pero esas decisiones a la hora de compaginar sólo se pueden tomar luego de una profunda observación, no del material filmado, sino de la vida. Así, cada cuadro de la película cuenta tanto una parte del presente como del pasado, logrando meter al espectador en la situación de estos verdaderos dueños de la tierra. “Para los pobres, piedras” ante todo permite tomarse el tiempo para en pocos minutos entender cuál es el ritmo propuesto y por qué es tan importante dejarse llevar por la propuesta. La fabulosa dirección de fotografía, lejos de buscar la postal, también crea climas propios en los momentos del día en los que la banda sonora de la naturaleza deja paso a un silencio atronador. Como si el mundo estuviera en pausa. Por todo esto y por lo registrado en imágenes, el francés (radicado en Argentina hace una década) Mathieu Orcel deja de lado toda posibilidad de clasificar su obra como una mirada “desde afuera”. Por el contrario, más bien ofrece una mirada como para que los que estamos adentro de este país nos preguntemos cuánto conocemos realmente de nuestro lugar en el mundo. Algo parecido sucedía con “El etnógrafo” (2012) estrenada este año. En todo caso, ambas, con distintos estilos, son imperdibles.